Las glorias de María. San Alfonso María Ligorio
LAS GLORIAS DE MARÍA
Advertencia
al lector
A
fin de no exponer mi obra a ninguna censura de críticos harto exigentes, he
juzgado oportuno esclarecer una proposición que, al parecer, pudiera considerarse
atrevida o demasiado oscura. Algunas más hubiera podido aquí anotar; pero si
por ventura no pasan inadvertidas a tu penetración amable lector, te ruego
pienses que han sido dichas y escritas por mí en el sentido que las explica la verdadera
y sólida Teología, las entiende la Santa Iglesia Católica Romana, de la cual me
declaro hijo obediente.
Hablando
en la Introducción de la doctrina que se expone en el capítulo V de esta obra,
he dicho que Dios quiere
que todas las gracias nos vengan por medio de María. Verdad muy
consoladora, tanto para las almas que aman tiernamente a María como para los
pecadores que desean convertirse. No se crea que esta doctrina es contraria a
la sana Teología, porque el padre de ella, san Agustín, dice, como sentencia
universal, que María cooperó con su caridad al nacimiento espiritual de todos
los miembros de la Iglesia: “Madre ciertamente espiritual. no de nuestra cabeza,
que es Cristo, de la cual más bien ella ha nacido espiritualmente: porque todos
los que en él creen, entre los cuales se encuentra, con verdad son llamados hijos
del esposo; sino plenamente Madre de sus miembros que somos nosotros, porque
cooperó con su amor a que nacieran los fieles en la Iglesia, los que son miembros
de su cabeza”. Y un célebre autor, nada sospechoso de exageraciones ni inclinado
a caer en falsas devociones, añade: “Habiendo propiamente formado nuestro Señor
en el Calvario su santa Iglesia, es claro que la Virgen Santa ha cooperado de
una manera excelente y singular a esta formación. Y de la misma manera puede
también decirse que si María dio a luz sin dolor a Jesucristo, cabeza de la
Iglesia, no sin gran dolor engendró del cuerpo mismo, del cual Cristo es la cabeza.
Así es como en el Calvario comenzó María a ser de modo particular Madre de toda
la Iglesia”.
En
una palabra, el Dios santísimo, para glorificar a la Madre del Redentor, ha
determinado y dispuesto con gran caridad interponga
sus plegarias a favor de todos aquellos por los que su divino Hijo ha
pagado y ofrecido el sobreabundante precio de su sangre preciosa, en el cual
únicamente está nuestra salvación, vida y resurrección.
Fundado en esta doctrina y cuanto concuerda con ella, he intentado explicar mis proposiciones (Parte I., c.5), las cuales, los santos, en coloquios llenos de amor por María y en sus fervorosas predicaciones, no han tenido ninguna dificultad en confirmar. Por lo que un santo padre, conforme al célebre Vicente Contenson, ha escrito: “En Cristo está la plenitud de la gracia como en la cabeza de la que fluye; en María, como en el cuello que la transmite”. Y esto lo confirma claramente el angélico maestro santo Tomás diciendo: “Por tres razones se dice que la bienaventurada Virgen está llena de gracia... La tercera por cuanto por ella se difunde a todos los hombres. Gran cosa es que cada santo posea tanta gracia que sobrara para la salvación de muchos, pero para tener tanta gracia que bastara para la salvación de todos los hombres del mundo, esto es lo sumo; y esto se da en Cristo y en la bienaventurada Virgen, pues en cualquier peligro se puede obtener la salvación con la ayuda de esta Virgen gloriosa. Por eso se dice que ella en el Cantar de los cantares: ‘Mil escudos’. Es decir, auxilios contra los peligros ‘penden de ella’. De igual manera, en todas las obras virtuosas la puedes tener de ayudadora, que por eso ella dice (Eclo 24): ‘En mí toda esperanza de vida y de virtud’”.
INTRODUCCIÓN
Querido
lector y hermano mío en María: la devoción que me ha movido a escribir este
libro y ahora te mueve a ti a leerlo, nos hacen hijos afortunados de esta buena
Madre; si acaso oyes que me he fatigado en vano componiéndolo habiendo ya
tantos y tan celebrados que tratan del mismo asunto, responde, te lo ruego, con
las palabras que dejó escritas el abad Francón en la biblioteca de los Padres:
que alabar a María es una fuente tan abundante que cuanto más se saca de ella
tanto más se llena, y cuanto más se llena tanto más se difunde. Viene a decir
que esta Virgen bienaventurada es tan grande y sublime, que por más alabanzas
que se le hagan, muchas más le quedan por recibir. De tal manera que, al decir
de san Agustín, no bastan para alabarla como se merece las lenguas de todos los
hombres, aunque todos sus miembros se convirtieran en lenguas.
He
leído innumerables libros, grandes y pequeños, que tratan de las glorias de
María; pero considerando que éstos eran o raros o voluminosos, y no según mi propósito,
he procurado recoger brevemente en este libro, de entre los autores que han
llegado a mis manos, las sentencias más selectas y sustanciosas de los santos padres
y teólogos. De este modo los devotos, cómodamente y sin grandes gastos, podrán
inflamarse en el amor a María con su lectura. En especial he procurado ofrecer
materiales a los sacerdotes para promover con sus predicaciones la devoción
hacia nuestra Madre.
Acostumbran
los amantes hablar con frecuencia de las personas que aman y alabarlas para
cautivar para el objeto de su amor la estima y las alabanzas de los demás. Muy
escaso debe ser el amor de quienes se vanaglorian de amar a María, pero después
no piensan demasiado en hablar de ella y hacerla amar de los demás. No actúan
así los verdaderos amantes de nuestra Señora. Ellos quieren alabarla sobre todo
y verla muy amada por todos. Por eso, siempre que pueden, en público y en
privado, tratan de encender en el corazón de todas aquellas benditas llamas de amor
a su amada Reina, en las que se sienten inflamados.
Para
que cada uno se persuada de cuánto importa para su bien y el de los pueblos
promover la devoción a María, ayudará escuchar lo que dicen los doctores. Dice san Buenaventura que quienes se afanan en propagar las
glorias de María tienen asegurado el paraíso. Y lo confirma Ricardo de
San Lorenzo al decir que honrar a esta Reina de los
Ángeles es conquistar la vida eterna. Porque nuestra
Señora, la más agradecida, añade el mismo, se empeñará en honrar en la otra
vida al que en esta vida no dejó de honrarla. ¿Quién no conoce la
promesa de María en favor de los que se dedican a hacerla conocer y amar? La
santa Iglesia le hace decir en la fiesta de la Inmaculada Concepción: “Los que me esclarecen, obtendrán la vida eterna”
(Eclo 24, 31). “Regocíjate, alma mía –decía san
Buenaventura, que tanto se esforzó en pregonar las alabanzas de María–; salta
de gozo y alégrate con ella, porque son muchos los bienes preparados para los
que la ensalzan”. Y puesto que las sagradas Escrituras, añadía,
alaban a María, procuremos siempre celebrar a esta divina Madre con el corazón
y con la lengua para que al fin nos lleve al reino de los bienaventurados.
Se
lee en las revelaciones de santa Brígida que, acostumbrando el obispo B.
Emigdio a comenzar sus predicaciones con alabanzas a María, se le apareció la Virgen
a la santa y le dijo: Hazle saber a ese prelado
que comienza sus predicaciones alabándome, que yo quiero ser para él una madre,
tendrá una santa muerte y yo presentaré su alma al Señor. Y, en
efecto, aquel santo murió rezando y con una paz celestial. A otro religioso dominico,
que terminaba sus predicaciones hablando de María, se le apareció en la hora de
la muerte, lo defendió del demonio, lo reconfortó y llevó consigo su alma al
paraíso. El piadoso Tomás de Kempis presentaba a María recomendando a su
Hijo a quienes pregonan sus alabanzas, y diciendo así: “Hijo, apiádate del alma de quien te amó a ti y a mí me
alabó”.
Por
lo que mira al provecho de los fieles, dice san Anselmo que habiendo sido
el sacrosanto seno de María el camino del Señor
para salvar a los pecadores, no puede ser que al oír las predicaciones sobre
María no se conviertan y se salven los pecadores. Y si es verdadera
la sentencia, como yo por verdadera la tengo y lo probaré en el capítulo V, que
todas las gracias se dispensan sólo por
manos de María y que todos los que se salvan sólo
se salvan por mediación de esta divina Madre,
se ha de concluir necesariamente que de predicar a María y confiar en su intercesión depende la salvación de todos.
Así santificó a Italia san Bernardino de Siena; así convirtió provincias
santo Domingo; así san Luis Beltrán en todas sus predicaciones no
dejaba de exhortar a la devoción a María;
y así tantos y tantos.
El
P. Séñeri el joven, célebre misionero, en todas sus misiones predicaba sobre
la devoción a María, y a ésta la llamaba su predicación predilecta. Y nosotros (los
redentoristas) en nuestras misiones, en que tenemos por regla inviolable el no dejar
nunca el sermón de la Señora, podemos atestiguar con toda verdad que ninguna predicación produce tanto provecho y compunción
en los pueblos como ésta de la misericordia de María. Digo “de la
misericordia de María” porque, como dice san Bernardo: “Alabamos su humildad, admiramos su virginidad, pero a
los indigentes les sabe más dulce su misericordia: a la misericordia nos
abrazamos con amor, la recordamos con frecuencia y más a menudo la invocamos”.
Por
eso dejo para otros describir los grandes privilegios de María, que yo, sobre
todo, voy a hablar de su gran compasión y de su poderosa intercesión.
Para eso he recogido durante años y con mucho trabajo cuanto he podido de lo
que los santos padres y otros célebres escritores han dicho de la misericordia
y del poder de María. Y ya que en la excelente oración de la Salve Regina,
aprobada por la santa Iglesia y que manda rezar a los clérigos la mayor parte
del año, se encuentran descritas maravillosamente la misericordia y el poder de
la Virgen santísima, me he propuesto exponer en varios capítulos esta
devotísima oración. He creído además hacer algo muy agradable a los devotos de
María, añadiéndole lecturas o discursos sobre las fiestas principales y sobre
las virtudes de esta divina Madre. Y añadiendo al final las prácticas de
devoción más frecuentes usadas por sus devotos y aprobadas por la Iglesia.
Piadoso
lector, si como lo espero, es de tu agrado esta mi obrita, te ruego me
encomiendes a la Virgen santa para que me dé una gran confianza en su protección.
Pide para mí esta gracia, que yo pediré para ti también, quien quiera que seas
que me hagas esta caridad, las mismas gracias.
Dichoso el que se aferra con amor
y confianza a estas dos áncoras de salvación, quiero decir a Jesús
y a María; ciertamente que no se perderá.
Digamos,
pues, de corazón juntos, lector mío, con el devoto Alonso Rodríguez: “Jesús y María, mis dulcísimos amores, por vosotros
padezca, por vosotros muera; que sea todo vuestro y nada mío”.
Amemos a Jesús y a María y hagámonos santos, que no hay mayor dicha que podamos
esperar y obtener de Dios.
Adiós,
hasta que nos veamos en el paraíso a los pies de nuestra Madre y de su Hijo,
alabándolos, agradeciéndolos y amándolos juntos, cara a cara, por toda la eternidad.
Amén.
ORACIÓN A LA VIRGEN PARA
ALCANZAR UNA BUENA MUERTE
María, dulce refugio de los pecadores, cuando mi alma esté para dejar este mundo, Madre mía, por el dolor que sentiste asistiendo a vuestro Hijo que moría en la cruz, asísteme también con tu misericordia.
Arroja lejos de mí a los enemigos infernales y ven a recibir mi alma y presentarla al Juez eterno. No me abandones, Reina mía.
Tú, después de Jesús, has de ser quien me reconforte en aquel trance. Ruega a tu amado Hijo que me conceda, por su bondad, morir abrazado a sus pies y entregar mi alma dentro de sus santas llagas, diciendo: Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía.
PRIMERA
PARTE
SOBRE
LA “SALVE REGINA”
·
EXPLICACIÓN Y COMENTARIO DE LA ORACIÓN “SALVE REGINA” MARÍA CONSIGUE
PARA SUS DEVOTOS ABUNDANCIA DE DONES Y FAVORES.
Capítulo
I
MARÍA,
NUESTRA MADRE Y REINA
Dios
te salve, Reina y Madre de misericordia
I
Nuestra
confianza en María ha de ser grande, por ser ella la Madre de la misericordia
1. María es Reina con su Hijo Jesús
Habiendo
sido exaltada la Virgen María como Madre del Rey de reyes, con toda razón la
santa Iglesia la honra y quiere que sea honrada por todos por el título glorioso
de reina. Si el Hijo es Rey, dice san
Atanasio, con toda razón la Madre debe tenerse
por Reina y llamarse Reina y Señora. Desde que María, añade san Bernardino
de Siena, dio su consentimiento aceptando
ser Madre del Verbo eterno, desde ese instante mereció
ser la reina del mundo y de todas las criaturas. Si la carne de María, reflexiona san Arnoldo abad,
no fue distinta de la de Jesús, ¿cómo puede
estar la madre separada del reinado de su hijo? Por lo que debe pensarse que la
gloria del reinado no sólo es común entre la Madre y el
Hijo, sino que es la misma.
Y
si Jesús es rey del universo, reina también lo es María. De modo que, dice san Bernardino
de Siena, cuantas son las criaturas que
sirven a Dios, tantas son las que deben servir a María, ya que los
ángeles, los hombres y todas las cosas del cielo y de la tierra, estando
sujetas al dominio de Dios, están también sometidas al dominio de la Virgen.
Por eso el abad Guérrico, contemplando a la Madre de Dios, le habla así:
“Prosigue, María, prosigue segura con los bienes
de tu Hijo, gobierna con toda confianza como reina, madre del rey y su esposa”.
Sigue pues, oh María, disponiendo a tu voluntad de los bienes de tu Hijo, pues
al ser madre y esposa del rey del mundo, se
te debe como reina el imperio sobre todas las criaturas.
2. María es Reina de misericordia
Así
que María es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es una
reina toda dulzura y clemencia e inclinada
a hacernos bien a los necesitados. Por eso la santa Iglesia quiere que
la saludemos y la llamemos en esta oración Reina de misericordia. El mismo
nombre de reina, conforme a san Alberto
Magno, significa piedad y providencia hacia
los pobres; a diferencia del nombre de emperatriz, que expresa más
bien severidad y rigor. La excelencia del rey
y de la reina consiste en aliviar a los miserables, dice Séneca.
Así como los tiranos, al mandar, tienen como objetivo su propio provecho, los
reyes, en cambio, deben tener por finalidad el bien de sus vasallos. De ahí que
en la consagración de los reyes se ungen sus cabezas con aceite,
símbolo de misericordia, para demostrar que ellos, al reinar, deben
tener ante todo pensamientos de piedad y beneficencia hacia sus vasallos.
El
rey debe ante todo dedicarse a las obras de misericordia, pero no de modo que
dejan de usar la justicia contra los criminales cuando es debido. No obra así María, que aunque reina no lo es de justicia,
preocupada del castigo de los malhechores, sino reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad
y al perdón de los pecadores. Por eso la Iglesia quiere que la
llamemos expresamente reina de la misericordia.
Reflexionando
el gran canciller de París Juan Gerson las palabras de David: “Dos cosas
he oído: que Dios tiene el poder y que tuya es, Señor, la misericordia” (Sal
61, 12), dice que fundándose el reino de Dios en la justicia y en la
misericordia, el Señor lo ha dividido: el
reino de la justicia se lo ha reservado para Él, y el
reino de la misericordia se lo ha cedido a María, mandando que todas las
misericordias que se otorgan a los hombres pasen por las manos de María
y se distribuyan según su voluntad. Santo Tomás lo
confirma en el prólogo a las Epístolas canónicas diciendo que la santísima
Virgen, desde que concibió en su seno al Verbo de Dios y le dio a luz, obtuvo
la mitad del reino de Dios al ser constituida reina
de la misericordia, quedando para Jesucristo
el reino de la justicia.
El
eterno Padre constituyó a Jesucristo rey de justicia y por eso lo hizo juez universal
del mundo. Así lo cantó el profeta: “Señor, da tu juicio al rey y tu justicia
al hijo de reyes” (Sal 71, 2). Esto también lo comenta un docto intérprete, y
dice: Señor, tú has dado a tu Hijo la justicia porque la misericordia la diste
a la madre del rey. San Buenaventura, parafraseando también ese pasaje, dice:
“Da, Señor, tu juicio al rey y tu misericordia a la madre de él”. Así, de modo
semejante al arzobispo de Praga, Ernesto, dice que el eterno Padre ha dado al Hijo el oficio de juzgar y castigar, y a
la Madre el oficio de compadecer y aliviar a los miserables. Así predijo
el mismo profeta David que Dios mismo, por así decirlo, consagró a María como reina
de la misericordia ungiéndola con óleo de alegría: “Dios te ungió con óleo de alegría”
(Sal 44, 8). A fin de que todos los miserables hijos de Adán se alegraran pensando
tener en el cielo a esta gran reina llena de unción de misericordia y de piedad
para con todos nosotros, como dice san Buenaventura: “María está llena de unción
de misericordia y de óleo de piedad, por eso Dios la ungió con óleo de alegría”.
3. María, figurada en la reina Esther
San
Alberto Magno, muy a propósito, presenta a la reina Esther como figura de
la reina María. Se lee en el libro de Esther, capítulo 4, que reinando Asuero salió un decreto
que ordenaba matar a todos los judíos.
Entonces, Mardoqueo, que era uno de los condenados, confió su salvación a
Esther, pidiéndole que intercediera con el rey para obtener la revocación de su
sentencia. Al principio, Esther rehusó cumplir ese encargo temiendo el
gravísimo enojo de Asuero. Pero Mardoqueo la reconvino y le mandó decir que no
pensara en salvarse ella sola, pues el Señor la había colocado en el trono para
lograr la salvación de todos los judíos: “No te imagines
que por estar en la casa del rey te vas a librar tú sola entre todos los judíos,
porque si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte vendrá el socorro
de la liberación de los judíos” (Est 4, 13). Así dijo Mardoqueo a la
reina Esther, y así podemos decir ahora nosotros, pobres pecado-res, a nuestra
reina María, si por un imposible rehusara impetrarnos de Dios la liberación del
castigo que justamente merecemos: no pienses, Señora, que
Dios te ha exaltado como reina del mundo sólo para pensar en tu bien, sino para
que desde la cumbre de tu grandeza puedas compadecerte más de nosotros
miserables y socorrernos mejor.
Asuero,
cuando vio a Esther en su presencia, le preguntó con cariño: “¿Qué deseas
pedir, reina Esther?, pues te será concedido. Aunque fuera la mitad de mi reino,
se cum-plirá” (Est 7, 2). A lo que la reina respondió: “Si he hallado gracia a
tus ojos, ¡oh rey!, y si al rey le place, concédeme la vida –este es mi deseo-
y la de mi pueblo –ésta es mi petición” (Est 7, 3). Y Asuero la atendió al
instante ordenando que se revocase la sentencia.
Ahora
bien, si Asuero otorgó a Esther, porque la amaba, la salvación de los judíos, ¿cómo Dios podrá dejar de escuchar a María, amándola
inmensamente, cuando ella le ruega por los pobres pecadores? Ella le
dice: “Si he encontrado gracia ante tus ojos, rey mío...” Pero bien sabe la
Madre de Dios que ella es la bendita, la bienaventurada, la única que entre
todos los hombres ha encontrado la gracia que ellos habían perdido. Bien sabe
que ella es la amada de su Señor, querida más que todos los santos y ángeles
juntos. Ella es la que le dice: “Dame mi pueblo por el que te ruego”. Si tanto
me amas, le dice, otórgame, Señor, la conversión de estos pecadores por los que
te suplico. ¿Será posible que Dios no la oiga? ¿Quién desconoce la fuerza que
le hacen a Dios las plegarias de María? “La ley de la clemencia gobierna su
lengua” (Pr 31, 26). Es ley establecida por el
Señor que se use de misericordia con aquellos por los que ruega María.
4. María se vuelca con los más necesitados
Pregunta
san Bernardo: ¿Por qué la Iglesia
llama a María reina de misericordia? Y responde: “Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de
Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por
enormes que sean sus pecados, que se pierda si María lo protege”.
Pero
¿podremos temer que María se desdeñe de interceder por algún pecador al verlo
demasiado cargado de pecados? ¿O nos asustará, tal vez, la majestad y santidad
de esta gran reina? No, dice san Gregorio; cuanto
más elevada y santa es ella, tanto más es dulce y piadosa con los pecadores que
quieren enmendarse y a ella acuden”. Los reyes y reinas, con la
majestad que ostentan, infunden terror y hacen que sus vasallos teman aparecer
en su presencia. Pero dice san Bernardo: ¿Qué
temor pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si
ella no tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca,
sino que se manifiesta toda dulzura y cortesía? ¿Por qué ha de temer la humana
fragilidad acercarse a María? En
ella no hay nada de austero ni terrible. Es todo suavidad ofreciendo a todos
leche y lana”. María no sólo otorga dones, sino que
ella misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener
suma confianza y la lana de su protección para embriagarnos contra los rayos de
la divina justicia.
Narra
Suetonio que el emperador Tito no acertaba a negar ninguna gracia a quien
se la pedía; y aunque a veces prometía más de lo que podía otorgar, respondía a
quien se lo daba a entender que el príncipe no podía despedir descontento a
ninguno de los que admitían a su presencia. Así decía Tito; pero o mentía o
faltaba a la promesa. Mas nuestra reina no puede mentir y puede obtener cuanto
quiera para sus devotos. Tiene un corazón tan
piadoso y benigno, que no puede sufrir el
dejar descontento a quien le ruega. “Es tan benigna –dice Luis Blosio- que no deja que nadie se marche triste”. Pero
¿cómo puedes, oh María –le pregunta san Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina
de la misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los
miserables? Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable
pecador, soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh
reina de la misericordia”. Tú eres la reina de la misericordia y yo
el pecador más miserable de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus
súbditos, tú debes tener más cuidado de mí que de todos los demás. Ten piedad de nosotros, reina de la misericordia, y
procura nuestra salvación.
Y
no nos digas, Virgen santa, parece decirle Jorge
de Nicomedia, que no puedes ayudarnos
por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes
tal poder y piedad que excede a todas las culpas imaginables. Nada resiste a tu
poder, pues tu gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y
el Hijo, gozando con tu gloria, como pagándose una deuda, da cumplimiento a
todas tus peticiones. Quiere decir que si bien María tiene una deuda
infinita con su Hijo por haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede
negarse que también el Hijo está sumamente agradecido a esta Madre por haberle
dado el ser humano; por lo cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a
María, gozando con su gloria, la honra especialmente escuchando siempre todas
sus plegarias.
5. A María hemos de recurrir
Cuánta
debe ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios,
y tan rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe
y disfrute de la bondad y de los favores de María. Así lo reveló la Virgen María
a santa Brígida: “Yo soy –le dijo la Reina
del Cielo y Madre de la misericordia y alegría de los justos y la puerta para
introducir los pecadores a Dios. No hay en la tierra pecador tan
desventurado que se vea privado de la misericordia mía.
Porque si otra gracia por mí no obtuviera, recibe al menos la de ser menos
tentado de los demonios de lo que sería de otra manera. No hay ninguno tan
alejado de Dios, a no ser que del todo estuviese maldito –se entiende con la
final reprobación de los condenados-; ninguno que, si me invocare, no vuelva
a Dios y alcance la misericordia”. Todos me llaman la madre de
la misericordia, y en verdad la misericordia de Dios hacia los hombres me ha
hecho tan misericordiosa para con ellos. Por eso será desdichado y para siempre en la otra vida el que en ésta, pudiendo recurrir a
mí, que soy tan piadosa con todos y tanto deseo ayudar a los pecadores,
infeliz no acude a mí y se condena.
Acudamos,
pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos
salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros
pecados, entendamos que María ha sido constituida
reina de la misericordia para salvar con su protección a los mayores y más
perdidos pecadores que a ella se encomiendan. Éstos han de ser su corona
en el cielo como lo declara su divino esposo: “Ven del Líbano, esposa mía; ven
del Líbano, ven y serás coronada... desde las guaridas de leones, desde los
montes de leopardos” (Ct 4, 8). ¿Y cuáles son esas cuevas y montes donde moran
esas fieras y monstruos sino los miserables pecadores cuyas almas se convierten
en cubil de los pecados, los monstruos más deformes que puede haber? Pues bien,
comenta el abad Ruperto, precisamente de estos miserables pecadores salvados
por su mediación, oh gran reina, te verás coronada en el paraíso, ya que su
salvación será tu corona, corona muy apropiada para una reina de misericordia y
muy digna de ella. A este propósito, léase el siguiente ejemplo.
EJEMPLO
: Conversión de María, la pecadora, en la hora de la muerte
Se
cuenta en la vida de sor Catalina de San Agustín que en el mismo lugar donde
vivía esta sierva de Dios habitaba una mujer llamada María que en su juventud
había sido una pecadora y aún de anciana continuaba obstinada en sus perversidades,
de modo que, arrojada del pueblo, se vio obligada a vivir confinada en una
cueva, donde murió abandonada de todos y sin los últimos sacramentos, por lo
que la sepultaron en descampado.
Sor
Catalina, que solía encomendar a Dios con gran devoción las almas de los que
sabía que habían muerto, después de conocer la desdichada muerte de aquella
pobre anciana, ni pensó en rezar por ella, teniéndola por condenada como la tenían
todos.
Pasaron
cuatro años, y un día se le apareció un alma en pena que le dijo:
–
Sor Catalina, ¡qué desdicha la mía! Tú encomiendas a Dios las almas de los que
mueren y sólo de mi alma no te has compadecido.
–
¿Quién eres tú? –le dijo la sierva de Dios.
–
Yo soy –le respondió –la pobre María que murió en la cueva.
–
Pero ¿te has salvado? –replicó sor Catalina.
–
Sí, me he salvado por la misericordia de la Virgen María.
–
Pero ¿cómo?
–
Cuando me vi a las puertas de la muerte, viéndome
tan llena de pecados y abandonada de todos, me
volví hacia la Madre de Dios y le dije: Señora, tú eres el refugio de los
abandonados; ahora yo me encuentro desamparada de todos; tú eres mi única
esperanza, sólo tú me puedes ayudar, ten piedad de mí. La santa Virgen me
obtuvo un acto de contrición, morí y me salvé; y ahora mi reina
me ha otorgado que mis penas se abreviaran haciéndome sufrir en intensidad lo
que hubiera debido purgar por muchos años; sólo necesito algunas misas para
librarme del purgatorio. Te ruego las mandes celebrar que yo te prometo rezar
siempre, especialmente a Dios y a María, por ti.
ORACIÓN A MARÍA, REINA
MISERICORDIOSA
Madre de Dios y señora mía, María. Como se presenta a una gran reina un pobre andrajoso y llagado, así me presento a ti, reina de cielo y tierra. Desde tu trono elevado dígnate volver los ojos a mí, pobre pecador.
Dios te ha hecho tan rica para que puedas socorrer a los pobres, y te ha constituido reina de misericordia para que puedas aliviar a los miserables. Mírame y ten compasión de mí.
Mírame y no me dejes; cámbiame de pecador en santo. Veo que nada merezco y por mi ingratitud debiera verme privado de todas las gracias que por tu medio he recibido del Señor. Pero tú, que eres reina de misericordia, no andas buscando méritos, sino miserias y necesidades que socorrer. ¿Y quién más pobre y necesitado que yo?
Virgen excelsa, ya sé que tú, siendo la reina del universo, eres también la reina mía. Por eso, de manera muy especial, me quiero dedicar a tu servicio, para que dispongas de mí como te agrade. Te diré con san Buenaventura: Señora, me pongo bajo tu servicio para que del todo me moldees y dirijas. No me abandones a mí mismo; gobiérname tú, reina mía. Mándame a tu arbitrio y corrígeme si no te obedeciera, porque serán para mí muy saludables los avisos que vengan de tu mano. Estimo en más ser tu siervo que ser el dueño de toda la tierra. ”Soy todo tuyo, sálvame” (Sal 118, 94).
Acéptame por tuyo y líbrame. No quiero ser mío; a ti me entrego. Y si en lo pasado te serví mal, perdiendo tan bellas ocasiones de honrarte, en adelante quiero unirme a tus siervos los más amantes y más fieles. No quiero que nadie me aventaje en honrarte y amarte, mi amable reina. Así lo prometo y, con tu ayuda, así espero cumplirlo. Amén. Amén
Nuestra
confianza en María es inmensa por ser ella nuestra Madre
1.
María es realmente Madre nuestra
No es por
casualidad ni en vano los devotos de María la
llaman Madre. Diríase que no saben invocarla con otro nombre y no se
cansan de llamarla siempre madre. Madre sí,
porque de veras es ella nuestra madre, no carnal, sino espiritual,
de nuestra alma y de nuestra salvación.
Cuando
el pecado privó a nuestras almas de la gracia les privó también de la vida. Y
habiendo quedado miserablemente muertas,
vino Jesús nuestro redentor, y con un exceso de misericordia y de amor nos recuperó esta vida perdida con su muerte en la cruz, como él mismo lo
declaró: “Vine para que tengan vida, y la tengan
en abundancia” (Jn 10, 10). “En abundancia”, porque como dicen los
teólogos, Jesucristo con su redención nos trajo bienes capaces de reparar
absolutamente los daños que nos causó Adán con su pecado. Y así, reconciliándonos con Dios, se convirtió en padre de
nuestras almas en la nueva ley de la gracia, como ya lo había predicho
el profeta: “Padre del siglo futuro, príncipe de la paz” (Is 9, 6). Pues si Jesús es el padre de nuestras almas, María es la madre,
porque dándonos a Jesús nos dio la verdadera vida, y ofreciendo en el Calvario
la vida de su Hijo por nuestra salvación fue como darnos a luz y hacernos nacer
a la vida de la gracia.
2. María, Madre nuestra por serlo de Jesús
En
dos momentos distintos, enseñan los santos
padres, se demostró que María era nuestra madre espiritual; primero, cuando mereció concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, como
dice san Alberto Magno. Y más claramente san Bernardino de Siena,
quien lo explica así: Cuando la santísima Virgen dio su consentimiento a la
anunciación del ángel de que el Verbo eterno esperaba su aprobación para
hacerse su Hijo, al dar su asentimiento pidió a Dios, con inmenso amor, nuestra
salvación; y de tal manera se empeñó en procurárnosla, que ya desde entonces
nos llevó en su seno como amorosísima y verdadera madre. Dice san Lucas en el
capítulo 2, versículo 7, hablando del nacimiento de nuestro Salvador, que María
dio a luz a su primogénito. Así que, dice al autor, si el evangelista afirma que
entonces dio a luz a su primogénito, ¿se habrá de suponer que tuvo otros hijos?
Pero es de fe que María no tuvo otros hijos según la carne fuera de Jesús;
luego debió tener otros hijos espirituales, y éstos somos todos nosotros. Esto
mismo reveló el Señor a santa Gertrudis, la cual, leyendo un día dicho
pasaje del Evangelio estaba confusa, no pudiendo entender cómo siendo María
madre solamente de Jesucristo, se puede decir que éste fue su primogénito. Pero
Dios le explicó que Jesús fue su primogénito según
la carne, pero los hombres son sus hijos según el espíritu.
Con
esto se comprende lo que se dice de María en los Sagrados cantares: “Es
tu vientre como montoncito de trigo cercado de azucenas” (Ct 7, 2). Lo explica san
Ambrosio, y dice que si bien en el vientre purísimo de María hubo un solo grano
de trigo, que fue Jesucristo, sin embargo, se dice montoncito de trigo, porque
en aquel sólo grano de trigo estaban contenidos todos los elegidos, de los que
María debía ser la madre. Por esto escribió el abad Guillermo: “En este único
fruto, Jesús, único salvador de todos, María dio a luz a muchos para la
salvación. Dando a luz a la vida, dio a luz a muchos para la vida”.
3. María, Madre nuestra por su dolor al pie de la cruz
El
segundo momento
en que María nos engendró a la gracia fue cuando en el Calvario ofreció
al eterno Padre, con tanto dolor la vida de su amado Hijo por nuestra
salvación. Es entonces, asegura san Agustín, cuando habiendo cooperado con su
amor para que los fieles nacieran a la vida de la gracia, se hizo igualmente con
esto madre espiritual de todos nosotros, que somos miembros de nuestra cabeza,
Jesús. Es lo mismo que significa lo que dice la Virgen de sí misma en el Cantar
de los cantares: “Pusiéronme a guarda de viñas; y mi propia viña no guardé”
(Ct 1, 5). María, por salvar nuestras almas, consintió que se sacrificara la
vida de su Hijo. ¿Y quién era el alma de María sino su Jesús, que era su vida y
todo su amor? Por esto le anunció el anciano Simeón que un día su bendita alma
se vería traspasada de una espada muy dolorosa. “Y tu misma alma será
traspasada por una espada de dolor” (Lc 2, 35). Esa espada fue la lanza que
traspasó el costado de Cristo, que era el alma de María. En aquella ocasión,
con sus dolores, nos dio a luz para la vida eterna, por lo que todos podemos
llamarnos hijos de los dolores de María. Nuestra madre amorosísima estuvo
siempre y del todo unida a la voluntad de Dios, por lo que –dice san
Buenaventura- siendo ella el amor del eterno Padre hacia los hombres que aceptó
la muerte de su Hijo por nuestra salvación, y el amor del Hijo al querer morir
por nosotros para identificarse con este amor excesivo del Padre y del Hijo
hacia los hombres, ella también, con todo su corazón, ofreció y consintió que
su Hijo muriera para que todos nos salváramos.
Es
verdad que Jesús, al morir por la redención del género humano, quiso ser solo.
“Yo solo pisé el lagar” (Is 63, 3); pero conociendo
el gran deseo de María de dedicarse ella
también a la salvación de los hombres,
dispuso que también ella, con el sacrificio y con el ofrecimiento de la vida de
Jesús, cooperase a nuestra salvación y así
llegara a ser madre de nuestras almas.
Esto es aquello que quiso manifestar nuestro Salvador cuando, antes de expirar,
mirando desde la cruz a la madre y al discípulo Juan que estaba a su lado, dijo
a María: “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19,
26); como si le dijese: Este es el hombre que por el ofrecimiento que tú has hecho
de mi vida por su salvación, ahora nace a la gracia. Y después, mirando al discípulo
dijo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27). Con cuyas palabras, dice san Bernardino
de Siena, María quedó convertida no sólo en madre de Juan, sino de todos los
hombres, en razón del amor que ella les tuvo. Por eso –advierte Silveiraque el
mismo san Juan, al anotar este acontecimiento en el Evangelio, escribe: “Después
dijo al discípulo: He aquí a tu madre”. Hay que anotar que Jesucristo no le dijo
esto a Juan, sino al discípulo, para
demostrar que el Salvador asignó a María por madre de todos los que siendo
cristianos llevan el nombre de discípulos suyos.
4. María ejerce su maternal protección
“Yo soy la madre del amor hermoso” (Ecclo 24, 24),
dice María; porque su amor, dice un autor, hace
hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue como madre amorosa
recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura su bien como tú,
dulcísima reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en todo? Más –sin
comparación, dice san Buenaventura- que la madre que nos dio a luz, nos amas y procuras nuestro bien.
¡Dichosos
los que viven bajo la protección de una madre tan amante y poderosa! El profeta
David, aun cuando no había nacido María, ya buscaba la salvación de Dios
proclamándose hijo de María, y rezaba así: “Salva
al hijo de tu esclava” (Sal 85, 16). ¿De qué esclava –exclama san
Agustín- sino de la que dijo: He aquí la esclava
del Señor? ¿Y quién tendrá jamás la osadía –dice el cardenal Belarmino- de
arrancar estos hijos del seno de María cuando en él se han refugiado para
salvarse de sus enemigos? ¿Qué furias del infierno o
qué pasión podrán vencerles si confían en absoluto en la protección de esta sublime madre?
Cuentan
de la ballena que cuando ve a sus hijos en peligro, o por la tempestad o por
los pescadores, abre la boca y los guarda en su seno. Esto mismo, dice Novario,
hace la piadosísima madre con sus hijos. Cuando brama la tempestad de las
tentaciones, con materno amor como que los recibe y abriga en sus propias entrañas,
hasta que los lleva al puerto seguro del cielo. Madre mía amantísima y piadosísima,
bendita seas por siempre y sea por siempre bendito el Dios que nos ha dado
semejante madre como seguro refugio en todos los peligros de la vida.
La
Virgen reveló a santa Brígida que así como una madre si viera a su hijo entre las espadas
de los enemigos haría lo imposible por salvarlo, así obro yo con mis
hijos, por muy pecadores que sean, siempre que a mí recurran para
que los socorra. Así es como venceremos
en todas las batallas contra el infierno, y venceremos siempre con
toda seguridad recurriendo a la madre de Dios y madre nuestra, diciéndole y
suplicándole siempre: “Bajo tu amparo nos
acogemos, santa madre de Dios”. ¡Cuántas
victorias han conseguido sobre el infierno los fieles sólo con acudir a María
con esta potentísima oración! La sierva de Dios sor María del Crucificado,
benedictina, así vencía siempre al demonio.
5. María invita a la confianza por su eficaz protección
Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabe
que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser. ¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende?
Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta buena
madre y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mía? Nada; que la causa de tu
eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que es
tu hermano, y de María, que es tu madre. Con este mismo modo de pensar se anima
san Anselmo y exclama: “¡Oh dichosa
confianza, oh refugio mío, Madre de Dios y Madre mía! ¡Con cuánta certidumbre
debemos esperar cuando nuestra salvación depende de tan buen hermano y de tan
buena madre!”
Esta
es nuestra madre que nos llama y nos dice: “Si
alguno se siente como niño pequeño, que venga a mí (Pr 9, 4). Los niños tienen siempre en los labios el nombre
de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre, madre! – Oh
María dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que nosotros, como
niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que recurramos siempre
a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a todos tus hijos que
han acudido a ti.
EJEMPLO
Muere
santamente un escocés convertido al catolicismo Se narra en la historia de las
fundaciones de la Compañía de Jesús en el reino de Nápoles de un noble joven
escocés llamado Guillermo Elphinstone. Era pariente del rey Jacobo, y habiendo
nacido en la herejía, seguí en ella; pero iluminado por la gracia divina, que
le iba haciendo ver sus errores, se trasladó a Francia, donde con la ayuda de
un buen padre, también escocés, y, sobre todo, por la intercesión de la Virgen
María, descubrió al fin la verdad, abjuró la herejía y se hizo católico. Fue
después a Roma. Un día lo vio un amigo muy afligido y lloroso, y preguntándole
la causa le respondió que aquella noche se le había aparecido su madre,
condenada, y le había dicho: “Hijo, feliz de ti que
has entrado en la verdadera Iglesia; yo, por haber muerto en la herejía, me he
perdido”. Desde entonces se enfervorizó más y más en la devoción a
María, eligiéndola por su única madre, y ella le inspiró hacerse religioso, a
lo que se obligó con voto. Pero como estaba enfermo, se dirigió a Nápoles para
curarse con el cambio de aires. Y en Nápoles quiso Dios que muriese siendo
religioso. En efecto, poco después de llegar, cayó gravemente enfermo, y con
plegarias y lágrimas impetró de los superiores que lo aceptasen. Y en presencia
del Santísimo Sacramento, cuando le llevaron el Viático, hizo sus votos y fue
declarado miembro de la Compañía de Jesús. Después de esto, era de ver cómo
enternecía a todos con las expresiones con que agradecía a su madre María el
haberlo llevado a morir en la verdadera Iglesia y en la casa de Dios, en medio
de los religiosos sus hermanos. “¡Qué dicha –exclamaba-
morir en medio de estos ángeles!” Cuando le exhortaban para que tratara
de descansar, respondía: “¡No, ya no es tiempo de descansar cuando se acerca el
fin de mi vida!” Poco antes de morir dijo a los que le rodeaban: “Hermanos, ¿no
veis los ángeles que me acompañan?” Habiéndole oído pronunciar algunas palabras
entre dientes, un religioso le preguntó qué decía. Y le respondió que el ángel
le había revelado que estaría muy poco tiempo en el purgatorio y que muy pronto
iría al paraíso. Después volvió a los coloquios con su dulce madre María. Y diciendo:
“¡Madre, madre!”, como niño que se reclina en los
brazos de su madre para descansar, plácidamente expiró. Poco después supo un religioso, por revelación, que ya
estaba en el paraíso.
ORACIÓN A MARÍA, MADRE DE
LOS PECADORES
Madre mía amantísima, ¿cómo es posible que teniendo madre tan santa sea yo tan malvado? ¿Una madre ardiendo en amor a Dios y yo apegado a las criaturas? ¿Una madre tan rica en virtudes y yo tan pobre en merecimientos?
Madre mía amabilísima, no merezco ser tu hijo, pues me hice indigno por mi mala vida. Me conformo con que me aceptes por siervo; y para lograr serlo, aun el más humilde, estoy pronto a renunciar a todas las cosas. Con esto me contento, pero no me impidas poderte llamar madre mía.
Este nombre me consuela y enternece, y me recuerda mi obligación de amarte. Este nombre me obliga a confiar siempre en ti. Cuanto más me espantan mis pecados y el temor a la divina justicia, más me reconforta el pensar que tú eres la madre mía.
Permíteme que te diga: Madre mía. Así te llamo y siempre así te llamaré. Tú eres siempre, después de Dios, mi esperanza, mi refugio y mi amor en este valle de lágrimas. Así espero morir, confiando mi alma en tus santas manos y diciéndote: Madre mía, madre mía María; ayúdame y ten piedad de mí. Amén.
El
gran amor que nos tiene nuestra madre
1.
María, madre de amor
Si
María es nuestra madre, bien está que consideremos cuánto nos ama. El amor
hacia los hijos es un amor necesario; por eso –como reflexiona santo Tomás-
Dios ha puesto en la divina ley, a los hijos, el precepto de amar a los padres;
mas, por el contrario, no hay precepto expreso de que los padres amen a sus
hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que
las mismas fieras, como dice san Ambrosio, no pueden dejar de amar a sus crías.
Y así, cuentan los naturalistas, que los tigres, al oír los gritos de sus cachorros,
presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos
que los llevan cautivos. Pues si hasta los tigres, parece decirnos nuestra amadísima
madre María, no pueden olvidarse de sus cachorros, ¿cómo podré olvidarme de
amaros, hijos míos? “¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin compadecerse
del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de
ti” (Is 49, 15). Si por un imposible una madre se olvidara de su hijo, es imposible,
nos dice María, que yo pueda olvidarme de un hijo mío.
María
es nuestra madre, no ya según la carne, como queda dicho, sino por el amor. “Yo
soy la madre del amor hermoso” (Pr 24, 24). El amor que nos tiene es el que la
ha hecho madre nuestra, y por eso se gloría, dice un autor, en ser madre de
amor, porque habiéndonos tomado a todos por hijos es todo amor para con nosotros.
¿Quién
podrá explicar el amor que nos tiene a nosotros miserables pecadores? Dice
Arnoldo de Chartes que ella, al morir Jesucristo, deseaba con inmenso ardor
morir junto al hijo por nuestro amor. Y así, cuando el Hijo –dice san Ambrosio-
colgaba moribundo en la cruz, María hubiera querido ofrecerse a los verdugos
para dar la vida por nosotros.
Pero
consideremos los motivos de este amor para que entendamos cuánto nos ama esta
buena madre.
2. María, porque ama a Dios, ama a los hombres
La
primera razón del amor tan grande que María tiene a los hombres es el gran amor
que ella le tiene a Dios. El amor a Dios y al
prójimo, como escribe san Juan, se incluyen en el mismo precepto. “Tenemos
este mandamiento del Señor, que quien ama a Dios, ame también a su hermano”
(1 Jn 4, 21). De modo que, cuando crece el uno,
crece el otro también. Por eso vemos que los santos, que tanto amaban a Dios, han hecho
tanto por el amor de sus prójimos. Han
llegado a exponer la libertad y hasta la vida por su salvación. Léase lo
que hizo san Francisco Javier en la India, donde para ayudar a las almas
de aquellas gentes escalaba las montañas, exponiéndose a mil peligros para
encontrar a los paganos en sus chozas y atraerlos a Dios. Un san Francisco
de Sales que para convertir a los herejes de la región de Chablais se
aventuró durante un año a pasar todos los días un torrente impetuoso, andando
sobre un madero, a veces helado, para llegar a la otra ribera y poder predicar
a los obstinados herejes. Un san Paulino que se entregó como esclavo
para librar al hijo de una pobre viuda. Un san Fidel que por atraer a la
fe a unos herejes, predicando perdió la vida. Los santos, porque así amaban a
Dios, se lanzaron a hacer cosas tan heroicas por
sus prójimos.
Pero
¿quién ha amado a Dios más que María? Ella
lo amó desde el primer instante de su existencia más de lo que lo han amado
todos los ángeles y santos juntos en el curso de su existencia, como luego
veremos considerando las virtudes de María. Reveló
la Virgen a sor María del Crucificado que era tal el fuego de amor
que ardía en su corazón hacia Dios, que podría abrasar en un instante
todo el universo si lo pudieran sentir. Que en su comparación eran como
suave brisa los ardores de los serafines. Por tanto, como no hay entre los
espíritus bienaventurados quien ame a Dios más que María, así no puede haber, después de Dios, quien nos ame más que
esta amorosísima Madre. Y si se pudiera unir el amor que todas las madres
tienen a sus hijos, todos los esposos a sus esposas y todos los ángeles y santos
a sus devotos, no alcanzaría el amor que María tiene a una sola alma.
Dice el P. Nierembergh que el amor que todas
las madres tienen por sus hijos es pura sombra en comparación con el amor que
María tiene por cada uno de nosotros. Más nos ama ella sola –añade- que lo que
nos aman todos los ángeles y santos.
3. María recibió de Jesús el encargo de amarnos
Además,
nuestra Madre nos ama tanto porque Jesús nos ha
recomendado a ella como hijos cuando le dijo antes de expirar: “Mujer, he ahí a tu hijo”, entregándole en la
persona de Juan a todos los hombres, como ya lo hemos considerado. Estas fueron
las últimas palabras que le dijo su Hijo. Los últimos
encargos de la persona amada en la hora de la muerte son los que más se
estiman, y no se pueden borrar de la memoria.
4. María nos ama por ser fruto de su dolor
También
somos hijos muy queridos de María porque le hemos
costado excesivos dolores. Las madres aman más a los hijos por los que más
cuidados y sufrimientos ha tenido para conservarles la vida. Nosotros somos
esos hijos por los cuales María, para obtenernos la vida de la gracia,
ha tenido que sufrir el martirio de ofrecer la vida de su amado Jesús,
aceptando, por nuestro amor, el verlo morir a fuerza de tormentos. Por esta
sublime inmolación de María, nosotros hemos nacido a la vida de la gracia de
Dios. Por eso somos los hijos muy queridos de su corazón, porque le hemos
costado excesivos dolores. Así como del amor del eterno Padre hacia los
hombres, al entregar a la muerte por nosotros a su mismo Hijo, está escrito:
“Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3, 16), así ahora
–dice san Buenaventura- se puede decir de María. “Así
nos amó María, que nos entregó a su propio Hijo”.
¿Cuándo
nos lo dio? Nos lo dio, dice el P. Nierembergh, cuando le otorgó licencia para
ir a la muerte. Nos lo dio cuando, abandonado por todos, por odio o por temor,
podía ella sola defender muy bien ante los jueces la vida de su Hijo. Bien se puede
pensar que las palabras de una madre tan sabia y tan amante de su hijo hubieran
podido impresionar grandemente, al menos a Pilato, disuadiéndole de condenar a
muerte a un hombre que conocía, y declaró que era inocente.
Pero
no; María no quiso decir una palabra a favor de su Hijo para no impedir la
muerte, de la que dependía nuestra salvación. Nos lo dio mil y mil veces al pie
de la cruz durante aquellas tres horas en que asistió a la muerte de su Hijo,
ya que entonces, a cada instante, no hacía otra cosa que ofrecer el sacrificio
de la vida de su Hijo con sumo dolor y sumo amor hacia nosotros, y con tanta
constancia que, al decir de san Anselmo y san Antonino, que si hubieran faltado
verdugos ella misma hubiera obedecido a la voluntad del Padre (si se lo exigía)
para ofrecerlo al sacrificio exigido para nuestra salvación. Si Abrahán tuvo la
fuerza de Dios para sacrificar a su hijo (cuando Él se lo ordenó), podemos
pensar que, con mayor entereza, ciertamente, lo hubiera ofrecido al sacrificio
María, siendo más santa y obediente que Abrahán.
Pero
volviendo a nuestro tema, ¡qué agradecidos debemos vivir para con María por
tanto amor! ¡Cuán reconocidos por el sacrificio de la vida de su Hijo que ella
ofreció con tanto dolor suyo para conseguir a todos la salvación! ¡Qué espléndidamente
recompensó el Señor a Abrahán el sacrificio que estuvo dispuesto a hacer de su
hijo Isaac! Y nosotros, ¿cómo podemos agradecer a María por la vida que nos ha
dado de su Jesús, hijo infinitamente más noble y más amado que el hijo de
Abrahán? Este amor de María –al decir de san Buenaventura- nos obliga a quererla
muchísimo, viendo que ella nos ha amado más que nadie al darnos a su Hijo único
al que amaba más que a sí misma.
5. María nos ama por ser fruto de la muerte de Jesús
De
aquí brota otro motivo por el que somos tan amados por María, y es porque sabe
que nosotros somos el precio de la muerte de su
Jesús. Si una madre viera a uno de sus siervos rescatado por su hijo
querido, ¡cuánto amaría a este siervo por este motivo! Bien sabe María que su
Hijo ha venido a la tierra para salvarnos a los miserables, como él mismo lo
declaró: “He venido a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Y por
salvarnos aceptó entregar hasta la vida: “Hecho obediente hasta la muerte” (Flp
2, 8). Por consiguiente, si María nos amase fríamente, demostraría estimar poco
la sangre de su Hijo, que es el precio de nuestra salvación. Se le reveló a la monja santa Isabel que María, que
estaba en el templo, no hacía más que rezar por nosotros, rogando al Padre que
mandara cuanto antes a su Hijo para salvar al mundo. ¡Con cuánta ternura nos
amará después que ha visto que somos tan amados de su Hijo que no se ha
desdeñado de comprarnos con tanto sacrificio de su parte!
Y
porque todos los hombres han sido redimidos por
Jesús, por eso María los ama a todos y los colma de favores. San Juan la vio vestida de sol: “Apareció en el
cielo una gran señal, una mujer vestida de sol” (Ap 12, 1). Se dice que estaba vestida
de sol porque, así como en la tierra nadie se ve privado del calor del sol, “no
hay quien se esconda de su calor” (Sal 28, 7), así no
hay quien se vea privado del calor del amor de María, es decir, de su abrasado
amor.
¿Y
quién podrá comprender jamás –dice san Antonino- los cuidados que esta
madre tan amante se toma por nosotros? ¡Cuántos
cuidados los de esta Virgen madre por nosotros! ¡A todos ofrece y brinda su
misericordia! Para todos abre los senos de su misericordia, dice el
mismo santo. Es que nuestra madre ha deseado la salvación de todos y ha
cooperado en esta salvación. Es indiscutible –dice san Bernardo- que
ella vive solícita por todo el género humano.
Por
eso es utilísima la práctica de algunos
devotos de María que, como refiere Cornelio a Lápide, suelen pedir al
Señor les conceda las gracias que para ellos pide la santísima Virgen,
diciendo: “Dame, Señor, lo que para mí pide la
Virgen María”. Y con razón, dice el mismo autor, pues nuestra Madre nos desea bienes inmensamente mayores de
los que nosotros mismos podemos desear. El devoto Bernardino de
Bustos dice que más desea María hacernos bien y
dispensarnos las gracias, de lo que nosotros deseamos recibirlas. Por
eso san Alberto Magno aplica a María las palabras de la Sabiduría: “Se anticipa
a los que la codician poniéndose delante ella misma” (Sb 6, 14). María sale al
encuentro de los que a ella recurren para hacerse encontradiza antes de que la
busquen. Es tanto el amor que nos tiene esta buena Madre –dice Ricardo de
San Víctor-, que en cuanto ve nuestras necesidades
acude al punto a socorrernos antes de que le pidamos su ayuda.
6. María socorre en especial a quienes la aman
Ahora bien, si María es tan buena con todos, aun con los
ingratos y negligentes que la aman poco y poco recurren a ella, ¿cómo será ella
de amorosa con los que la aman y la invocan con frecuencia? “Se deja ver fácilmente de los que la
aman, y hallar de los que la buscan” (Sb 6, 13). Exclama san Alberto Magno: “¡Qué
fácil para los que aman a María encontrarla toda llena de piedad y de amor!” “Yo
amo a los que me aman” (Pr 8, 17). Ella declara que no puede dejar de amar a los
que la aman. Estos felices amantes de María –afirma el Idiota- no sólo son amados
por María, sino hasta servidos por ella. “Habiendo
encontrado a María se ha encontrado todo bien; porque ella ama a los que la
aman y, aún más, sirve a los que la sirven”.
Estaba
muy grave fray Leonardo, dominico (como se narra en las Crónicas de
la Orden), el cual más de doscientas veces al día
se encomendaba a esta Madre de misericordia. De pronto vio junto a sí a
una hermosísima reina que le dijo: “Leonardo,
¿quieres morir y venir a estar con mi Hijo y conmigo?” “¿Y quién eres, señora?”,
le preguntó el religioso. “Yo soy –le dijo la Virgen- la Madre de la Misericordia;
tú me has invocado tatas veces y ya ves que ahora vengo a buscarte. ¡Vámonos al
paraíso!” Y ese mismo día murió Leonardo, siguiéndola, como confiamos,
al reino bienaventurado.
María, ¡dichoso mil veces quien te ama! “Si yo amo a María –decía san Juan Berchmans, estoy seguro de perseverar y conseguiré de Dios lo que desee”. Por eso el bienaventurado joven no se saciaba de renovarle su consagración y de repetir dentro de sí: “¡Quiero amar a María! ¡Quiero amar a María!”
7.
María aventaja en amor aun a los santos que fueron modelo de amor a
ella
¡Y
cómo aventaja esta buena madre en el amor a todos sus hijos! Ámenla cuanto puedan –dice san Ignacio mártir-,
que siempre María los amará más a los que la aman. Ámenla como un san Estanislao
Kostka, que amaba tan tiernamente a ésta su querida madre, que hablando de
ella hacía sentir deseos de amarla a cuantos le oían. Él se había inventado
nuevas palabras y títulos para celebrarla. No comenzaba acción alguna sin que,
volviéndose a alguna de sus imágenes, le pidiera su bendición. Cuando él
recitaba el Oficio, el rosario u otras oraciones, las decía con tal afecto y
tales expresiones como si hablara cara a cara con María. Cuando oía cantar la Salve
se le inflamaba el alma y el rostro. Preguntándole un padre de la Compañía,
una vez en que iban a visitar una imagen de la Virgen santísima, cuánto la
amaba, le respondió: “Padre ¿qué más puedo
decirle? ¡Si ella es mi madre ” Y
el padre dijo después que el santo joven profirió esas palabras con tal ternura
de voz, de semblante y de corazón, que ya no parecía un joven, sino un ángel
que hablase del amor a María. Ámenla como B.
Herman, que la llamaba esposa de sus amores porque con ese nombre le
había honrado a María. Ámenla como un san Felipe Neri, quien con solo
pensar en María se derretía en tan celestiales consuelos que por eso la llamaba
sus delicias. Ámenla como un san Buenaventura, que la llamaba no sólo su señora
y madre, sino que para demostrar la ternura del afecto que le tenía llegaba a
llamarla su corazón y su alma. Ámenla como aquel gran amante de María, san
Bernardo, que amaba tanto a esta dulce madre que la llamaba robadora de corazones, por lo que el santo, para
expresar el ardiente amor que le profesaba, le decía: “¿Acaso
no me has robado el corazón?” Llámenla “su
inmaculada”, como la llamaba san Bernardino de Siena, que todos
los días iba a visitar una devota imagen para declararle su amor con tiernos
coloquios que mantenía con su reina; y por eso, a quien le preguntaba a dónde
iba todos los días, le respondía que iba a buscar a su enamorada.
Ámenla
cuanto un san Luis Gonzaga, que ardía tanto y siempre en amor a María,
que sólo con oír el dulce nombre de su querida madre al instante se le inflamaba
el corazón y se le encendía el rostro a la vista de todos. Ámenla cuanto un san
Francisco Solano, quien como enloquecido con santa locura en amor a María, acompañándose
con una vihuela, se ponía a cantar coplas de amor delante de la santa imagen,
diciendo que así como los enamorados del mundo, él le daba la serenata a su
amada reina.
Ámenla cuanto la han amado tantos siervos suyos que no sabían
qué hacer para manifestarle su amor.
El padre Juan de Trejo, jesuita, se preciaba de llamarse
esclavo de María, y en señal de esclavitud iba con frecuencia a
visitarla en una ermita; y allí, ¿qué hacía? Al llegar derramaba tiernas lágrimas por el amor que sentía a María; después
besaba aquel pavimento pensando que era la casa de su amada señora. El P.
Diego Martínez, de la misma Compañía, en sus
fiestas, se sentía como transportado al cielo a contemplar cómo allí la
celebraban, y decía: “Quisiera tener
todos los corazones de los ángeles y de los santos para amar a María como ellos
la aman. Quisiera tener la vida de todos los hombres para darla por amor a
María”.
Trabajen
otros por amarla cuanto la amaba Carlos, hijo de santa Brígida, que
decía no haber cosa que le consolara en el mundo como saber que María era tan
amada de Dios. Y añadía que con mucho gusto hubiera aceptado todos los sufrimientos
imaginables con tal de que María no hubiera perdido ni pudiera perder un punto
de su grandeza; y que si la grandeza de María hubiera sido suya, con gusto
hubiera renunciado a ella en su favor por ser María la más digna. Deseen hasta dar la vida como prueba de amor a María,
como lo deseaba san Alonso Rodríguez. Lleguen finalmente a grabar su
nombre en el pecho con agudos hierros, como lo hicieron el religioso Francisco
Binancio y Radagunda, esposa del rey Clotario. Y hasta impriman con hierros
candentes sobre la carne el amado nombre para que quede mucho más visible y
duradero, como lo hicieron en sus transportes de amor sus devotos Bautista
Archinto y Agustín de Espinosa, jesuitas.
Hagan
por María e imaginen cuanto puede hacer el más fino amante para expresar su
amor a la persona amada, que no llegarán a amarla como ella los ama. “Señora
mía –dice san Pedro Damiano-, ya sé que eres amabilísima y nos amas con amor insuperable”.
Sé, señora mía, venía a decir, que nos amas con tal amor que no se deja vencer
por ningún otro amor. Estaba una vez san Alonso Rodríguez a los pies de
una imagen de María y sintiéndose inflamado de amor hacia la santísima Virgen,
rompió a decir: “Madre mía amantísima, ya sé que
me amas, pero no me amas tanto como yo a ti”. Pero María, como
sintiéndose herida en punto de amor, le respondió desde la imagen:
“¿Qué dices, Alonso, qué dices? ¡Cuánto más
grande es el amor que te tengo que el que tú me tienes!. No hay tanta
distancia del cielo a la tierra como de mi amor al tuyo”.
Razón
tiene san Buenaventura al exclamar: “¡Bienaventurados
los corazones que aman a María! ¡Bienaventurados los que la sirven fielmente!”
¡Dichosos los que tienen la fortuna de ser fieles servidores y amantes de esta
Madre llena de amor! Sí, porque la reina, agradecida más que nadie, no se deja
superar por el amor de sus devotos. María, imitando en esto a nuestro
amorosísimo redentor Jesucristo, con sus beneficios y favores, devuelve
centuplicado su amor a quien la ama.
Exclamaré
con el enamorado san Anselmo: “¡Que
desfallezca mi corazón en constante amor a ti! ¡Que se derrita mi alma!” Arda siempre por ti mi corazón y se consuma del
todo en tu amor el alma mía, mi amado salvador Jesús y mi amada madre María. Y
ya que sin vuestra gracia no puedo amaros,
concededme, Jesús y María, por vuestros méritos, que no por los míos, que os
ame cuanto merecéis. Dios mío, enamorado de los hombres, has podido
morir por tus enemigos, ¿y vas a negar a quien te lo pide la gracia de amarte y
amar a tu Madre santísima?
ORACIÓN PARA ALCANZAR EL AMOR DE MARÍA
¡María, tú robas los
corazones!
Señora, que con tu amor y tus beneficios robas los corazones de tus siervos, roba también mi pobre corazón que tanto desea amarte. Con tu belleza has enamorado a Dios y lo has atraído del cielo a tu seno. ¿Viviré sin amarte, madre mía?
No quiero descansar hasta
estar cierto de haber conseguido tu amor, pero un amor constante y tierno hacia
ti, madre mía, que tan tiernamente me has amado aun cuando yo era tan ingrato.
¿Qué sería de mí, María, si
tú no me hubieras amado e impetrado tantas misericordias? Si tanto me has amado
cuando no te amaba, cuánto confío en tu bondad ahora que te amo.
Te amo, madre mía, y
quisiera un gran corazón que te amara por todos los infelices que no te aman. Quisiera
una lengua que pudiera alabarte por mil, y dar a conocer a todos tu grandeza, tu
santidad, tu misericordia y el amor con que amas a los que te quieren.
Si tuviera riquezas, todas
quisiera gastarlas en honrarte. Si tuviera vasallos, a todos los haría tus
amantes. Quisiera, en fin, si falta hiciera, dar por ti y por tu gloria hasta
la vida.
Te amo, madre mía, pero al
tiempo temo no amarte cual debiera porque oigo decir que el amor hace, a los
que se aman, semejantes.
Y si yo soy de ti tan
diferente, triste señal será de que no te amo. ¡Tú tan pura y yo tan sucio!
¡Tú tan humilde y yo tan soberbio! ¡Tú tan santa y yo tan pecador! Pero esto tú lo puedes remediar, María. Hazme semejante a ti pues que me amas. Tú eres poderosa para cambiar corazones; toma el mío y transfórmalo. Que vea el mundo lo poderosa que eres a favor de aquellos que te aman. Hazme digno de tu Hijo, hazme santo. Amén
IV
María es madre de los pecadores
arrepentidos
1. María socorre al
pecador que abandona el mal
Declaró
María a santa Brígida que ella no sólo es madre de justos e inocentes, sino también de
los pecadores que deseen enmendarse. Cuando un pecador
recurre a María con deseo de enmendarse, encuentra a esta buena madre de
misericordia pronta a abrazarlo y ayudarle, mejor de lo que lo hiciera
cualquier otra madre. Esto es lo que escribió el papa san Gregorio a la
princesa Matilde: “Abandona el deseo de pecar y encontrarás a
María, te lo aseguro, más pronta para amarte que la madre que te dio el ser”.
Pero
quien aspire a ser hijo de esta madre maravillosa es necesario que primero deje el
pecado, y entonces podrá confiar en ser aceptado por hijo. Sobre las palabras
“se levantaron sus hijos” (Pr 31, 28), reflexiona Ricardo de San Lorenzo y advierte
que, primero, se dice “se levantaron, y, después, “sus hijos”; porque, añade, no
puede ser hijo de María quien no busca primero levantarse de la culpa donde ha caído.
Si es cierto, como dice san Pedro Crisólogo, “que reniega de su madre
quien no imita sus virtudes”, lo es que quien se porta al contrario
de María niega con sus obras querer ser su hijo. María humilde, ¿y él
quiere ser soberbio? María purísima, ¿y él deshonesto? María llena de amor, ¿y
él odiando al prójimo? Da muestras de que ni es ni quiere ser hijo de tan santa
madre. “Los hijos de María –añade Ricardo de San Lorenzo- han de ser
sus imitadores en la castidad, en la humildad, en la mansedumbre, en la
misericordia”. ¿Y cómo pretenderá ser hijo de María quien tanto
la contraría con su mala vida? Dijo un pecador a María: “Muestra que eres mi madre”.
Y la Virgen le respondió: “Demuestra que eres mi hijo”. Otro pecador invocaba
a esta divina Madre y la llamaba madre de misericordia. Y le dijo María:
“Vosotros pecadores, cuando queréis que os ayude, me llamáis madre
de misericordia; pero entre tanto no cesáis con vuestros pecados de hacerme madre
de miserias y dolores”. “Maldito el que exaspera a su madre”
(Ecclo 3, 18). Dios maldice al que aflige con su mala vida y con su obstinación
a esta su santa Madre.
He
dicho con su obstinación porque el pecador, aun cuando no haya roto las cadenas
del pecado, si se obstina en salir del pecado y por eso busca la ayuda de María,
esta madre no dejará de socorrerlo y tornarlo a la gracia de Dios. Cosa que oyó santa Brígida
de boca de Jesucristo, que hablando con María le dijo: “Auxilias
a todo el que se esfuerza por elevarse hacia Dios y a nadie dejas
privado de tus consuelos”. Mientras el pecador
permanece obstinado, María no puede amarlo; pero si se encuentra encadenado por
cualquier pasión que lo hace esclavo del infierno y al menos se encomienda a la
Virgen y le suplica con confianza y perseverancia que lo saque del
pecado, sin duda que esta buena madre le tenderá su poderosa mano, lo librará
de las cadenas y lo conducirá a esta de salvación.
Es herejía condenada por el Concilio de Trento decir que todas las oraciones y obras que se hacen en pecado son pecado. Dice san Bernardo que las plegarias en boca del pecador, si bien no son hermosas porque no van acompañadas de la caridad, sin embargo son útiles y provechosas para salir del pecado porque, como lo enseña santo Tomás, aunque la oración del pecador no es meritoria, es muy apta para impetrar la gracia del perdón, pues la gracia de impetrar no se funda en el mérito del que ruega, sino en la bondad divina y en los méritos y promesas de Jesucristo, que ha dicho: “Todo el que pide, recibe” (Lc 11, 10). Lo mismo hay que decir de las plegarias que se dirigen a la Madre de Dios.
2.
María acoge la súplica del pecador como madre misericordiosa
Si
el que ruega, dice san Anselmo, no merece
ser oído, los méritos de María, a la cual se encomienda, harán que sea
escuchado. Por eso san Bernardo exhorta
a todos los pecadores a que rueguen a María y tengan gran confianza
al suplicarle: porque si el pecador no merece lo que pide, ciertamente se
concederá a María, por sus méritos, lo que se pide a Dios. Éste es el oficio de
una buena madre, dice el mismo santo. Una madre que supiese que dos
de sus hijos se odiaban a muerte y que uno pensara quitarle la vida al otro, ¿qué no haría para conseguir reconciliarlos por todos los
medios? Así, dice el santo, María es madre de Jesús y madre del hombre. Cuando
ve a un pecador enemistado con Jesucristo no puede sufrir verlos odiándose y no
descansa hasta ponerlos en paz. “Oh bienaventurada María, tú eres madre
del reo y madre del juez; siendo madre de entrambos hijos, no puedes soportar
que haya discordias entre los dos”. La benignísima Señora no quiere otra cosa
del pecador sino que se encomiende a ella con intención de enmendarse. Cuando
María ve a sus pies a un pecador que viene a pedirle misericordia, no mira los pecados que tiene, sino la intención con que
viene. Si viene con buena intención, aunque haya cometido todos los
pecados del mundo, lo abraza y la benignísima madre no se desdeña de curarle
todas las llagas de su alma. Es que no sólo la llamamos madre de misericordia,
sino que lo es verdaderamente como lo muestra con el amor y ternura en
socorrer. Todo esto le expresó la Virgen a santa Brígida,
diciendo: “Por muy grande que sea un pecador,
estoy preparada para recibirlo al punto si a mí viene; ni me fijo en cuánto ha
pecado, sino en la intención con que viene; y no me desdeño en ungir sus
llagas y curárselas, porque me llamo y soy de verdad la madre de la
misericordia”.
María
es madre de los pecadores que quieren convertirse y
como madre no puede dejar de compadecerse de ellos,
y hasta pareciera que siente como propios los
sufrimientos de sus propios hijos. Cuando la cananea
suplicó a Jesús que librara a su hija del demonio que la atormentaba, le dijo:
“Jesús, hijo de David, ten compasión de mí, que mi hija es atormentada por
el demonio” (Mt 15, 22). Pero si la atormentada por el demonio era la hija
y no la madre, parece que debiera haber dicho: Señor, ten piedad de mi hija, no
de mí. Pero no; dijo: “Ten piedad de mí”. Con toda razón, porque las miserias
y desgracias de los hijos las sienten las madres como propias. Así
es la manera, dice Ricardo de San Lorenzo, como suplica a Dios María cuando
intercede por un pecador que a ella se encomienda. “María
clama por el alma pecadora y
dice: Ten compasión de mí”. Señor mío, parece
decirle, esta pobre alma que está en pecado es hija mía, y por eso ten piedad
no tanto de ella cuanto de mí que soy su madre.
3. María
intercede eficazmente por los pecadores
¡Ojalá
que todos los pecadores recurrieran a esta dulce madre! ¡Todos se verían
perdonados por Dios! “¡Oh María –exclama lleno de admiración san Buenaventura–,
al pecador despreciado por todo el mundo, tú lo abrazas con maternal afecto y
no lo abandonas, sino que consigues reconciliarlo
con el Juez!” Quiere decir el santo con esto que el pecador, mientras
permanece en su pecado, es despreciado y aborrecido de todos; hasta las
criaturas inanimadas; el aire, el fuego y la tierra parecen que quisieran
castigarlo y vengarse de él para reparar el honor de su Dios despreciado. Pero
si este infeliz acude a María, ¿María lo rechazará? No; que si viene con intención de obtener ayuda para enmendarse,
ella lo abraza con amor de madre y no descansa hasta que con su poderosa
intercesión lo reconcilia con Dios y lo pone en su gracia.
Se
lee en el segundo libro de los Reyes (14, 2) que la sagaz mujer de Tecua se
presentó a David y le habló de esta manera: “Señor, yo tenía dos hijos y, para
mi desgracia, uno mató al otro. Ya he perdido un hijo, y ahora la justicia
quiere quitarme el único que me ha quedado. Ten piedad de esta pobre madre y
haz que no me vea privada de los dos hijos”. David, compadecido de esta
madre, perdonó al delincuente. Esto mismo parece
decir María cuando ve a Dios indignado contra un pecador que a ella se
encomienda: “Dios mío –le dice–, yo tenía dos hijos, Jesús y el hombre.
El hombre ha matado a mi Jesús en la cruz. Ahora tu justicia quiere condenar al
hombre. Señor, mi Jesús ya ha muerto; ten compasión de mí, y si he perdido uno,
no consientas que pierda ahora el otro”.
Seguro
que Dios no condena a los pecadores que recurren a María y por los que ella
ruega, siendo así que el mismo Dios los ha confiado como hijos a María. El devoto
Laspergio hace hablar así al Señor: “Encomendé
los pecadores como hijos a María. Por eso se muestra tan solícita en cumplir su
oficio que no consiente se condene ninguno de los que le han sido confiados, sobre
todo si la invocan; y hace todo lo que está en su mano para atraerlos a
todos a mí”.
María merece toda nuestra confianza
¿Quién
podrá explicar, dice Blosio, la bondad, la
misericordia, la fidelidad y la caridad con que esta nuestra madre nos
protegerá cuando pedimos su ayuda? Postrémonos,
pues, dice san Bernardo, ante esta buena madre, abracémonos a
sus sagrados pies para que nos bendiga y nos
acepte por hijos. ¿Quién puede desconfiar de la bondad de esta
Madre? Decía san Buenaventura: “Aunque
tuviera que morir, en ella esperaré; y puesta en ella toda mi confianza, junto
a su imagen deseo morir y me salvaré”. Así debe decir todo pecador
que recurre a esta madre tan piadosa: Señora mía,
yo, con toda razón, merezco que me deseches de tu presencia y me
castigues según mis culpas; pero aun cuando parezca que me abandonas y me dejas
morir, no perderé la confianza en que tú me has de salvar. Confío
absolutamente en ti, y con tal que tenga la dicha de morir ante tu imagen, encomendándome
a tu misericordia, tengo la plena seguridad de no condenarme y de llegar a
alabarte y bendecirte en el cielo en compañía de tantos siervos tuyos que al
morir, y llamándote en su ayuda, se han salvado todos por tu poderosa intercesión.
EJEMPLO Ernesto, librado de la muerte por María
Refiere
el Belovacense que en la ciudad de Radulfo, en Inglaterra, año 1430,
vivía un joven noble llamado Ernesto, quien habiendo distribuido sus bienes entre
los pobres entró en un monasterio, donde llevaba una vida tan edificante que los
superiores lo apreciaban sobremanera, especialmente por su devoción a la santísima
Virgen. En la población se declaró la peste, y la gente acudió al monasterio
pidiendo oraciones. El abad mandó a Ernesto que fuera a rogar a la Virgen ante
su altar y no se levantase de allí hasta que hubiera obtenido una respuesta de
la Señora. Allí estuvo el joven tres días hasta que obtuvo la respuesta de
María que mandaba hicieran rogativas, celebradas las cuales cesó la peste.
Pero
más tarde este joven se enfrió en la devoción a María. El demonio lo atacó con
muchas tentaciones impuras y para que se fugara del monasterio. Por no haberse
encomendado a María, decidió fugarse saltando los muros del monasterio. Cuando
iba a realizar su intento, al pasar junto a una imagen de María que estaba en
el claustro, la Madre de Dios le habló, diciéndole: “Hijo
mío, ¿por qué me dejas?” Ernesto,
confuso y compungido, cayó en tierra y respondió: “Señora,
pero no ves que no puedo resistir más? ¿Por qué no me ayudas?”. La
Virgen le respondió: ¿Y tú por qué no me has
invocado? Si te hubieras encomendado a mí, no te verías en este estado. De
hoy en adelante encomiéndate a mí y no dudes”.
Ernesto
volvió a su celda. Pero insistiendo las tentaciones y descuidando el acudir a
María, al fin se fugó del monasterio, entregándose a una vida pésima. De pecado
en pecado se convirtió en asesino. Tomó en arriendo una posada donde, por la
noche, mataba a los pobres viandantes y los despojaba. Una noche mató a un primo
del gobernador, el cual, sospechando del ventero, lo procesó y lo condenó a morir
en la horca.
Antes
de que fuera detenido llegó a la hostería un joven caballero. El malvado
ventero, según su costumbre, entró a medianoche en su habitación para asesinarlo;
pero he aquí que en la cama no vio al caballero, sino un crucificado lleno de
llagas que, mirándolo piadosamente, le dijo: “¿No
te basta, ingrato, con que yo haya muerto una vez por ti? ¿Quieres volver a
matarme? ¡Puedes hacerlo!” El
infeliz Ernesto se postró llorando y dijo: “Señor, aquí me tienes; ya que has
tenido conmigo tan gran misericordia, quiero convertirme”. En el mismo instante
abandonó la posada y emprendió el camino del claustro para hacer penitencia.
Pero por el camino lo prendió la justicia; lo llevaron ante el juez, donde
confesó todos sus crímenes. Inmediatamente fue condenado a la horca, sin darle
tiempo ni a confesarse. Él se encomendó a María, y la Virgen hizo que cuando lo
colgaron no muriese. Ella misma lo bajó de la horca y le dijo: “Torna al
monasterio, haz penitencia; y cuando veas en mi mano un documento de perdón de
tus pecados, prepárate a la muerte”. Ernesto volvió al convento y, habiendo
contado todo al abad, hizo penitencia. Pasados los años, vio en manos de María
la cédula del perdón. Se preparó a la muerte y santamente entregó su alma.
ORACIÓN DE CONFIANZA EN
MARÍA
¡Reina mía soberana, digna
de mi Dios, María! Al verme tan vil y cargados de pecados, no debiera atreverme
a acudir a ti y llamarte madre. Merezco, lo sé, que me deseches, pero te ruego
que contemples lo que ha hecho y padecido tu Hijo por mí; y después me deseches
si puedes. Soy un pecador que, más que otros, ha despreciado la divina
Majestad; pero el mal está hecho.
A ti acudo que me puedes
auxiliar; ayúdame, Madre mía, y no digas que no puedes ampararme, pues bien sé
que eres poderosa y obtienes de tu Dios lo que deseas. Si me dices que no
puedes protegerme, dime al menos a quién debo acudir para ser socorrido en mi
desgracia y dónde poder refugiarme o en quién pueda más seguro confiar.
Tú, Jesús mío, eres mi padre; y tú mi madre, María. Amás a los más miserables y los andáis buscando para salvarlos. Yo soy reo del infierno, el más mísero de todos. Pero no tienes necesidad de buscarme; ni siquiera lo pretendo. A vosotros me presento con la esperanza de no verme abandonado. Vedme a vuestros pies. Jesús mío, perdóname. María, madre mía, socórreme.
Capítulo II
MARÍA, NUESTRA VIDA Y DULZURA
Vida y dulzura
I
María
es nuestra vida porque ella nos obtiene el perdón de los pecados
1. María, dispensadora de la gracia
Para
comprender mejor por qué la santa Iglesia llama
a María nuestra vida, basta saber
que, como el alma da la vida al cuerpo,
así también la divina gracia da la vida al alma; porque
un alma sin la gracia tiene nombre de viva,
pero en verdad está muerta, como se dice en
el Apocalipsis: “Tienes nombre vivo, pero
en realidad estás muerto” (Ap 3, 1). Por lo tanto, la Virgen nuestra
Señora, obteniendo por su mediación a los
pecadores la gracia perdida, los devuelve
a la vida. La santa Iglesia, aplicándole las palabras de la
Escritura: “Me hallarán los que madrugaren para buscarme” (Pr 8, 17), hace
decir a la Virgen que la hallarán los que sean diligentes en acudir a ella de
madrugada, es decir, lo antes posible. Dice la versión de los Setenta en vez de
“me encontrarán”, “hallarán la gracia”. Así que es lo mismo recurrir a María
que encontrar la gracia de Dios. Y poco más adelante dice: “El que me encuentre, encontrará la vida y alcanzará del
Señor la salvación” (Pr 8, 35). “Oíd
–exclama san Buenaventura comentando esto–, oíd los que deseáis el reino
de Dios: honrad a la Virgen María y encontraréis la vida y la eterna salvación.
Dice
san Bernardino de Siena que Dios no destruyó al hombre después del pecado
por el amor especialísimo que tenía a esta su hija que había de nacer. Y añade
el santo que no tiene la menor duda en creer que todas las misericordias y perdones
recibidos por los pecadores en la antigua ley, Dios se las concedió en vistas a
esta bendita doncella.
2. María halló la gracia para el hombre
Por
lo cual, con razón nos exhorta san Bernardo con estas palabras: “Busquemos la gracia, pero busquémosla por medio de María”.
Si hemos tenido la desgracia de perder la amistad de Dios, esforcémonos por
recobrarla, pero por medio de María, porque si la hemos perdido ella la ha
encontrado; que por ello la llama el santo “la
que halló la gracia”. Esto vino a decir el ángel, para nuestro consuelo,
cuando dijo a la Virgen: “No temas, María,
porque has hallado la gracia” (Lc 1, 30). Pero si María nunca estuvo
privada de la gracia, ¿cómo dice el ángel que la encontró? Se dice de una cosa
que se ha encontrado cuando antes no se tenía. La Virgen estuvo siempre con
Dios y llena de gracia, como el mismo ángel se lo manifestó al saludarla:
“Alégrate, María, llena de gracia; el Señor está contigo”. Si, pues, María no
encontró la gracia para ella porque siempre la tuvo completa, ¿para quién la
encontró? Y responde el cardenal Hugo: “La
encontró para los pecadores que la habían perdido. Corran por tanto –dice el
devoto escritor–, corran los pecadores que habían perdido la gracia junto a
ella. Digan sin miedo: devuélvenos la gracia que has encontrado”.
Corran los pecadores que han perdido la gracia a María, que en ella la
encontrarán; y díganle: Señora, la cosa ha de restituirse a quien la ha
perdido; la gracia que has encontrado no es tuya porque tú nunca la has perdido;
es nuestra porque nosotros la habíamos perdido; por eso nos la debes devolver.
Sobre este pensamiento se expresa así Ricardo de San Lorenzo: “Si queremos encontrar la gracia, busquemos a la que
encontró la gracia, que la que siempre la encontró, siempre la tiene”.
Si deseamos la gracia del Señor, vayamos a María, que la encontró y siempre la
encuentra. Y porque ella ha sido y será siempre lo más querido de Dios, si
acudimos a ella, ciertamente, la encontraremos. Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: “Yo soy muro y mis pechos como una torre: Desde que me
hallo en su presencia he encontrado la paz”
(Ct 8, 10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y
los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: “Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas
de tus pecados y ella mostrará (a Jesús) a favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de
seguro escuchará a la Madre”. Vete
a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por
tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio;
y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto,
la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de
la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida
oración: “Concédenos, Dios de misericordia, el auxilio a nuestra fragilidad
para que quienes honramos la memoria de la Madre de Dios, con el auxilio de su
intercesión, nos levantemos de nuestros pecados”.
3. María esperanza del pecador
Con
razón san Lorenzo Justiniano la llama la esperanza de los que delinquen,
porque ella sola es la que les obtiene el perdón de Dios. Acertadamente la
llama san Bernardo escala de los
pecadores, porque a los pobres caídos, los
saca del precipicio del pecado y los lleva a Dios. Muy bien san Agustín
la llama única esperanza de nosotros pecadores, ya que por su medio
esperamos la remisión de todos nuestros pecados. Lo mismo dice san Juan
Crisóstomo: que por la intercesión de María los pecadores recibimos el
perdón. Por lo que el santo, en nombre de todos los pecadores, la saluda así: “Dios te salve, Madre de Dios y nuestra, cielo en que
Dios reside, trono en el que dispensa el Señor todas las gracias; ruega al
Señor por nosotros para que por tus plegarias podamos obtener el perdón en el
día de las cuentas y la gloria bienaventurada en la eternidad”.
Con
toda propiedad, en fin, María es llamada aurora: “¿Quién es ésta que va
subiendo como aurora naciente? (Ct 6, 9). Sí, porque observa el papa Inocencio:
“Así como la aurora da fin a la noche y comienzo
al día, así, en verdad, la aurora es figura de María que marcó el fin de los vicios
y el comienzo de todas las virtudes”.
Y el mismo efecto que tuvo para el mundo el nacimiento de María, se
produce en el alma que se entrega a su devoción. Ella
clausura la noche de los pecados y hace caminar por la senda de la virtud.
Por eso le dice san Germán: “Oh Madre de
Dios, tu defensa es inmortal, tu intercesión es la vida”. Y en el
sermón del santo sobre su virginidad, dice que el nombre de María para quien lo
pronuncia con afecto es señal de vida o de que pronto la tendrá.
Cantó
María: “Desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones” (Lc 1, 48). “Sí, Señora mía –le dice san Bernardo–;
por eso te llamarán bienaventurada todos los
hombres, porque todos tus siervos, por tu medio, han conseguido la vida de la
gracia y la gloria eterna. En ti encontramos los pecadores el
perdón, los justos la perseverancia y, después, la vida eterna”. “No desconfíes, pecador –habla san Bernardino de
Bustos–, aunque hayas cometido toda clase de pecados; recurre con absoluta
confianza a esta Señora, porque la encontrarás con las manos rebosantes de
misericordia, que más desea María otorgarte las gracias de lo que tú deseas
recibirlas”.
4. María reconcilia al pecador con Dios
San
Andrés Cretense llama a María
seguridad del divino perdón. Se entiende que cuando los
pecadores recurren a María para ser reconciliados con Dios, Él les asegura su
perdón y les da la prenda de esta seguridad. Esta prenda es precisamente María,
que Él nos la ha dado por abogada, por cuya
intercesión, por los méritos de Jesucristo, Dios
perdona a todos los pecadores que a ella se encomiendan. Dijo un ángel
a santa Brígida que los santos profetas se regocijaban al saber que
Dios, por la humildad y pureza de María,
había de aplacarse con los pecadores y recibir en su gracia a los que
habían provocado su indignación.
Jamás debe un pecador temer ser rechazado
por María si recurre a su piedad; no, porque ella
es la madre de la misericordia y, como tal madre, desea salvar a todos,
hasta los más miserables. “María es aquella arca
dichosa donde el que se refugia –dice san Bernardo– no sufrirá el
naufragio de la eterna condenación. Arca en que nos libramos del
naufragio”. En el arca de Noé,
cuando el diluvio, se salvaron hasta los animales. Bajo el manto de la
protección de María se salvan también los pecadores. Vio santa Gertrudis
a María con el manto extendido, bajo el que
se refugiaban muchas fieras: leones, osos, tigres..., y vio que María no sólo
no los ahuyentaba, sino que con gran piedad los acogía y acariciaba. Con esto entendió
la santa que los pecadores más perdidos, cuando recurren a María, no
sólo no son desechados, sino que los acoge y los salva de la muerte eterna. Entremos,
pues, en esta arca; vayamos a refugiarnos bajo el manto de María, que ella, ciertamente,
no nos despachará, sino que, con toda seguridad, nos salvará.
EJEMPLO
Elena,
convertida por el rosario
Refiere
el P. Bovio que había una prostituta llamada Elena; habiendo entrado en la
Iglesia, oyó casualmente una predicación sobre el rosario; al salir se compró
uno, pero lo llevaba escondido para que no se lo viesen. Comenzó a rezarlo y,
aunque lo rezaba sin devoción, la santísima Virgen
le otorgó tales consolaciones y dulzuras al recitarlo, que ya no podía dejar de
rezarlo. Con esto concibió tal horror a su mala vida, que no podía
encontrar reposo, por lo cual se sintió impelida a buscar un confesor; y se confesó con tanta contrición, que éste quedó
asombrado.
Hecha
la confesión, fue inmediatamente al altar de la
santísima Virgen para dar gracias a su abogada. Allí rezó el rosario; y la
Madre de Dios le habló así: “Elena, basta
de ofender a Dios y a mí; de hoy en adelante cambia de vida, que yo te prometo
colmarte de gracias”. La pobre
pecadora, toda confusa, le respondió: “Virgen santísima, es cierto que hasta
ahora he sido una malvada, pero tú, que todo lo puedes, ayúdame, a la vez que
yo me consagro a ti; y quiero emplear la vida que me queda en hacer penitencia
de mis pecados”.
Con
la ayuda de María, Elena distribuyó sus riquezas entre los pobres y se entregó
a rigurosas penitencias. Se veía combatida de terribles tentaciones, pero ella no hacía otra cosa que encomendarse a la Madre de Dios, y así siempre quedaba
victoriosa. Llegó a obtener gracias extraordinarias, revelaciones y profecías.
Por fin, antes de su muerte, de cuya proximidad le avisó María santísima, vino
la misma Virgen con su Hijo a visitarla. Y al morir fue vista el alma de esta convertida
volar al cielo en forma de bellísima paloma.
ORACIÓN POR LOS MÉRITOS DE
JESÚS
¡María, Madre de Dios y mi
esperanza! Mira a tus pies a un pobre pecador que implora tu clemencia. Tú eres llamada por toda la Iglesia, y por
todos los fieles proclamada, el refugio de los pecadores. Tú eres mi refugio y tú me has de salvar.
Bien sabes cuánto desea tu
Hijo salvarnos. Sabes lo que sufrió por salvarme. Te presento, Madre mía, los
sufrimientos de Jesús; el frío de la gruta y la huída a Egipto; las fatigas y
sudores que padeció; la sangre que derramó y los dolores que sufrió pendiente
de la cruz ante tus ojos. Dame a conocer
cómo amas a tu Hijo mientras, por amor a tu Hijo, te ruego que me ayudes. Dale
la mano a un caído que pide piedad.
Si yo fuera santo no
necesitaría misericordia, pero porque soy pecador recurro a ti que eres la
madre de la misericordia. Yo sé que tu piadoso corazón encuentra su consuelo en
socorrer a los perdidos cuando no son obstinados Consuela hoy tu corazón
piadoso y consuélame a mí, ya que tienes ocasión de salvarme.
Me pongo en tus manos;
dime qué he de hacer y dame fuerzas para cumplirlo, al tiempo que propongo
hacer todo lo posible para recobrar la gracia de Dios. Me refugio bajo tu
manto. Jesús quiere que yo recurra a ti, que eres su Madre, para que por tu
gloria y su gloria no sólo su sangre, sino también sus plegarias, me ayuden a
salvarme. Él me manda a ti para que me socorras.
Heme aquí, María; a ti recurro y en ti confío. Tú que ruegas por tantos otros, ruega y di una palabra en mi favor. Di a Dios que quieres que me salve, que Dios ciertamente me salvará. Dile que soy tuyo, nada más te pido.
II
María es nuestra vida porque nos
consigue la perseverancia
1. María ayuda a alcanzar el don de la perseverancia
La
perseverancia final es una gracia tan grande de Dios que, como declara el
Concilio de Trento, es un don del todo gratuito que no se puede merecer. Pero como
enseña san Agustín, ciertamente obtienen de
Dios la perseverancia los que se la piden. Y según el P.
Suárez, la obtienen infaliblemente
siempre que sean diligentes en pedirla a Dios hasta el fin
de la vida. Escribe Belarmino que esta
perseverancia hay que pedirla a diario para conseguirla todos los
días. “Pues si es verdad –como lo tengo por cierto según la
sentencia hoy común, como lo demostraré en el capítulo V–, si es verdad, digo,
que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan por las manos de María,
podremos nosotros esperar y obtener (de Dios) esta gracia suprema de la
perseverancia”. Y ciertamente que la obtendremos si con confianza la
pedimos siempre a María. Ella misma promete esta gracia a todos los que la
sirven fielmente en esta vida: “Los que se guían
por mí, no pecarán; los que me dan a conocer a los demás, obtendrán la
vida eterna” (Ecclo 24, 30). Son palabras que la Iglesia pone en
sus labios.
Para
conservarnos en la vida de la gracia es necesaria la fortaleza
espiritual para resistir a todos
los enemigos de nuestra salvación. Ahora bien, esta fortaleza sólo se obtiene
por María: “Mía es la fortaleza, por mí
reinan los reyes” (Pr 7, 14). Mía es
esta fortaleza, nos dice María; Dios ha puesto en mis manos
esta gracia para que la distribuya a mis devotos. “Por
mí reinan los reyes”. Por mi medio mis siervos reinan
e imperan sobre sus sentidos y pasiones y se hacen dignos de reinar eternamente
en el cielo. ¡Qué gran fortaleza tienen
los devotos de esta excelsa Señora para vencer todas las tentaciones del
infierno! María es aquella torre de la que se dice en los Sagrados
cantares: “Tu cuello es como la torre de David, ceñida de baluartes; miles
de escudos penden de ella, armas de valientes” (Ct 4, 4). Ella es como una
torre ceñida de fuertes defensas a favor de los que la aman y a ella acuden en
la batallas; en ella encuentran todos sus devotos
todos los escudos y armas que necesitan para defenderse del infierno.
Por
eso es llamada también la santísima Virgen plátano: “Me alcé como el plátano en las plazas junto a las aguas” (Ecclo
24, 19). Dice el cardenal Hugo glosando
este texto, que el plátano tiene las hojas anchas semejantes a los escudos, con
lo que se da a entender cómo defiende María a los que en ella se refugian. El
beato Amadeo da otra explicación, y dice que ella se llama plátano porque
así como el plátano con la sombra de sus hojas
protege a los caminantes del calor del sol y de la lluvia, así, bajo el manto
de María, los hombres encuentran refugio contra el ardor de las pasiones y la
furia de las tentaciones.
2. María es nuestro apoyo para perseverar en el bien
¡Pobres las
almas que se alejan de esta defensa y dejan de ser devotas de María y de encomendarse a ella
en las tentaciones! Si en el mundo no hubiera sol, dice san Bernardo,
¿qué sería el mundo sino un caos horrible de tinieblas? Pierda un alma la devoción a María y pronto se verá
inundada de tinieblas, de aquellas tinieblas de las que dijo el Espíritu Santo:
“Ordenaste las tinieblas y se hizo la noche; en ella transitan todas las fieras
de la selva” (Sal 103, 20). Desde que en un alma no
brilla la luz divina y se hace la oscuridad, se hará madriguera de todos
los pecados y de los demonios. Dice san Anselmo: “¡Ay de los que
aborrecen este sol!” Infelices los que desprecian la luz de este sol que es la
devoción a María. San Francisco de Borja, con razón desconfiaba de la perseverancia de aquellos en los que no
encontraba especial devoción a la santísima Virgen. Preguntando a
unos novicios a qué santo tenían más devoción, se dio cuenta de que algunos no
tenían especial devoción a María. Se lo advirtió al maestro de novicios para
que tuviera especial vigilancia sobre aquellos infortunados, y sucedió que
todos aquellos perdieron la vocación.
Razón
tenía san Germán de llamar a la santísima Virgen la respiración de los cristianos, porque así como
el cuerpo no puede vivir sin respirar, así el alma no puede vivir sin recurrir
a María y encomendarse a ella, por quien conseguimos y conservamos la vida de
la divina gracia. “Como la respiración no sólo
es señal de vida sino causa de ella, así el nombre de María en labios de los
siervos de Dios es la razón de su vida sobrenatural, lo que la causa y la
conserva”. El beato Alano,
asaltado por una fuerte tentación, estuvo a
punto de perderse por no haberse encomendado a
María; pero se le apareció la santísima
Virgen y para que estuviera más prevenido para otra ocasión, le dio con
la mano en la cara y le dijo: “Si te hubieras
encomendado a mí, no te habrían encontrado en este peligro”.
3. María garantiza la perseverancia
Por
el contrario, dice María: “Bienaventurado
el que me oye y vigila constantemente a las puertas de mi casa y observa los
umbrales de ella” (Pr 8, 34). Bienaventurado
el que oye mi voz y por eso está atento a venir de continuo a las puertas de mi
misericordia en busca de luz y socorro. María está muy atenta para obtener luces y fuerzas
a éste su devoto para salir de los vicios y caminar por la senda
de la virtud. Por lo mismo es llamada por Inocencio III,
con bella expresión, “luna en la noche, aurora
al amanecer y sol en pleno día”. Luna para iluminar a los que andan a oscuras en la noche del pecado, para
ilustrarlos y para que conozcan el miserable estado de condenación en que se
encuentran; aurora precursora del sol para el que ya está iluminado,
para hacerlo salir del pecado y tornar a la gracia
de Dios; sol, en fin, para el que ya
está en gracia para que no vuelva a caer en ningún precipicio.
Aplican
a María los doctores aquellas palabras: “Sus
ataduras son lazos saludables” (Ecclo 6, 31). “¿Qué ataduras?”, pregunta san Lorenzo Justiniano,
responde: “Las que atan a sus devotos para que no
corran por los campos del desenfreno”. San Buenaventura,
explicando las palabras que se rezan en el Oficio de la Virgen: “Mi morada fue
en la plena reunión de los santos” (Ecclo 24, 16), dice que María no sólo está en la plenitud de los santos,
sino que también los conserva para que no vuelvan atrás; conserva su
virtud para que no la manchen y refrena a los demonios para que no los dañen.
Se
dice que los devotos de María están con vestidos dobles: “Todos sus domésticos traen doble vestido”
(Pr 31, 21). Cornelio a Lápide explica cuál sea este doble vestido.
Doble vestido porque ella adorna a sus fieles
siervos tanto con las virtudes de su Hijo como con las suyas, y así revestidos
consiguen la santa perseverancia. Por eso san Felipe Neri
exhortaba siempre a sus penitentes y les decía: “Hijos,
si deseáis perseverar, sed devotos de la Señora”. Decía igualmente san
Juan Berchmans: “El que ama a
María obtendrá la perseverancia”. Comentando la parábola del
hijo pródigo, hace el abad Ruperto una hermosa reflexión. Dice que si el
hijo díscolo hubiese tenido viva la madre, jamás se hubiera ido de la casa del
padre o se hubiera vuelto antes de lo que lo hizo. Con esto quiere decir que quien se siente hijo de María jamás se aparta de Dios, o
si por desgracia se aparta, por medio de María pronto vuelve.
Si
todos los hombres amasen a esta Señora tan benigna y amable y en las tentaciones acudiesen siempre y pronto a su socorro,
¿quién jamás se perdería? Cae y se pierde el que no acude a María.
Aplicando san Lorenzo Justiniano a María aquellas palabras: “Me paseé sobre las
olas del mar” (Ecclo 26, 8), le hace decir: Yo
camino siempre con mis siervos
en medio de las tempestades en que se encuentran para asistirlos y
librarlos de hundirse en el pecado.
Narra
san Bernardino de Bustos que habiendo sido amaestrado
un pajarillo para decir “ave María”, un día se le abalanzó un milano para
devorarlo, y al decir el pajarillo “ave María”, cayó el milano fulminado.
Esto nos viene a mostrar que si un pajarillo, ser irracional, se libró por
invocar a María, cuánto más se verá libre de caer en las garras de los demonios
el que esté pronto a invocar a María cuando él le asalte. Cuando nos tienten los demonios, dice santo Tomás de
Villanueva, debemos comportarnos como los polluelos
cuando sienten cerca el ave de rapiña, que corren a toda prisa a cobijarse bajo
las alas de la gallina. Así, al darnos cuenta que viene el asalto de
la tentación, en seguida, sin dialogar con la tentación, corramos a refugiarnos
bajo el manto de María. Y tú, Señora
y Madre nuestra, prosigue diciendo el santo, nos tienes que defender, porque
después de Dios no tenemos otro refugio sino tú, que eres nuestra única
esperanza y la sola protectora en que confiamos.
4. María y su ayuda resultan imprescindibles
Concluyamos
con lo que dice san Bernardo: “Hombre,
quien quiera que seas, ya ves que en esta vida más que sobre la tierra vas
navegando entre peligros y tempestades. Si no quieres naufragar vuelve los
ojos a esta estrella que es María. Mira a la estrella, llama a María. En los peligros
de pecar, en las molestias de las tentaciones, en las dudas
que debas resolver, piensa que María te puede ayudar; y tú llámala
pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte jamás
de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla. Si
sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás
si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te
protege, no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad.
En fin, si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino
de los bienaventurados. Haz esto y vivirás”.
EJEMPLO
Conversión
de santa María Egipcíaca
Es
célebre la historia de santa María Egipcíaca, que se lee en el libro I
de las Vidas de los Padres del desierto. A los doce años se fugó de la
casa paterna y se fue a Alejandría, donde con su vida infame se convirtió en el
escándalo de la ciudad. Después de dieciséis años de pecado se fue vagando
hasta Jerusalén, llegando cuando se celebraba la fiesta de la Santa Cruz. Se
sintió movida a entrar en la iglesia, más por curiosidad que por devoción. Pero
al intentar franquear la puerta, una fuerza invisible le impedía seguir. Lo
intentó por segunda vez, y de nuevo se vio rechazada. Una tercera y cuarta vez,
y lo mismo. Entonces la infeliz se postró a un lado del atrio y Dios le dio a
entender que por su mala vida la rechazaba hasta de la iglesia. Para su fortuna
alzó los ojos y vio una imagen de María pintada sobre el atrio. Se volvió hacia
ella llorando y le dijo: “Madre de Dios, ten piedad
de esta pobre pecadora. Veo que por mis pecados no merezco ni que me mires,
pero eres el refugio de los pecadores; por el amor de Jesucristo ayúdame,
déjame entrar en la iglesia, que quiero cambiar de vida y hacer penitencia
donde me lo indiques”. Y sintió una voz interior como si le respondiera
la Virgen: “Pues ya que has recurrido a mí y
quieres cambiar de vida, entra en la iglesia, que ya no estará cerrada en adelante
para ti”. Entró la pecadora,
lloró y adoró la cruz. Vuelve donde la imagen de la Virgen y le dice: “Señora,
estoy pronta; ¿dónde quieres que me retire a hacer penitencia?” “Vete –le dice la Virgen– y pasa el Jordán; allí
encontrarás el lugar de tu reposo”. Se confesó y comulgó, pasó el
Jordán, llegó al desierto y comprendió que allí era el lugar en que debía hacer
penitencia.
En
los primeros diecisiete años de desierto, la santa sintió
terribles tentaciones del demonio para hacerla recaer. Ella no hacía más que
encomendarse a María, y María le impetró fuerzas para resistir todos aquellos
años; después, cesaron los combates. Finalmente, pasados cincuenta y
siete años en aquel desierto, teniendo ya ochenta y siete años, por providencia
divina la encontró el abad Zoísmo. A él le contó toda su vida y le rogó
que viniera al año siguiente y le trajera la comunión. Al volver, san Zoísmo la
encontró recién muerta, con el cuerpo circundado de luz. A la cabecera estaba
escrito: “Sepultad en este lugar el cuerpo de esta pobre pecadora y rogad a
Dios por mí”. La sepultó. Y volviendo al monasterio, contó las maravillas que
la divina misericordia había realizado en aquella infeliz penitente.
ORACIÓN DE CONFIANZA EN
MARÍA
¡Madre piadosa, Virgen
sagrada! Mira a tus pies al infeliz que, pagando con ingratitudes las gracias de Dios recibidas por
tu medio, te ha traicionado. Señora, ya sabes que mis miserias, en vez de
quitarme la confianza en ti, más bien me la acrecientan.
Dame a conocer, María, que
eres para mí la misma que para todos los que te invocan: rebosante de
generosidad y de misericordia. Me basta con que me mires y de mí te
compadezcas. Si tu corazón de mí se apiada, no dejará de protegerme. ¿Y qué
puedo temer si tú me amparas? No temo ni a mis pecados, porque tú remediarás el
mal causado; no temo a los demonios, porque
tú eres más poderosa que todo el infierno; no temo el rostro de tu Hijo, justamente
contra mí indignado, porque con una sola palabra tuya se aplaca.
Sólo temo que, por mi
culpa, deje de encomendarme a ti en las tentaciones y de ese modo me pierda. Pero
esto es lo que te prometo, quiero siempre recurrir a ti. Ayúdame a realizarlo. Mira
qué ocasión tan propicia para satisfacer tus deseos de salvar a un infeliz como
yo.
Madre de Dios, en ti pongo toda mi confianza. De ti espero la gracia de llorar como es debido mis pecados y la gracia de no volver a caer. Si estoy enfermo, tú puedes sanarme, médica celestial. Si mis culpas me han debilitado, con tu ayuda me haré vigoroso. María, todo lo espero de ti porque eres la más poderosa ante Dios. Amén.
II
María dulcifica la muerte de sus devotos
1. María asiste a sus devotos en la hora final
“El
amigo verdadero lo es en todo momento, y el amigo se conoce en los trances
apurados” (Pr 17, 17). Los verdaderos amigos se conocen no tanto en la prosperidad
cuanto en los tiempos de angustia y miserias. Los amigos al estilo mundano
duran mientras hay prosperidad; pero si tales amigos caen en cualquier desgracia,
y sobre todo si sobreviene la muerte, al instante esa clase de amigos desaparecen.
No obra así María con sus devotos. En sus angustias, y sobre todo en las de la
muerte, que son las mayores que puede haber en la tierra, ella, tan buena Señora
y Madre, jamás abandona a sus fieles verdaderos; y como es nuestra vida durante
nuestro destierro, así se convierte en nuestra
dulzura en la última hora, obteniéndonos una dulce y santa
muerte. Porque desde el día en que tuvo la dicha y el dolor a la vez
de asistir a la muerte de su Hijo Jesús, que es la cabeza de los predestinados,
adquirió la gracia de asistir a todos los
predestinados en la hora de su muerte. Por eso la Iglesia ruega a
la santísima Virgen que nos socorra especialmente en la hora de nuestra muerte:
“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte”.
Muy
grandes son las angustias de los moribundos,
ya por los remordimientos de los pecados cometidos, ya por el miedo
al juicio de Dios que se avecina, ya por la incertidumbre sobre la
salvación eterna. Entonces, más que nunca, se arma el infierno y pone
todo su empeño para arrebatar aquella alma que
está para pasar a la eternidad, sabiendo que le queda poco tiempo y que si
ahora no lo consigue se le escapa para siempre. “El demonio ha bajado hacia
vosotros, lleno de furia, sabiendo que le queda poco tiempo” (Ap 12, 12). Y
por eso el demonio, acostumbrado a tentarla en vida, no se contenta con tentarla él solo a la hora de la muerte, sino que
llama a otros como él. “Y su casa se llenará de dragones” (Is 13, 21).
Cuando uno se encuentra para morir, se le
acercan muchedumbre de demonios que aúnan sus esfuerzos para perderlo.
2. María ayuda eficazmente a bien morir
Se
cuenta de san Andrés Avelino que en la hora
de su muerte vinieron miles de demonios para tentarlo. Y se lee
en su biografía que en su agonía sostuvo un combate
tan fiero con el infierno, que hacía estremecer a los buenos religiosos que le
acompañaban. Vieron que al santo se le hinchaba la cara y se le
amorataba por el exceso de dolor; todo su cuerpo temblaba en medio de fuertes
convulsiones; de los ojos brotaban abundantes lágrimas; daba golpes violentos con la cabeza, señales todas de la terrible
batalla que le hacía sostener el infierno. Todos lloraban de compasión
redoblando las oraciones, a la vez que temblaban de espanto viendo cómo
moría un santo. Se consolaban viendo cómo el santo constantemente dirigía los
ojos a una devota imagen de María, acordándose que él mismo muchas veces les
había profetizado que, en la hora de la muerte, María había de ser su refugio. Quiso al
fin el Señor que terminara la batalla con gloriosa victoria; cesaron las convulsiones,
se le descongestionó el rostro y, tornando a su color normal, vieron que el
santo, fijos los ojos en una imagen de María,
le hizo una inclinación como en señal de
agradecimiento –la cual se cree que entonces se le aparecería– y expiró plácidamente
en los brazos de María. En el mismo instante una capuchina que estaba en trance
de muerte, dijo a las religiosas que la asistían: “Rezad el Ave María porque
acaba de morir un santo”.
Ante
la presencia de nuestra Reina huyen los rebeldes. Si en la hora de nuestra
muerte tenemos a María de nuestra parte, ¿qué podemos temer de todos los
enemigos del infierno? David, temiendo las angustias de la muerte, se reconfortaba
con la muerte del futuro Redentor y con la intercesión de la Virgen Madre:
“Aunque camine por medio de las sombras de la muerte, tu vara y tu cayado me
consuelan” (Sal 22, 4). Explica el cardenal Hugo que por el báculo se ha de entender
el madero de la cruz, y por la vara la intercesión de la Virgen, que fue la vara
profetizada por Isaías: “Se alzará una vara del tronco de José y de su raíz brotará
una flor” (Is 9, 1). Esta divina Madre es aquella poderosa vara con la que se vence
la furia de los enemigos infernales. Así nos anima san Antonino,
diciendo: “Si María está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?”
Al
P. Manuel Padial, jesuita, se le apareció la Virgen en la hora de la
muerte y le dijo, animándole: “Ha llegado la
hora en que los ángeles, congratulándose contigo, te dicen: ¡Felices trabajos y
bien pagadas mortificaciones!” Y vio un ejército
de demonios que huían desesperados,
gritando: “No podemos nada contra la sin mancha que lo defiende”. De modo
semejante, el P. Gaspar Ayewod fue asaltado en la hora de la muerte por
los demonios con una fuerte tentación contra la fe. Al punto se encomendó a la
Virgen, y se le oyó exclamar: “¡Gracias, María,
porque has venido en mi ayuda!”
María manda en auxilio de sus siervos a la hora de la muerte, dice san Buenaventura, al arcángel san Miguel, príncipe de la milicia
celestial, y a legiones de ángeles para que lo defiendan de las asechanzas de
Satanás y reciban y lleven en triunfo al cielo las almas de quienes de continuo
se han encomendado a su intercesión.
3. María intercede ante su Hijo en el juicio
Cuando
un hombre sale de esta vida se agita el infierno y
manda los más terribles demonios para tentar aquella
alma antes de que abandone el cuerpo y acusarla cuando se presente al tribunal de Dios. “El
infierno se conmovió abajo a tu llegada y a tu encuentro envió gigantes” (Is
14, 9). Pero cuando los demonios ven que a aquella alma la defiende María, no
se atreven de ninguna manera a acusarla, sabiendo que no será condenada por el
juez el alma protegida por tal Madre. ¿Quién
podrá acusar si ve que protege la Madre? Escribe san Jerónimo a
Eustonio que la Virgen no sólo socorre a sus amados devotos a la hora de la
muerte, sino que al pasar de esta vida los anima y acompaña en el divino
tribunal. Esto en conforme a lo que dijo la Virgen a santa Brígida
hablando de sus devotos en trance de muerte: “Entonces
yo, su Madre y Señora, que tanto los amo, vendré en su auxilio para darles
consuelo y refrigerio”. Ella recibe sus almas con amor y las
presenta ante el juez, su Hijo, y así ciertamente les obtiene la salvación.
Dice san Vicente Ferrer: “La Virgen bienaventurada recibe las almas de
los que mueren”.
Así
sucedió a Carlos, hijo de santa Brígida, quien habiendo muerto en el peligroso
ejercicio de las armas y lejos de su madre, temía la santa por su eterna salvación.
Mas la bienaventurada Virgen le reveló que
Carlos se había salvado por el amor que le había tenido y ella misma le había
asistido en la agonía, sugiriéndole los actos que debía hacer. Al
mismo tiempo vio la santa a Jesucristo en trono de majestad y que el demonio presentaba dos quejas contra la Virgen María;
la primera, que le había impedido tentar a Carlos en la hora de la muerte, y la segunda,
que había presentado su alma ante el tribunal de
Jesucristo y lo había salvado sin darle ocasión de exponer las razones con que pretendía hacer
presa en el alma de Carlos. Vio, en fin, cómo el juez lanzaba de su presencia
al demonio y abría las puertas del cielo al alma de su hijo.
4. María hace llevadera la muerte a sus devotos
“Sus
lazos son ataduras de salvación; en las postrimerías hallarás en ella reposo”
(Ecclo 6, 31). ¡Bienaventurado, hermano mío, si en la hora de la muerte te encuentras
ligado con las dulces cadenas del amor a la Madre de Dios! Estas cadenas son la
salvación que te aseguran tu salvación eterna y te harán gozar, en la hora de
la muerte, de aquella dichosa paz, preludio y gusto anticipado del gozo eterno
de la gloria. Refiere el P. Binetti que habiendo asistido a la muerte de
un gran devoto de María, le oyó decir: “Padre
mío, si supiera qué contento me siento por haber servido a la santa Madre de
Dios. No sé expresar la alegría que siento”. El P. Suárez,
por haber sido muy devoto de María –decía
que con gusto hubiera cambiado toda su ciencia por el mérito de un Ave María–,
murió con tanta alegría que exclamó: “No creía
que era tan dulce el morir”. El mismo contento y alegría, sin duda,
sentirás tú, devoto lector, si en la hora de la muerte te acuerdas de haber amado
a esta buena Madre que siempre es fiel con los hijos que han sido fieles en servirla
y obsequiarlas con visitas, rosarios y mortificaciones, y agradeciéndole constantemente
y encomendándose a su poderosa intercesión.
Y
no impedirá estos consuelos el haber sido en otro tiempo pecador si de ahora en
adelante te dedicas a vivir bien y a servir a esta Señora bonísima y
sumamente agradecida. Ella, en tus angustias y en las tentaciones del demonio
para hacerte desesperar, te ayudará y vendrá a consolarte en la hora de la
muerte. Marino, hermano de san Pedro Damiano –como refiere el
mismo santo– habiendo tenido la desgracia de ofender a Dios, se postró ante un altar de María ofreciéndose por su
esclavo, poniendo su ceñidor al cuello en señal de servidumbre, y le habló así:
“Señora mía, espejo de pureza; yo, pobre
pecador, te he ofendido y he ofendido a Dios quebrantando la castidad; no tengo
más remedio que ofrecerme a ti por esclavo; aquí me tienes, me consagro por
siervo tuyo. Recibe a este rebelde y no lo desprecies”. Dejó una
ofrenda para la Virgen ofreciendo pagar una suma todos los años en señal de
tributo por su esclavitud mariana. Algunos años después, Marino enfermó de muerte, y en esa hora se le oyó decir: “Levantaos,
levantaos; saludad a mi Señora”. Y después: “¿Qué gracia es esta, Reina del cielo, que te dignes
visitar a este pobre siervo? Bendíceme, Señora, y no permitas que me pierda
después de que me has honrado con tu presencia”. En esto llegó su
hermano Pedro y le contó la aparición de la Virgen María y que le había
bendecido, lamentándose de que los asistentes no se hubieran levantado ante la
presencia de María; y poco después, plácidamente, entregó su alma al Señor. Así
será tu muerte, querido lector, si eres fiel a María, aunque en lo pasado
hubieras ofendido a Dios. Ella te obtendrá una muerte llena de consuelos.
Y
aun cuando trataran de atemorizarte y quitar la confianza el recuerdo de los
pecados cometidos, ella te animará, como aconteció con Adolfo, conde de
Alsacia, quien habiendo dejado el mundo y habiéndose hecho franciscano,
como se narra en la Crónicas de la Orden, fue sumamente devoto de la
Madre de Dios. Al final de sus días, al ver la vida pasada en el mundo y en el
gobierno de sus vasallos, el rigor del juicio de Dios comenzó a temer la
muerte, con dudas sobre su eterna salvación. Pero María, que no descuida ante
las angustias de sus devotos, acompañada de muchos santos, se le apareció y lo
animó con estas tiernas palabras: “Adolfo mío
carísimo, ¿por qué temes a la muerte si eres mío?” Como si le dijera:
Adolfo mío queridísimo, te has consagrado a mí; ¿por qué vas a temer ahora la
muerte? Con tan regaladas expresiones se serenó del todo el siervo de María, desaparecieron
los temores y con gran paz y contento entregó su alma.
5. María estará a nuestro lado si la invocamos
Animémonos
también nosotros, aunque pecadores, y tengamos confianza en que ella vendrá a
asistirnos en la muerte y a consolarnos con su presencia si le servimos con
todo amor en lo que nos queda de vida. Hablando nuestra Reina a santa
Matilde, le prometió que vendría a asistir en la hora de la muerte a todos
sus devotos que fielmente le hubieran servido en vida. “A todos los que me han servido piadosamente les quiero
asistir en su muerte con toda fidelidad y como madre piadosísima, y consolarlos
y protegerlos”. ¡Oh Dios mío! ¡Qué sublime consuelo al terminar
la vida, cuando en breve se va a decidir la causa de nuestra eterna salvación,
ver a la Reina del cielo que nos asiste y nos consuela y nos ofrece su protección!
Hay
innumerables ejemplos de la asistencia de María a sus devotos. Este favor lo
recibieron santa Clara de Monteflaco, san Félix, capuchino; santa
Teresa y san Pedro de Alcántara. Y para más consuelo, citaré algún otro
ejemplo. Refiere el P. Crasset que santa María Oiginies vio a la santísima
Virgen a la cabecera de una devota viuda de Willembrock que sufría alta fiebre.
La santísima Virgen la consolaba y le mitigaba los ardores de la fiebre.
Estando para morir san Juan de Dios, esperaba la visita de María, de la
que era tan gran devoto; pero no viéndola aún, se sentía
afligido y se le quejaba. Mas en el momento oportuno se le apareció la
Madre de Dios, y casi reprendiéndole de su poca confianza le dijo estas tiernas
palabras que deben animar a todos los devotos de María: “Juan, no es mi manera de proceder abandonar a mis devotos
en este trance”. Como si dijese: “Juan, hijo mío, ¿qué pensabas?
¿Qué yo te había abandonado? ¿No sabes que yo no puedo abandonar a mis devotos
en la hora de la muerte? No vine antes porque no era el tiempo oportuno; ahora
que lo es, aquí me tienes para llevarte. ¡Ven conmigo al paraíso!” Poco después
expiró el santo, entrando en el cielo para agradecer eternamente a su
amantísima Reina.
EJEMPLO
María
asiste a una moribunda abandonada
Terminemos
este discurso con otro ejemplo en que se descubre hasta dónde llega la ternura
de esta buena Madre con sus hijos en la hora de la muerte. Estaba un párroco
asistiendo a un rico que moría en lujosa mansión rodeado de servidumbre,
parientes y amigos; pero vio también a los demonios, en formas horribles, que
estaban dispuestos a llevarse su alma a los infiernos por haber vivido y morir
en pecado.
Después
fue avisado el párroco para asistir a una humilde mujer que se moría y deseaba
recibir los Sagrados Sacramentos. No debiendo dejar al rico, tan necesitado de
ayuda, mandó un coadjutor, quien llevó a la enferma el santo viático.
En
la casa de aquella buena mujer no vio criados ni acompañantes, ni muebles
preciosos, porque la enferma era pobre y tenía por lecho uno de paja. Pero ¿qué
vio? Vio que la estancia se iluminaba con gran resplandor y que junto al lecho de
la moribunda estaba la Madre de Dios, María, que la estaba consolando. Ante su turbación,
la Virgen le hizo al sacerdote señal de entrar. La Virgen le acercó el asiento
para que atendiera en confesión a la enferma. Ésta se confesó y comulgó con
gran devoción y expiró, dichosa, en brazos de María.
ORACIÓN POR UNA BUENA
MUERTE
¡Dulce Madre mía! ¿Cuál
será mi muerte? Cuando pienso en el momento en que me presente ante Dios, recordando
que con mi conducta tantas veces firmé mi condena, tiemblo, me confundo y me
inquieto por mi eterna salvación.
María, en la sangre de
Jesús y en tu intercesión, tengo la esperanza mía. Eres señora del cielo y
reina del universo; basta decir que eres la Madre de Dios. Eres lo más sublime,
pero tu grandeza, lejos de desentenderte, más te inclina a compadecerte de
nuestras miserias. Los mundanos en la cumbre de sus honores se alejan de los
antiguos amigos y se desdeñan de tratar con los poco afortunados. No obra así
tu corazón noble y amoroso; mientras más miserias contempla, más se empeña en socorrerlas. Apenas se te invoca, vuelas en
socorro del necesitado y te adelantas a nuestras plegarias. Tú nos consuelas en
nuestras aflicciones, disipas las tempestades y en toda ocasión procuras
nuestro bien.
Bendita sea la divina mano
que en ti ha unido tanta majestad con tal ternura, tanta eminencia con tanto
amor. Doy gracias siempre a mi Señor y me alegro porque de tu dicha depende la
mía y mi destino está unido al tuyo. Consoladora de afligidos, consuela a un
afligido que a ti se encomienda.
Los remordimientos de
conciencia me atormentan, tanto por los pecados cometidos como por la
incertidumbre de si los he llorado cual debía. Veo todas mis obras llenas de
fango y de defectos. El infierno está esperando mi muerte para acusarme. Madre
mía, ¿qué será de mí? Si no me amparas estoy perdido. ¿Qué me dices? ¿Querrás
ayudarme?
Virgen piadosísima,
protégeme. Obtenme verdadero dolor de mis pecados; dame fuerzas para enmendarme
y serle fiel a Dios en adelante. Y cuando esté para morir, María, esperanza
mía, no me abandones. Entonces más que nunca asísteme y confórtame para que no
desespere. Perdona, Señora, mi atrevimiento; ven con tu presencia a consolarme.
A tantos has hecho esta gracia, que también yo la deseo; si grande es mi
audacia, mayor es tu bondad, que a los más miserables vas buscando para
consolarlos.
En tu bondad confío. Sea gloria tuya para siempre haber salvado del infierno a quien a él estaba condenado y haberle conducido a tu reino, donde espero gozar la gran ventura de estar siempre a tus pies agradecido y bendiciéndote y amando eternamente. ¡María, yo te espero! No me hagas quedar desconsolado. Hazlo así; amén, así sea.
Capítulo III
MARÍA, NUESTRA ESPERANZA
Esperanza nuestra, salve.
I
María es la esperanza de todos
1. María es nuestra esperanza como intercesora y medianera
No
pueden soportar los herejes de ahora que llamemos y saludemos a María con el
título de esperanza nuestra: “Dios te salve, esperanza
nuestra”. Dicen que sólo Dios es nuestra esperanza y que Dios
maldice a quien pone su confianza en las criaturas: “Maldito el hombre que
confía en otro hombre” (Jr 17, 5). María, exclaman, es una criatura; ¿y cómo
puede ser una criatura nuestra esperanza? Esto dicen los herejes. Pero contra
ellos la santa Iglesia quiere que todos los sacerdotes y religiosos alcen la
voz de parte de todos los fieles y a diario la invoquen a María con este dulce
nombre de esperanza nuestra, esperanza de todos: Esperanza nuestra, salve.
De
dos maneras, dice el angélico santo Tomás, podemos poner nuestra confianza en una persona: o como causa principal o como causa intermedia.
Los que quieren alcanzar algún favor de un rey, o lo esperan del rey como
señor, o lo esperan conseguir por el ministro o favorito como intercesor. Si se
obtiene semejante gracia, se obtiene del rey pero por medio de su favorito, por
lo que quien la obtiene razón tiene para llamar a su intercesor su esperanza.
El
rey del cielo, porque es bondad infinita, desea inmensamente enriquecernos
con sus gracias; pero como de nuestra parte es indispensable la confianza, para
acrecentarla nos ha dado a su misma Madre por madre y abogada nuestra, con el
más completo poder de ayudarnos; y por eso quiere que en ella pongamos la esperanza de obtener la
salvación y todos los bienes. Los que ponen su confianza en las criaturas,
olvidados de Dios, como los pecadores, que por conquistar la amistad y el favor
de los hombres no les importa disgustar a Dios, ciertamente que son malditos de
Dios, como dice Isaías. Pero los que esperan en María como Madre de Dios,
poderosa para obtenerles toda clase de gracias y la
vida eterna, éstos son benditos y complacen al corazón de Dios, que
quiere ver honrada de esta manera a tan sublime criatura que lo ha querido y
honrado más que todos los ángeles y santos juntos.
Con
toda razón y justicia, por tanto, llamamos a la Virgen nuestra esperanza,
confiando, como dice el cardenal Belarmino, obtener
por su intercesión lo que no obtendríamos con nuestras solas plegarias.
Nosotros le rogamos, dice san Anselmo, para que la sublimidad (de
sublime) de su intercesión supla nuestra indigencia. Por lo cual, sigue
diciendo el santo, suplicar a la Virgen con toda esperanza no es desconfiar de la misericordia de Dios, sino temer de la propia indignidad.
Con
razón la Iglesia llama a María “Madre de la
santa esperanza” (Ecclo 24, 24); la madre que hace nacer en
nosotros, no la vana esperanza de los bienes miserables y efímeros de esta
vida, sino la esperanza de los bienes inmensos y eternos de la vida
bienaventurada. Así saludaba san Efrén a la Madre de Dios: “Dios te salve, esperanza del alma mía y salvación segura
de los cristianos, auxilio de los pecadores, defensa de los fieles y salud del
mundo”. Nos advierte san Basilio que después de Dios no tenemos
otra esperanza más que María, por eso la llama “nuestra
única esperanza después de Dios”. Y san Efrén, al considerar
la orden de la providencia por la que Dios ha dispuesto –como también dice san
Bernardo– que todos los que se salven se han de salvar por medio de María, le
dice: “Señora, no dejes de custodiarnos y
ponernos bajo el manto de tu protección, porque después de Dios no tenemos otra
esperanza más que Tú”. También santo Tomás de Villanueva la
proclama nuestro único refugio, auxilio y ayuda.
De
todo esto da la razón san Bernardo cuando dice: “Atiende, hombre, y considera
los designios de Dios, que son designios de
piedad. Al ir a redimir al género
humano, todo el precio lo puso en manos de María”. Mira, hombre, el
plan de Dios para poder dispensarnos con más abundancia su misericordia;
queriendo redimir a todos los hombres, ha puesto
todo el valor de la redención en manos de María para que lo dispense conforme a
su voluntad.
2. María es esperanza de todos
Ordenó
Dios a Moisés que hiciera un propiciatorio de oro purísimo para hablarle desde
allí: “Me harás un propiciatorio de oro purísimo...; desde él te daré mis
órdenes y hablaré contigo” (ex 25, 17). Dice un autor que ese propiciatorio es María,
desde el cual Dios habla a los hombres y desde el que nos concede el perdón y
sus gracias y favores. Por eso dice san Ireneo que el Verbo de Dios,
antes de encarnarse en el seno de María, mandó al arcángel a pedir su
consentimiento, porque quería que de María derivara al mundo el misterio de la
Encarnación. “¿Por qué no se realiza el misterio de la Encarnación sin el
consentimiento de María? Porque quiere Dios que sea ella el principio de todos
los bienes”. Todos los bienes, ayudas y gracias que los hombres han recibido y
recibirán de Dios hasta el fin del mundo, todo les ha venido y vendrá por
intercesión y por medio de María. Razón tenía el devoto Blosio al
exclamar: “Oh María, ¿cómo puede haber quien no
te ame siendo tú tan amable y agradecida con quien te ama? En las dudas y confusiones aclaras las
mentes de los que a ti recurren afligidos; tú consuelas al que en Ti confía en los peligros; Tú socorres al que te llama. Tú, después de tu divino
Hijo, eres la salvación cierta de tus fieles siervos. Dios te salve,
esperanza de los desesperados y socorro de los abandonados. Oh María, tú eres
omnipotente porque tu Hijo quiere honrarte, haciendo al instante todo lo que
quieres”.
San
Germán, reconociendo en María la fuente de
todos nuestros bienes
y la libertad de nuestros males, así la invoca: “Oh Señora mía, tú sola eres el consuelo que me ha
dado Dios; tú la guía de mi peregrinación; tú la fortaleza de mis
débiles fuerzas, la riqueza en mis miserias, la liberación de mis
cadenas, la esperanza de mi salvación; escucha mis súplicas, te lo
ruego, ten piedad de mis suspiros; quiero que seas mi reina, el refugio, la
ayuda, la esperanza y la fortaleza mía”.
Con
razón san Antonio aplica a María el pasaje de la Sagrada Escritura: “Todos los bienes me vinieron juntamente con ella” (Sb 7,
11). Ya que María es la madre y
dispensadora de todos los bienes, bien puede decirse que el mundo, y sobre todo
los que en el mundo son devotos de esta reina, junto con esta devoción a María
han obtenido todos los bienes: “Es madre de todos los bienes y todos me vinieron
con ella, es decir, con la Virgen, puede decir el mundo”. Por lo cual no titubeó
el abad de Celles en afirmar: “Al
encontrar a María se han encontrado todos los bienes”. El que
encuentra a María encuentra todo bien, toda gracia, toda virtud, porque ella
con su potente intercesión le obtiene todo lo que necesita para hacerlo rico de
gracia divina. Ella nos hace saber que tiene
todas las riquezas de Dios, es decir, las divinas misericordias, para distribuirlas
en beneficio de sus amantes: “En mí están las riquezas opulentas para
enriquecer a los que me aman” (Sb 8, 21). Por lo cual decía san Buenaventura
que debemos tener los ojos puestos en las manos de María para recibir de ella
los bienes que necesitamos.
3. María merece toda nuestra confianza
¡Cuántos
soberbios con la devoción a María han encontrado la humildad! ¡Cuántos
iracundos la mansedumbre! ¡Cuántos ciegos la luz! ¡Cuántos desesperados la
confianza! ¡Cuántos perdidos la salvación! Esto es cabalmente lo que profetizó
en casa de Isabel, en el sublime cántico: “He
aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,
48). “Todas las generaciones –comenta san Bernardo–, porque
todas ellas te son deudoras de la vida y de la gloria; porque en ti los
pecadores encuentran el perdón y los justos la perseverancia en la gracia de
Dios”. El devoto Laspergio presenta al Señor hablando así al mundo:
“Pobres hombres, hijos de Adán que vivís en medio de tantos enemigos y de
tantas miserias, tratad de venerar con
particular afecto a vuestra madre. Yo la he
dado al mundo como modelo para que de ella aprendáis
a vivir como se debe, y como refugio para que a ella recurráis en vuestras
aflicciones. Esta hija mía –dice Dios– la hice de tal condición, que nadie pueda temer o sentir repugnancia en recurrir a
ella; por eso la he creado con un natural tan benigno y piadoso que no sabe despreciar a ninguno de los que a ella acuden, no
sabe negar su favor a ninguno que se lo pida. Para todos tiene abierto el manto
de su misericordia y no consiente que nadie se aparte desconsolado de su lado”.
Sea por tanto bendita y alabada por siempre la bondad inmensa de nuestro Dios
que nos ha dado a esta Madre tan sublime, como abogada la más tierna y amable.
¡Cuán
tiernos eran los sentimientos de amor y confianza que tenía el enamorado san Buenaventura
hacia nuestro amadísimo Redentor Jesús y hacia nuestra amadísima abogada María!
“Aún cuando –decía él– el Señor (por un imposible)
me hubiera reprobado, yo sé que ella no ha de rechazar a quien la
ama y de corazón la busca. Yo la abrazaré con amor, y aunque no me
bendijera, no la dejaré y no podrá partir sin mí. Y, en fin, aunque por mis
culpas mi Redentor me echara de su lado, yo me arrojaré a los pies de su Madre
María y allí postrado estaré y me conseguirá el perdón. Porque esta Madre de
misericordia siempre sabe compadecerse de las miserias y consolar a los
miserables que a ella acuden en busca de ayuda; por eso, si no por obligación,
por compasión al menos inclinará a su Hijo a perdonarme”.
“Míranos
–exclama Eutimio–, míranos con esos tus
ojos llenos de compasión, oh piadosísima Madre nuestra, porque somos tus
siervos y en ti tenemos puesta toda nuestra confianza”.
EJEMPLO
Un devoto esposo y su mujer desesperada
Se
refiere en la cuarta parte del Tesoro del rosario que había un caballero
devotísimo de la Madre de Dios que había mandado hacer en su palacio un pequeño
oratorio en el que ante una hermosa imagen de la Virgen solía pasar los ratos
rezando, no sólo de día, sino por la noche, interrumpiendo el descanso para ir a
visitar a su amada Señora. Su esposa, dama por lo demás muy piadosa, observando
que su marido, con el mayor sigilo, se levantaba del lecho, salía del cuarto y
no volvía sino después de mucho tiempo, cayó la infeliz en sospechas de infidelidad.
Un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se atrevió a preguntar
a su marido si amaba a otra más que a ella. El caballero, con una sonrisa, le
respondió: “Sí, claro, yo amo a la señora más amable del mundo. A ella le he entregado
todo mi corazón; antes prefiero morir que dejarla de amar. Si tú la conocieras,
tú misma me dirías que la amase más aún de lo que la amo”. Se refería a la
santísima Virgen, a la que tan tiernamente amaba. Pero la esposa, despedazada
por los celos, para cerciorarse mejor le preguntó si se levantaba de noche y
salía de la estancia para encontrarse con la señora. Y el caballero, que no sospechaba
la gran agitación que turbaba a su mujer, le respondió que sí. La dama, dando
por seguro lo que no era verdad y ciega de pasión, una noche en que el marido,
según costumbre, salió de la estancia, desesperada, tomó un cuchillo y se dio
un tajo mortal en el cuello.
El
caballero, habiendo cumplido sus devociones, volvió a la alcoba, y al ir a entrar
en el lecho lo sintió todo mojado. Llama a la mujer y no responde. La zarandea
y no se mueve. Enciende una luz y ve el lecho lleno de sangre y a la mujer muerta.
Por fin se dio cuenta de que ella se había matado por celos. ¿Qué hizo entonces?
Volvió apresuradamente a la capilla, se postró ante la imagen de la Virgen y
llorando devotamente rezó así: Madre mía, ya ves mi aflicción. Si tú no me consuelas,
¿a quién puedo recurrir? Mira que por venir a honrarte me ha sucedido la desgracia
de ver a mi mujer muerta. Tú, que todo lo puedes, remédialo.
¿Y
quién de los que ruegan a esta madre de misericordia con confianza no consigue
lo que quiere? Después de esta plegaria siente que le llama una sirvienta y le
dice: “Señor, vaya al dormitorio, que le llama la señora”. El caballero no
podía creerlo por la alegría. “Vete –dijo a la doncella–, mira bien a ver si es
ella la que me reclama”. Volvió la sirvienta, diciendo: “Vaya pronto, Señor,
que la señora le está esperando”. Va, abre la puerta y ve a la mujer viva, que
se echa a los pies llorando y le ruega que la perdone, diciéndole: “Esposo mío,
la Madre de Dios, por tus plegarias, me ha librado del infierno”. Y llorando
los dos de alegría fueron a agradecer a la Virgen en el oratorio. Al día
siguiente mandó preparar un banquete para todos los parientes, a los que les
refirió todo lo sucedido la propia mujer. Y les mostraba la cicatriz que le
quedó en el cuello. Con esto, todos se inflamaron en el amor a la Virgen María.
ORACIÓN ESPERANZADA EN
MARÍA
¡Madre del santo amor! ¡Vida,
refugio y esperanza nuestra! Bien sabes que tu Hijo Jesucristo, además de ser
nuestro abogado perpetuo ante su eterno Padre, quiso también que tú fueras ante
él intercesora nuestra para impetrarnos las divinas misericordias. Ha dispuesto
que tus plegarias ayuden a nuestra salvación; les ha otorgado tan gran
eficacia, que obtienen de él cuanto le piden.
A ti, pues, acudo, Madre, porque
soy un pobre pecador. Espero, Señora, que me he de salvar por los méritos de
Cristo y por tu intercesión. Así lo espero, y tanto confío que si de mí
dependiera mi salvación en tus manos la pondría, porque más me fío de tu
misericordia y protección que de todas las obras mías.
No me abandones, Madre y
esperanza mía, como lo tengo merecido. Que te mueva a compasión mi miseria; socórreme
y sálvame. Con mis pecados he cerrado la puerta a las luces y gracias que del
Señor me habías alcanzado. Pero tu piedad para con los desdichados y el poder
de que dispones ante Dios superan al número y malicia de mis pecados.
Conozcan cielo y tierra, que
el protegido por ti jamás se pierde. Olvídense todos de mí, con tal de que de
mí no te olvides, Madre de Dios omnipotente. Dile a Dios que soy tu siervo, que
me defiendes y me salvaré. Yo me fío de ti, María; en esta esperanza vivo y en
ella espero morir diciendo: “Jesús es mi única esperanza, y tú, después de
Jesús, Virgen María”.
II
María es la esperanza de los pecadores
1. María, puesta por Dios como esperanza de
los pecadores
Cuando
Dios creó el mundo creó dos luminarias, una mayor y otra menor, es decir, el
sol que alumbra el día y la luna que alumbra la noche: “He hizo Dios dos grandes
luminarias; la mayor para que presidiera el día y la menor para que presidiera
la noche” (Gn 1, 16). El sol, dice el cardenal Hugo, es figura de Cristo, de cuya
luz disfrutan los justos; la luna es figura de María, por cuyo medio se ven iluminados
los pecadores que viven en la noche de los vicios. Siendo María esta luna
propicia con los pecadores, si un pecador, pregunta Inocencio III, se encuentra
caído en la noche de la culpa, ¿qué debe hacer? “El que yace en la noche de la culpa
–responde–, que mire a la luna, que ruegue a María”. Ya que ha perdido la luz del
sol, la divina gracia, que se dirija a la que está figurada en la luna, que
ruegue a María, y ella le iluminará para conocer su estado miserable y la
fuerza para salir pronto de él. Dice san Metodio que las plegarias de María
convierten constantemente a muchísimos pecadores.
Uno
de los títulos con que la santa Iglesia nos hace recurrir a la Madre de Dios
es el título de Refugio de los pecadores con que la invocamos en las letanías. En la antigüedad había en Judea ciudades
de refugio en las que los reos que lograban refugiarse se veían libres de
castigos. Ahora no hay ciudades de refugio, pero hay una, y es María, de la que
se dijo: “¡Gloriosas cosas se han dicho de ti, ciudad de Dios!” (Sal 86, 3).
Pero con esta diferencia, que en las ciudades antiguas no había refugio para
todos los delincuentes ni para toda clase de delitos; pero bajo el manto de
María encuentran amparo todos los pecadores y por cualquier crimen que hubieren
cometido. Basta con que acudan a cobijarse. “Yo
soy –hace decir a nuestra Reina san
Juan Damasceno– ciudad de refugio para todos
los que en mí se refugian”.
Y
basta con acudir a María; porque quien ha entrado en esta ciudadela no necesita
más para ser salvo. “Juntémonos y entremos en la ciudad fuerte y estémonos allí
callados” (Jr 8, 14). Esta ciudad amurallada,
explica san Alberto Magno, es la santísima
Virgen, inexpugnable por la gracia y por la gloria que posee. “Y
estémonos allí callados”. Lo cual la explica la glosa: “Ya que no tenemos valor para pedir perdón al Señor, basta
que entremos en esta ciudad y nos estemos allí callados, porque entonces María
hablará y rogará a favor nuestro”. Un piadoso autor exhorta a todos
los pecadores a que se refugien bajo el manto de María, diciendo: “Huid, Adán y
Eva, y vosotros sus hijos que habéis despreciado a Dios, y refugiaos en el seno
de esta buena Madre. ¿No sabéis que ella es la única ciudad de refugio y la
única esperanza de los pecadores?” Ya la llamó así san Agustín: “Esperanza única de los pecadores”.
San
Efrén le dice: “Dios te salve, abogada de los pecadores y de los
que se ven privados de todo socorro. Dios te salve, refugio y hospicio de
pecadores”. Dios te salve, refugio y receptáculo de los
pecadores, que sólo en ti pueden encontrar amparo y refugio. Dice un autor que
esto parece querer decir David en el salmo: “Me tuvo escondido en el
tabernáculo” (Sal 26, 5). El Señor me ha protegido por el hecho de haberme
escondido en su tabernáculo. ¿Y qué otro es este tabernáculo de Dios sino
María, como dice san Germán? Tabernáculo hecho por Dios en que sólo Dios entró
para realizar el gran misterio de la redención humana. Dice san Basilio
que Dios nos ha dado a María como público hospital, donde pueden ser recogidos
todos los enfermos pobres y desamparados. Ahora bien, en los hospitales hechos precisamente para recoger a los pobres,
¿quién tiene mayor derecho a ser acogido sino el más pobre y el más enfermo?
Por
eso, el que se siente más miserable y con menos
merecimientos y más oprimido de los males del alma que son los pecados, puede decirle a María: Señora, eres el refugio de los
pobres enfermos, no me rechaces; siendo yo más pobre que todos y más enfermo,
tengo mayores razones para que me recibas. Digámosle con santo Tomás
de Villanueva: “Oh María, nosotros, pobres
pecadores, no sabemos encontrar otro refugio fuera de ti. Tú eres la única
esperanza de quien esperamos la salvación; tú eres la única abogada ante
Jesucristo, en la cual ponemos nuestros ojos”.
2. María es precursora de la amistad con el
Señor
En
las revelaciones de santa Brígida es
llamada María “astro que precede al sol”.
Para que entendamos que cuando empieza a verse en el pecador devoción a la Madre de Dios, es señal cierta de que
dentro de poco vendrá el Señor y la enriquecerá con su gracia. San Buenaventura,
para reavivar la confianza de los pecadores en la protección de María, imagina
un mar tempestuoso en el que los pecadores que han caído de la nave de la
gracia divina, combatidos por las olas de los remordimientos de conciencia y de
los temores de la justicia divina, sin luz ni guía y próximos a desesperarse y
a perecer sin un rayo de esperanza, los anima señalándoles a María llamada la
estrella del mar, y alza su voz para decirles: “Pobres
pecadores que vais perdidos, no os desesperéis; alzad los ojos a esta hermosa
estrella, tomad aliento y confiad, porque ella os salvará de la tempestad y os
conducirá al puerto de salvación”.
Algo
semejante dice san Bernardo: “Si no
quieres verte anegado por la tempestad, mira a la estrella y llama en tu ayuda
a María”. Dice el devoto Blosio
que ella es el supremo recurso de los que han
ofendido a Dios. Ella es el asilo de todos los
tentados por el diablo. Esta madre de misericordia es del todo benigna y
del todo dulce, no sólo con los justos, sino también con los pecadores más
desesperados. Y cuando ve que éstos recurren a ella
y buscan de corazón su ayuda, al instante los socorre, los acoge y les obtiene
de su Hijo el perdón. Ella es incapaz de despreciar a nadie, por indigno
que sea, y por eso no niega a nadie su protección. A
todos consuela, y basta llamarla para que inmediatamente venga en ayuda de
quien la invoca.
María
es llamada plátano: “Me alcé como el plátano” (Ecclo 24, 19), para que
entiendan los pecadores que, como el plátano da cobijo a los caminantes para refrescarse
a su sombra de los rayos del sol, así María, cuando ve encendida contra ellos
la divina justicia, los invita a refugiarse a la sombra de su protección. Reflexiona
san Buenaventura sobre el texto del profeta que en su tiempo se lamentaba
y decía al Señor: “Estás enojado contra nosotros porque hemos pecado; no hay
quien se levante y te detenga” (Is 64, 5); y observa: “Señor, cierto que estás indignado
contra los pecadores y no hay quien pueda aplacarte. Y así era, porque aún no
había nacido María. Antes de María no había quien
pudiera detener el enojo de Dios. Pero ahora, si Dios está irritado contra
cualquier pecador y María se empeña en protegerlo, ella consigue del Hijo que
no lo castigue y lo salva. De modo, prosigue san Buenaventura, que nadie
más a propósito que María para detener con su mano la espada de la justicia
divina para que no caiga sobre el pecador. Dice Ricardo de san Lorenzo, sobre
el mismo asunto, que antes de venir María al mundo se lamentaba de que no
hubiera nadie que le estorbase castigar a los pecadores, pero que habiendo
nacido María, ella lo aplaca.
3. María ansía salvar al pecador
San
Basilio anima así a los pecadores: “No
desconfíes, pecador; recurre en todas tus necesidades a María; llámala en tu
socorro, que la encontrarás siempre preparada a socorrerte, porque es voluntad
de Dios que nos auxilie en todas las necesidades. Esta madre de
misericordia tiene tal deseo de salvar a los pecadores más perdidos, que
ella misma los va buscando para auxiliarlos; y si acuden a ella encuentra
muy bien el modo de hacerlos queridos de Dios”.
Deseando
Isaac comer un plato de venado, le pidió a Esaú que se lo cazara y que luego le
daría su bendición. Queriendo Rebeca que la bendición del patriarca recayera
sobre su otro hijo, Jacob, le dijo: “Anda, hijo mío, al ganado y tráeme dos de
los mejores cabritos, para que yo los guise para tu padre del modo que le
gusta” (Gn 27, 9). Dice san Antonio que Rebeca fue figura de María que
dice a los ángeles: “Traedme pecadores (figurados los cabritillas), que yo los
prepararé de manera (con el dolor y el propósito) que sean agradables y
queridos para mi Señor”. Y el abad Francón, siguiendo la misma metáfora, dice
que María de tal modo adereza a estos cabritillos, que no sólo igualan, sino
que a veces superan el sabor de los venados.
Reveló la
santísima Virgen a santa Brígida que no
hay pecador tan enemigo de Dios que si recurre a ella y la invoca en su ayuda
no vuelva a Dios y recupere su gracia. La misma santa un día oyó a Jesús que decía a su Madre que hasta sería capaz de
obtener la divina gracia para Lucifer si él pudiera humillarse a pedir su ayuda.
Aquel espíritu soberbio jamás será humilde como para implorar la protección de
María, pero si (por un imposible) se abajase a pedírsela, María, con sus plegarias,
tendría la piedad y el poder de obtenerle de Dios el perdón y la salvación. Mas
lo que es imposible que suceda con el demonio, sucede perfectamente con los pecadores
que acuden a esta madre de piedad.
El
arca de Noé fue figura de María, porque así como en ella encuentran refugio
todos los animales, así, bajo el manto de la protección de María, se resguardan
todos los pecadores, que por sus vicios y deshonestidades son semejantes a los
brutos animales. Pero con esta diferencia, dice un autor: que entraron animales
en el arca, y del arca animales salieron. El lobo quedó lobo, y el tigre,
tigre. Pero bajo la protección de María el lobo se convierte en cordero y el
tigre se vuelve paloma. Santa Gertrudis vio a María con el manto
extendido, bajo el cual se refugiaban fieras diversas, como leopardos, osos y
leones; y vio que la Virgen no sólo no los ahuyentaba, sino que, por el
contrario, con su bondadosa mano dulcemente los acogía y los acariciaba. Y comprendió la santa que esas fieras representaban a los
pobres pecadores que recurren a María y que ella los acoge con dulzura y amor.
4. María garantiza nuestra salvación
Mucha
razón tuvo san Bernardo al decirle a la Virgen: “Señora, tú no aborreces a ningún pecador, por sucio y
abominable que parezca; si él te pide socorro, tú no te desdeñas de extender tu
compasiva mano y sacarlo del fondo de la desesperación”. ¡Sea por
siempre bendecido y agradecido nuestro Dios, oh María la más amable, porque te
has hecho tan dulce y bondadosa hasta para con los más miserable pecadores!
¡Desdichado el que no te ama y que pudiendo acudir a ti en ti no confía! Se
pierde el que no acude a María; pero ¿cuándo se perdió jamás quien le pidió
socorro?
Refiere
la Sagrada Escritura que Booz quiso que Ruth pudiera recoger las espigas que
dejaban los segadores (Rt 2, 3). Y explica san Buenaventura: “Ruth halló gracia a los ojos de Booz y María halló la
gracia ante Dios de recoger la espigas, es decir, las almas que se escapaban de
las manos de los segadores para conseguirles el perdón”. Y esos
segadores son los propagadores del Evangelio,
los misioneros, predicadores y confesores que, con sus trabajos, todo el día andan recogiendo y conquistando almas para Dios.
Pero hay almas rebeldes y endurecidas que
quedan en el campo abandonadas. Sólo María puede
salvarlas con su potente intercesión. ¡Pobres las que ni de esta Señora
se dejan recoger! ¡Quedarán perdidas e infelices para siempre! ¡Bienaventurado,
en cambio, el que recurre a esta buena Madre! No hay en el mundo, dice el beato
Blosio, pecador tan perdido y enfangado que sea aborrecido y desechado
por María, porque si éste va a pedirle ayuda, ella sabrá y podrá muy bien
reconciliarlo con el Hijo y conseguirle el perdón.
Con
razón, por tanto, mi Reina dulcísima, te saluda san Juan Damasceno y te
llama esperanza de los desesperados. Con razón san Lorenzo
Justiniano te llama esperanza de los malhechores; san Agustín
única esperanza de los pecadores;
san Efrén, puerto
seguro de los que naufragan, y el mismo santo llega a llamarte hasta protectora de los condenados. Con razón,
finalmente, exhorta san Bernardo a los mismos desesperados a que no se
desesperen, y lleno de ternura hacia su amada Madre le dice: “Señora, ¿quién no tendrá confianza en ti si socorres
hasta a los desesperados? No dudo lo más mínimo en decir que siempre
que acudamos a ti obtendremos lo que queremos. ¡Espere en ti el que desespera!”
Cuenta
san Antonio que estando un hombre en desgracia de Dios le pareció hallarse
de pronto ante el tribunal de Jesucristo; el
demonio lo acusaba y María lo defendía. El enemigo presentó en
contra del reo la voluminosa cuenta de sus pecados, que puestos en la balanza
de la justicia divina pesaban mucho más que todas las buenas obras; pero ¿qué
hizo su magnífica abogada? Extendió su dulce mano, la puso sobre el otro
platillo y lo inclinó a favor de su devoto. Así le hizo comprender que ella le
obtenía el perdón si cambiaba de vida, cosa que, en efecto, realizó aquel
pecador convirtiéndose a una santa vida.
EJEMPLO
Favor
de María hacia un pecador
Refiere
el venerable Juan Herolt, que se llamaba por humildad el Discípulo, que
había un casado en desgracia de Dios. No pudiendo su esposa hacerle desistir del
pecado, le suplicó que al menos, en aquel miserable estado, tuviera para con la
Madre de Dios la atención de que siempre que pasara ante alguna imagen suya la saludara con el Ave María. Y el marido comenzó esa
devoción.
Yendo
una noche aquel malvado a pecar, vio una luz; se fijó y advirtió que era una
lámpara que ardía ante una devota imagen de María con el Niño Jesús en los
brazos. Rezó su Ave María como de costumbre, pero después ¿qué es lo que vio?
Vio al Niño cubierto de llagas que manaban fresca
sangre. Entonces, a la vez aterrado y enternecido, pensando que él con
sus delitos había llagado así a su Redentor, rompió a llorar. Y observó que el Niño le volvía la espalda, por lo que, lleno de
confusión, recurrió a la Virgen santísima, diciéndole: “Madre de misericordia, tu Hijo me rechaza; yo no puedo
encontrar abogada más piadosa y poderosa que tú que eres mi Madre; Reina mía,
ayúdame y ruégale por mí”. La Madre de Dios le respondió desde la
imagen: “Vosotros, pecadores, me llamáis madre
de misericordia, pero luego no dejáis de hacerme madre de miserias renovando la
pasión de mi Hijo y mis dolores”.
Pero
como María no es capaz de dejar desconsolado al que se postra a sus pies, se
volvió a rogar a su Hijo que perdonase a aquel pecador. Jesús seguía reacio a
perdonarle. Y la Virgen, dejando al Niño en la sede, se postró ante él diciendo:
“Hijo mío, mírame a tus pies pidiendo perdón por
este pecador”. Y entonces Jesús le dijo: “Madre, yo no te puedo negar nada. ¿Quieres que le perdone? Yo por tu
amor le perdono; que se acerque y me bese estas llagas”. Se acercó
el pecador llorando copiosamente, y conforme besaba las llagas del Niño éstas
se iban cerrando. Por fin Jesús le dio un abrazo como muestra de perdón. El hombre
cambió de vida, llevando en adelante una vida santa, devotísimo de la Virgen
que le había obtenido gracia tan extraordinaria.
ORACIÓN PARA PARTICIPAR EN
LOS MÉRITOS DE CRISTO
Bendigo, Virgen María, tu
corazón generoso que es la delicia y el descanso de Dios. Corazón lleno de
humildad, de pureza y de amor de Dios. Yo, infeliz pecador, me llego a ti con
el corazón enfangado y llagado. Madre piadosa, no me desprecies por esto, sino
muévete a mayor compasión para ayudarme. No busques en mí, para auxiliarme, ni
virtud ni méritos.
Estoy perdido y sólo
merezco el infierno. Mira sólo, te lo pido, la confianza que pongo en ti y la
voluntad resuelta de enmendarme. Mira lo que Jesús ha hecho y padecido por mí. Te
presento las penas de su vida, el frío de Belén y el viaje a Egipto; la
pobreza, la sangre derramada, los sudores y tristezas, la muerte que ante ti
soportó por amor mío; por amor de Jesús empéñate en salvarme.
No puedo ni quiero temer,
María, que vayas a dejarme; por eso a ti recurro en busca de socorro. Si
temiera, haría injuria a tu misericordia que busca ayudar a los necesitados. No
niegues tu piedad, Señora, a quien Jesús no ha negado su sangre. Mas esos
méritos no se me aplicarían si tú no intercedes por mí ante Dios. De ti espero
mi eterna salvación.
No te pido ni honores ni riquezas; te pido gracia de Dios y amor a tu Hijo; cumplir su santa voluntad, y el paraíso para amarlo eternamente. ¿Será posible que no me ayudes? No, que ya me ayudas como espero; rezas por mí, me otorgas lo que pido y me aceptas bajo tu protección. No me dejes, Madre mía; sigue rezando por mí hasta que me veas salvo a tus plantas en el cielo, bendiciéndote y dándote gracias siempre. Amén.
Capítulo IV
MARÍA, NUESTRO SOCORRO
A ti llamamos los desterrados hijos de Eva
I
María está pronta para ayudar a quien la
invoca
1. María es nuestro socorro
¡Pobres de nosotros que siendo hijos de la infeliz
Eva, y por lo mismo reos ante Dios de la misma culpa, condenados a la misma
pena, andamos agobiados por este valle de lágrimas, lejos de nuestra patria,
llorando afligidos por tantos dolores del cuerpo y del alma! Pero
¡bienaventurado el que, entre tantas miserias, con frecuencia se vuelve hacia
la consoladora del mundo y refugio de miserables, a la excelsa Madre de Dios y devotamente
la llama y le ruega! “Bienaventurado el hombre que me escucha y vigila
constantemente a las puertas de mi casa” (Pr 8, 34). “¡Dichoso
–dice María– el que escucha mis consejos y llama constantemente a las
puertas de mi misericordia, suplicando que interceda por él y lo socorra!”
La
santa Iglesia nos enseña a sus hijos
con cuánta atención y confianza debemos recurrir a
nuestra amorosa protectora, mandando que la honremos con culto muy especial.
Por esto cada año se celebran muchas fiestas en su
honor; un día a la semana está especialmente consagrado a obsequiar a
María; en el Oficio divino, los sacerdotes y religiosos la invocan en
representación de todo el pueblo cristiano; y todos los días a la mañana, al
mediodía y al atardecer los devotos la saludan al toque del Ángelus. En las públicas calamidades
quiere la santa Iglesia que se recurra a la Madre de Dios con novenas,
oraciones, procesiones y visitas a sus santuarios e imágenes.
Esto es lo que pretende María de nosotros, que
siempre la andemos buscando e invocando, no para mendigar de nosotros esos obsequios y honores, que
son bien poca cosa para lo que se merece, sino para que al acrecentarse nuestra confianza y devoción pueda
socorrernos y consolarnos mejor. “Ella busca –dice san Buenaventura–
que se le acerquen sus devotos con
veneración y confianza; a éstos los ama, los nutre y los recibe por hijos”.
2. María está pronta a socorrernos
Dice
el mismo santo que Ruth quiere decir “la que ve y se apresura”, y ella fue
figura de María porque viendo nuestras desgracias se apresura a socorrernos con
toda su misericordia. A lo que se añade lo que dice Novarino: que María,
viendo nuestras miserias, ansiosa y llena de amor y deseo de hacernos bien, se
dispone a socorrernos; y como no es tacaña en derramar las gracias, como madre de misericordia, no se demora en desparramar entre sus hijos los tesoros de su generosidad.
¡Qué pronta está esta buena madre a ayudar a quien la
invoca! Explicando Ricardo de san Lorenzo las palabras de la
Sagrada Escritura: “Tus pechos, como dos gamitos mellizos”, dice que María está
pronta a dar la mística leche de su misericordia al
que la pide, con la celeridad con que van los gamos veloces. Y dice: “A la más leve presión de un Ave María, derrama sobre
quien la invoca oleadas de gracias”. Así que, dice Novarino,
María no corre, sino que vuela en auxilio de
quien la invoca. Ella, dice el mismo autor, al ejercer la
misericordia es semejante a Dios; como el Señor, al instante alivia al que le
pide ayuda, porque es fiel a la promesa con que se ha comprometido: “Pedid y
recibiréis”, así María, en cuanto se siente invocada,
al instante se presenta con su ayuda. Por esto mismo podemos entender quién
es la mujer del Apocalipsis a quien se le dieron las alas del águila grande
para volar al desierto (Ap 12, 14). Ribera entiende que estas alas son el amor
con que María voló a Dios. Pero el beato Amadeo dice a nuestro propósito
que esas alas del águila son la celeridad con que
María, superando la velocidad de los serafines, socorre
siempre a sus hijos.
Por
eso se lee en el Evangelio de San Lucas que cuando María fue a visitar a santa Isabel y a colmar de
gracias a toda aquella familia no anduvo con demoras, sino que, como dice el
Evangelio: “Se levantó María y se marchó con
prontitud a la montaña” (Lc 1,
39). Lo cual no se dice que hiciera a la vuelta. Por eso también se lee que las
manos de María son como torneadas, porque, como dice Ricardo de San Lorenzo,
así como labrar a torno es la manera más fácil y rápida, así María está más pronta que los demás santos a ayudar a sus devotos.
Ella tiene supremos deseos de consolar a todos, y en cuanto se siente invocada,
al instante, con sumo placer, acepta las plegarias y socorre al instante. Con
razón, san Buenaventura llamaba a María “salvación
de los que la invocan”, queriendo decir que para salvarse basta
invocar a esta Madre de Dios. Ella, al decir de San Lorenzo, se manifiesta siempre
pronta a ayudar a quien la llama. Y es que, como dice Bernardino de Busto,
más desea tan excelsa Señora darnos las gracias de lo que nosotros deseamos recibirlas.
3. María nos dispensa su ayuda a pesar de nuestros pecados
Ni la muchedumbre de nuestros pecados debe disminuir nuestra
confianza de ser oídos por
María. Cuando ante ella nos postramos, encontramos a la madre de misericordia, y para la misericordia
sólo hay lugar si encuentra miserias que aliviar. Por lo que como una amorosa
madre no siente repugnancia de curar al hijo leproso, aunque la cura fuera
molesta y nauseabunda, así nuestra maravillosa Madre no nos abandona cuando
recurrimos a ella, por muy grande que sea la podredumbre de nuestros pecados
que ella tiene que curar. Esta idea es de Ricardo de San Lorenzo. Esto mismo
quiso dar a entender María apareciéndose a santa Gertrudis con el manto
extendido para acoger a todos los que a ella acudían. Y vio la santa, a la vez, que todos los ángeles se dedican a defender a
los devotos de María de las tentaciones diabólicas.
Es
tanta la piedad que nos tiene esta buena Madre y tanto el amor que siente, que
no espera nuestras plegarias para socorrernos: “Se
anticipa a quienes la codician, poniéndoseles delante ella misma” (Sb 6, 14). Estas palabras san Anselmo se las aplica a
María y dice que ella se adelanta a ayudar a los que desean su protección. Con
lo cual debemos comprender que ella nos impetra de Dios innumerables gracias
antes de que se las pidamos. Que por eso dice Ricardo de San Víctor que
María, con razón, es asemejada a la luna: “Hermosa
como la luna”, porque no sólo es veloz cual la luna para ayudar a
quien la invoca, sino que además está tan ansiosa de nuestro bien que en
nuestras necesidades se anticipa a nuestras
súplicas y está presta a socorrernos antes que nosotros listos para invocarla.
De esto nace, dice el mismo Ricardo de San Víctor, el estar tan lleno de piedad
el pecho de María que, apenas conoce nuestras miserias, al instante derrama la
mística leche de su misericordia, pues no puede conocer las necesidades de
cualquiera sin acudir al punto a socorrerlo.
Esta
inmensa piedad que tiene María de nuestras miserias, que la impulsa a compadecerse
y aliviarnos aun antes de que la invoquemos,
bien lo dio a entender en las bodas de Caná,
como lo refiere el Evangelio de San Juan en el capítulo segundo. Se dio cuenta
esta piadosa Madre de la confusión y vergüenza de aquellos esposos que estaban
del todo afligidos al ver que faltaba el vino en el banquete; y sin que nadie
se lo pidiera, movida solamente de su gran corazón que no puede ver las
aflicciones de nadie sin compadecerse, fue a pedir a su Hijo, exponiéndole la
necesidad de aquella familia para que los consolara. Y le dijo simplemente: “No
tienen vino”. Después de lo cual el Hijo, para
consolar a aquella buena gente, pero mucho más para contentar el corazón tan
compasivo de su Madre que así lo deseaba, hizo el conocido milagro de
transformar el agua de las ánforas en el mejor de los vinos. Y argumenta Novarino:
“Si María, aunque nadie se lo pida, está tan pronta a adivinar y socorrer
nuestras necesidades, cuánto más lo estará para
socorrer a quien la invoca y suplica que le ayude”.
4. María jamás desoye una invocación
Y
si alguno aún dudase de ser socorrido por María cuando a ella acude, vea cómo
lo reprende Inocencio III: “¿Quién la
invocó y no fue por ella escuchado?” ¿Dónde hay uno que haya buscado la ayuda
de esta Señora y María no lo haya escuchado?
“¿Quién –exclama ahora Eutiques, oh bienaventurada, acudió en demanda de tu omnipotente ayuda y se vio jamás
abandonado? ¡Nadie, jamás!”
¿Quién, oh Virgen la más santa, ha recurrido a tu materno corazón que puede
aliviar a cualquier miserable y salvar al pecador más perdido y se ha visto de
ti abandonado? De verdad que nadie, nunca jamás. Esto no ha sucedido ni nunca
ha de suceder. “Acepto –decía san Bernardo–
que no se hable más de tu misericordia ni se te alabe por ella, oh Virgen
santa, si se encontrara alguno que habiéndote invocado en sus necesidades se
acordara de que no había sido atendido por ti”. Dice el devoto Blosio:
“Antes desaparecerán el cielo y la tierra que
deje María de auxiliar a quien con buena intención suplica su socorro y confía
en ella”.
Añade
san Anselmo para acrecentar nuestra confianza que cuando recurrimos a
esta divina Madre no sólo debemos estar seguros de
su protección, sino de que, a veces, parecerá
que somos más presto oídos y salvados acudiendo a María e invocando su santo
nombre que invocando el nombre de Jesús nuestro Salvador. Y da esta
razón: que a Cristo, como Juez, le corresponde
castigar, y a la Virgen como madre, siempre le corresponde compadecerse.
Quiere decir que encontramos antes la salvación recurriendo a la Madre que al
Hijo, no porque sea María más poderosa que el Hijo para salvarnos, pues bien
sabemos que Jesús es nuestro exclusivo Redentor, quien con sus méritos nos ha
obtenido y él únicamente obtiene la salvación, sino porque recurriendo a Jesús
y considerándolo también como nuestro Juez, a quien corresponde castigar a los
ingratos, nos puede faltar (sin culpa de él) la confianza necesaria para ser
oídos; pero acudiendo a María, que no tiene otra misión más que la de
compadecerse como madre de misericordia y de defendernos como nuestra abogada,
pareciera que nuestra confianza fuera más segura y más grande. “Muchas cosas se piden a Dios y no se obtienen, y muchas
se piden a María y se consiguen porque Dios ha dispuesto honrarla de esta
manera”. Y eso ¿por qué? Y responde Nicéforo que esto sucede
no porque María sea más poderosa que Dios, sino porque Dios ha decretado que así tiene que ser honrada su Madre.
Qué
dulce promesa le hizo el Señor a santa Brígida.
Se lee en el libro primero de sus Revelaciones, capítulo 50, que un día oyó la santa que hablando Jesús con su Madre le
decía: “Madre querida, pídeme lo que quieras
que nada te negaré; y bien sabes
que a todos los que me buscan por amor a ti, aunque sean pecadores, con tal que
deseen enmendarse, yo prometo escucharlos”. Lo mismo fue revelado a santa Gertrudis cuando oyó que nuestro Redentor decía a María que él, con su
omnipotencia, le había concedido tener misericordia con los pecadores que la
invocaban y tenía licencia para usar de esa
misericordia como le pareciere. Que todos los que invoquen a María con
total confianza, como a madre de misericordia, le hablen como san Agustín:
“Acuérdate, oh piadosísima Mará, que jamás se ha
oído decir que nadie de los que han implorado tu protección se haya visto por
ti abandonado”. Y por eso perdóname si te digo que no quiero ser
este primer desgraciado que recurriendo a ti se vaya a ver abandonado.
EJEMPLO: María socorre a san Francisco de Sales
Muy
bien experimentó la fuerza de esta oración san Francisco de Sales, como se
narra en su vida. Tenía el santo unos diecisiete años y se encontraba en París
dedicado al estudio y entregado al santo amor de Dios, disfrutando de dulces delicias
de cielo. Mas el Señor, para probarlo y estrecharlo más a su amor, permitió que el demonio le obsesionase con la tentación de
que todo lo que hacía era perdido porque en los divinos decretos estaba
reprobado. La oscuridad y aridez en que Dios quiso dejarlo al mismo tiempo,
porque se encontraba insensible a los pensamientos más dulces sobre la divina
bondad, hicieron que la tentación tomara más fuerza para afligir el corazón del
santo joven, hasta el punto de que por esos temores y desolaciones perdió el
apetito, el sueño, el color y la alegría, de modo que daba lástima a todos los
que lo veían.
Mientras
duraba aquella terrible tempestad, el santo joven no sabía concebir otros
pensamientos ni proferir otras palabras que no fueran de desconfianza y de dolor.
“¿Con que –decía– estaré privado de la gracia de Dios, que en lo pasado se me
ha mostrado tan amante y suave? ¡Oh amor, oh belleza a quien he consagrado todos
mis afectos! ¿Ya no gozaré más de tus consolaciones? ¡Oh Virgen Madre de Dios,
la más hermosa de todas las hijas de Jerusalén! ¿Es que no te he de ver en el paraíso?
Ah Señor, ¿es que no he de ver tu rostro? Al menos no permitas que yo vaya a
blasfemar y maldecirte en el infierno”. Estos eran los tiernos sentimientos de aquel
corazón afligido y enamorado de Dios y de la Virgen.
La
tentación duró un mes, pero al fin el Señor se dignó librarlo por medio de María
santísima, la consoladora del mundo, a la que el
santo había consagrado su virginidad y en la que afirmaba tener puesta
toda su confianza.
Entre
tanto, una tarde, yendo hacia casa, vio una
tablilla pegada al muro. La leyó, y era la siguiente oración: “Acordaos, piadosísima María, que jamás se ha oído decir
que ninguno de los que han acudido a ti se haya visto por ti desamparado”.
Postrado junto al altar de la Madre de Dios rezó con afecto aquella oración, le
renovó su voto de castidad y prometió rezarle todos
los días un rosario. Y luego añadió: “Reina
mía, sé mi abogada ante tu divino Hijo, al que no me atrevo a recurrir. Madre
mía, si yo, infeliz, en la otra vida no puedo amar a mi Señor que es tan digno
de ser amado, al menos consígueme que te ame en este mundo inmensamente. Esta
es la gracia que te pido y de ti la espero”. Así rezó a la Virgen y se
abandonó por completo en brazos de la divina misericordia, resignado completamente
a la voluntad de Dios. Pero apenas había concluido su oración, en un instante
la Virgen le libró de la tentación. Recuperó del todo la paz del alma y la salud
corporal y siguió viviendo devotísimo de María, cuyas alabanzas y misericordias
no cesó de anunciar en predicaciones y libros toda la vida.
ORACIÓN EN DEMANDA DEL
SOCORRO DE MARÍA
¡Madre de Dios y reina de
los ángeles! ¡Esperanza de los hombres! ¡Mira al que te llama y a ti recurre! Me postro ante ti, yo, pobre esclavo, me
consagro por tu siervo para siempre y me ofrezco a servirte y honrarte cuanto
pueda, toda la vida.
Poco puede honrarte un
esclavo tan ruin y rebelde que tanto ha ofendido a mi Dios y Redentor. Pero si
me aceptas, aunque sin merecerlo, y con tu intercesión me haces digno, tu misma
misericordia me hará santo y te daré el honor que yo solo no puedo. Acéptame y
no me rechaces, Madre mía.
Estas ovejas perdidas vino
a rescatar el Verbo eterno, y por salvarlas se hizo Hijo tuyo. ¿Despreciarás a
esta oveja extraviada que a ti recurre para encontrar a Jesús? Ya está
entregado el rescate que me salva; mi Salvador ya derramó su sangre preciosa, la
que basta para salvar mil mundos.
Basta que esa sangre se me
aplique, y esto en tus manos está, Virgen bendita. En tus manos está salvar al
que quieres. Ayúdame, mi reina, y sálvame. En ti confío, a tu intercesión me
entrego. Salud de los que te invocan, sálvame.
II
María tiene poder para defender a los
que la invocan en las tentaciones
del demonio
1. María vence al mal
No
sólo María santísima es Reina del cielo y de los
santos, sino que también ella tiene imperio
sobre el infierno y los demonios por
haberlos derrotado valientemente con su poder. Ya desde el principio de la
Humanidad, Dios predijo a la serpiente infernal la victoria y el dominio que
había de ejercer sobre él nuestra reina al anunciar que vendría al mundo una
mujer que lo vencería: “Pondré enemistades entre ti
y la mujer... Ella quebrantará tu cabeza” (Gn 3, 15). ¿Y quién fue esta
mujer su enemiga sino María, que con su preciosa humildad y vida santísima
siempre venció y abatió su poder? “En aquella mujer fue prometida la Madre de
nuestro Señor Jesucristo”, dice san Cipriano. Y por eso argumenta que Dios
no dijo “pongo”, sino “pondré”, para que no se pensara que se refería a Eva. Dice
pondré enemistad entre ti y la mujer para demostrar que esta triunfadora de Satán
no era la Eva allí presente, sino que debía de ser otra mujer hija suya
que había de proporcionar a nuestros primeros padres mayor bien, dice san Vicente
Ferrer, que aquellos de que nos habían privado al cometer el pecado
original. María es, pues, esa mujer grandiosa y fuerte que ha vencido al
demonio y le ha aplastado la cabeza abatiendo su soberbia, como lo dijo Dios:
“Ella quebrantará tu cabeza”.
Cuestionan
algunos si estas palabras se refieren a María o a Jesucristo, porque los Setenta
traducen: “Él quebrantará tu cabeza...” Pero en cualquier caso, sea el Hijo por
medio de la Madre o la Madre por virtud del Hijo, han desbaratado a Lucifer y,
con gran despecho suyo, ha quedado aplastado y abatido por esta Virgen bendita,
como dice san Bernardo. Por lo cual vencido en la batalla, como esclavo, se ve forzado a obedecer las órdenes de
esta reina. “Bajo los pies de María,
aplastado y triturado, sufre absoluta servidumbre”. Dice san Bruno
que Eva, al dejarse vencer de la serpiente nos acarreó tinieblas y muerte; pero
la santísima Virgen, venciendo al demonio nos trajo la luz y la vida. Y lo
amarró de modo que el enemigo no puede ni moverse ni hacer el menor mal a sus
devotos.
2. María nos libra del maligno
Hermosa
es la explicación que da Ricardo de San Lorenzo de aquellas palabras de los
Proverbios: “En ella confía el corazón de su marido que no tendrá necesidad de
botín” (Pr 31, 11), y dice: “Confía en ella el corazón de su esposo, es decir,
Cristo; y es que ella enriquece a su esposo con
los despojos que le quita al diablo”. “Dios ha confiado a María el
corazón de Jesús a fin de que ella corra con el cuidado de hacerlo amar de los
hombres”. Así lo explica Cornelio a Lápide. Y de ese modo no le faltarán
despojos, es decir, almas
rescatadas que ella le consigue despojando al infierno, salvándolas de los
demonios con su potente ayuda.
Ya
se sabe que la palma es señal de la victoria; por eso nuestra reina está colocada
en excelso trono a vista de todas las potestades
como palma signo de victoria segura, que es lo que se pueden prometer todos los que se colocan bajo su amparo.
“Extendí mis ramos como palma de Cadés” (Ecclo 24, 18), es decir, para defender,
como añade san Alberto Magno. Hijos,
parece decirnos María, cuando os asalta el enemigo recurrid a mí, miradme y
confiad, porque en mí que os defiendo veréis también lograda nuestra victoria”.
Y es que recurrir a María es el medio segurísimo
para vencer todas las asechanzas del infierno, porque ella, dice san
Bernardino de Siena, tiene señorío sobre
los demonios y el infierno, a quienes domeña y abate. Que por eso
María es llamada terrible contra las potestades infernales como ejército bien
disciplinado. “Terribles como ejército en orden de batalla” (Ct 6, 3), porque
sabe combinar muy bien su poder, su misericordia y sus plegarias para confundir
a sus enemigos y en beneficio de sus devotos, que en las tentaciones invocan su
potente socorro.
“Y,
como la vida, di frutos de suave aroma” (Ecclo 24, 23). “Yo, como la vid –le
hace decir el Espíritu Santo–, he dado frutos de suave fragancia”. “Dicen –explica
san Bernardo referente a este pasaje– que al florecer las viñas se ahuyentan
los reptiles venenosos”. Así también tienen que huir los demonios de las almas
afortunadas que tienen aromas de la devoción de María. También por esto María
es llamada “cedro”. “Como cedro ha sido exaltada en el Líbano” (Ecclo 24, 17).
No sólo porque así como el cedro es incorruptible, así María no sufrió la corrupción
del pecado, sino también porque, como dice el cardenal Hugo a este respecto,
como el cedro con su penetrante olor ahuyenta a las serpientes, así María con
su santidad pone en fuga a los demonios.
3. María nos asegura la victoria
En
Israel, por medio del arca se ganaban las batallas. Así vencía Moisés a sus
enemigos. “Al tiempo de elevar el arca decía Moisés: Levántate, Señor, y que sean
dispersados tus enemigos” (Nm 10, 35). Así fue conquistada Jericó, así fueron derrotados
los filisteos. “Allí estaba el arca de Dios” (1R 14, 18). Ya es sabido que el arca fue figura de María. “El arca que contenía el
maná, o sea, Cristo, es la santísima Virgen que consigue la victoria sobre los
malvados y los demonios”. Y como en el arca se encontraba el maná, así en María
se encuentra Jesús, del que igualmente fue figura el maná, por medio de esta
arca se obtiene la victoria sobre los enemigos de la tierra y del infierno. Por
eso dice san Bernardino de Siena que cuando María, arca del Nuevo Testamento,
fue elevada a ser reina del cielo, quedó muy débil y abatido el poderío del
demonio sobre los hombres.
“¡Cómo tiemblan ante María y su nombre poderosísimo los
demonios en el infierno!”, exclama san Buenaventura. El santo
compara a estos enemigos con aquellos de los que habla Job: “Fuerzan de noche
las casas... y si los sorprende la aurora la ven como las sombras de la muerte”
(Jb 24, 16). Los ladrones van a robar las casas de noche; pero si en eso les
sorprende la aurora, huyen como si se les apareciera la sombra de la muerte. Lo
mismo, dice san Buenaventura, sucede cuando los demonios entran en un alma si
ésta se encuentra espiritualmente a oscuras. Pero en cuanto
al alma le viene la gracia y la misericordia de María, esta hermosa
aurora disipa las tinieblas y pone en huida a los
enemigos infernales como se huye de la muerte. ¡Bienaventurado el que
siempre, en las batallas contra el infierno, invoca el hermosísimo nombre de
María!
Dios reveló a santa Brígida que ha concedido tan gran poder a María para vencer
a los demonios, que cuantas veces asaltan a un devoto de la Virgen que pide su
ayuda, a la menor señal suya huyen despavoridos, prefiriendo que se les multipliquen
los tormentos del infierno a verse dominados por el poder de María.
“Como
lirio entre espinas, así es mi amiga entre las vírgenes” (Ct 2, 2). Comentando
estas palabras en que el esposo divino alaba a su amada esposa cuando la
compara con la azucena entre espinas, que así es su amada entre todas, reflexiona
Cornelio a Lápide y dice: “Así como la azucena
es remedio contra las serpientes y sus venenos, así invocar a María es
remedio especialísimo para vencer todas las tentaciones, sobre todo
las de impureza, como lo comprueban quienes lo practican.
Decía
san Juan Damasceno: “Oh Madre de Dios,
teniendo una confianza invencible en ti, me salvaré. Perseguiré a mis enemigos
teniendo por escudo tu protección y tu omnipotente auxilio”.
Lo mismo puede decir cada uno de nosotros que gozamos la dicha de ser los
siervos de esta gran reina: Oh Madre de Dios, si espero en ti jamás seré
vencido, porque defendido por ti perseguiré a mis enemigos, y oponiéndoles como
escudo tu
protección y tu auxilio omnipotente, los venceré. El monje Jacobo,
doctor entre los padres griegos, hablando de María con el Señor, así le dice: “Tú, Señor mío, me has dado esta Madre como un arma
potentísima para vencer infaliblemente a todos mis enemigos”.
Se
lee en el Antiguo Testamento que el Señor, desde Egipto hasta la tierra de
promisión, guiaba a su pueblo durante el día con una nube en forma de columna, y
por la noche con una columna de fuego (Ex 13, 21). En esta nube en forma de columna
y en esta columna en forma de fuego, dice Ricardo de San Lorenzo, está figurada
María y sus dos oficios que ejercita constantemente para nuestro bien; como nube nos protege de los ardores de la divina
justicia, y como fuego nos protege de los demonios. Es ella como columna
de fuego, afirma el santo, porque como la cera se derrite ante el fuego, así
los demonios pierden sus fuerzas ante el alma que con frecuencia se encomienda
a María y trata devotamente de imitarla.
4. María es nombre de victoria contra el mal
“¡Cómo
tiemblan los demonios –afirma san Bernardo– con sólo oír el nombre de
María!” “Al nombre de María se dobla toda
rodilla. Y los demonios no sólo temen, sino que al oír esta voz se estremecen
de terror”. “Así como los hombres –dice Tomás de Kempis– caen
por tierra espantados cuando oyen el estampido de un trueno cercano, así caen
derribados los demonios cuando oyen que se nombra a María”. ¡Qué maravillosas victorias han obtenido sobre sus enemigos
los devotos de María con sólo invocar su nombre! Así lo venció san
Antonio de Padua; así el beato Enrique Susón; así tantos otros
amantes de María. Refieren las relaciones de las misiones del Japón que a un
cristiano se le presentaron muchos demonios en forma de animales feroces para
amenazarlo y espantarlo, pero él les dijo: “No tengo armas con qué asustaros;
si lo permite el Altísimo, haced de mí lo que os plazca. Pero, eso sí, tengo en mi defensa los dulcísimos nombres de Jesús y
de María”. Apenas dijo esto cuando a la voz de estos nombres
tremendos se abrió la tierra y se tragó a los espíritus soberbios. San Anselmo
asegura con su experiencia haber visto y conocido a
muchos que al nombrar a María se habían visto libres de los peligros.
“Glorioso
y admirable es tu nombre, ¡oh María! –exclama san Buenaventura–. Los que
lo pronuncian en la hora de la muerte no temen,
pues los demonios, al oírlo, al punto dejan tranquila el alma”. Muy
glorioso y admirable es tu nombre, oh María;
los que se acuerdan de pronunciarlo en la
hora de la muerte no tienen ningún miedo al infierno, porque los
demonios, en cuanto oyen que se nombra a María, al instante dejan en paz a esa
alma. Y añade el santo que no temen tanto en la tierra los enemigos a un
gran ejército bien armado, como las potestades del infierno al nombre de María
y a su protección. “Tú, Señora –dice san Germán–,
con la sola invocación de tu nombre potentísimo aseguras a tus siervos
contra todos los asaltos del enemigo.
5. María ayuda a superar toda tentación
¡Ah!
Si las criaturas tuvieran cuidado de invocar el nombre de María con toda
confianza, en las tentaciones, ciertamente, nunca caerían. Sí, porque como dice
el beato Alano, al oír este sublime nombre huye el demonio y se
estremece el infierno. “Satán huye y tiembla l
infierno cuando digo: Ave María”. También reveló la misma reina a
santa Brígida que hasta de los pecadores más perdidos y más alejados de
Dios y más poseídos del demonio huye enseguida el enemigo en cuanto sienten que
ellos invocan en su ayuda con verdadera voluntad de enmendarse el poderosísimo
nombre de ella. Pero añadió la Virgen que los demonios, si el alma no se enmienda y no arroja de sí el pecado con la
contrición, pronto retornan y siguen poseyéndola.
EJEMPLO: María asiste a un devoto suyo
En
Reischersperg vivía Arnoldo, canónigo regular muy devoto de la santísima
Virgen. Estando para morir recibió los santos sacramentos y rogó a los religiosos
que no le abandonasen en aquel trance. Apenas había dicho esto, a la vista de
todos comenzó a temblar, se turbó su mirada y se cubrió de frío sudor, comenzando
a decir con voz entrecortada: “¿No veis esos
demonios que me quieren arrastrar a los infiernos?” Y después gritó: “Hermanos,
invocad para mí la ayuda de María; en ella confío que me dará la victoria”.
Al oír esto empezaron a rezar las letanías de la Virgen, al decir: Santa María,
ruega por él, dijo el moribundo: “Repetid, repetid el nombre de María, que siento como si estuviera ante el tribunal de Dios”.
Calló un breve tiempo y luego exclamó: “Es
cierto que lo hice, pero luego también hice penitencia”. Y
volviéndose a la Virgen le suplicó: “Oh María, yo me salvaré si tú me ayudas”.
Enseguida
los demonios le dieron un nuevo asalto, pero él se defendía haciendo la señal
de la cruz con un crucifijo e invocando a María. Así pasó toda aquella noche.
Por fin, llegada la mañana, ya del todo sereno, Arnoldo exclamó: “María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el
perdón y la salvación”. Y mirando a la Virgen que lo invitaba a
seguirlo, le dijo: “Ya voy, Señora, ya voy”.
Y haciendo un esfuerzo para incorporarse, no pudiendo seguirla con el cuerpo, suspirando
dulcemente la siguió con el alma, como esperamos a la gloria bienaventurada.
ORACIÓN ANTE EL PELIGRO
María, esperanza mía, mira
a tus pies a un pobre pecador tantas veces por mi culpa esclavo del mal. Reconozco
que me dejé vencer del enemigo por no acudir a ti, refugio mío. Si a ti hubiera
siempre recurrido y siempre te hubiera invocado, jamás hubiera caído.
Espero, Señora y Madre, haber
salido por tu medio del mal y que Dios me habrá perdonado. Pero temo caer de
nuevo en sus cadenas. Sé que mis enemigos desean perderme y me preparan nuevos
asaltos y tentaciones. Ayúdame tú, mi reina y mi refugio. Tenme bajo tu
protección; no consientas que de nuevo me vea esclavo del pecado.
Sé que siempre que te
invoque me ayudarás a salir victorioso. Virgen santísima, que siempre de ti me
acuerde, sobre todo al encontrarme en la batalla; haz que no deje de invocarte diciendo:
“María, ayúdame; ayúdame, María”.
Y cuando llegue la hora de
mi muerte, reina mía, asísteme entonces como nunca; haz tú misma que me acuerde
de invocarte con la boca y el corazón con más frecuencia para que, expirando con
tu dulce nombre en los labios y el de tu Hijo Jesús, pueda ir a bendeciros y
alabaros para no separarme de vosotros por toda la eternidad en el paraíso.
Amén.
Capítulo V
MARÍA, NUESTRA MEDIADORA
A ti suspiramos gimiendo y llorando en
este valle de lágrimas
I
Necesidad que tenemos de la intercesión
de María para salvarnos
1. María intercede por nosotros
El
invocar y rezar a los santos, y especialmente a la reina de todos los santos,
María santísima, a fin de obtener la gracia de Dios es no sólo lícito, sino
útil y santo, y es verdad de fe definida por los Concilios contra los herejes
que la condenan como cosa injuriosa para Jesucristo que es nuestro único
mediador. Pero si un Jeremías ruega después de su muerte por Jerusalén (2M 15,
14); si los ancianos del Apocalipsis presentan a Dios las oraciones de los
santos; si san Pedro promete a sus discípulos acordarse de ellos después de su
muerte; si san Esteban ruega por sus perseguidores; si san Pablo ruega por sus
compañeros; si, en suma, pueden los santos rogar
por nosotros, ¿por qué no vamos a poder nosotros implorar a los santos para que
intercedan en nuestro favor?
Que
Jesucristo sea nuestro único mediador con toda justicia porque con sus méritos
nos ha obtenido la reconciliación con Dios, ¿quién lo niega? Mas, por otra parte,
es una impiedad negar que Dios se complace en
conceder las gracias por la intercesión de los santos y especialmente de María,
su Madre santísima, que Jesús tanto desea verla amada y honrada por nosotros.
Es sabido que el honor entregado a la madre redunda en honor del hijo. “Gloria
de los hijos son sus padres” (Pr 17, 6). Por eso dice san Bernardo: “No hay duda de que todo lo que cede en honra de la madre,
al hijo pertenece”. No oscurece la gloria del hijo el que alaba a la
madre, porque cuanto más se alaba a la madre, más
se honra al hijo. Y san Ildefonso dice que todo el honor que se
rinde a la reina madre se tributa al hijo rey. Nadie duda de que por los
méritos de Jesucristo se ha concedido a María toda la autoridad para ser la
mediadora de nuestra salvación; no es nuestra Señora mediadora por estricta justicia,
sino por gracia de Dios, intercediendo, como lo dice san Buenaventura: “María
es la fidelísima intercesora de nuestra salvación”. Y san Lorenzo Justiniano:
“¿Cómo no va a estar llena de gracia la que es
escala del paraíso, puerta del cielo y con toda verdad mediadora entre Dios y
los hombres?”
Por
eso nos advierte muy bien san Anselmo que cuando rezamos a la santísima
Virgen para obtener las gracias no es que desconfiemos de la divina misericordia,
sino que, ante todo, desconfiamos de nuestra propia
indignidad, y nos encomendamos a María para que con su dignidad supla
nuestra miseria.
2. María y la devoción a ella nos son imprescindibles
Que
recurrir a María sea cosa utilísima y santa no pueden dudarlo sino los que no
tienen fe. Pero lo que quiero probar es que la
intercesión de María es necesaria para nuestra salvación; necesaria, no
absolutamente, sino moralmente, para hablar
con propiedad. Y digo yo que esta necesidad brota de la misma voluntad de Dios, que quiere que todas las gracias que nos dispensa pasen
por las manos de María, como lo dice san Bernardo y es
sentencia común entre teólogos y doctores, como lo dice el autor de El reino
de María. Esta sentencia la sostienen Vega, Mendoza Paciuchelli, Séñeri,
Poiré, Crasset e innumerables autores. El P. Natal Alejandro, autor por
cierto muy mirado en las proposiciones que sostiene, dice ser voluntad de Dios
que todas las gracias las debemos esperar por medio de María. “El cual –son sus palabras– quiere que todos los bienes
los esperemos de él, pero pidiendo la poderosísima intercesión de la Virgen
madre cuando la invocamos como se debe”. Y cita para confirmarlo el
célebre dicho de san Bernardo: “Esta es su voluntad, que todo lo
obtengamos por María”. Lo mismo siente el P. Contenson, quien explicando
las palabras de Jesús en la cruz a san Juan: “He aquí a tu madre”, añade: “Como
si dijera: nadie participará de mi sangre si no es por la intercesión de mi
Madre. Las llagas son fuentes de gracias, pero a nadie llegarán sus raudales
sino encauzados por María. Juan, discípulo mío,
tanto más serás amado por mí cuanto más la ames”.
Esta
proposición de que cuantos bienes nos llegan del Señor nos llegan por medio de
María no agrada a cierto autor, el cual, por lo demás, aunque habla con no poca
piedad y doctrina de la verdadera y falsa devoción, sin embargo, al hablar de
la devoción hacia la Madre de Dios se muestra muy tacaño en reconocerle esta
gloria, que no han tenido inconveniente en proclamar san Germán, san Juan
Damasceno, san Anselmo, san Buenaventura, san Antonino, san Bernardino de
Siena, el venerable abad de Celles y tantos otros doctores que no han tenido
dificultad en afirmar que, por lo dicho, la intercesión de María no es sólo
útil, sino necesaria. Dice el mencionado autor que semejante proposición de que
Dios no concede ninguna gracia sino por medio de María es una hipérbole salida
de la boca de algunos santos por un fervor exagerado, los cuales, hablando con
propiedad, sólo querían decir que habiendo recibido por María a Jesucristo, por
sus méritos recibimos todas las gracias. De otro modo, dice, sería un error
creer que Dios no puede conceder las gracias sin la intercesión de María, ya
que el Apóstol dice que no tenemos más que un solo Dios y un mediador entre
Dios y los hombres, Jesucristo (1Tm 2, 3). Hasta aquí lo que dice ese autor.
Pero,
con su permiso, le responderé con la misma doctrina que enseña en su libro: que
una es la mediación por estricta justicia y otra la
mediación de gracia por vía de intercesión. Es
muy distinto decir que Dios no pueda, a decir que Dios no quiera conceder
las gracias sin la intercesión de María. Con mucho gusto confieso que Dios es
el manantial de todo bien y Señor absoluto de todas las gracias, y que María es
una criatura que todo lo que tiene lo ha recibido por gracia de Dios. Pero ¿quién
puede negar que es sumamente razonable y conveniente afirmar que Dios, para
exaltar a esta maravillosa criatura que lo ha honrado y amado más que todas las
demás juntas, y que el Señor, habiendo elegido a María por Madre de su Hijo y redentor
de todos, quiere que todas las gracias que se han de conceder a los redimidos
pasen y se distribuyan por las manos de María? Confieso que Jesucristo es el
único mediador de justicia con todo derecho, que con sus méritos nos mereció la
gracia y la salvación; pero afirmo que María es mediadora por gracia y que si
todo lo que obtiene es por los méritos de Jesucristo, porque lo pide en nombre
de él, es que las gracias que obtenemos todas las conseguimos por su
intercesión.
Nada
hay en esto que sea opuesto a los dogmas sagrados, sino que, por el contrario,
todo ello es conforme al sentir de la Iglesia, que en las oraciones que
ella aprueba nos enseña a recurrir constantemente a
esta Madre de Dios y a llamarla: Salud de los enfermos, refugio de pecadores,
auxilio de los cristianos, vida y esperanza nuestra. La misma santa
Iglesia en el Oficio de las festividades de María, aplicándole palabras del
libro de la sagrada Escritura, nos da a entender que por ella nos colma Dios de
esperanza: “En mí está toda esperanza de vida y de virtud” (Ecclo 24, 25). Por
María encontraremos la vida y la salvación eterna: “El que me encuentre,
encontrará la vida y alcanzará del Señor la salvación” (Pr 8, 35). Y en otro
lugar: “Los que se guían por mí, no pecarán; los que me esclarecen, tendrán la vida
eterna” (Ecclo 24, 30-31); cosas todas que expresan la necesidad que tenemos de
la intercesión de María.
3. María en el sentir de los doctores
Este
es el sentir en que se afirman tantos santos padres y teólogos, de los cuales
no es justo decir, como lo hace el autor nombrado, que para exaltar a María ha
usado de hipérbole, o sea, exageraciones excesivas. Exagerar y proferir hipérboles
es exceder los límites de la verdad, lo cual no se puede decir de los santos,
que, por serlo, han hablado guiados por el Espíritu de Dios que es el Espíritu de
la Verdad. Y séame permitido hacer una breve digresión para expresar mi propio
sentir: cuando una sentencia es de alguna manera
honrosa para la Virgen santísima, tiene algún fundamento y no es contraria ni a
la fe ni a los decretos de la Iglesia ni a la verdad, no mantenerla o
contradecirla porque la sentencia contraria también puede ser verdadera, denota
poca devoción a la Madre de Dios. No quiero yo pertenecer al número de
estos devotos tibios, ni querría que de ellos fueran mis lectores. Seamos más
bien del número de los que creen plenamente y con toda firmeza todo lo que redunda
en gloria de María, porque como dice el abad Ruperto, entre
los obsequios más grandes que podemos hacer a esta Madre está el de creer
firmemente sus grandezas.
Y
aunque no hubiera habido otra razón, basta para quitar el temor de excederse en
las alabanzas de María lo que dice san Agustín, que por mucho que alabemos a María todo será poco para lo que
ella se merece debido a su dignidad de Madre de Dios. Añádase la
autoridad de la santa Iglesia que nos hace rezar en la misa de la Virgen:
“Feliz eres, sagrada Virgen María, y dignísima de toda alabanza”.
Pero
volvamos a nuestro propósito y veamos lo que dicen los santos de nuestra
sentencia. San Bernardo afirma que Dios ha colmado a María con todas las
gracias para que los hombres, por medio de María, como por un canal reciban
todos los bienes. Y el santo hace la reflexión de que en el mundo, antes de que
naciera la santísima Virgen, no había para todos los hombres esta corriente de
gracia porque no existía este anhelado acueducto. Pero que para esto ha sido
dada María al mundo, para que por este canal llegasen de continuo las gracias a
nosotros.
Como
Olofernes, para rendir la ciudad de Betulia, ordenó cortar el acueducto, así el
demonio procura como puede hacer que el alma pierda
la devoción a la Madre de Dios, porque una vez cegado
este canal de la gracia, más fácilmente la conquistará. “Considera –dice
san Bernardo– con qué afecto y devoción quiere el Señor que recurramos
siempre a esta nuestra reina María con plena confianza en su protección, porque
en ella ha colocado la plenitud de todo bien a fin de que en ella y por ella
tengamos plena confianza y reconozcamos que todos los bienes de Dios nos vienen
por mano de María. Lo mismo dice san Antonino: “Por
ella viene del cielo cuanto de gracia llega al mundo”. Todas las misericordias
que se dispensa a los hombres, todas vienen por mano de María.
4. María es como la luna y la puerta del cielo
Por
eso es llamada luna; porque, como dice san Buenaventura,
como la luna está intermedia entre la tierra y los
cuerpos celestes, y lo que de ellos recibe lo difunde a la tierra, así
la Virgen es reina colocada entre Dios y nosotros,
y ella nos difunde la gracia”. Como la luna está entre la tierra y el
sol, y todo lo que de él recibe ella lo refleja en la tierra, así María recibe
los influjos celestiales de la gracia del sol divino para transmitirlos a los
que vivimos en la tierra.
Por
eso también es llamada por la Iglesia puerta del
cielo: “¡Feliz puerta del cielo!”, porque, como reflexiona el mismo san Bernardo,
así como todo rescripto de gracia mandado por el
rey pasa por la puerta de su palacio, así ninguna gracia llega del cielo a la
tierra si no pasa por las manos de María”. Dice además san Buenaventura
que María se llama puerta del cielo porque ninguno
puede entrar en el cielo si no pasa por María que es como la puerta.
En
igual sentido se afirma san Jerónimo o, como dicen otros, un antiguo escritor,
autor del sermón sobre la Asunción, y que anda entre las obras de san Jerónimo.
Dice que en Jesucristo está la plenitud de la
gracia como en la cabeza desde la cual luego se difunde hacia los miembros, que
somos nosotros, todas las sustancias vitales, es decir, las ayudas divinas PARA
conseguir la eterna salvación. Y en María está la misma plenitud
como en el cuello por el que esas sustancias vitales pasan a los miembros. “En
Cristo está la plenitud de la gracia como en la cabeza que influye; en María, como en el cuello que trasfunde”.
Lo mismo viene confirmado por san Bernardino de Siena, quien más
claramente explicó este pensamiento diciendo que por
medio de María se transmiten a los fieles, que son el cuerpo místico de
Jesucristo, todas las gracias de la vida espiritual que descienden a ella de
Cristo nuestra cabeza.
5. María, tesorera de las gracias, nos dio a Jesús
San
Buenaventura asigna la razón de esto al decir: “Desde que estuvo en el seno de la Virgen toda la naturaleza divina,
me atrevo a decir que esta Virgen adquirió como cierta
jurisdicción en la efusión de todas las gracias, habiendo emanado de su seno,
como de un océano de la divinidad, los ríos de todas las gracias”. Lo
mismo, con palabras más claras, viene a decir san Bernardino de Siena: “Desde
el momento en que la Virgen Madre concibió en su seno al Verbo de Dios, adquirió,
por así decirlo, cierta jurisdicción sobre todos los dones del Espíritu Santo, de
manera que ninguna criatura ha obtenido ni
obtendrá ninguna gracia de Dios, sino conforme a la piadosa distribución que
haga tal Madre”.
Ricardo
de San Víctor dice de
modo semejante que cuando Dios quiere favorecer a alguna de sus criaturas,
quiere que todo pase por las manos de María. Por lo cual el venerable abad
de Celles exhorta a cada uno a recurrir a
esta tesorera de todas las
gracias como él la llama, porque sólo por su medio el mundo y los hombres
han de recibir todo el bien que pueden esperar.
Por
lo que se ve claramente que esos santos y escritores, al decir que todas las
gracias nos viene por medio de María, no han tenido intención de decir solamente
que esto sucede porque de María hemos recibido a
Jesucristo, como dice el autor antes nombrado, sino que también aseguran
que Dios, después de habernos dado a Jesucristo,
quiere que de ahí en adelante se dispensen, se han dispensado y se
dispensarán a los hombres hasta el fin de los tiempos; todas absolutamente se
dispensarán por las manos y por la intercesión de María.
Así
que, concluye Suárez, es el sentir
universal de la Iglesia que la intercesión de María sea no solamente
útil para nosotros, sino del todo necesaria. Necesaria, no de
necesidad absoluta, porque sólo la mediación de
Jesucristo es absolutamente necesaria, pero sí por necesidad
moral, porque siente la Iglesia, como dice san Bernardo, que Dios ha
determinado que toda gracia se nos otorgue por manos de María: “No quiso Dios
que tengamos nada que no pase por las manos de María”. Y antes que san Bernardo
ya lo afirmó san Ildefonso diciéndole a la Virgen: “Oh María, el Señor
ha decretado encomendar a tus manos todos los bienes que ha dispuesto otorgar a
los hombres, y por eso a ti te ha confiado todos los tesoros y riquezas de la
gracia”. Por lo mismo san Pedro Damiano dice que Dios no quiso hacerse
hombre sin el consentimiento de María; lo primero, para que todos le quedáramos
sumamente agradecidos; lo segundo, para que comprendamos que el querer de esta
Virgen se ha confiado la salvación de todos.
San
Buenaventura, considerando las palabras de Isaías: “Saldrá un renuevo del
tronco de Jesús y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el
espíritu del Señor” (Is 11, 1-2). Dice estas hermosas palabras: “El que desea conseguir la gracia del Espíritu Santo,
busque la flor en la vara. Por la vara, a la flor, y por la flor llegue a Dios”.
El que desea adquirir la gracia del Espíritu Santo, que busque la flor en la
vara, es decir, a Jesús en María, ya
que por la vara llegamos a la flor y por la flor encontramos a Dios. Y añade
más adelante: “Si quieres conseguir esa flor, inclina
con las plegarias la rama que sostiene la flor”. Inclina a tu favor
con la oración el tallo en que se encuentra la flor y la obtendrás. En el
sermón de la Epifanía, dice el seráfico doctor comentando las palabras:
“Encontraron al Niño con su Madre” (Mt 2, 11): “jamás se encontrará a Jesús
sino con María y por medio de María. En vano lo busca quien no lo busca junto a
María”. Decía san Ildefonso: “Yo quiero
ser siervo del Hijo, y como no será siervo del Hijo quien no lo sea de la
Madre, por eso ambiciono ser siervo de María”.
EJEMPLO:
Convertido al no renegar de María
Refieren
el Belovacense y Cesáreo que un joven noble, por sus vicios, se vio reducido de
rico como lo había dejado su padre, a tanta pobreza que necesitaba mendigar
para comer. Se fue a vivir lejos, donde no fuese conocido para no pasar tanta
vergüenza. Por el camino se encontró con un viejo criado de su padre, quien al verlo
tan afligido por la pobreza en que había caído le dijo que no perdiese el
ánimo, porque él podía ponerlo en relación con un príncipe que lo proveería de
todo.
El
antiguo sirviente se había convertido en un impío hechicero. Un día tomó consigo
al infeliz joven y lo llevó a través de un bosque a la orilla de un lago, donde
comenzó a hablar con una persona invisible. El joven le preguntó con quién
hablaba. Le respondió que con el demonio; y
al ver el espanto del joven trató de animarlo para que no tuviera miedo. Y
continuó hablando con el demonio: “Señor –le dijo–, este joven está reducido a
extrema miseria y quiere volver a su antigua posición”. “Cuando quiera
obedecerme –respondió el enemigo– le haré más rico que antes, pero en primer
lugar tiene que renegar de Dios”. Ante esta propuesta se horrorizó el joven,
pero instigado por el maldito mago lo hizo y renegó de Dios. “Pero esto no basta
–replicó el demonio–, es necesario también que reniegue
de María, porque ella es la que nos causa
más pérdidas. ¡A cuántos nos los arranca de las manos y los lleva a Dios
para salvarlos!” “¿Qué yo reniegue de mi madre? ¡Eso sí que no! –gritó el
joven–. ¡Ella es toda mi esperanza! ¡Prefiero andar mendigando toda mi vida!” Y
el joven se alejó apresuradamente de aquel lugar.
A
la vuelta acertó a pasar por una iglesia de María. Entró el desconsolado joven
y, postrándose ante su imagen, comenzó a llorar amargamente y a pedir a la santísima
Virgen que le obtuviera el perdón de sus pecados. Y he aquí que María, desde su
imagen, se puso a rogar a su Hijo a favor de aquel infeliz. Jesús le dijo: “Pero si es un ingrato, Madre mía; ha renegado de mí”.
Mas como María no dejaba de suplicarle, al fin le dijo: “Madre mía, jamás te he negado nada; sea perdonado ya que
tú me lo pides”.
Todo
esto lo estaba observando providencialmente el señor que había comprado la
hacienda del joven. Y viendo la piedad de María con aquel pecador y como tenía
una hija única se la dio por esposa, haciéndolo heredero de todos sus bienes. Y
así aquel joven recuperó, gracias a María, la gracia de Dios y hasta los bienes
temporales.
ORACIÓN PARA PEDIR EL AMOR
A DIOS
Qué esperanza de salvación
y vida eterna me da el Señor al haberme otorgado por su misericordia tal
confianza en el auxilio de su Madre, a pesar de que por mis pecados he
incurrido en su desgracia y he merecido fatal condena. Doy gracias a Dios y a
mi protectora María que se ha dignado acogerme
bajo su manto, como lo demuestran tantas gracias como por su medio he recibido.
Sí que te agradezco, Madre
mía, tantos bienes como me has regalado. Reina mía, ¡de cuántos peligros me has
librado! ¡Cuántas luces y misericordias me has alcanzado de Dios! ¿Qué
atenciones o qué beneficios has recibido de mí para que así te empeñes en
favorecerme? Sólo tu bondad es quien te mueve.
Aunque diera por ti mi
sangre y mi vida, sería muy poco parea lo que te debo, a ti que me has librado
de eterna muerte y por ti he recobrado la gracia de Dios, como confío. De ti
proviene, lo sé, toda mi dicha. Mi Señora, yo lo que tengo que hacer es
alabarte siempre y amarte. Acepta el afecto de un pobre pecador que está
enamorado de tu bondad.
II
Prosigue la misma materia
1.
María, cooperadora en nuestra redención
Dice
san Bernardo que, conforme un hombre y una mujer
cooperaron a nuestra ruina, así un hombre y una mujer debían cooperar a nuestra
reparación, y éstos fueron Jesús y su Madre María. “No hay duda –dice el
santo– de que Jesucristo él sólo se basta para redimirnos, pero fue más congruente
que a la hora de nuestra reparación estuvieran presentes los dos sexos que lo habían
estado cuando la caída”. Por eso san Alberto Magno llama con razón a
María colaboradora en la redención. Y
Ella misma
reveló a santa Brígida que como Adán y Eva por la fruta prohibida vendieron
al mundo, ella con su Hijo con un solo corazón rescataron al mundo. Bien
pudo Dios crear el mundo de la nada dice san Anselmo; pero habiéndose
perdido el mundo por la culpa, no ha querido Dios repararlo sin la cooperación
de María. “El que pudo hacerlo todo de la nada no
quiso repararlo sin María”.
De
tres maneras, dice Suárez, ha cooperado la Madre de Dios a nuestra salvación:
primero, habiendo merecido con mérito de congruo la encarnación del Verbo; segundo, habiendo rogado mucho por nosotros, y tercero, habiendo ofrecido de todo corazón la vida de su Hijo por
nuestra salvación. Y por eso ha establecido justamente el Señor que habiendo
cooperado María con tanto amor al bien de los hombres y con tanta gloria a la
salvación de todos, todos obtengan por su medio la salvación.
María
es llamada la cooperadora de nuestra justificación porque a ella le ha confiado
Dios todas las gracias que se nos dispensan. Por lo que, afirma san Bernardo,
todos los hombres, pasados, presentes y por venir, deben ver en María como el
medio de lograr la salvación y la negociadora de la misma durante todos los siglos.
Dice
Jesucristo que nadie puede encontrarlo si antes su eterno Padre no lo atrae con
su divina gracia. “Nadie viene a mí si mi
Padre no lo atrae”. “Así ahora –según Ricardo de San Víctor–
dice Jesús de su Madre: Ninguno viene a mí si mi
Madre no lo atrae con sus plegarias”. Jesús es el fruto de María como
lo dijo Isabel: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc
1, 42). Y el que quiere el fruto tiene que ir al árbol. El que quiere a Jesús
debe ir a María, y el que encuentra a María también encuentra con toda certeza
a Jesús. Santa Isabel, cuando vio que la santísima Virgen llegaba a visitarla a
su casa, no sabiendo cómo agradecer tanta humildad, exclamó: “¿De dónde a mí
que la Madre de mi Señor venga a visitarme?” (Lc 1, 43). ¿Cuándo merecí yo que
viniera a verme la Madre de mi Dios? Pero ¡cómo! ¿No sabía Isabel que a su casa
habían llegado no sólo la santísima Virgen, sino Jesús también? Y entonces, ¿por qué se declara indigna de recibir a la Madre y no
más bien de que viniera el Hijo a visitarla? ¡Qué bien comprendía la santa que cuando
venía María llevaba también a Jesús! Y por eso le bastó con agradecer a la
Madre sin tener que nombrar al Hijo.
2.
María, cooperadora en nuestra salvación
“Viene
a ser como nave de mercader que trae de lejos el sustento” (Pr 31, 14). María es aquella nave
afortunada que nos trajo del cielo a la tierra a Jesucristo, pan vivo,
que vino del cielo para darnos la vida eterna, como él mismo lo dice: “Yo soy
el pan vivo que he bajado del cielo; el que coma de esta pan vivirá
eternamente” (Jn 6, 51-52). Por eso dice Ricardo de San Lorenzo que en
el mar del mundo se pierden todos los años los que no se encuentran dentro de esta
nave protegidos por María. Y añade: “En cuanto
veamos que se encrespan las olas de este mar, debemos gritar a María: ¡Señora!
¡Sálvanos, que perecemos! Siempre que nos veamos en peligro de perdernos
por las tentaciones y malas pasiones,
debemos recurrir a María, gritando: “Pronto, María,
ayúdanos, sálvanos si no quieres vernos perdidos”. Adviértase que este
autor no tiene escrúpulo en decir a María: “Sálvanos, que perecemos”, como
tiene dificultad en hacerlo el autor tantas veces refutado, que pretende
prohibir que digamos a la Virgen que nos salve, pues dice que el salvar es sólo
cosa de Dios. Pero si un condenado a muerte puede pedir a un favorito del rey que
le salve la vida intercediendo ante el príncipe, ¿por
qué no hemos de poder decir a la Madre de Dios que nos salve impetrándonos la gracia
de la vida eterna?
San
Juan Damasceno no tenía dificultad en decir a la Virgen: “Reina inmaculada y pura, sálvame, líbrame de la eterna condenación”.
San Buenaventura llamaba así a María: “¡Oh
salvación de los que te invocan!” La
santa Iglesia aprueba que la llamemos “salud
de los enfermos”. ¿Y vamos a tener escrúpulo en pedirle que nos salve,
siendo así que, como dice un autor, a nadie sino por ella se le abren las puertas
de la salvación? Antes lo había dicho san Germán: “Nadie se salva sino por ti”; y se refería a
María.
Pero
veamos lo que dicen otros santos de la necesidad que tenemos de la intercesión
de la Madre de Dios. Decía el glorioso san Cayetano que podemos buscar
la gracia, pero que no la obtendremos sin la intercesión de María. Y lo confirma
san Antonino diciendo con bella expresión: “El
que pide sin ella, intenta volar sin alas”. El que pide y pretende
conseguir las gracias sin la intercesión de María pretende volar sin alas;
porque, como el faraón dijo a José: “En tu mano está la tierra de Egipto” (Gn
47, 6); y como a todos los que a él recurrían en demanda de auxilio les decía: “Id
a José”, así Dios cuando le pedimos la gracia nos
manda a María: “Id a María”. Y es que él ha decretado, dice san
Bernardo, no conceder ninguna gracia sino por mano de María. Por lo que dice Ricardo
de San Lorenzo: “Nuestra salvación está en manos de María para que nosotros los
cristianos le podamos decir mucho mejor que los egipcios decían a José: Nuestra
salvación está en su mano”. Lo mismo dice el venerable Idiota: “Nuestra salvación
está en su mano”. Y lo mismo, aún con más vigor, Casiano: “Toda la salvación del mundo depende de los innumerables
favores de María”. El protegido por María se salva; el que no es protegido
se pierde. San Bernardino de Siena le dice: “Señora, ya que eres la dispensadora de todas las gracias
y la gracia de la salvación sólo puede venirnos de tu mano, quiere esto decir
que de ti depende nuestra salvación”.
3.
María nos alcanza la perseverancia
Por
esto, razón tuvo en decir Ricardo de San Lorenzo que como una piedra cae al instante si se le quita la tierra que
la sostiene, así un alma, quitada la ayuda de María, caerá primero en el pecado
y después en el infierno. Añade san Buenaventura que Dios no nos salvará
sin la intercesión de María, y que así como un niño no puede vivir si le falta
la nodriza, así cada uno, si María deja de protegerlo, no puede salvarse. Por eso
exhorta: “Procura que tu alma tenga sed de la devoción
a María, consérvala siempre y no la dejes, para que al fin llegues a recibir en
el cielo su maternal bendición”. Y dice san Germán: ¿Quién
conocería a Dios sino por ti, oh María santísima? ¿Quién se vería libre de peligros?
¿Quién recibiría ninguna gracia si no fuese por ti, Madre de Dios, Virgen y Madre
y llena de gracia? Estas son sus hermosas palabras: “No existe nadie, oh santísima,
que llegue a tener noticia de Dios sino por ti; nadie que llegue a salvarse sino
por ti, Madre de Dios; nadie que se libre de los peligros sino por ti, Virgen y
Madre; nadie recibe un don de Dios sino por ti, la llena de gracia”. Si tú no despejas el camino nadie se verá libre de las mordeduras
de las pasiones y del pecado.
4.
María es camino hacia Jesús
Así
como no tenemos acceso al Padre
eterno sino por medio de Jesucristo, así dice san Bernardo,
no tenemos acceso a Jesucristo sino por medio
de María. Y ésta es la hermosa razón por la que, dice san Bernardo,
ha determinado el Señor que todos se salven por intercesión de María: para que por
medio de María recibamos al Salvador que se nos ha dado por medio de María. Por
eso la llama la Madre de la gracia y se nuestra salvación.
¿Qué sería de nosotros –pregunta san Germán–, qué gracia nos quedaría para salvarnos,
si nos abandonases, oh María, que eres la vida de los cristianos?
Pero
replica el autor que refutamos: Si todas las gracias pasan por María, al implorar
la intercesión de los santos, ¿tendrán que recurrir ellos a María para obtenernos
por su intercesión las gracias? Pero esto, dice, nadie lo cree ni lo ha soñado
jamás. En cuanto a creerlo, respondo yo, no veo ningún error ni inconveniente.
¿Qué inconveniente hay en decir que Dios, para honrar a su Madre habiéndola
constituido reina de todos los santos
y queriendo que todas las gracias se distribuyan a través de sus manos, quiera también
que los santos recurran siempre a ella para obtener las gracias a sus devotos?
En cuanto a decir que nadie lo ha soñado, yo encuentro que lo han afirmado expresamente
san Bernardo, san Anselmo, san Buenaventura y, con ellos, Suárez, y tantos y tantos.
“En vano –dice san Bernardo– se rezaría a los
santos si ella no ayudara”. Sería inútil buscar en otros santos
alguna gracia si María no se interpusiese para obtenerla. En este sentido
explica un autor aquel pasaje de David: “Suplicarán mirando a tu rostro todos
los ricos de la tierra”. Los ricos de ese gran pueblo de Dios son los santos, quienes
cuando quieren impetrar cualquier gracia para algún devoto suyo, todos se encomiendan
a María para que se la obtenga. Por eso, dice con razón el P. Suárez: Nosotros rogamos a los santos que sean nuestros
intercesores ante María como Señora y Reina que es. Entre los santos
no solemos utilizar a alguno como intercesor ante otro, porque todos son del mismo
orden. Pero los demás santos sí utilizan la
intercesión de María como Reina y Señora.
Esto
es precisamente lo que ofreció san Benito a santa Francisca Romana,
como se lee en el P. Marchese. Se le apareció el
santo y, tomándola bajo su protección, le prometió ser su abogado ante la Madre
de Dios. En confirmación de todo esto, añade san Anselmo hablando con la Virgen: “Señora, todo lo que puede obtener la intercesión de todos
los santos unidos a ti, también lo puede obtener tu intercesión sin su ayuda.
¿Por qué lo puedes? ¿Por qué eres tan poderosa? Porque nada más que tú eres la Madre de nuestro Salvador,
tú la esposa de Dios, tú la Reina del cielo y de la tierra. Si tú no hablas a favor nuestro, ningún santo rogará por nosotros
ni nos ayudará. Si tú te callas, ninguno ayudará, ninguno invocará. Pero
si tú te mueves a rezar por nosotros, todos se
pondrán a rezar y a ayudar”. Todos los santos se empeñarán en suplicar
por nosotros y socorrernos. El P. Séñeri, en su libro El devoto de María,
aplicando con la santa Iglesia a María las palabras de la Sabiduría, “yo sola
hice todo el giro del cielo” (Ecclo 24, 8), dice que como la primera esfera con
su movimiento hace que giren todas las demás, así cuando María se mueve a rezar
por un alma hace que todo el paraíso se ponga a rezar con ella.
También
dice san Buenaventura que ahora manda, como Reina que es, a todos los ángeles y santos
que la acompañen y se unan a ella en todas sus plegarias.
5.
María es nuestra común esperanza por voluntad de Dios
Así
se comprende por qué la santa Iglesia nos manda invocar
y saludar a la Madre de Dios con el nombre de esperanza nuestra: ¡Dios te
salve, esperanza nuestra! El rebelde Lucero decía que no podía aguantar
que la Iglesia de Roma llamase a María, una criatura, la esperanza nuestra y vida
nuestra, porque, decía, sólo Dios, y Jesucristo como nuestro mediador, son la esperanza
nuestra; pero en cambio Dios maldice al que pone su confianza en las criaturas,
como dice Jeremías: “Maldito el hombre que pone su confianza en otro hombre” (Jr
17, 5). Pero la santa Iglesia nos enseña a invocar en toda ocasión a María y a
llamarla nuestra esperanza. ¡Dios te salve, esperanza nuestra!
El
que pone su confianza en la criatura independientemente de Dios, ciertamente
que es maldito de Dios porque él es la fuente
y el dispensador de todo bien, y la criatura, sin Dios, nada tiene
ni nada puede dar. Pero si el Señor ha dispuesto, como ya hemos demostrado, que
todas las gracias pasan por María como por un
canal de misericordia, entonces podemos y debemos afirmar que María es
nuestra esperanza, pues por medio de ella recibimos las gracias de Dios. Y por esto
san Bernardo la llamaba toda la razón de nuestra esperanza. Lo mismo afirmaba
san Juan Damasceno cuando hablando con la Virgen le decía: “En ti he colocado mi esperanza completa y de ti dependo, puestos
en ti mis ojos”. Señora, en ti he colocado toda mi esperanza y espero con todo interés de ti mi salvación.
Santo
Tomás dice en el opúsculo octavo que María
es toda la esperanza de nuestra salvación, toda esperanza de vida. San
Efrén profesa que: “No hay en nosotros otra
confianza más que en ti, oh Virgen sincerísima. Protégenos y guárdanos bajo las
alas de tu piedad”. Acógenos, viene a decirle, bajo tu protección si quieres vernos salvados, ya que no tenemos
otra esperanza de alcanzar la vida eterna sino por tu medio.
Concluyamos
diciendo con san Bernardo: “Procuremos venerar con todo el amor de nuestro corazón a esta Madre
de Dios, María, ya que esta es la voluntad del Señor, quien ha querido
que todos los beneficios los recibamos de su mano”.
Por
eso nos exhorta el santo para que siempre que queramos alguna gracia tratemos
de encomendarnos a María y confiemos conseguirla por su medio: “Busquemos la gracia, pero busquémosla por medio de María”,
porque, dice el santo, si tú no mereces la
gracia que pides, sí merece obtenerla María, que la cederá a favor tuyo.
Y advierte a cada uno el mismo san Bernardo que todo
lo que ofrezcamos a Dios con obras o con palabras, procuremos todo confiarlo
a María si queremos que el Señor lo acepte.
EJEMPLO Favor de María a Teófilo
Es
famosa la historia de Teófilo escrita por Eutiquiano, patriarca
de Constantinopla, testigo ocular de los hechos, y que es referida luego por
san Pedro Damiano, san Bernardo, san Buenaventura, san Antonino y otros que
nombra el P. Crasset.
Teófilo
era arcediano de la Iglesia de Adana, en Cilicia. Tan estimado por los fieles que
lo querían por su obispo; pero él, por humildad, lo rehusó. Pero habiéndole
acusado calumniosamente unos malvados y habiendo sido depuesto de su cargo, concibió
tal dolor que, cegado por la pasión, fue en busca de un mago judío a fin de que
le evocara a Satanás para que le ayudase en su
desgracia. El demonio le exigió que, si quería su ayuda, renegase de Jesús y su
Madre María y lo declarase en documento firmado por su mano. Teófilo firmó el abominable
documento.
Al
día siguiente, el obispo, habiendo reconocido el mal hecho, le pidió perdón y
lo rehabilitó en su cargo. Desde ese momento Teófilo, lacerado de remordimientos
de conciencia por su enorme pecado, no hacía otra cosa más que llorar. ¿Y qué hizo?
Fue a la iglesia y postrado a los pies de la imagen
de María, llorando, le dijo: “Oh Madre de Dios, no me quiero desesperar teniéndote
a ti que eres tan piadosa y me puedes ayudar...” Y así estuvo durante cuatro días
ante la santísima Virgen, llorando y rezando.
Y
he aquí que al fin, por la noche, se le apareció la
madre de misericordia y le dijo: “Teófilo,
¿qué has hecho? Has renunciado a mi amistad y a la de mi Hijo. ¿Y por qué? ¿Por
entregarte a mi enemigo y al tuyo?” “Señora –respondió Teófilo–, perdóname y
consígueme el perdón de tu Hijo”. Entonces María, viendo su confianza,
le dijo: “Tranquilízate, que quiero rogar a
mi Hijo por ti”. Animado por esto, Teófilo redobló sus lágrimas,
sus plegarias y sus penitencias, no apartándose del lado de la imagen. Y he
aquí que de nuevo se le apareció María, y con rostro risueño le dijo: “Teófilo,
alégrate, he presentado tus lágrimas y oraciones a Dios y él te ha recibido y perdonado.
De hoy en adelante le serás agradecido y fiel”. “Señora –le dijo Teófilo–, esto
no basta para consolarme plenamente. El enemigo tiene en su poder aquella impía
escritura en que firmé mi renuncia a ti y a tu Hijo; tú puedes hacer que me la
restituya... Después de tres días, al despertar Teófilo, encontró sobre su
pecho la malhadada escritura.
Al día siguiente, mientras el obispo oficiaba en la Iglesia, en presencia de todo el pueblo, fue Teófilo a postrarse a sus pies y le refirió todo lo sucedido llorando a mares, y le entregó la maldita escritura, que el obispo hizo quemar inmediatamente delante de todos los fieles, que no hacían más que llorar de alegría exaltando la bondad de Dios y la misericordia de María para con aquel gran pecador. Teófilo se volvió a la iglesia de la Virgen, donde después de tres días murió lleno de contento, dando gracias a Jesús y a su santa Madre.
ORACIÓN PARA PEDIR LA PROTECCIÓN
DE MARÍA
Reina y madre de
misericordia que otorgas la gracia a todos los que a ti recurren con tal
generosidad porque eres reina y con tanto amor porque eres madre amantísima. A
ti acudo, pobre de méritos y virtudes y cargado de deudas con la divina justicia.
María, tú tienes las
llaves de la divina misericordia; no me abandones en mis miserias y no me dejes
postrado en mi pobreza. Eres tan generosa con todos y tan acostumbrada a otorgar
mucho más que lo que se te pide... Sé igual de generosa conmigo. Protégeme,
Señora, que es lo que te pido.
Si tú me proteges, nada
temo. No temo a los demonios porque tú eres más poderosa que todo el infierno. No temo por mis pecados porque
me puedes conseguir perdón de todos con una palabra que digas al Señor. No temo
ni al enojo de Dios si tengo tu favor, porque con una súplica tuya se aplaca.
Si tú me amparas lo espero
todo, porque lo puedes todo. Madre de misericordia, en ayudar a pecadores pones
tu gozo y tu gloria; y los socorres si no se obstinan. Yo soy pecador, pero no
soy obstinado. Ya que puedes ayudarme, ayúdame. Yo me pongo del todo en tus manos.
Dime lo que he de hacer
para agradar a Dios, que quiero hacerlo presto y con tu ayuda. María, eres mi
Madre, mi luz, mi consuelo, refugio y esperanza mía. Amén.
Capítulo
VI
MARÍA, NUESTRA
ABOGADA
Ea pues, Señora, abogada nuestra
I
María es una abogada que tiene poder para salvar a todos
1. María tiene poder por ser Madre de Jesús
Es tan grande
la autoridad de las madres
sobre los hijos, que aunque
estos sean reyes y tengan poder
absoluto sobre todas las personas de su reino, nunca
las madres serán súbditas de sus
hijos.
Es verdad que Jesús, ya en el cielo, sentado a la
diestra del Padre, o sea, como explica santo Tomás, aún en cuanto hombre,
por razón de la unión hipostática del Verbo, tiene dominio supremo también sobre
María. Sin embargo, siempre será verdad que en un tiempo, mientras vivió en la tierra
nuestro Redentor, quiso someterse a ser súbdito de María, como lo asegura san Lucas:
“Y les estaba sujeto” (Lc 2, 51). San Ambrosio llega a decir que Jesucristo, habiendo decretado que María fuera su Madre,
como Hijo estaba obligado a obedecerla. Por eso, dice Ricardo de San
Lorenzo, que de los demás santos se dice que obedecen a Dios, pero que sólo
de María puede decirse que no sólo está sometida a la voluntad de Dios, sino que
también Dios se ha sometido a su voluntad. Y cuando de las demás vírgenes se dice
que siguen al cordero a donde quiera que va (Ap 14, 4), de la Virgen María se puede
decir que el cordero la seguía en la tierra acogido a su tutela maternal.
Por eso decimos que María en el cielo, aunque no puede
mandar al Hijo, sin embargo sus plegarias serán plegarias de madre, y por eso poderosísimas
para obtener cuanto pida. María, dice san Buenaventura,
tiene ante su Hijo el privilegio de ser sumamente poderosa para conseguir lo
que desea. ¿Y por qué?
Precisamente por lo que venimos diciendo y consideraremos
más despacio: Porque las plegarias de María son plegarias
de madre. Y por esa razón, dice san Pedro Damiano, la Virgen puede cuanto quiere, así en el cielo como en la tierra, pudiendo infundir
esperanza de salvarse aun a los desesperados. Por lo cual le dice: “A mí se me ha otorgado todo poder en el cielo y en la
tierra; y nada es imposible para ti, que aun a los desesperados puedes levantar
a esperar la salvación”. Y añade después que cuando la Madre pide a Jesucristo,
llamado altar de la misericordia donde los pecadores obtienen el perdón de Dios,
el Hijo tiene tanta estima de las plegarias de María y tiene tanto deseo de complacerla,
que en rogando ella, más parece mandar que rogar
y parece más señora que esclava. “Te
acercas al altar de la humana reconciliación no sólo rogando, sino mandando,
como señora más que como esclava, pues tu Hijo se honra no negándote nada”.
Así quiere honrar Jesús a su querida Madre, él que tanto la ha honrado durante su
vida, al otorgarle al instante cuanto le pide o desea. Es lo que hermosamente declara
san Germán diciendo a la Virgen: “Tú eres la Madre de Dios, omnipotente para
salvar a los pecadores, y no tienes necesidad de otra recomendación ante Dios
porque eres la Madre de la verdadera vida”.
2. María intercede a
nivel de Madre de Dios
“Cuando manda la
Virgen todos obedecen, hasta el
mismo Dios”. No tiene reparo
en afirmar esto san Bernardino de Siena,
queriendo decir con esta
sentencia que ante las órdenes de María todos
obedecen, incluso Dios. Queriendo decir en verdad que Dios escucha
sus plegarias como si fueran órdenes. Por eso san Anselmo,
hablando con María, le dice
así: “El Señor, oh
Virgen santa, te ha elevado de manera que por puro don de Él tú puedes obtener todas las
gracias posibles para tus devotos, ya que tu protección es omnipotente”. “Tu auxilio es todopoderoso, oh María”, le dice
Cosme de Jerusalén. “Sí,
María es omnipotente –dice a su vez
Ricardo de San Lorenzo–, porque toda reina según
las leyes, goza de los
mismos privilegios que el rey; por lo cual, siendo la misma potestad la del
hijo y la de la madre, ha
sido hecha omnipotente la
Madre por el Hijo que es
omnipotente”. De modo que, al decir de san Antonino,
Dios ha puesto la Iglesia entera no sólo bajo
la protección de María, sino bajo su
dominio.
Debiendo tener la madre
la misma potestad del hijo,
con razón porque es omnipotente Jesús, resulta que también es omnipotente María; pero dejando bien claro
que Jesucristo es omnipotente
por naturaleza y María lo es por gracia.
Y así sucede que cuando le
pide la Madre, nada le niega el Hijo. Así se le
reveló a santa Brígida, quien oyó a Jesús que hablando con María le decía: “Pídeme lo que quieras,
que tu petición no puede quedar vacía”. Madre mía,
ya sabes cuánto te amo, por lo cual pídeme lo que
desees, que sea cual sea tu demanda, la he de escuchar
favorablemente. Y dio esta preciosa razón: “Ya
que nada me negaste en la tierra, yo
nada te negaré en el cielo”. Como si
dijera: Madre, cuando estabas en la tierra nada dejaste de hacer por amor mío; ahora que
estoy en el cielo es
razón que no deje de realizar
nada de lo que tú me pides. María se llama omnipotente del modo en que esto puede decirse de una criatura que no es capaz
de un atributo divino. Así, ella es
omnipotente porque con sus
plegarias obtiene cuanto quiere.
3. María ejerce su
poder en favor de los pobres y desvalidos
Con razón es nuestra
gran abogada.
Le dice san Bernardo: “Basta que lo quieras
y todo se hará”. Lo mismo
san Anselmo: Si tú quieres
levantar al pecador más perdido a muy alta santidad, en tu mano
está el hacerlo. San Alberto Magno
hace hablar a María de esta manera: “Hay que pedirme que yo quiera, porque
si quiero es necesario que se cumpla”. Por lo cual,
considerando san Pedro Damiano este gran poder de
María, pidiéndole que tenga piedad de
nosotros, le dice así: “Muévate tu natural
bondad, muévate tu poder, porque cuanto más poderosa eres, tanto
más misericordiosa serás”. Oh María, amada
abogada nuestra, ya que
tienes un corazón tan piadoso que no sabe mirar a
los míseros sin compadecerse de ellos, y a la vez tienes ante Dios un poder tan grande como para salvar a
todos los que tú defiendes, no te desdeñes de tomar a tu cargo la
causa de nosotros miserables,
que en ti ponemos toda nuestra
esperanza. Si no te conmovieran nuestras
plegarias, que te mueva tu
compasivo corazón, que te mueva tu inmenso poder, ya que Dios te ha
enriquecido con tanta potencia a fin de
que cuanto más rica seas para poder ayudar, seas tanto más misericordiosa para querer ayudar.
Y todo esto bien nos lo asegura san Bernardo al decir que María es inmensamente rica tanto en poder como en misericordia; y como es
poderosísima su caridad, de igual manera es piadosísima al compadecerse como
lo demuestra a cada paso con
sus obras.
Desde que vivía en la tierra su único pensamiento, después del de la gloria de Dios, era ayudar a los miserables; y bien sabemos que gozaba del privilegio de ser oída en todo lo que pedía. Esto se demostró en las bodas de Caná, cuando al faltar el vino la Virgen, compadecida de la vergüenza y aflicción de los de la casa, pidió al Hijo que los consolase con un milagro exponiéndole la necesidad que tenían, diciéndole: “No tienen vino”. Y Jesús le respondió: “Mujer, qué nos importa a mí y a ti. Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4). Advierte que aunque pareciera que el Señor le negaba la gracia a la Madre al decirle: “Qué nos importa a mí y a ti que les falte el vino”. Ahora no conviene hacer un milagro no habiendo llegado aún el tiempo, que será el de mi predicación en el que debo confirmar con los milagros todas mis enseñanzas; sin embargo María, como si el Hijo le hubiera concedido ya la gracia, dijo a los criados: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús mandó llenar las vasijas de agua, que transformó en excelente vino
4. María obtiene de Dios cuanto pide
¿Y cómo entender esto?
Si el tiempo de hacer milagros
era el de la predicación, ¿cómo podría
anticiparse el milagro del vino contra el
decreto divino? No, responde san Agustín, no se
hizo nada en contra de los decretos
divinos; porque si bien, generalmente hablando, no era aún el tiempo
de hacer milagros, sin embargo,
desde toda la eternidad, Dios había establecido con otro decreto general que todo lo que
pidiera esta Madre jamás se le negase. Y por eso, María, muy consciente de su privilegio, aunque aparentemente
su Hijo no pusiera mucha atención
a su demanda, les dijo a los
criados que hicieran lo que él
dijera, pues la gracia se iba a conceder. Esto
quiso decir san Juan Crisóstomo al comentar ese pasaje del Evangelio de san Juan, diciendo que aunque
Jesús hubiera respondido así, no
obstante, por el honor de
su Madre, no dejó de obedecer a su petición: “Y aunque
respondió de esa manera, escuchó no obstante
los ruegos maternos”. Lo mismo
confirma santo Tomás al decir que con aquellas palabras, “aún no ha llegado mi hora”, quiere demostrar Jesucristo que hubiera diferido el milagro si otro se lo hubiera
pedido; pero porque se lo pidió
la Madre, lo realizó al instante. Lo mismo vienen a decir san Cirilo y san Jerónimo, como
refiere Barradas. Parecido dijo Jansenio de Gante: “Para honrar a la Madre adelantó
el tiempo de hacer milagros”.
Es cierto, en suma, que
no hay criatura que pueda obtenernos tales misericordias a nosotros miserables como las que puede lograrnos
esta excelente abogada, la cual es honrada por Dios no
sólo con ser la amada esclava del Señor, sino siendo su verdadera
Madre. Esto le dice Guillermo de París: “Ninguna criatura puede
impetrar de tu Hijo tantas y tales gracias para los
miserables como tú les consigues; con lo cual se ve
que quiere honrarte, no como a
esclava, sino como a su verdadera Madre”. Basta que
hable María y todo lo realiza el Hijo. Hablando el Señor a la esposa de los Sagrados cantares, que representa a
María, le dice: “Oh Tú la que habitas en los
huertos, los amigos te están
escuchando; hazme, pues, oír
tu voz” (Ct 8, 13).
Los amigos son los santos,
quienes cuando piden alguna gracia en
favor de sus devotos esperan
que su Reina la pida a Dios y la consiga, porque, como queda dicho en el capítulo V, ninguna gracia otorga Dios sin la intercesión de María.
¿Y cómo ruega María? Basta con hacerle oír a su Hijo su voz: “Haz
que oiga tu voz”. Basta que hable para que al punto el Hijo, con amor,
la escuche.
5. María ruega en
calidad de Madre
Guillermo explica en este sentido ese pasaje, presentando al Hijo que habla con María, y le dice: “Tú que habitas en los huertos
celestiales, intercede con toda
confianza por los que quieras, pues no puedo olvidarme de que soy tu
Hijo y como a Madre nada te puedo
negar. Basta que oiga tu voz,
porque oírte tu Hijo es
lo mismo que otorgarte lo que quieras”. Dice al
abad Godofredo que aunque María
consiga la gracia rogando, sin embargo, ella ruega con imperio
de Madre. Por eso tenemos
que estar plenamente seguros de que ella
nos obtiene cuanto desea y
cuanto por nosotros pide”.
Refiere Valerio Máximo que sitiando Coriolano la ciudad de Roma no bastaron a hacerle desistir todos los ruegos de sus conciudadanos y de sus amigos; pero cuando compareció a rogarle su propia madre, Veturia, ya no pudo resistir a sus ruegos y levantó el sitio. Más poderosa, sin comparación, que las de Veturia son las plegarias de María ante Jesús; y tanto más cuanto que este Hijo es infinitamente agradecido y es supremo su amor a esta su Madre amantísima. Escribe el P. Miechow: “Un solo suspiro de María es más poderoso que todos los sufragios de los santos”. Esto lo declaró a santo Domingo el demonio por boca de un poseso cuando el santo lo exorcizaba, conforme refiere el P. Paciuchelli, diciendo que vale más ante Dios un suspiro de María que las súplicas de todos los santos juntos.
Dice san Antonino que las
plegarias de la santísima Virgen, siendo plegarias de madre, tienen como cierta especie de imperio,
por lo que es imposible
que no sea oída cuando ruega. Por eso le habla así san Germán, animando a los pecadores
a que se encomienden a esta abogada: Teniendo,
oh María, autoridad de Madre
de Dios, obtienes el perdón a los más grandes pecadores, pues el Señor,
que siempre
te reconoce por su verdadera Madre, no puede dejar
de conceder cuanto le pidas”.
Santa Brígida oyó que los santos en el cielo
decían a la Virgen: “¿Qué hay que tú no puedas? Lo que tú puedes, eso se hará”. Es lo que se dice en esta célebre
sentencia: “Lo
que Dios con su poder, tú lo puedes, oh Virgen, con tus ruegos”. Pues qué, dice san Agustín, ¿no es digno de la benignidad del
Señor custodiar de este modo la
dignidad de su Madre, siendo así que
él declaró haber venido a
la tierra no a abolir, sino a cumplir la ley; ley que manda, entre otras cosas, honrar a
los padres?
San Jorge, obispo
de Nicomedia, dice también
que Jesucristo, para satisfacer de algún modo la deuda que tiene con
esta Madre
por haberle dado su consentimiento
para que se hiciera hombre, lleva a
cumplimiento todas sus peticiones. Por eso exclama el mártir san Metodio:
“Alégrate, alégrate la que tienes por deudor al Hijo que a todos
da y nada recibe de nadie, pero de ti ha querido hacerse
deudor tomando tu carne y haciéndose hombre gracias a ti”. Dice san
Agustín: “Habiendo merecido
María dar de su carne al Hijo de
Dios y preparar con ella
el precio de la redención para que fuéramos librados de la muerte eterna, por eso
es más poderosa que todos
para ayudarnos a todos a
conseguir la salvación eterna”. San Teófilo, obispo de
Alejandría, que vivió en tiempo
de san Jerónimo, dejó escrito: “El Hijo agradece que le ruegue su
Madre, porque quiere concederle todo lo que ella le
pida y recompensarle de este modo el favor que le hizo de haberle dado su carne”.
Así es que san Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen,
le ruega de esta manera: “Tú, oh María, siendo Madre de Dios,
puedes salvar a todos con
tus plegarias, que están avaladas con tu autoridad de
Madre. Puedes salvar a todos como Madre del Dios altísimo con preces que están dotadas de autoridad de Madre”.
Concluyamos con san Buenaventura,
quien considerando el inmenso beneficio que nos ha dado el Señor al
darnos a María por abogada, le dice así: “Oh inmensa y
admirable bondad de nuestro Dios, que nos ha concedido que tú, Reina del cielo y Madre suya, fueras nuestra abogada
para que puedas con tu potente
intercesión obtenernos cuanto de bueno desees”.
Y prosigue diciendo el
mismo santo: “Qué gran piedad de
nuestro Señor, quien para que no huyéramos asustados por la sentencia que él
puede lanzar contra nosotros nos
ha puesto por abogada y defensora a su misma Madre,
que es la Madre de la gracia”.
EJEMPLO: Un
malhechor librado por María
Cuenta el P. Raíz,
camaldulense, cómo un joven, muerto su padre, fue mandado por
la madre a la corte de un príncipe. La madre, que era devotísima de la Virgen, al despedirlo le hizo
prometer que todos los días
rezaría un Ave María con
esta jaculatoria: “Virgen
bendita, ayúdame en la hora de la muerte”.
Llegado a la corte, el poco tiempo el joven se hizo tan disoluto que el príncipe lo despachó. Desesperado y no sabiendo qué hacer, se convirtió en salteador de caminos; pero, con todo, no dejaba de rezar lo que le había prometido a la madre. Por fin cayó en manos de la justicia y fue condenado a muerte
En la cárcel,
la víspera de ser ejecutado, pensando
en su deshonra y en el dolor que le iba a causar a su madre
y espantado por la muerte que le esperaba en el patíbulo lloraba desconsolado.
Al verlo el demonio oprimido por tan
gran tristeza, se le apareció en forma de un gallardo
joven y le dijo que él podía librarlo de la cárcel
si hacía lo que le mandase. El condenado se allanó a todo. Entonces el fingido joven le manifestó que era el
demonio que venía en su ayuda.
En primer lugar, le exigió que renegase de Jesucristo y de los santos
sacramentos. El joven aceptó. Enseguida le exigió el
demonio que renegase de la Virgen María y que renunciase
a su protección. “Esto no lo haré jamás”, respondió al instante el
joven; y volviéndose hacia María le dijo su acostumbrada oración: “Virgen bendita,
ayúdame a la hora de la muerte”. Al oír estas palabras,
desapareció el demonio. El joven quedó consternado por
la infamia que había cometido de
renegar de Jesucristo. Pero
recurriendo a la Virgen le pidió un gran dolor de todos sus pecados, luego se confesó
muy contrito y deshecho en llanto.
De camino al patíbulo, en un
nicho, vio
una imagen de María, y él la saludó con
su acostumbrada oración: “Virgen bendita,
ayúdame en la hora de
la muerte”. Y la estatua, a la vista de todos, inclinó la cabeza saludándolo. Él, enternecido, pidió que le dejaran besar los
pies de la imagen. Los esbirros no querían, pero ante
el alboroto que se estaba
armando entre el pueblo, le dejaron. Se inclinó el joven para besar
los pies de la imagen; entonces
María extendió el brazo y
lo tomó de la mano
tan fuertemente que no había
manera de soltarlo. Ante tal portento, todos empezaron a gritar pidiendo perdón para el condenado a muerte. Y
le fue concedido el perdón. Vuelto a su patria
llevó una vida ejemplar, viviendo con
sumo fervor su devoción a María que le había
librado de la muerte temporal y
eterna.
ORACIÓN PARA ALCANZAR EL PERDÓN
Excelsa
Madre de Dios: Habla, Señora, que tu
Hijo escucha y lo que pides
conseguirás.
Habla, María, abogada nuestra, a favor de nosotros, desdichados. Recuerda que por nuestro bien has recibido tanto poder y dignidad. Dios ha querido hacerse tu deudor, recibiendo de ti su ser humano, para que puedas, a tu arbitrio, dispensar misericordia en favor nuestro.
Somos tus siervos, y entre los mejores quisiera yo encontrarme. Nos gloriamos de estar bajo tu amparo. Si a todos haces bien aunque no te conozcan ni te honren, y hasta a los que te ultrajan y blasfeman,
¿cuánto más debemos confiar en tu bondad, que busca aliviar siempre al infeliz, quienes te amamos y confiamos en ti?
Somos grandes pecadores, pero Dios te ha dado tal poder y bondad
que puede aniquilar todas nuestras maldades. Puedes y quieres salvarnos; y tanto más lo esperamos cuanto más indignos somos para glorificarte más en el cielo,
a donde hemos de llegar con tu intercesión. Madre de misericordia, a ti nos presentamos, purifícanos.
Alcánzanos verdadera enmienda y el amor de Dios, la perseverancia y el paraíso. Te pedimos gracias enormes, pero ¿es que no puedes conseguirlo todo? ¿Son demasiado para el amor que Dios te tiene? Te basta desplegar los labios y rogar a tu Hijo que nada te niega. Ruega, María, ruega por nosotros; ruega, que ciertamente serás oída, y nosotros ciertamente nos salvaremos.
II
María, abogada compasiva, no rehúsa defender la causa de los más desdichados
1. María, compasiva con todos
Son tantos los motivos
que tenemos para amar a esta
nuestra amorosa Reina, que si en toda la tierra se alabase
a María, si en todas las predicaciones sólo se hablase de María, y todos los hombres dieran la vida por María, todo esto sería poco en comparación a la gratitud que le debemos
por el amor tan excesivamente tierno que ella tiene
para todos los hombres, aunque sean los más miserables pecadores,
si conservan para con ella algún
afecto y devoción.
Decía el V.
Raimundo Jordano, que por humildad se llamaba el
Idiota, que María no
puede dejar de amar a quien le ama, y no se
desdeña de servir a quien le
sirve, empleando, en favor
de los pecadores, todo su poder de intercesión para conseguir de su Hijo divino, el perdón para esos
siervos que la aman. Es tanta su
benignidad y misericordia, prosigue diciendo, que ninguno, por perdido que se vea, debe temer postrarse a sus pies, pues no
rechaza a nadie de los que
a ella acuden. María, como amantísima abogada nuestra, ella misma ofrece a Dios las plegarias
de sus siervos y señaladamente las que a ella se
dirigen; porque así como el Hijo intercede por nosotros ante el Padre, así ella intercede por
nosotros ante el Hijo y no deja de tratar ante ambos, el negocio
de nuestra salvación y de obtenernos las gracias que le pedimos. Con razón Dionisio
Cartujano llama a la Virgen
Santísima especial refugio de los abandonados,
esperanza de los miserables y abogada de todos los
pecadores que a ella acuden.
Pero si se encontrara
un pecador que no dudara de su poder, pero sí de la bondad de María, temeroso de que ella no quisiera ayudarlo por la gravedad
de sus culpas, lo anima san Buenaventura diciéndole: “Grande y singular
es el privilegio que tiene María ante su Hijo, de obtener cuanto quiere con sus plegarias. Pero ¿de qué nos serviría este gran
poder de María si no pensara en preocuparse de nosotros?
No, no dudemos, estemos seguros y demos
siempre gracias al Señor
y a su divina Madre,
porque si delante de Dios
es más poderosa que todos
los santos, así también es la
abogada más amorosa y solícita de nuestro bien. Exclama jubiloso san Germán: “Oh Madre de misericordia
¿Quién, después de tu Jesús,
tiene tanto interés por nosotros y por nuestro bien como tú?
¿Quién nos defiende en nuestros trabajos y aflicciones, como nos
defiendes tú? ¿Quién como tú,
se pone a defender a los
pecadores combatiendo a su favor? Tu protección, oh María, es más poderosa y cariñosa de lo que nosotros podemos
imaginar”. Dice el Idiota, que todos
los demás santos, pueden con su patrocinio, ayudar
más a sus devotos que a los que
no lo son, pero la Madre de
Dios, como es la Reina de todos, así es también la abogada
de todos.
1. María, siempre a punto para socorrernos
Ella se preocupa de
todos, aun de los más pecadores, y
le agrada que la llamen Abogada, como ella misma lo declaró a la V.
sor María Villani,
diciéndole: “Yo, después del
título de Madre de Dios,
me glorío de ser llamada abogada de los pecadores”. Dice el B. Amadeo, que nuestra Reina, no deja de estar ante la presencia de la divina Majestad,
intercediendo continuamente por nosotros con sus
poderosas plegarias. Y como conoce en el cielo nuestras
miserias y necesidades, no puede
dejar de compadecerse; por lo que, con afecto de madre, llena de compasión por nosotros, piadosa y benigna,
busca siempre el modo de socorrernos y
salvarnos. Por eso Ricardo de San Lorenzo
anima a
todos por miserables que sean,
a recurrir con confianza a esta dulce
abogada, teniendo por seguro que la encontrará siempre dispuestísima a ayudarlo. El abad
Godofredo dice también
que María está siempre atenta
a rogar por todos.
Exclama san Bernardo: “¡Con cuánta eficacia y amor trata el asunto de nuestra salvación esta buenísima abogada
nuestra!” San Agustín meditando el amor y
el empeño con
que María se empeña continuamente en
rogar por nosotros a su divina
Majestad para que el Señor nos perdone los pecados, nos asista
con su gracia, nos libre de los peligros y nos alivie de nuestras miserias, dice
hablando con la Santísima Virgen: “Eres
única en la solicitud por ayudarnos desde el cielo”. Quiere decir: Señora, es verdad que todos los
santos quieren nuestra salvación y rezan por
nosotros; pero la caridad y ternura
que tú nos demuestras en el cielo al obtenernos con tus plegarias tantas misericordias de Dios,
nos fuerza a proclamar que no tenemos
en el cielo otra abogada más que a ti, y que tú eres la más solícita y deseosa de nuestro bien. ¿Quién podrá comprender
la solicitud con que siempre intercede María ante Dios
a favor nuestro? Dice san Germán: “No se sacia de defendernos”. Hermosa expresión: Es tanta la piedad
y tanto el amor que siente María por nosotros y
tanto el amor que nos profesa, que
siempre ruega y torna a
rogar, y nunca se sacia de rogar por nosotros, y con sus ruegos no se cansa de defendernos.
Pobres de nosotros pecadores,
si no tuviéramos esta excelsa abogada, tan poderosa, tan piadosa, y a la vez,
tan prudente y sabia, que el juez, su Hijo, no puede condenar a los reos que ella defiende, así lo dice Ricardo de San Lorenzo.
Las causas defendidas por esta abogada
sapientísima, todas se ganan.
San Juan Geómetra la saluda: Salve, árbitra que dirime todas nuestras querellas. Es que todas las causas que defiende esta sapientísima abogada, se ganan. Por eso san Buenaventura
la llama la sabia Abigail. Fue Abigail la mujer que supo aplacar con sus hermosas súplicas
a David cuando estaba enojado
contra Nabal, de manera que el mismo David la bendijo agradeciéndola
que con sus dulces maneras le hubiera impedido vengarse
de Nabal con sus propias manos: “Bendita tú que me has impedido tomar venganza derramando su sangre
con mis manos” (1R 25,
33). Esto es precisamente lo que hace
María de continuo en el cielo en beneficio de los pecadores;
ella, con sus plegarias tiernas y sabias, sabe de tal manera aplacar a la divina Justicia, que Dios mismo la bendice y
como que le da las gracias porque así le impida abandonar y castigar a los pecadores como se
merecen. Por eso, dice san
Bernardo, el eterno Padre porque quiere
ejercer toda la misericordia posible, además de tener junto a sí a nuestro
principal abogado Jesucristo, nos ha dado a
María como abogada ante Jesús.
2. María personifica la misericordia de Dios
No hay duda, dice
san Bernardo de que Jesús es el
único mediador de justicia entre los hombres y Dios,
quien en
virtud de sus propios méritos, puede
y quiere, según sus promesas, obtenernos el perdón y la divina
gracia; pero porque los hombres reconocen y temen en Jesucristo su Majestad divina, que en él reside
como Dios, por eso fue preciso asignar otra abogada a la que pudiéramos recurrir con menos temor y más confianza; y ésta es María,
fuera de la cual no podemos encontrar abogada más poderosa ante la
divina Majestad y más misericordiosa para con nosotros. Estas
son sus hermosas palabras “El fiel y poderoso, es el mediador entre Dios
y los hombres; pero los hombres
tienen en él la Majestad. Es por tanto necesario
que haya un mediador para con el mismo
mediador; y nadie más útil
para nosotros que María”. Pero gran injuria haría a la piedad de
María, sigue diciendo el santo, el que aún temiera acudir a los pies
de esta abogada dulcísima, que nada tiene
de severo ni terrible, sino que es del
todo cortés, amable y benigna. Lee y vuelve
a leer cuanto quieras, sigue diciendo
san Bernardo, todo lo que se
narra en los Evangelios, y si encuentras algún rastro de severidad en María, entonces
puedes temer acercarte a ella.
Pues no la encontrarás; por lo cual recurre gozosamente a ella, porque te salvará con su intercesión.
Es muy hermosa
la exclamación que pone Guillermo de París, en boca del
pecador que recurre a María, diciendo: “A ti acudiré y hasta en ti me refugiaré, Madre de Dios, a la que toda la reunión
de los santos aclama como Madre de misericordia”. Madre de Dios,
yo, en el estado miserable a que me veo reducido por mis pecados, recurro a
ti, lleno de confianza; y aunque pareciera que me desechas, yo te recuerdo
que estás en cierto modo obligada a ayudar,
pues todos los fieles en la
Iglesia, te llaman y proclaman Madre de
misericordia. “Tú, en verdad, cuya generosidad te hace
incapaz de repulsas, cuya misericordia
nunca a nadie le falló, cuya amabilidad extraordinaria nunca
despreció a nadie que te invocó,
por pecador que fuera”... Tú, María, eres la que, por ser tan bien
amada de Dios, siempre eres por
él escuchada; tu gran piedad jamás le ha fallado a nadie;
tu afabilidad, jamás te ha permitido despreciar a un pecador,
por enormes que fueran sus faltas, si a ti se ha
encomendado. ¿Es que, tal vez
falsamente y en vano toda la
Iglesia te aclama como su
abogada y refugio de los miserables? jamás suceda, Madre mía, que
mis culpas puedan impedirte cumplir el gran oficio de piedad
que tienes, y con el que eres a la
vez, abogada y medianera de paz entre Dios y los
hombres, y después de tu
Hijo, la única esperanza y el refugio seguro de
los miserables. Todo lo que tienes de gracia y de gloria, y la misma grandeza de ser Madre de Dios –si así se puede hablar– lo debes a los pecadores, ya que para salvarlos, Dios te
ha hecho su Madre. Lejos de pensar acerca de
esta Madre de dios, que dio
a luz al mundo el manantial de la piedad, que ella
vaya a negar su misericordia a un
infeliz que a ella recurre. Puesto que tu oficio, María, es ser pacificadora
entre Dios y los hombres, que te mueva
a socorrerme tu gran piedad, que es incomparablemente superior a todos mis vicios y pecados.
Consolaos, pues, pusilánimes –diré con santo Tomás
de Villanueva– respirad y cobrad ánimo,
desventurados pecadores: Esta Virgen excelsa, que es la Madre
de vuestro Dios y vuestro
Juez, ella misma es la abogada del género humano; idónea porque puede ante
Dios cuanto quiere; sapientísima porque conoce
todos los secretos para
aplacarlo; y universal porque acoge a todos y no rehúsa defender a ninguno.
EJEMPLO: Singular
favor de María a Beatriz
La piedad y compasión de María hacia el pecador bien se
mostró en el caso de Beatriz, monja en
el monasterio de Monte Eraldo,
como lo refieren Cesáreo y el
P. Rho.
Esta infeliz religiosa,
vencida por el amor desordenado a un joven, decidió fugarse con él. Y, en efecto, un día, la
desdichada, fue ante la imagen de María y allí
depositó las llaves del monasterio, pues era la portera, y se fugó.
Marchando a un país
lejano, vivió como mujer de la vida
durante quince años. Sucedió que llegó
por allí el proveedor
del monasterio y ella, pensando que no la reconocería, le preguntó si conocía a sor Beatriz. Muy bien
la conozco, le respondió: es una santa
monja y ahora es una maestra de novicias. Ante esta noticia,
ella quedó confusa y maravillada, no acertando a
comprender qué había pasado. Y por cerciorarse, cambió de
indumentaria y viajó al monasterio. Hizo llamar a sor Beatriz,
y he aquí que se le presenta
delante la Santísima
Virgen en la figura de aquella imagen ante la que había dejado el hábito y las llaves. Y la Madre de Dios
le habló así: “Has de saber, Beatriz, que yo, para impedir tu
deshonor, he tomado tu figura, y he hecho
tus veces durante estos quince años en que has vivido alejada del monasterio
y de
Dios, haciendo tus oficios. Hija, vuelve, haz
penitencia, que mi Hijo aún
te espera; y procura con una
santa vida, conservar el buen nombre que te he conquistado”. Dicho esto
desapareció.
Beatriz entró en el monasterio,
retomando el hábito de religiosa y, agradecida
a tan gran misericordia de María vivió como una santa. Y en la hora de la muerte lo manifestó todo para gloria de esta gran Señora.
ORACIÓN A NUESTRA
ABOGADA
Excelsa
Madre de mi Señor, ya comprendo que
mis ingratitudes, durante tantos años
contigo y con Dios,
hacen que yo merezca,
con razón, que dejes tú de preocuparte de mí,
ya que el ingrato no merece
beneficios. Pero yo, sublime Señora,
tengo un gran concepto de tu bondad,
que es mucho mayor que mi ingratitud.
Prosigue,
refugio de pecadores,
y no dejes de socorrer a uno
que en ti confía. Madre de
misericordia, extiende tu mano,
y levanta a un caído que
implora tu piedad. María, o me
defiendes tú,
o me dices a quién debo acudir para que mejor que tú me defienda.
Mas ¿dónde podré encontrar
abogada ante Dios más compasiva y poderosa
que tú, que eres
su Madre?
Tú, al ser
elegida como Madre del Salvador, has
sido creada para salvar pecadores,
y a mí me has sido otorgada para conseguirme la salvación.
María, salva al que a ti recurre. Yo
no merezco tu amor,
pero el deseo que tienes de
salvar a los perdidos, me hace tener
confianza en que me amas.
Y si tú me quieres ¿cómo me voy a perder?
Amada
Madre mía,
si me salvo por ti, como lo
espero, ya no seré jamás ingrato;
compensaré con alabanzas
perpetuas, y con todo el amor del alma mía,
mis ingratitudes pasadas
y el amor que
siempre me has tenido.
En el cielo, donde reinas y
reinarás por siempre, feliz cantaré
tu misericordia,
y besaré sin cesar esas manos
amorosas que tantas veces me
libraron del infierno cuantas yo lo merecí con mis
pecados.
María,
mi libertadora,
mi esperanza, mi Reina y mi
Abogada, Madre mía, yo te amo,
y te quiero amar
con todo el corazón y siempre. Amén, amén. Así lo espero,
así sea.
III
María es la reconciliadora de los pecadores con Dios
1. María tiene por oficio ejercer la misericordia
La gracia de Dios
es un tesoro
extremadamente grande y deseable para el cristiano. El
Espíritu Santo lo llama tesoro infinito, porque por
medio de la gracia divina, somos elevados a la dignidad de amigos de Dios:
“Es un tesoro infinito, que a quienes lo han utilizado, los ha
hecho partícipes de Dios” (Sb 7, 14). Por eso Jesús, nuestro Dios y Redentor, no dudó
en llamar amigos suyos a
los que estaban en gracia: “Vosotros
sois mis amigos” (Jn 15, 14). ¡Maldito es el pecado que arrebata esta bella amistad!: “¡Vuestras iniquidades han puesto separación
entre vosotros y vuestro Dios!” (Is
59, 2). Haciendo al alma odiosa para Dios, “odiosos son para
Dios el impío y su impiedad” (Sal 14, 9),
la transforma
de amiga en enemiga de su
Señor ¿Qué debe hacer un pecador que, por desgracia, se ve convertido en enemigo de Dios? Necesita encontrar un
mediador, que le obtenga el perdón y le haga recuperar la divina amistad perdida.
“Consolaos –dice
san Bernardo– oh miserables que habéis perdido a
Dios; tu mismo Señor te ha dado el mediador, y éste es su propio Hijo Jesús que puede obtenerte cuanto desees”.
Pero, oh Dios
–prosigue el santo– ¿por qué
los hombres han de juzgar severo
a este Salvador tan compasivo que por salvarnos ha entregado su vida? ¿Por qué han de
tener por terrible al que es del todo amable? ¿Qué teméis, pecadores
desconfiados? Si estáis atemorizados por haber ofendido a Dios, sabed que vuestros pecados Jesús los ha clavado en la cruz a la vez que
sus manos
traspasadas, y ha satisfecho por ello con su muerte a la divina
justicia, y los ha arrancado
de vuestra alma. Estas son sus
hermosas palabras: “Se imagina severo
al que es compasivo; terrible al que es amable. ¿Qué teméis, hombres de
poca fe? Ya clavó los pecados en la cruz con sus
propias manos”. Pero si aún –añade el santo– temes recurrir
a Jesucristo porque te espanta su Majestad
divina, ya que, hecho hombre no deja de ser Dios ¿quieres otro abogado ante este mediador? Recurre a María, porque ella intercederá
por ti ante su Hijo que ciertamente le oirá, y
el Hijo intercederá ante el Padre, que nada puede negar a su Hijo amado. Y concluye
san Bernardo: “Hijitos, ésta es
la escala de los pecadores, ésta es mi mayor
confianza, ésta es toda la razón
de mi esperanza”. Ésta es la escala
de los pecadores, porque por ella suben de nuevo a la alteza de la
gracia divina; ésta es mi suprema
confianza, ésta es toda la razón de mi
esperanza.
1. María nos da la
paz
El Espíritu Santo hace decir a la Santísima Virgen: “Yo soy como un muro, y
mis pechos como torre desde que fui tan favorecida que hallé
en él la paz” (Ct 8, 10). Yo soy, dice
María, la defensa de los que a mí recurren, y mi misericordia es para ellos como torre de defensa. Para eso he sido
constituida por mi Señor, medianera de paz entre los pecadores y
Dios. “María –dice a este propósito el cardenal Hugo–
es la gran reconciliadora que obtiene de Dios la paz para los enemigos, la salud para los perdidos, el perdón para los pecadores, la misericordia para
los desesperados”. Por eso fue
llamada por su divino Esposo, hermosa como los pabellones de Salomón.
En las tiendas de David sólo se trataba de guerra, mientras que en los pabellones de Salomón se trataba sólo de paz. Haciéndonos entender con esto el Espíritu santo que esta Madre de misericordia no trata asuntos de guerra y de venganza contra los pecadores, sino sólo de paz y
perdón de sus culpas.
Por eso fue
María prefigurada en la paloma
de Noé, que saliendo del arca
volvió trayendo en su pico un ramito de olivo, como señal de paz que
Dios otorgaba a los hombres. Y así lo dice san Buenaventura: “Tú eres la
fidelísima paloma que, interponiéndote ante Dios, has obtenido al mundo perdido la paz y la
salvación. María fue la celestial paloma que trajo al mundo perdido el ramo
de olivo, señal de misericordia, ya que en ella nos dio
a Jesucristo que es la fuente
de la misericordia, habiéndonos
obtenido por sus méritos
todas las gracias que Dios nos
concede. Y así como por María fue dada al mundo la paz del cielo, como dice
san Epifanio, así, por medio de María
se siguen reconciliando los pecadores con Dios. Por eso san Alberto le hace decir: “Yo soy la paloma de Noé que trajo a la
Iglesia la paz universal”.
También fue figura de
María el
arco iris que vio san Juan circundando el trono
de Dios: “Y un arco iris alrededor del trono” (Ap 4, 3). “Este arco iris
–explica el cardenal Vitale–
es María que asiste siempre al
tribunal de Dios para mitigar las sentencias y los
castigos que merecen los pecadores”. Y de este
arco iris dice san Bernardino
de Siena, que habló el
Señor cuando dijo a Noé: “Pondré el arco iris en las
nubes del cielo y será signo de mi alianza entre mí y entre
la tierra... Al verlo me
acordaré de mi Alianza
sempiterna” (Gn 9, 13-16). María en verdad –dice san Bernardino
de Siena– es este arco
de paz eterna, porque como Dios, a la vista del arco iris
se acuerda de la paz prometida a la tierra, así, ante las
plegarias de María, perdona a los pecadores las ofensas cometidas y hace con ellos las paces.
Por eso es
también comparada María con la luna: “Hermosa como la luna” (Ct 6, 9).
Así como la luna –dice san Buenaventura– está entre el cielo y la tierra, así María se
interpone continuamente entre Dios y los pecadores, para aplacar al Señor e
iluminar a los pecadores para que retornen a Dios.
2. María emplea sus dones en
favor nuestro
Y ésta fue la principal misión que se le confió a María
en la tierra, levantar a las almas privadas de la divina gracia y reconciliarlas con Dios. “Lleva
a pacer tus cabritas” (Ct 1, 8). Así le dice
el Señor al crearla. Ya se sabe que los
pecadores son figurados en los cabritos,
y que como los elegidos –figurados
en las ovejas– en el juicio final
serán colocados a la derecha, así aquellos, serán colocados a la izquierda.
“Pues bien –dice Guillermo de París– los
tales cabritos están confiados a tus cuidados, excelsa Madre, para
que los conviertas en ovejas, y los que por sus culpas
merecían ser lanzados a la izquierda, por tu intercesión, sean colocados
a la derecha”. El Señor reveló
a santa Catalina de Siena, que había creado a
esta su amada hija como cebo dulcísimo para atraer a los
hombres, especialmente a los pecadores,
y llevarlos a Dios. Y en esto
es digna de notarse la reflexión
que hace sobre este pasaje del Cantar
de los cantares, Guillermo abad, cuando dice que Dios recomienda a María el
cuidado de sus cabritos, porque la Virgen no salva a todos los pecadores,
sino a los que la sirven y la honran. Por el contrario, aquellos que viven
en pecado y no la honran con algún obsequio especial, ni se
encomiendan a ella para salir del
pecado, ésos no son de los cabritos de María, y en el Juicio
final serán colocados a la izquierda
con los condenados”.
Desesperado estaba de
su eterna salvación un noble caballero, por sus muchos
pecados, cuando un religioso le animó
a recurrir a la Santísima Virgen, yendo a visitar una
devota imagen en cierta iglesia. Fue el caballero a la iglesia y, apenas vio la imagen de María, se sintió
como invitado por ella a que se
postrara a sus pies y a poner en ella
su confianza. Va presuroso, se postra, quiere besar los pies de la imagen, que era de talla, y
María, desde la imagen le tiende la mano para
dársela a besar, y ve en la mano
de María este escrito: “Hijo mío, no desesperes que yo te libraré de tus pecados
y de los temores que te oprimen”. Y se cuenta
que al leer aquel pecador tan dulces palabras, sintió tanto dolor de sus
pecados, y sintió tan intenso amor a Dios y a su dulce
Madre que, poco después expiró a
los pies de la santa imagen.
¡Cuántos son los
pecadores obstinados que cada
día atrae hacia Dios este
imán de los corazones!, como ella
misma se llamó diciendo a santa Brígida: “Como el imán
atrae al hierro, así atraigo hacia mí los corazones
más endurecidos para reconciliarlos con Dios”. Yo por mi parte
podría referir muchos casos sucedidos en nuestras misiones,
en que pecadores que permanecían duros como el hierro a todas las predicaciones, al oír el sermón
de la misericordia de María,
se compungían y tornaban a Dios. Cuenta san Gregorio que el unicornio es un animal tan fiero
que no hay quien lo pueda cazar; sólo a la voz de una doncella,
se rinde, se acerca y se deja atar por ella sin oponer
resistencia. ¡Cuántos pecadores más fieros que las mismas fieras, que huyen
de Dios, a la voz de esta sublime Virgencita que es María,
se acogen a ella y se dejan atar dulcemente con Dios!
3. María es Madre
de Dios para ejercer la misericordia
Para eso –dice san Juan Crisóstomo– ha
sido hecha la Virgen María Madre de
Dios, a fin de que los infelices que
por su mala vida no podrían
salvarse conforme a la justicia divina, con su dulce misericordia y con su poderosa intercesión,
obtengan por su medio la salvación eterna. Sí –afirma san Anselmo– ha sido ensalzada para ser Madre de Dios, más
en beneficio de los pecadores que de los justos, ya que Jesús
declaró que había venido a
llamar no a los justos sino a los pecadores. Que por eso canta la Iglesia:
“Al pecador no aborreces, porque sin él no serías
la Madre del Redentor”.
Así es como la reconviene amorosamente Guillermo de París: “María, estás obligada
a ayudar a los pecadores, pues todos los dones, gracias y grandezas –que todas quedan comprendidas en tu dignidad
de ser Madre de Dios– todo, si así es lícito
hablar, lo debes a los pecadores, pues para ellos has
sido hallada digna de tener
a Dios por Hijo”. Pues si María –concluye
san Anselmo– ha sido
hecha Madre de Dios para los pecadores ¿cómo
yo, siendo tan grandes mis pecados podré desconfiar del perdón?
La santa Iglesia nos hace saber en la oración de la Misa de la vigilia de la Asunción,
que la Madre de Dios ha sido asunta de la tierra al cielo para
que interceda por nosotros ante Dios
con absoluta confianza de ser escuchada. Reza la oración: “...A la cual
la has trasladado de este
mundo, a fin de que interceda con toda confianza para
que se nos perdonen los pecados”. Por esto
san Justino dice que es árbitro: “el Verbo ha puesto a la Virgen
como árbitro”. Árbitro es lo mismo que apaciguador, a quien
las dos partes en conflicto acuden exponiendo sus razones.
Con lo que quiere decir el
santo que, como Jesús es el mediador
ante el eterno Padre, así María es la mediadora ante Jesús, a la cual expone Jesús todos los agravantes
que, como juez, tiene en contra de
nosotros.
4. María atiende a todos sin
excepción
San Andrés Cretense llama a María la fianza y seguridad de nuestra reconciliación
con Dios: “Dándonos el Señor esta
prenda, nos ha otorgado la garantía
de los perdones divinos”. Con lo cual quiere significar el santo,
que Dios va buscando la manera de reconciliarse con los pecadores perdonándolos, y para que no desconfíen del perdón, les ha dado como prenda a María. Por eso la saluda:
“Salve, reconciliadora de Dios con
los hombres”. Dios te
salve, apaciguadora entre Dios
y los hombres. De aquí toma ocasión san Buenaventura y anima
a todos los pecadores diciéndoles: “Si temes por tus culpas, que Dios, indignado, quiera vengarse de ti. ¿Qué debes hacer? Vete y recurre
a María que es la esperanza de los
pecadores; y si después temes que ella rehúse ponerse de tu
parte, has de saber que ella no puede dejar de defenderte, porque Dios mismo le ha asignado el oficio de defender a los pecadores”.
¿Cómo podrá perecer –exclama el abad Adán– el pecador al que la misma madre del
juez se ofrece como madre e
intercesora? ¿Y tú, que
eres la madre de la misericordia, te desdeñarás de pedir a tu Hijo, que es el
juez, por otro hijo tuyo, que es el pecador? ¿Te negarás tal vez, a
interceder ante el Redentor por un alma redimida por él, que
por salvar a los pecadores ha muerto en la cruz? Ciertamente que no te negarás a ello; antes por el contrario, te
empeñarás con todo tu amor
en rogar por los que a ti
recurren, sabiendo, como sabes muy bien, que el mismo Señor que ha constituido a tu Hijo mediador de paz entre
Dios y los hombres, al mismo tiempo
te ha puesto a ti como apaciguadora
entre el juez y el reo.
Inspirado en el mismo pensamiento,
dice san Bernardo: “Dale
gracias al que te suministró tan gran
intercesora”. Seas quien seas, pecador, encenagado en el lodazal de tus culpas y aunque hayas envejecido en el
vicio, no desconfíes; da gracias
a tu Señor que para tener misericordia contigo, no sólo te ha dado al Hijo por tu
abogado, sino que además, para darte ánimo y
confianza, ha
querido darte una mediadora de tal calidad, que obtiene
cuanto quiere con sus plegarias. Ánimo, recurre a María y te salvarás.
EJEMPLO: Conversión
de la infeliz Benita
Refieren el B.
Alano y Bonifacio, que vivía
en Florencia una joven llamada
Benita, pero que más bien
merecía llamarse maldita por la vida escandalosa y deshonesta
que llevaba. Para su fortuna llegó a
predicar en una ciudad Santo Domingo, y ella, por mera curiosidad fue a escucharle. Y el
Señor le puso tal compunción en su corazón al oírlo, que llorando se fue a confesar con el santo. Éste la
confesó, la absolvió y le
impuso de penitencia rezar el rosario diariamente. Pero la infeliz, arrastrada por sus malos
hábitos, volvió a su mala vida. Lo supo el santo, y yéndola
a buscar, obtuvo de ella que se confesara de nuevo. Y Dios, para confirmarla en la virtud,
le hizo ver el infierno y en él,
algunos que por su culpa se
habían condenado. Después, en un libro abierto, le hizo leer el pavoroso
recuento de sus pecados. Horrorizada
la penitente ante semejante visión, acudió a María para que la ayudase. Y se le dio a entender que esta divina Madre le había conseguido de Dios espacio de tiempo para llorar todas sus liviandades.
Pasada la visión, Benita se
entregó a una vida santa;
pero teniendo siempre ante los ojos
aquel terrible proceso que había visto, un día se puso a rezarle así a su consoladora: “Madre,
es verdad que yo, por mis excesos debería estar en lo profundo del infierno, pero ya que tú, con tu intercesión, me has librado obteniéndome
tiempo de hacer penitencia, te pido esta otra gracia: no quiero dejar nunca de llorar mis pecados,
pero haz que sean borrados
de aquel libro”. Hecha esta oración, se le apareció la Virgen
y le dijo que, para obtener lo
que pedía, era necesario que, en
adelante, se acordase de la misericordia
que Dios había tenido con ella y de la
Pasión que su Hijo había sufrido por amor de
ella; y que considerase que cuántos, con menos culpas que ella,
se habían condenado... Habiendo obedecido Benita fielmente a la Santísima Virgen, un día se le apareció Jesucristo, mostrándole
aquel libro le dijo: Mira, tus pecados
están borrados y el libro
en blanco: escribe
ahora actos de amor y de virtud.
Así lo hizo Benita, llevando
una vida santa y
teniendo una santa muerte.
ORACIÓN DE CONFIANZA EN MARÍA
Señora mía, siendo tu oficio el de mediadora entre los pecadores y Dios, ”ea, pues, abogada nuestra”, cumple también ese oficio conmigo. No me digas que mi causa es muy difícil de ganar; pues yo sé, como me dicen todos, que toda causa por desesperada que sea, si la defiendes tú, jamás se pierde.
Podría temer si sólo mirase la muchedumbre de mis pecados, y tú no aceptaras defenderme, pero al ver tu misericordia inmensa, y el sumo deseo de ayudar al pecador que late en tu corazón, nada temo. ¿Quién se perdió jamás habiendo recurrido a ti?
Por eso te
llamo en mi socorro, mi abogada,
mi refugio y mi esperanza.
II
María, abogada compasiva, no rehúsa defender la causa de los más desdichados
1. María, compasiva con todos
Son tantos los motivos
que tenemos para amar a esta
nuestra amorosa Reina, que si en toda la tierra se alabase
a María, si en todas las predicaciones sólo se hablase de María, y todos los hombres dieran la vida por María, todo esto sería poco en comparación a la gratitud que le debemos
por el amor tan excesivamente tierno que ella tiene
para todos los hombres, aunque sean los más miserables pecadores,
si conservan para con ella algún
afecto y devoción.
Decía el V.
Raimundo Jordano, que por humildad se llamaba el
Idiota, que María no
puede dejar de amar a quien le ama, y no se
desdeña de servir a quien le
sirve, empleando, en favor
de los pecadores, todo su poder de intercesión para conseguir de su Hijo divino, el perdón para esos
siervos que la aman. Es tanta su
benignidad y misericordia, prosigue diciendo, que ninguno, por perdido que se vea, debe temer postrarse a sus pies, pues no
rechaza a nadie de los que
a ella acuden. María, como amantísima abogada nuestra, ella misma ofrece a Dios las plegarias
de sus siervos y señaladamente las que a ella se
dirigen; porque así como el Hijo intercede por nosotros ante el Padre, así ella intercede por
nosotros ante el Hijo y no deja de tratar ante ambos, el negocio
de nuestra salvación y de obtenernos las gracias que le pedimos. Con razón Dionisio
Cartujano llama a la Virgen
Santísima especial refugio de los abandonados,
esperanza de los miserables y abogada de todos los
pecadores que a ella acuden.
Pero si se encontrara
un pecador que no dudara de su poder, pero sí de la bondad de María, temeroso de que ella no quisiera ayudarlo por la gravedad
de sus culpas, lo anima san Buenaventura diciéndole: “Grande y singular
es el privilegio que tiene María ante su Hijo, de obtener cuanto quiere con sus plegarias. Pero ¿de qué nos serviría este gran
poder de María si no pensara en preocuparse de nosotros?
No, no dudemos, estemos seguros y demos
siempre gracias al Señor
y a su divina Madre,
porque si delante de Dios
es más poderosa que todos
los santos, así también es la
abogada más amorosa y solícita de nuestro bien. Exclama jubiloso san Germán: “Oh Madre de misericordia
¿Quién, después de tu Jesús,
tiene tanto interés por nosotros y por nuestro bien como tú?
¿Quién nos defiende en nuestros trabajos y aflicciones, como nos
defiendes tú? ¿Quién como tú,
se pone a defender a los
pecadores combatiendo a su favor? Tu protección, oh María, es más poderosa y cariñosa de lo que nosotros podemos
imaginar”. Dice el Idiota, que todos
los demás santos, pueden con su patrocinio, ayudar
más a sus devotos que a los que
no lo son, pero la Madre de
Dios, como es la Reina de todos, así es también la abogada
de todos.
2. María, siempre a punto para socorrernos
Ella se preocupa de
todos, aun de los más pecadores, y
le agrada que la llamen Abogada, como ella misma lo declaró a la V.
sor María Villani,
diciéndole: “Yo, después del
título de Madre de Dios,
me glorío de ser llamada abogada de los pecadores”. Dice el B. Amadeo, que nuestra Reina, no deja de estar ante la presencia de la divina Majestad,
intercediendo continuamente por nosotros con sus
poderosas plegarias. Y como conoce en el cielo nuestras
miserias y necesidades, no puede
dejar de compadecerse; por lo que, con afecto de madre, llena de compasión por nosotros, piadosa y benigna,
busca siempre el modo de socorrernos y
salvarnos. Por eso Ricardo de San Lorenzo
anima a
todos por miserables que sean,
a recurrir con confianza a esta dulce
abogada, teniendo por seguro que la encontrará siempre dispuestísima a ayudarlo. El abad
Godofredo dice también
que María está siempre atenta
a rogar por todos.
Exclama san Bernardo: “¡Con cuánta eficacia y amor trata el asunto de nuestra salvación esta buenísima abogada
nuestra!” San Agustín meditando el amor y
el empeño con
que María se empeña continuamente en
rogar por nosotros a su divina
Majestad para que el Señor nos perdone los pecados, nos asista
con su gracia, nos libre de los peligros y nos alivie de nuestras miserias, dice
hablando con la Santísima Virgen: “Eres
única en la solicitud por ayudarnos desde el cielo”. Quiere decir: Señora, es verdad que todos los
santos quieren nuestra salvación y rezan por
nosotros; pero la caridad y ternura
que tú nos demuestras en el cielo al obtenernos con tus plegarias tantas misericordias de Dios,
nos fuerza a proclamar que no tenemos
en el cielo otra abogada más que a ti, y que tú eres la más solícita y deseosa de nuestro bien. ¿Quién podrá comprender
la solicitud con que siempre intercede María ante Dios
a favor nuestro? Dice san Germán: “No se sacia de defendernos”. Hermosa expresión: Es tanta la piedad
y tanto el amor que siente María por nosotros y
tanto el amor que nos profesa, que
siempre ruega y torna a
rogar, y nunca se sacia de rogar por nosotros, y con sus ruegos no se cansa de defendernos.
Pobres de nosotros pecadores,
si no tuviéramos esta excelsa abogada, tan poderosa, tan piadosa, y a la vez,
tan prudente y sabia, que el juez, su Hijo, no puede condenar a los reos que ella defiende, así lo dice Ricardo de San Lorenzo.
Las causas defendidas por esta abogada
sapientísima, todas se ganan.
San Juan Geómetra la saluda: Salve, árbitra que dirime todas nuestras querellas. Es que todas las causas que defiende esta sapientísima abogada, se ganan. Por eso san Buenaventura
la llama la sabia Abigail. Fue Abigail la mujer que supo aplacar con sus hermosas súplicas
a David cuando estaba enojado
contra Nabal, de manera que el mismo David la bendijo agradeciéndola
que con sus dulces maneras le hubiera impedido vengarse
de Nabal con sus propias manos: “Bendita tú que me has impedido tomar venganza derramando su sangre
con mis manos” (1R 25,
33). Esto es precisamente lo que hace
María de continuo en el cielo en beneficio de los pecadores;
ella, con sus plegarias tiernas y sabias, sabe de tal manera aplacar a la divina Justicia, que Dios mismo la bendice y
como que le da las gracias porque así le impida abandonar y castigar a los
pecadores como se merecen. Por eso, dice san
Bernardo, el eterno Padre porque quiere
ejercer toda la misericordia posible, además de tener junto a sí a nuestro
principal abogado Jesucristo, nos ha dado a
María como abogada ante Jesús.
3. María personifica la misericordia de Dios
No hay duda, dice
san Bernardo de que Jesús es el
único mediador de justicia entre los hombres y Dios,
quien en
virtud de sus propios méritos, puede
y quiere, según sus promesas, obtenernos el perdón y la divina
gracia; pero porque los hombres reconocen y temen en Jesucristo su Majestad divina, que en él reside
como Dios, por eso fue preciso asignar otra abogada a la que pudiéramos recurrir con menos temor y más confianza; y ésta es María,
fuera de la cual no podemos encontrar abogada más poderosa ante la
divina Majestad y más misericordiosa para con nosotros. Estas
son sus hermosas palabras “El fiel y poderoso, es el mediador entre Dios
y los hombres; pero los hombres
tienen en él la Majestad. Es por tanto necesario
que haya un mediador para con el mismo
mediador; y nadie más útil
para nosotros que María”. Pero gran injuria haría a la piedad de
María, sigue diciendo el santo, el que aún temiera acudir a los pies
de esta abogada dulcísima, que nada tiene
de severo ni terrible, sino que es del
todo cortés, amable y benigna. Lee y vuelve
a leer cuanto quieras, sigue diciendo
san Bernardo, todo lo que se
narra en los Evangelios, y si encuentras algún rastro de severidad en María, entonces
puedes temer acercarte a ella.
Pues no la encontrarás; por lo cual recurre gozosamente a ella, porque te salvará con su intercesión.
Es muy hermosa
la exclamación que pone Guillermo de París, en boca del
pecador que recurre a María, diciendo: “A ti acudiré y hasta en ti me refugiaré, Madre de Dios, a la que toda la reunión
de los santos aclama como Madre de misericordia”. Madre de Dios,
yo, en el estado miserable a que me veo reducido por mis pecados, recurro a
ti, lleno de confianza; y aunque pareciera que me desechas, yo te recuerdo
que estás en cierto modo obligada a ayudar,
pues todos los fieles en la
Iglesia, te llaman y proclaman Madre de
misericordia. “Tú, en verdad, cuya generosidad te hace
incapaz de repulsas, cuya misericordia
nunca a nadie le falló, cuya amabilidad extraordinaria nunca
despreció a nadie que te invocó,
por pecador que fuera”... Tú, María, eres la que, por ser tan bien
amada de Dios, siempre eres por
él escuchada; tu gran piedad jamás le ha fallado a nadie;
tu afabilidad, jamás te ha permitido despreciar a un pecador,
por enormes que fueran sus faltas, si a ti se ha
encomendado. ¿Es que, tal vez
falsamente y en vano toda la
Iglesia te aclama como su
abogada y refugio de los miserables? jamás suceda, Madre mía, que
mis culpas puedan impedirte cumplir el gran oficio de piedad
que tienes, y con el que eres a la
vez, abogada y medianera de paz entre Dios y los
hombres, y después de tu
Hijo, la única esperanza y el refugio seguro de
los miserables. Todo lo que tienes de gracia y de gloria, y la misma grandeza de ser Madre de Dios –si así se puede hablar– lo debes a los pecadores, ya que para salvarlos, Dios te
ha hecho su Madre. Lejos de pensar acerca de
esta Madre de dios, que dio
a luz al mundo el manantial de la piedad, que ella
vaya a negar su misericordia a un
infeliz que a ella recurre. Puesto que tu oficio, María, es ser pacificadora
entre Dios y los hombres, que te mueva
a socorrerme tu gran piedad, que es incomparablemente superior a todos mis vicios y pecados.
Consolaos, pues, pusilánimes –diré con santo Tomás de Villanueva– respirad y cobrad ánimo, desventurados pecadores: Esta Virgen excelsa, que es la Madre de vuestro Dios y vuestro Juez, ella misma es la abogada del género humano; idónea porque puede ante Dios cuanto quiere; sapientísima porque conoce todos los secretos para aplacarlo; y universal porque acoge a todos y no rehúsa defender a ninguno.
EJEMPLO: Singular favor de María a Beatriz
La piedad y compasión de María hacia el pecador bien se mostró en el caso de Beatriz, monja en el monasterio de Monte Eraldo, como lo refieren Cesáreo y el P. Rho.
Esta infeliz religiosa, vencida por el amor desordenado a un joven, decidió fugarse con él. Y, en efecto, un día, la desdichada, fue ante la imagen de María y allí depositó las llaves del monasterio, pues era la portera, y se fugó. Marchando a un país lejano, vivió como mujer de la vida durante quince años. Sucedió que llegó por allí el proveedor del monasterio y ella, pensando que no la reconocería, le preguntó si conocía a sor Beatriz. Muy bien la conozco, le respondió: es una santa monja y ahora es una maestra de novicias. Ante esta noticia, ella quedó confusa y maravillada, no acertando a comprender qué había pasado. Y por cerciorarse, cambió de indumentaria y viajó al monasterio. Hizo llamar a sor Beatriz, y he aquí que se le presenta delante la Santísima Virgen en la figura de aquella imagen ante la que había dejado el hábito y las llaves. Y la Madre de Dios le habló así: “Has de saber, Beatriz, que yo, para impedir tu deshonor, he tomado tu figura, y he hecho tus veces durante estos quince años en que has vivido alejada del monasterio y de Dios, haciendo tus oficios. Hija, vuelve, haz penitencia, que mi Hijo aún te espera; y procura con una santa vida, conservar el buen nombre que te he conquistado”. Dicho esto desapareció.
Beatriz entró en el monasterio,
retomando el hábito de religiosa y, agradecida
a tan gran misericordia de María vivió como una santa. Y en la hora de la muerte lo manifestó todo para gloria de esta gran Señora.
ORACIÓN A NUESTRA
ABOGADA
Excelsa Madre de mi Señor, ya comprendoque mis ingratitudes, durante tantos años contigo y con Dios, hacen que yo merezca, con razón, que dejes tú te preocuparte de mí, ya que el ingrato no merece beneficios. Pero yo, sublime Señora, tengo un gran concepto de tu bondad, que es mucho mayor que mi ingratitud.
Prosigue, refugio de pecadores, y no dejes de socorrer a uno que en ti confía. Madre de misericordia, extiende tu mano, y levanta a un caído que implora tu piedad. María, o me defiendes tú, o me dices a quién debo acudir para que mejor que tú me defienda. Mas ¿dónde podré encontrar abogada ante Dios más compasiva y poderosa que tú, que eres su Madre?
Tú, al ser elegida como Madre del Salvador, has sido creada para salvar pecadores, y a mí me has sido otorgada para conseguirme la salvación. María, salva al que a ti recurre. Yo no merezco tu amor, pero el deseo que tienes de salvar a los perdidos, me hace tener confianza en que me amas. Y si tú me quieres ¿cómo me voy a perder?
Amada Madre mía, si me salvo por ti, como lo espero, ya no seré jamás ingrato; compensaré con alabanzas perpetuas, y con todo el amor del alma mía, mis ingratitudes pasadas y el amor que siempre me has tenido. En el cielo, donde reinas y reinarás por siempre, feliz cantaré tu misericordia, y besaré sin cesar esas manos amorosas que tantas veces me libraron del infierno cuantas yo lo merecí con mis pecados.
María, mi libertadora, mi esperanza, mi Reina y mi Abogada, Madre mía, yo te amo, y te quiero amar con todo el corazón y siempre. Amén, amén. Así lo espero, así sea.
III
María es la reconciliadora de los
pecadores con Dios
1. María tiene por oficio ejercer la misericordia
La gracia de Dios
es un tesoro
extremadamente grande y deseable para el cristiano. El
Espíritu Santo lo llama tesoro infinito, porque por
medio de la gracia divina, somos elevados a la dignidad de amigos de Dios:
“Es un tesoro infinito, que a quienes lo han utilizado, los ha
hecho partícipes de Dios” (Sb 7, 14). Por eso Jesús, nuestro Dios y Redentor, no dudó
en llamar amigos suyos a
los que estaban en gracia: “Vosotros
sois mis amigos” (Jn 15, 14). ¡Maldito es el pecado que arrebata esta bella amistad!: “¡Vuestras iniquidades han puesto separación
entre vosotros y vuestro Dios!” (Is
59, 2). Haciendo al alma odiosa para Dios, “odiosos son para
Dios el impío y su impiedad” (Sal 14, 9),
la transforma
de amiga en enemiga de su
Señor ¿Qué debe hacer un pecador que, por desgracia, se ve convertido en enemigo de Dios? Necesita encontrar un
mediador, que le obtenga el perdón y le haga recuperar la divina amistad perdida.
“Consolaos –dice
san Bernardo– oh miserables que habéis perdido a
Dios; tu mismo Señor te ha dado el mediador, y éste es su propio Hijo Jesús que puede obtenerte cuanto desees”.
Pero, oh Dios
–prosigue el santo– ¿por qué
los hombres han de juzgar severo
a este Salvador tan compasivo que por salvarnos ha entregado su vida? ¿Por qué han de
tener por terrible al que es del todo amable? ¿Qué teméis, pecadores
desconfiados? Si estáis atemorizados por haber ofendido a Dios, sabed que vuestros pecados Jesús los ha clavado en la cruz a la vez que
sus manos
traspasadas, y ha satisfecho por ello con su muerte a la divina
justicia, y los ha arrancado
de vuestra alma. Estas son sus
hermosas palabras: “Se imagina severo
al que es compasivo; terrible al que es amable. ¿Qué teméis, hombres de
poca fe? Ya clavó los pecados en la cruz con sus
propias manos”. Pero si aún –añade el santo– temes recurrir
a Jesucristo porque te espanta su Majestad
divina, ya que, hecho hombre no deja de ser Dios ¿quieres otro abogado ante este mediador? Recurre a María, porque ella intercederá
por ti ante su Hijo que ciertamente le oirá, y
el Hijo intercederá ante el Padre, que nada puede negar a su Hijo amado. Y concluye
san Bernardo: “Hijitos, ésta es
la escala de los pecadores, ésta es mi mayor
confianza, ésta es toda la razón
de mi esperanza”. Ésta es la escala
de los pecadores, porque por ella suben de nuevo a la alteza de la
gracia divina; ésta es mi suprema
confianza, ésta es toda la razón de mi
esperanza.
2. María nos da la
paz
El Espíritu Santo hace decir a la Santísima Virgen: “Yo soy como un muro, y
mis pechos como torre desde que fui tan favorecida que hallé
en él la paz” (Ct 8, 10). Yo soy, dice
María, la defensa de los que a mí recurren, y mi misericordia es para ellos como torre de defensa. Para eso he sido
constituida por mi Señor, medianera de paz entre los pecadores y
Dios. “María –dice a este propósito el cardenal Hugo–
es la gran reconciliadora que obtiene de Dios la paz para los enemigos, la salud para los perdidos, el perdón para los pecadores, la misericordia para
los desesperados”. Por eso fue
llamada por su divino Esposo, hermosa como los pabellones de Salomón.
En las tiendas de David sólo se trataba de guerra, mientras que en los pabellones de Salomón se trataba sólo de paz. Haciéndonos entender con esto el Espíritu santo que esta Madre de misericordia no trata asuntos de guerra y de venganza contra los pecadores, sino sólo de paz y
perdón de sus culpas.
Por eso fue
María prefigurada en la paloma
de Noé, que saliendo del arca
volvió trayendo en su pico un ramito de olivo, como señal de paz que
Dios otorgaba a los hombres. Y así lo dice san Buenaventura: “Tú eres la
fidelísima paloma que, interponiéndote ante Dios, has obtenido al mundo perdido la paz y la
salvación. María fue la celestial paloma que trajo al mundo perdido el ramo
de olivo, señal de misericordia, ya que en ella nos dio
a Jesucristo que es la fuente
de la misericordia, habiéndonos
obtenido por sus méritos
todas las gracias que Dios nos
concede. Y así como por María fue dada al mundo la paz del cielo, como dice
san Epifanio, así, por medio de María
se siguen reconciliando los pecadores con Dios. Por eso san Alberto le hace decir: “Yo soy la paloma de Noé que trajo a la
Iglesia la paz universal”.
También fue figura de
María el
arco iris que vio san Juan circundando el trono
de Dios: “Y un arco iris alrededor del trono” (Ap 4, 3). “Este arco iris
–explica el cardenal Vitale–
es María que asiste siempre al
tribunal de Dios para mitigar las sentencias y los
castigos que merecen los pecadores”. Y de este
arco iris dice san Bernardino
de Siena, que habló el
Señor cuando dijo a Noé: “Pondré el arco iris en las
nubes del cielo y será signo de mi alianza entre mí y entre
la tierra... Al verlo me
acordaré de mi Alianza
sempiterna” (Gn 9, 13-16). María en verdad –dice san Bernardino
de Siena– es este arco
de paz eterna, porque como Dios, a la vista del arco iris
se acuerda de la paz prometida a la tierra, así, ante las
plegarias de María, perdona a los pecadores las ofensas cometidas y hace con ellos las paces.
Por eso es
también comparada María con la luna: “Hermosa como la luna” (Ct 6, 9).
Así como la luna –dice san Buenaventura– está entre el cielo y la tierra, así María se
interpone continuamente entre Dios y los pecadores, para aplacar al Señor e
iluminar a los pecadores para que retornen a Dios.
3. María emplea sus dones en
favor nuestro
Y ésta fue la principal misión que se le confió a María
en la tierra, levantar a las almas privadas de la divina gracia y reconciliarlas con Dios. “Lleva
a pacer tus cabritas” (Ct 1, 8). Así le dice
el Señor al crearla. Ya se sabe que los
pecadores son figurados en los cabritos,
y que como los elegidos –figurados
en las ovejas– en el juicio final
serán colocados a la derecha, así aquellos, serán colocados a la izquierda.
“Pues bien –dice Guillermo de París– los
tales cabritos están confiados a tus cuidados, excelsa Madre, para
que los conviertas en ovejas, y los que por sus culpas
merecían ser lanzados a la izquierda, por tu intercesión, sean colocados
a la derecha”. El Señor reveló
a santa Catalina de Siena, que había creado a
esta su amada hija como cebo dulcísimo para atraer a los
hombres, especialmente a los pecadores,
y llevarlos a Dios. Y en esto
es digna de notarse la reflexión
que hace sobre este pasaje del Cantar
de los cantares, Guillermo abad, cuando dice que Dios recomienda a María el
cuidado de sus cabritos, porque la Virgen no salva a todos los pecadores,
sino a los que la sirven y la honran. Por el contrario, aquellos que viven
en pecado y no la honran con algún obsequio especial, ni se
encomiendan a ella para salir del
pecado, ésos no son de los cabritos de María, y en el Juicio
final serán colocados a la izquierda
con los condenados”.
Desesperado estaba de
su eterna salvación un noble caballero, por sus muchos
pecados, cuando un religioso le animó
a recurrir a la Santísima Virgen, yendo a visitar una
devota imagen en cierta iglesia. Fue el caballero a la iglesia y, apenas vio la imagen de María, se sintió
como invitado por ella a que se
postrara a sus pies y a poner en ella
su confianza. Va presuroso, se postra, quiere besar los pies de la imagen, que era de talla, y
María, desde la imagen le tiende la mano para
dársela a besar, y ve en la mano
de María este escrito: “Hijo mío, no desesperes que yo te libraré de tus pecados
y de los temores que te oprimen”. Y se cuenta
que al leer aquel pecador tan dulces palabras, sintió tanto dolor de sus
pecados, y sintió tan intenso amor a Dios y a su dulce
Madre que, poco después expiró a
los pies de la santa imagen.
¡Cuántos son los
pecadores obstinados que cada
día atrae hacia Dios este
imán de los corazones!, como ella
misma se llamó diciendo a santa Brígida: “Como el imán
atrae al hierro, así atraigo hacia mí los corazones
más endurecidos para reconciliarlos con Dios”. Yo por mi parte
podría referir muchos casos sucedidos en nuestras misiones,
en que pecadores que permanecían duros como el hierro a todas las predicaciones, al oír el sermón
de la misericordia de María,
se compungían y tornaban a Dios. Cuenta san Gregorio que el unicornio es un animal tan fiero
que no hay quien lo pueda cazar; sólo a la voz de una doncella,
se rinde, se acerca y se deja atar por ella sin oponer
resistencia. ¡Cuántos pecadores más fieros que las mismas fieras, que huyen
de Dios, a la voz de esta sublime Virgencita que es María,
se acogen a ella y se dejan atar dulcemente con Dios!
4. María es Madre
de Dios para ejercer la misericordia
Para eso –dice san Juan Crisóstomo– ha
sido hecha la Virgen María Madre de
Dios, a fin de que los infelices que
por su mala vida no podrían
salvarse conforme a la justicia divina, con su dulce misericordia y con su poderosa intercesión,
obtengan por su medio la salvación eterna. Sí –afirma san Anselmo– ha sido ensalzada para ser Madre de Dios, más
en beneficio de los pecadores que de los justos, ya que Jesús
declaró que había venido a
llamar no a los justos sino a los pecadores. Que por eso canta la Iglesia:
“Al pecador no aborreces, porque sin él no serías
la Madre del Redentor”.
Así es como la reconviene amorosamente Guillermo de París: “María, estás obligada
a ayudar a los pecadores, pues todos los dones, gracias y grandezas –que todas quedan comprendidas en tu dignidad
de ser Madre de Dios– todo, si así es lícito
hablar, lo debes a los pecadores, pues para ellos has
sido hallada digna de tener
a Dios por Hijo”. Pues si María –concluye
san Anselmo– ha sido
hecha Madre de Dios para los pecadores ¿cómo
yo, siendo tan grandes mis pecados podré desconfiar del perdón?
La santa Iglesia nos hace saber en la oración de la Misa de la vigilia de la Asunción,
que la Madre de Dios ha sido asunta de la tierra al cielo para
que interceda por nosotros ante Dios
con absoluta confianza de ser escuchada. Reza la oración: “...A la cual
la has trasladado de este
mundo, a fin de que interceda con toda confianza para
que se nos perdonen los pecados”. Por esto
san Justino dice que es árbitro: “el Verbo ha puesto a la Virgen
como árbitro”. Árbitro es lo mismo que apaciguador, a quien
las dos partes en conflicto acuden exponiendo sus razones.
Con lo que quiere decir el
santo que, como Jesús es el mediador
ante el eterno Padre, así
María es la mediadora ante Jesús, a la cual expone Jesús todos los agravantes
que, como juez, tiene en contra de
nosotros.
5. María atiende a todos sin
excepción
San Andrés Cretense llama a María la fianza y seguridad de nuestra reconciliación
con Dios: “Dándonos el Señor esta
prenda, nos ha otorgado la garantía
de los perdones divinos”. Con lo cual quiere significar el santo,
que Dios va buscando la manera de reconciliarse con los pecadores perdonándolos, y para que no desconfíen del perdón, les ha dado como prenda a María. Por eso la saluda:
“Salve, reconciliadora de Dios con
los hombres”. Dios te
salve, apaciguadora entre Dios
y los hombres. De aquí toma ocasión san Buenaventura y anima
a todos los pecadores diciéndoles: “Si temes por tus culpas, que Dios, indignado, quiera vengarse de ti. ¿Qué debes hacer? Vete y recurre
a María que es la esperanza de los
pecadores; y si después temes que ella rehúse ponerse de tu
parte, has de saber que ella no puede dejar de defenderte, porque Dios mismo le ha asignado el oficio de defender a los pecadores”.
¿Cómo podrá perecer –exclama el abad Adán– el pecador al que la misma madre del
juez se ofrece como madre e
intercesora? ¿Y tú, que
eres la madre de la misericordia, te desdeñarás de pedir a tu Hijo, que es el
juez, por otro hijo tuyo, que es el pecador? ¿Te negarás tal vez, a
interceder ante el Redentor por un alma redimida por él, que
por salvar a los pecadores ha muerto en la cruz? Ciertamente que no te negarás a ello; antes por el contrario, te
empeñarás con todo tu amor
en rogar por los que a ti
recurren, sabiendo, como sabes muy bien, que el mismo Señor que ha constituido a tu Hijo mediador de paz entre
Dios y los hombres, al mismo tiempo
te ha puesto a ti como apaciguadora
entre el juez y el reo.
Inspirado en el mismo pensamiento,
dice san Bernardo: “Dale
gracias al que te suministró tan gran
intercesora”. Seas quien seas, pecador, encenagado en el lodazal de tus culpas y aunque hayas envejecido en el
vicio, no desconfíes; da gracias
a tu Señor que para tener misericordia contigo, no sólo te ha dado al Hijo por tu
abogado, sino que además, para darte ánimo y
confianza, ha
querido darte una mediadora de tal calidad, que obtiene
cuanto quiere con sus plegarias. Ánimo, recurre a María y te salvarás.
EJEMPLO:Conversión
de la infeliz Benita
Refieren el B.
Alano y Bonifacio, que vivía
en Florencia una joven llamada
Benita, pero que más bien
merecía llamarse maldita por la vida escandalosa y deshonesta
que llevaba. Para su fortuna llegó a
predicar en una ciudad Santo Domingo, y ella, por mera curiosidad fue a escucharle. Y el
Señor le puso tal compunción en su corazón al oírlo, que llorando se fue a confesar con el santo. Éste la
confesó, la absolvió y le
impuso de penitencia rezar el rosario diariamente. Pero la infeliz, arrastrada por sus malos
hábitos, volvió a su mala vida. Lo supo el santo, y yéndola
a buscar, obtuvo de ella que se confesara de nuevo. Y Dios, para confirmarla en la virtud,
le hizo ver el infierno y en él,
algunos que por su culpa se
habían condenado. Después, en un libro abierto, le hizo leer el pavoroso
recuento de sus pecados. Horrorizada
la penitente ante semejante visión, acudió a María para que la ayudase. Y se le dio a entender que esta divina Madre le había conseguido de Dios espacio de tiempo para llorar todas sus liviandades.
Pasada la visión, Benita se
entregó a una vida santa;
pero teniendo siempre ante los ojos
aquel terrible proceso que había visto, un día se puso a rezarle así a su consoladora: “Madre,
es verdad que yo, por mis excesos debería estar en lo profundo del infierno, pero ya que tú, con tu intercesión, me has librado obteniéndome
tiempo de hacer penitencia, te pido esta otra gracia: no quiero dejar nunca de llorar mis pecados,
pero haz que sean borrados
de aquel libro”. Hecha esta oración, se le apareció la Virgen
y le dijo que, para obtener lo
que pedía, era necesario que, en
adelante, se acordase de la misericordia
que Dios había tenido con ella y de la
Pasión que su Hijo había sufrido por amor de
ella; y que considerase que cuántos, con menos culpas que ella,
se habían condenado... Habiendo obedecido Benita fielmente a la Santísima Virgen, un día se le apareció Jesucristo, mostrándole
aquel libro le dijo: Mira, tus pecados
están borrados y el libro
en blanco: escribe
ahora actos de amor y de virtud.
Así lo hizo Benita, llevando
una vida santa y
teniendo una santa muerte.
ORACIÓN DE CONFIANZA EN MARÍA
Señora mía, siendo tu oficio el de mediadora entre los pecadores y Dios, ”ea, pues, abogada nuestra”, cumple también ese oficio conmigo. No me digas que mi causa es muy difícil de ganar; pues yo sé, como me dicen todos, que toda causa por desesperada que sea, si la defiendes tú, jamás se pierde.
Podría temer si sólo mirase la muchedumbre de mis pecados, y tú no aceptaras defenderme, pero al ver tu misericordia inmensa, y el sumo deseo de ayudar al pecador que late en tu corazón, nada temo. ¿Quién se perdió jamás habiendo recurrido a ti?
Por eso te llamo en mi socorro, mi abogada, mi refugio y mi esperanza.
Capítulo
VII
MARÍA, NUESTRO
CONSUELO
Vuelve
a nosotros esos tus ojos misericordiosos
María es toda ojos para compadecerse de nosotros
y socorrernos
1. María, solícita para atendernos
San Epifanio llama a María “la de los muchos ojos”; la que es todo ojos para ver de socorrer a los necesitados. Exorcizaban a un poseído por el demonio; y al preguntarle el exorcista qué hacía María, respondió el poseso: “Baja y sube”. Quería decir, que esta benignísima Señora no hace otra cosa más que bajar a la tierra para traer gracias a los hombres, y subir al celo para obtener el divino beneplácito para nuestras súplicas. Con razón san Andrés Avelino llama a la Virgen la administradora del Paraíso que de continuo se ocupa de obtener misericordia, impetrando gracias para todos, tanto justos como pecadores. “El Señor tiene los ojos sobre los justos” (Sal 31, 16). Pero los ojos de la Señora, dice Ricardo de San Lorenzo, están vueltos, tanto hacia los justos como hacia los pecadores. Y es porque los ojos de María son ojos de madre, y la madre no sólo mira porque su hijo no caiga, sino para que, habiendo caído, lo pueda levantar.
Bien lo dio a entender el mismo Jesús a santa Brígida cuando le oyó que hablando a su Madre le decía: “Madre, pídeme lo que quieras”. Esto es lo que siempre le está diciendo el Hijo a María, gozando en complacer a esta su amada Madre en todo lo que pide. Y ¿qué le pide María al Hijo? Santa Brígida oyó que ella le decía: “Pido misericordia para los pecadores”. Como si dijese: “Hijo, tú me has nombrado Madre de la misericordia, refugio de los pecadores, abogada de los desgraciados y me dices que te pida lo que quiera. ¿Qué he de pedirte? Te pido que tengas misericordia de los necesitados. “Así que, oh María” –le dice con ternura san Buenaventura– tú estás tan llena de misericordia, y tan atenta a socorrer a los necesitados, que pareces que no tienes otro deseo ni otro afán más que éste” Y porque entre los necesitados, los más desgraciados de todos son los pecadores, afirma Beda el Venerable, María está siempre rogando al Hijo en favor de los pecadores.
2. María multiplica su
ayuda desde el cielo
Aun viviendo en la tierra, dice san Jerónimo, fue María de corazón tierno y piadoso con los humanos, que no ha habido persona que sufra tanto con las penas propias, como María con las de los demás. Bien demostró la compasión que sentía por las aflicciones ajenas en las bodas de Caná, como lo recordamos en anterior capítulo, cuando al ver que faltaba el vino, sin ser requerida, como escribe san Bernardino de Siena, tomó el oficio de piadosa consoladora. Y por pura compasión de la aflicción de aquellos recién casados, intercedió con su Hijo y obtuvo el milagro de la conversión del agua en vino.
Contemplando a María, le dice san Pedro Damiano: “¿Acaso por haber sido ensalzada como Reina del cielo te habrás olvidado de nosotros los miserables? Jamás se puede pensar semejante cosa. Nada tiene que ver con una piedad tan grande como la que hay en el corazón de María, el olvidarse de tan gran miseria como la nuestra”. No va con María el proverbio “Honores mudan costumbres”. Esto sucede a los mundanos que, ensalzados a cualquier dignidad, se llenan de soberbia y se olvidan de los amigos de antes que han quedado pobres; pero no sucede con María, que es feliz de verse tan ensalzada para poder así socorrer mejor a los necesitados. Considerando esto mismo san Buenaventura, le aplica a la Virgen las palabras del libro de Ruth: “Has sobrepujado tu primera bondad con la que manifiestas ahora” (Rt 3, 10), queriendo decir, como él mismo lo declara, que si fue grande la piedad de María para con los necesitados cuando vivía en la tierra, mucho mayor es ahora que ella reina en el cielo. Y da la razón el santo diciendo que la Madre de Dios muestra ahora su total misericordia con las innumerables gracias que nos obtiene, porque ahora conoce mejor nuestras miserias. Por lo que, como el sol con su esplendor supera inmensamente al brillo de la luna, así la piedad de María, ahora que está en el cielo, supera a la piedad que tenía de los hombres cuando estaba en la tierra. ¿Quién hay en el mundo que nos disfrute de los rayos del sol? Y ¿quién hay, sobre el que no resplandezca la misericordia de María?
Por eso ella fue llamada “elegida como el sol” (Ct 6, 9), porque no hay nadie que quede excluido del calor de semejante sol, como dice san Buenaventura. Esto le reveló santa Inés, desde el cielo a santa Brígida, al decirle que nuestra Reina ahora que está unida a su Hijo en el cielo, no puede olvidarse de su innata bondad, aun para los pecadores más perdidos; de modo que, como los cuerpos se ven iluminados por el sol, así, por la dulzura de María no hay en el mundo quien, si se lo pide, no participe gracias a ella de la divina misericordia.
3. María ayuda a
los más grandes pecadores si
la invocan
Un gran pecador, en el reino de Valencia, desesperado y, para no caer en manos de la justicia, había resuelto hacerse turco; y ya estaba para embarcarse, cuando pasó providencialmente ante una iglesia en la que predicaba acerca de la misericordia de Dios el P. Jerónimo López, jesuita; al oírlo, se convirtió y se confesó con el mismo padre. Éste le preguntó si había tenido alguna devoción con Dios, que le hubiera merecido aquella gran misericordia. Le respondió el penitente que no había tenido más devoción que la de rezar todos los días a la Santísima Virgen pidiéndole que no lo abandonase. El mismo padre vio en el hospital a un pecador que desde hacía cincuenta años no se había confesado, y que sólo había tenido esta pequeña devoción de saludar a cualquier imagen de la Virgen que encontraba rogándole no lo dejara morir en pecado mortal. Y le contó además que, en una riña se le rompió la espalda. Entonces le rezó a la Virgen: “Ahora me mata y me condeno; Madre de los pecadores, ayúdame”. Y dicho esto, se encontró, sin saber cómo, lejos y en lugar seguro. Hizo confesión general y murió lleno de confianza en Dios.
Escribe san Bernardo que María se hace todo para todos y que abre los senos de su misericordia, para que todos reciban de su plenitud; el esclavo la redención, el enfermo la salud, el afligido consuelo, el pecador perdón de sus culpas, Dios su gloria; de tal forma que no hay nadie que no participe de su calor, siendo el sol celestial. Dice san Buenaventura: “¿Habrá en el mundo quien no ame a esta amabilísima Reina? Ella es más hermosa que el sol, más dulce que la miel; ella es un tesoro de bondad llena de amor para todos, y con todos cariñosa y llena de atenciones. Por eso yo te saludo –dice el santo enamorado– oh Señora y Madre mía, mi corazón y mi alma. Discúlpame, oh María, si te digo que te amo, porque si no soy digno de amarte, tú sí que eres digna de ser amada por mí”.
Se le reveló a santa Gertrudis que, cuando se dice a María con devoción esta plegaria: “Ea pues, abogada nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”, no puede María dejar de inclinarse en favor de la súplica de quien le ruega. “Gran Señora –le habla así san Bernardo– es tan enorme tu misericordia, que todo el mundo está lleno de ella”. Y dice san Buenaventura que nuestra Madre tiene tantos deseos de hacer bien a todos, que se siente como ofendida por quienes no le piden nada. “Tú, Señora –le dice san Idalberto– nos enseñas a esperar gracias mayores de las que merecemos, ya que no cesas de darnos constantemente gracias que superan con mucho lo que pudiéramos merecer”.
4. María acude pronto con su
misericordia
Ya anunció el profeta Isaías que, con la gracia de la Redención de los hombres, había de establecerse para todos ellos, un trono de divina misericordia. “Su trono se ha de fundar sobre la misericordia” (Is 16, 5). ¿Cuál es este trono?, pregunta san Buenaventura, y responde: Este trono es María, junto al cual, justos y pecadores, encuentran el consuelo de su misericordia. Así como el Señor está lleno de piedad, así también lo está nuestra Señora; y lo mismo que el Hijo, así también la Madre no sabe negar su misericordia a quien la invoca. El abad Guérrico hace hablar a Jesús de este modo dirigiéndose a su Madre: “Madre mía, en ti he colocado el trono de mi imperio, pues por tu medio concederé todas las gracias que se me pidan. Tú me has dado el ser hombre, y yo te doy el ser como Dios, o sea, todo el poder para ayudar a salvar a los que quieras.
Un día en que santa Gertrudis rezaba con afecto de la Madre de Dios aquella oración: Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos”, vio que la Santísima Virgen le indicaba los ojos del Hijo que tenía en brazos, y le decía: “Estos son los ojos misericordiosos que yo puedo inclinar para salvar a todos los que me invocan”. Lloraba una vez un pecador ante una imagen de María, pidiéndole que le obtuviera el perdón de Dios; y oyó que la Virgen, vuelta hacia el niño que tenía en sus brazos le dijo: “¿Se perderán estas lágrimas, Hijo mío?” Y se le dio a entender que Jesucristo le había perdonado.
Y ¿cómo podrá perderse jamás el que se encomienda a esta buena Madre, cuando el Hijo, que es Dios, ha prometido por su amor, y porque a él así le place, tener misericordia con todos los que a ella se encomiendan? Esto le reveló el Señor a santa Brígida, haciéndole oír estas palabras que le decía a María: “Por mi omnipotencia, Madre venerada, te he concedido el perdón de todos los pecadores que invocan con piedad tu auxilio, de la manera que a ti te agrade”. Considerando el abad Adán de Perseigne, el gran poder que tiene María para con Dios, y su gran piedad para con nosotros, desbordando confianza le dice: “¡Madre de misericordia, tan grande es tu poder, como tu piedad! Tan piadosa eres para perdonar, como poderosa para alcanzar perdón. ¿Cuándo se ha dado el caso de que no hayas tenido compasión de los desdichados siendo la Madre de la misericordia? Y ¿cuándo se ha visto que no puedas ayudar, siendo la Madre del Todopoderoso? Con la misma facilidad con que conoces nuestras miserias, las remedias cuando quieres”. Alégrate –le dice el abad Ruperto– alégrate, excelsa Reina, de la gloria de tu Hijo, y por compasión, no por nuestros méritos, danos de lo que te sobra a nosotros tus humildes siervos e hijos.
Y si tal vez nuestros pecados nos hacen desconfiar, digámosle con Guillermo de París: Señora, no presentes mis pecados en mi contra, porque yo les opondré tu misericordia. Y jamás se diga que mis pecados pueden competir y vencer a tu misericordia, que es más poderosa para obtenerme el perdón, que todos mis pecados para condenarme.
EJEMPLO
Un
abogado, librado del mal
Se narra en las crónicas de los padres Capuchinos que había en Venecia un célebre abogado quien, con fraudes y malas artes, se había enriquecido, por lo que vivía en mal estado. No tenía de bueno más que recitar diariamente una oración a la Virgen. Y esta pequeña devoción le libró de la muerte eterna por la misericordia de María. Veamos cómo.
Para su fortuna se hizo amigo de fray Mateo de Basso, y tanto le rogó al padre que fuera a comer a su casa, que un día por fin le complació. Ya en casa le dijo el abogado: “Ahora, padre, le voy a mostrar algo que no habrá visto jamás. Tengo una mona admirable que me sirve como un criado; lava los platos, me sirve a la mesa, me abre la puerta...” “Cuidado, le respondió el padre, no sea que la mona sea algo muy distinto... Que la traigan aquí”. La llaman y la vuelven a llamar; la siguen buscando por todas partes, y la mona no aparece. Al fin la encuentran escondida bajo un camastro en el sótano, pero la mona se resistía a salir. “Vamos a donde está”, decide el religioso; y juntos bajaron a donde se encontraba. El religioso le grita: “Bestia infernal, sal de ahí, y de parte de Dios te mando que nos digas quién eres”. Y, he aquí que la mona respondió que era el demonio, que estaba aguardando el día en que aquel pecador dejara su acostumbrada oración a la Madre de Dios, porque en cuanto la dejase, tenía licencia de Dios para ahogarlo y llevárselo consigo al infierno. Ante semejante declaración, el pobre abogado se postró a los pies del siervo de Dios pidiéndole su ayuda. Él le animó y mandó al demonio que saliera de aquella casa sin hacer daño. “Sólo te doy licencia, para dejar un hueco en la pared, en señal de haberte marchado”. Apenas le dijo esto, se abrió, con gran estruendo, un boquete en el muro, que en mucho tiempo, por más que lo intentaron, no permitió Dios que lo pudieran tapar, hasta que, por consejo del siervo de Dios, pudieron taparlo poniéndole una placa de mármol con la escultura de un ángel. El abogado convertido, es de esperar que perseverase hasta la muerte en su nueva vida.
ORACIÓN PARA UN BUEN ARREPENTIMIENTO
Virgen santa, sublime criatura, desde esta tierra te saluda un pecador que merece castigos y no gracia, justicia en vez de misericordia. Bien sé que te complaces en ser tanto más benigna, cuanto eres más grande; cuantos son más pobres los que a ti recurren, tanto más te empeñas en protegerlos y salvarlos.
Tú eres, Madre mía, la que lloraste un día a tu Hijo muerto por mí.
Ofrécele, te ruego, tus lágrimas a Dios, y por ellas, consígueme
un verdadero dolor de mis pecados. Te han afligido tanto los pecadores
y tanto te afligí yo con mis pecados...
Alcánzame, María, que yo, en adelante, no te aflija más con mis ingratitudes.
¿De qué me aprovecharía tu llanto si yo continuara siendo ingrato?
¿Para qué me serviría tu misericordia, si de nuevo te fuera infiel y me condenase?
Reina mía, no lo permitas.
Tú has remediado todas mis carencias.
Ya que obtienes de Dios cuanto te propones, y escuchas a todo el que te ruega, estas dos gracias te pido con plena confianza: haz que sea fiel a Dios y que le ame por cuanto le he ofendido.
Capítulo
VIII
MARÍA,
NUESTRA INTERCESORA
Y
después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre
I
María
libra a sus devotos de caer en el infierno
1. María consigue que todos sus devotos se salven
El devoto de María que fielmente se encomienda a ella y le obsequia, no puede condenarse. Esta proposición, a alguno le
puede parecer muy avanzada, pero a éste le rogaría que, antes de rechazarla,
leyera antes lo que enseguida diré sobre este punto.
Al decir que un
devoto de nuestra Señora no puede condenarse excluimos
a los falsos devotos que abusan de su
pretendida devoción para pecar más impunemente. Así que algunos,
injustamente, desaprueban el ensalzar tanto la piedad de María con los
pecadores, diciendo que así, éstas, luego abusan para pecar más. Semejantes
presuntuosos, por su temeraria confianza, merecen castigo, no misericordia. Por
tanto, ha de entenderse de aquellos devotos que, con
deseo de enmendarse, son fieles en obsequiar a la Madre de Dios y encomendarse
a ella. Y digo que éstos es moralmente imposible que se pierdan. Veo que
esto también lo ha dicho el P. Crasset en su obra sobre la devoción a la Virgen
María; y antes de él, Vega en su Teología Mariana, Mendoza y otros teólogos. Y
para comprender que éstos no han hablado a la ligera, veamos lo que han dicho
los doctores y los santos. No hay que extrañarse de que cite testimonios tan
parecidos unos a otros pues he querido anotarlos todos para demostrar cuán
concordes están sobre esto.
Dice san Anselmo
que, como el que no es devoto de María y no está protegido por ella es
imposible que se salve, así es imposible que se condene quien se encomienda a
la Virgen y es mirado por ella con amor. Lo mismo afirma san Antonio con
similares palabras: “Como es imposible que se
salve aquél de quien María aparte los ojos de su misericordia, así es necesario
que se salven y vayan a la gloria aquellos hacia los que vuelve sus ojos
rogando por ellos”.
Pero téngase en
cuenta la primera parte de la proposición de estos santos, y tiemblen los que
abandonan o menosprecian la devoción a esta divina Madre. Dicen que es
imposible que se salven aquellos que no son protegidos de María. Esto lo
afirman otros, como san Alberto Magno: “Todos,
absolutamente todos los que no son tus siervos, se pierden necesariamente”,
dice san Buenaventura: “El que la
desprecie, morirá en sus pecados”. Y en otro lugar: “El que no te invoca en esta vida, no llegará al reino de
Dios”. Y en el salmo 99 llega a decir que no sólo no se salvará,
sino que no existe ninguna esperanza de salvación para aquellos de los que María
aparta el rostro. Antes lo había dicho san Ignacio mártir afirmando que no puede
salvarse un pecador, sino por medio de la Santísima Virgen, la cual, por el contrario,
salva con su piadosa intercesión a muchos que, conforme a la justicia divina
merecían ser condenados. Algunos dudan si esta sentencia es de san Ignacio mártir,
pero, según el P. Crasset, sí lo ha dicho san Juan Crisóstomo, y también lo afirma
el abad de Celles. En este sentido aplica la Iglesia a María las palabras de
los Proverbios “Los que me aborrecen, aman la muerte” (Pr 8, 36). Todos los que
no me quieren, desean la muerte eterna. Porque, como dice Ricardo de San
Lorenzo comentando las palabras “viene a ser como nave de mercader” (Pr 31,
14), se veránanegados en el mar de este mundo, todos los que se encuentren
fuera de esta nave. Hasta el hereje Ecolampadio consideraba señal cierta de
reprobación, la poca devoción de algunos hacia la Madre de Dios, por lo que
decía: “Nunca se oirá de mí que estoy contra
María, pues considero señal de condenación no tenerle afecto a ella”.
2. María impide que sus devotos de pierdan
Por el contrario,
dice María: “El que me oye, no se verá confundido” (Ecclo 24, 30): El que
recurre a mí, y escucha lo que le digo, no se perderá. De ahí que le dijera san
Buenaventura: “Señora, el que se preocupa
de obsequiarte, está muy lejos de la condenación”. “Y esto –dice san
Hilario– aunque en el pasado se le hubiera ofendido mucho a Dios”.
Por eso el demonio se afana en que los pecadores, después
de haber perdido la gracia divina, pierdan además la devoción a María.
Sara, viendo a Isaac que jugaba con Israel quien le enseñaba malas costumbres,
dijo a Abrahán que lo echara de casa, y que echara también a su madre Agar:
“Despacha a la esclava con su hijo” (Gn 21, 10). No se contentaba con que
saliera sólo el hijo si no marcha la madre, pensando que, de otro modo,
volviendo el hijo a ver a la madre, hubiera vuelto a frecuentar la vivienda.
Así el demonio no se contenta con que un alma se aparte de Cristo si no se
desentiende también de la Madre: “Arroja al Hijo y a su Esclava”. De otra
manera, teme que la Madre vuelva a introducir al
Hijo en esa alma. Y lo teme con toda razón, porque, como dice el docto
P. Paciuchelli, el que es fiel en obsequiar a la Madre de Dios, pronto lo
recibirá por medio de María.
Por lo que, con
razón san Efrén llama a la devoción a María
“Carta de libertad”, salvoconducto para el cielo y no ser relegado al infierno.
Y llamaba a la Madre de Dios “Patrocinadora de
los condenados”, siendo cierto, como lo es, lo que dice san Bernardo,
que a María no le falta ni poder ni voluntad de
salvar. No le falta poder porque sus plegarias no pueden dejar de
ser oídas, como afirma san Antonio. Y san Bernardo dice que sus plegarias no pueden quedar baldías, sino que obtienen
cuanto quieren: “Encuentra lo que quiere y no puede quedar
decepcionada”. No le falta voluntad de salvarnos, porque más desea nuestra
salvación de lo que nosotros la deseamos. Siendo esto verdad ¿cómo puede suceder que se pierda un devoto de María? Puede
que sea pecador, pero si se encomienda a
esta buena Madre con perseverancia y voluntad de enmendarse, ella se
cuidará de conseguirle luz para salir de su mal estado, dolor de sus pecados,
perseverancia en el bien y una santa muerte. ¿Qué madre, pudiendo
con sus plegarias ante el juez, librar a su hijo de la muerte, no lo haría? Y
¿podremos pensar que María, madre la más amorosa que pueda encontrarse para con
sus devotos, pudiendo librar a un hijo de la muerte eterna, deje de hacerlo?
3. María pone a sus devotos en camino de salvación
Devoto lector,
demos gracias al Señor si vemos que Dios nos ha dado amor y confianza para con
la Reina del cielo, porque Dios –dice san Juan Damasceno– otorga esta gracia a
los que quiere salvar. Con estas hermosas palabras reaviva el santo nuestra
confianza: “Madre de Dios, si yo pongo mi confianza en ti, me salvaré. Si estoy
bajo tu protección, no tengo que temer nada, porque ser tu devoto es
poseer las armas
con que se consigue la salvación que Dios concede a los elegidos”. Erasmo
saludaba a la Virgen diciendo: “Dios te salve,
terror del infierno y esperanza de los cristianos; esperar en ti es tener
segura la salvación”.
¡Cuánto enfurece al demonio ver a un alma que persevera
en la devoción a la Madre de Dios! Se lee en la vida del P. Alfonso
Álvarez, muy devoto de María, que estando en oración y muy angustiado por
las tentaciones impuras con las que le acosaba el demonio,
éste le dijo: “Deja esa devoción a María y yo dejaré de tentarte”.
Reveló Dios a santa Catalina de Siena, como
refiere Blosio, que él, por su bondad, le había concedido
a María, en atención a su divino Hijo, que ninguno, aunque fuera
pecador, si se encomienda a ella devotamente, llegue a condenarse.
También el profeta David pedía ser librado del infierno por el amor que tenía
al honor de María: “Amé, Señor, el decoro de tu casa... no pierdas mi alma con
los impíos” (Sal 25, 8-9). Dice “el decoro de su casa”, porque María fue
aquella casa que Dios se fabricó en la tierra para su morada y para encontrar
en ella su reposo al hacerse hombre, como está escrito en los Proverbios: “La
Sabiduría se edificó para sí una casa” (Pr 1). No, cierto que no se perderá
–decía san Ignacio mártir– el que se preocupa de ser devoto de esta
Virgen Madre”. Y lo confirma san Buenaventura diciendo: “Señora, los que
te aman gozan de gran paz en esta vida y en la otra no verán jamás la muerte”.
“Jamás se ha dado ni se dará el caso –asegura el devoto Blosio– de que
un humilde y devoto siervo de María, se pierda para siempre”.
4. María posee gran poder contra el mal
¡Cuántos se habrían condenado eternamente o quedado
obstinados en el mal, si María no hubiera intercedido ante su hijo para que
tuviera misericordia con ellos! Así lo dice Tomás de Kempis, y es
el parecer de muchos teólogos, sobre todo de santo Tomás, el que a
personas aparentemente muertas en pecado mortal, la Madre de Dios les obtuviera
del Señor que suspendiera la sentencia y revivieran para hacer penitencia.
Sobre esto refieren graves autores, no pocos ejemplos. Entre otros, Flodoardo, que vivió en el siglo
noveno, narra en su Crónica de un diácono llamado Adolmano, el cual, creyéndole
muerto, mientras estaban ya para enterrarlo, revivió; y dijo que había visto el
lugar del infierno donde debía estar condenado, pero que, gracias a las plegarias de la Santísima Virgen, había
vuelto a la vida para tener tiempo de hacer penitencia. Surio
también refiere de un ciudadano romano llamado Andrés, que había muerto, al
parecer, impenitente, y al que María le había obtenido poder revivir para poder
ser perdonado. También cuenta Pelbarto que en su tiempo, cuando el emperador
Segismundo atravesaba los Alpes con su ejército, se
oyó la voz de un soldado que estaba esquelético, y que pedía confesión,
diciendo que la Madre de Dios, de quien había sido devoto, le había obtenido la
gracia de poder vivir en aquel estado hasta que se confesase; y una vez que se
hubo confesado, expiró.
Estos y otros
ejemplos, no han de servir para animar a ningún temerario a vivir en pecado,
con la esperanza de que María lo librará del infierno en el último momento;
pues, como sería gran locura tirarse a un pozo con la esperanza de que María lo
preservara de la muerte, como ha salvado a otros en semejante situación, así
mayor locura sería arriesgarse a llegar a la hora de la muerte en pecado con la
pretensión de que la Virgen lo librase del infierno. Pero esos ejemplos, que
sirvan para reavivar nuestra confianza pensando que, si la intercesión de esta
Madre divina ha podido librar del infierno aun a aquellos que parecían haber
muerto en pecado, cuánto más será poderosa para impedir que caigan en el
infierno los que durante su vida recurren a ella con intención de enmendarse, y
fielmente la sirven.
5. María escucha nuestras plegarias
Digamos, pues,
con san Germán: “¿Qué sería de nosotros,
pobres pecadores, pero que queremos enmendarnos y recurrimos a ti, sin tu
ayuda, pues eres la vida y la respiración de los cristianos?”. Oigamos
a san Anselmo que dice: “No se condenará
aquel por quien María haya orado una sola vez”. Dice que no se condenará
aquel por quien hayas interpuesto tus plegarias, aunque sea una sola vez; ruega pues por nosotros, y nos veremos libres del
infierno. ¿Quién me dirá que, al presentarme al divino tribunal, no
tendré favorable al juez, si tengo para defender mi causa a la Madre de la
misericordia? Así lo expresa Ricardo de San Víctor. El B. Enrique Susón
declaraba que había puesto su alma en manos de María; y decía que si el juez
hubiera querido condenarlo, deseaba que la sentencia se ejecutase por manos de
María, seguro de que una vez en manos de la Virgen piadosa, ella misma impediría
su ejecución. Lo mismo digo y espero para mí, mi Santísima Reina. Por esto
quiero siempre suplicarte con san Buenaventura: “En ti, Señora, esperé, no seré
para siempre confundido”. Señora, yo he puesto en ti toda mi esperanza; por eso
tengo la firme seguridad de no verme condenado, sino encontrarme a salvo en el
cielo alabándote y amándote siempre.
EJEMPLO Distinta
suerte de dos jóvenes libertinos
En el año 1604,
en una ciudad de Flandes, vivían dos jóvenes estudiantes, que en vez de
dedicarse a los estudios, se lo pasaban en borracheras y deshonestidades. Una
de tantas noches, habiendo estado pecando en casa de una mujer de mala vida,
uno de ellos llamado Ricardo, se fue a su casa, el otro se quedó más tiempo.
Llegado a casa Ricardo, mientras se desvestía para acostarse, se acordó de que
no había rezado aún el Ave María a la Virgen, como acostumbraba. Se caía de
sueño, por lo que le costó mucho rezar, pero haciendo un esfuerzo rezó, aunque
sin devoción y medio dormido. Luego se acostó; y estando en el primer sueño,
sintió llamar fuerte a la puerta, e inmediatamente después, sin que se abriera la
puerta, vio ante sí a su compañero, desfigurado y horrible. “¿Quién eres?”, le
dijo. “¿No me reconoces?”, le respondió la aparición. “Pero ¿cómo estás tan
cambiado? ¡Si pareces un demonio?” “¡Desgraciado de mí! ¡Estoy condenado!”,
gritó el infeliz. “¿Cómo?” “Al salir de aquella casa infame un demonio me
ahogó. Mi cuerpo está en medio de la calle y mi alma en el infierno. Y has de
saber que el mismo castigo estaba preparado para ti, pero la Virgen, por ese
pequeño obsequio del Ave María, te ha librado. ¡Feliz tú, si sabes aprovechar
este aviso que por mi medio te manda la Madre de Dios!” Y dicho esto
desapareció. Ricardo, deshecho en llanto, se arrojó de la cama postrándose en
el suelo para dar gracias a María su libertadora. Y estando meditando en
cambiar de vida, oyó la campana de los franciscanos que tocaba a maitines. Se
dijo: Ahí me llama Dios a hacer penitencia. Marchó inmediatamente al convento a
rogar a los padres que lo recibieran. Ellos no querían hacerle caso conociendo
su vida tan desordenada; pero él, hecho un mar de lágrimas, les contó cuanto
acababa de suceder. Marcharon los padres a aquella calle, y, en verdad, encontraron
el cadáver del joven con muestras de haber sido ahogado y negro como un carbón.
Entonces lo recibieron. Ricardo, de ahí en adelante se entregó a una vida ejemplar.
Fue a las Indias y a predicar el Evangelio; de allí pasó al Japón; y tuvo la gracia
de morir mártir de Jesucristo, siendo quemado vivo.
ORACIÓN DE GRATITUD A MARÍA
María, mi Madre muy amada: en qué abismo de males no me
encontraría, si no me hubieras preservado tantas veces; si con tu piadosa mano no
me hubieras sostenido en cuántos peligros hubiera caído.
Cuántos años hace que estaría en el infierno si tú no me
hubieras librado con piadosos ruegos. Mis graves pecados allí me arrojaban; la
divina justicia, ya me había condenado; los demonios bramaban, queriendo ver
ejecutada la sentencia. Pero tú acudiste, Madre, sin que yo te llamara, y me
salvaste.
Mi amada libertadora, ¿qué te ofrendaré por tal gracia y
tanto amor? Tú, después, venciste mi dureza, y me atrajiste a tu amor y a
confiar en ti. Prosigue, vida y esperanza, Madre a la que amo más que a mi
vida, prosigue empeñada en librarme del infierno, y, antes, de los pecados en
que puedo caer.
Mi Señora, tan
querida, yo te amo. ¿Cómo podrá sufrir tu bondad ver condenado a un devoto que
te ama? Consígueme que no sea en adelante ingrato, ni contigo, ni con Dios, que,
por tu amor, tantas gracias me ha otorgado. María, sé que me perderé si te
abandono. Pero ¿cómo tendré el valor para dejarte? Tú, después de Dios, eres
todo el amor que me queda.
No soy capaz de vivir sin amarte. Yo te quiero de veras,
yo te amo, y espero que siempre te amaré, en el tiempo y en la eternidad, porque
eres la criatura más bella y santa, más benigna y amable del mundo. Amén.
II
María
socorre a sus devotos en el purgatorio
1. María asiste a sus devotos en el purgatorio
Muy felices son
los devotos de nuestra piadosa Madre, pues no sólo son socorridos por ella en
la tierra, sino que también los asiste y consuela
con su protección en el purgatorio. Y necesitando tanto más alivio
cuanto más padecen, sin poder valerse por sí mismos, mucho más se empeña en
socorrerlas esta Madre misericordiosa. Dice san Bernardino de Siena que,
en aquella cárcel de unas almas que son esposas de Jesucristo, María tiene como
un cierto dominio y plenos poderes tanto para
aliviar como para liberar de aquellas penas. En cuanto a aliviar, dice
el mismo santo comentando las palabras del Eclesiástico: “Me paseé sobre las
olas del mar” (Ecclo 24, 8): “Es decir, visitando y
socorriendo en las necesidades y en los tormentos de mis devotos que son mis hijos”.
Dice el mismo santo que las penas del purgatorio son llamadas olas porque son
transitorias, a diferencia de las del infierno que no pasan jamás. Y se llaman olas
del mar, porque son penas muy amargas. Afligidos por estas penas, los
devotos de María
se ven constantemente visitados y socorridos por ella. Ved cuánto importa, dice
Novarino, ser devoto de esta Señora tan buena, pues ella no sabe olvidarse de ellos cuando padecen en
aquellas llamas. Y si María socorre a todas las almas del purgatorio,
sin embargo sus mayores indulgencias y cuidados son para las que le son más
devotas. Reveló la Virgen María a santa Brígida lo siguiente: “Yo
soy la Madre de todas las almas que estén en el purgatorio, y todas las penas
que tienen que purgar por las faltas cometidas, constantemente son aliviadas y
mitigadas por mis plegarias”. Y no se desdeña esta piadosa Madre
a las veces, hasta de hacerse presente en aquella santa prisión para visitar y
consolar a sus hijas afligidas. “Yo me paseé por lo hondo del abismo” (Ecclo
24, 5). A lo que hace san Buenaventura este comentario: “Abismo, es
decir, el purgatorio, por el que pasea María para aliviar con su presencia,
ayudando a las almas santas”. Dice san Vicente Ferrer: “¡Cuán buena se
manifiesta María con los que están en el purgatorio, ya que por ella obtienen continuos refrigerios!”. ¿Qué otra, sino María es
su consoladora en medio de aquellas penas, y quién su socorro, sino esta Madre
de misericordia? Santa Brígida oyó que Jesús decía
a su Madre: “Tú eres mi Madre, tú la
Madre de misericordia, tú la consoladora de los que están en el purgatorio”.
Y la misma Virgen dijo a santa Brígida que como un enfermo,
afligido y abandonado en su lecho, se siente reconfortado con cualquier palabra
de consuelo, así aquellas almas se sienten
aliviadas con sólo oír su nombre. El solo nombre de María, nombre de
esperanza y de salvación es el que constantemente invocan en aquella cárcel sus
hijas queridas, siéndoles de gran consuelo. Y después, dice Novarino, la
Madre amorosa, sintiéndose invocar por ellas, las une a sus plegarias ante
Dios, con lo que socorre a aquellas almas, y así quedan como refrigeradas de
sus grandes ardores, con celestial lluvia.
2. María libera a sus devotos
Pero María no
sólo consuela y socorre a sus devotos en el purgatorio, sino que también rompe
sus cadenas y los libra con su intercesión. Desde el día de su gloriosa
Asunción, en el que se cree que quedó vacía la cárcel del purgatorio, como dice
Gersón y confirma Novarino, diciendo basarse en graves autores, día en
que María al entrar en el paraíso, pidió a su Hijo
poder llevar consigo todas las almas que estaban en el purgatorio, desde
entonces, dice Gersón, María tiene el privilegio de librar a todos sus devotos,
de aquellas penas. Y esto lo afirma sin titubeos san Bernardino de Siena,
diciendo que la Santísima Virgen tiene la facultad,
con sus ruegos y con la aplicación de sus méritos, de librar las almas del
purgatorio y principalmente las de sus más devotos. Lo mismo dice Novarino,
opinando que por los méritos de María, no sólo se tornan más llevaderas las
penas de aquellas almas, sino también más breves, abreviándose por su
intercesión el tiempo de su purgatorio. Para lo cual, basta que ella lo pida.
Refiere san Pedro
Damiano que una señora llamada Mazoria, ya difunta, se apareció a una
comadre y le dijo que en el día de la Asunción ella había sido librada del
purgatorio con un número de almas que superaban a la población de Roma. San Dionisio
Cartujano afirma que lo mismo sucede en la festividad de Navidad y de la Resurrección
de Jesucristo, diciendo que en estas fiestas, María se presenta en el purgatorio
acompañada de legiones de ángeles y que libra de aquellas penas a multitud de
almas. Novarino dice que esto sucede igualmente en todas
las fiestas solemnes de María.
3. María acorta el tiempo de purificación, y hasta lo
suprime a sus devotos
Muy conocida es
la promesa
que María hizo al Papa Juan XXII al que, apareciéndose le ordenó que
hiciera saber a cuantos llevasen el escapulario del Carmen que, en el sábado
siguiente a su muerte, serían
librados del purgatorio. El mismo Papa, como refiere el P. Crasset, lo declaró en la bula que publicó y que luego fue
confirmada por Alejandro V, Clemente VII, Pío V, Gregorio XII y Pablo V,
el cual, en una bula de 1612 declara: “El pueblo cristiano puede piadosamente
creer que la Santísima Virgen ayudará con su continua intercesión, y con sus
méritos y protección especial, después de la muerte, y principalmente en el día
de sábado –consagrado por la Iglesia a la misma Virgen María– a las almas de
los hermanos de la Cofradía de Santa María del monte Carmelo, que hayan salido
de este mundo en gracia, y hayan llevado su escapulario, observando castidad
según su estado, y hayan rezado el Oficio Parvo de
la Virgen, y si no han podido recitarlo,
habiendo observado los ayunos de la Iglesia”. Y en el Oficio Solemne de
Santa María del Carmen se lee que se ha de creer piadosamente, que la Santísima
Virgen consuela con amor de Madre a los cofrades del Carmen en el purgatorio, y
con su intercesión los leva pronto a la patria celestial.
Y ¿por qué no
vamos a esperar también las mismas gracias y favores si somos devotos de esta
buena Madre? Y si le servimos con muy especial amor ¿por qué no hemos de
esperar también la gracia de que, al morir, entremos al instante en el paraíso
sin pasar por el purgatorio? Esto es lo que la Santísima Virgen María mandó
decir al B. Godofredo por medio de fray Abundio, con estas palabras: “Di a fray Godofredo que progrese en la virtud, que
así será de mi Hijo y mío; y cuando su alma parta de su cuerpo, no
dejaré que vaya al purgatorio, sino que la tomaré y la ofreceré a mi Hijo”.
Y si queremos
aliviar a las benditas almas del purgatorio, procuremos rogar por ellas a la
Santísima Virgen, aplicando por ellas de modo especial el Santo Rosario que les
servirá de gran alivio.
EJEMPLO: Detalles
de bondad de María hacia un perfecto devoto suyo
El B. Joaquín
Picolomini, muy devoto de María, desde su infancia, visitaba hasta tres
veces al día una imagen de la Virgen de los Dolores que se veneraba en una
iglesia, y los sábados ayunaba para mejor honrarla. A media noche se levantaba
para meditar en sus dolores. Y María Santísima le recompensó estos obsequios.
En su juventud le dijo que entrara en la Orden de los Servitas, lo que, sin demora,
ejecutó el Beato. Al final de su vida, se le apareció también la Virgen María trayéndole
dos coronas: una de rubíes, en premio de la compasión que había tenido de sus
dolores, y otra de perlas, como premio a la virginidad que le había consagrado.
Poco antes de morir, se le volvió a aparecer, y el enfermo le pidió la gracia
de morir el mismo día en que murió Jesucristo. La Virgen Santísima le consoló
diciendo: “Pues bien, prepárate, porque mañana, viernes, morirás de repente,
como deseas, y estarás conmigo en el paraíso”.
En efecto, así
sucedió. Mientras en la iglesia cantaban la Pasión de Cristo según san Juan, al
decir las palabras “Estaba junto a la cruz de Jesús su Madre”, el paciente
entró en agonía, y al decir: “E inclinando la cabeza entregó su espíritu”, el
bienaventurado entregó también su alma al Señor, a la vez que el templo se
iluminaba con misterioso resplandor, y un suave y desconocido aroma se esparcía
en el ambiente.
ORACIÓN DE AMOR HACIA MARÍA
¡Reina del cielo y de la tierra! ¡Madre del soberano
Señor del Universo! ¡Criatura la más sublime, excelsa y amable! Es verdad que
muchos ni te conocen ni te aman; pero miríadas de ángeles y santos en el cielo te
aman y no cesan de cantar tus alabanzas; y aun en la tierra ¡cuántos felizmente
se consumen en tu amor, y andan de tu bondad enamorados!
¡Ojalá te amara yo también, mi amable Señora! ¡Quién me
diera el pensar siempre en ti servirte, alabarte y honrarte, y trabajar para
que de todos fueras honrada y amada! Has llegado a enamorar a Dios, y con tu
belleza, por decirlo así, lo has atraído del seno del eterno Padre, y lo has
hecho venir a la tierra para hacerse hombre e Hijo tuyo. Y yo, pobre gusanillo,
¿viviré sin amarte? También yo te quiero amar de verdad, y hacer cuanto pueda
por verte amada por todos.
Ya ves, Señora, el deseo que tengo de amarte; ayúdame
para cumplirlo. Sé que a tus amantes, tu Dios los mira complacido; Él, después
de su gloria, nada desea más que la tuya, verte honrada y amada por todos. Toda
mi dicha la espero de ti, Señora, tú me has de obtener el perdón de todos mis
pecados; tú, la perseverancia; tú me has de asistir en la hora de la muerte; tú
me has de librar del purgatorio; tú, en fin, me has de conducir al paraíso.
Todo esto han esperado de ti los que te aman, y ninguno se ha visto defraudado. Lo mismo espero yo, ya que te amo con todo el corazón, y sobre todas las cosas, después de Dios.
III
María conduce a sus siervos al paraíso
1. María es garantía de salvación para sus devotos
¡Que preciosa
señal de predestinación tienen los siervos de María! La Iglesia aplica a esta
divina Madre, para consuelo de sus devotos, las palabras de la Sagrada
Escritura: “En la ciudad amada me ha hecho reposar y moraré en la heredad del
Señor” (Ecclo 24, 11). Comenta el cardenal Hugo: “Bienaventurado aquel
en quien descansa la Bienaventurada Virgen. María, por el amor que a todos profesa,
busca que todos le tengan devoción. Muchos o no la reciben o no la conservan:
Bienaventurado el que la recibe y la conserva. “Y moraré en la heredad del
Señor”. Es decir, añade el docto Paciuchelli, en los que son heredad del
Señor. La devoción a la Santísima Virgen se da en los que son la heredad del
Señor, o sea, en los que estarán en el cielo alabándola eternamente. Y sigue
hablando María en el mismo libro: “El que me creó, descansó en mi tabernáculo;
y me dijo: habita en Jacob, y hereda en Israel, y pon tus raíces entre mis
elegidos”. Mi Creador se ha dignado venir a reposar en mi seno. Él ha querido
que yo habitase en el corazón de los elegidos, de quien fue figura Jacob, y que
son la heredad de la Virgen y ha dispuesto que
en todos los predestinados estuviera enraizada la verdadera devoción hacia mí”.
¡Cuántos que
ahora son bienaventurados, no estarían en el cielo si la Virgen no los hubiera
llevado allí! “Yo hice brillar en el cielo una luz indeficiente”. Comenta el
cardenal Hugo atribuyendo estas palabras a María: “Yo hice resplandecer en el cielo
tantas luminarias eternas cuantos son mis devotos”. Y añade el mismo autor: “Muchos
santos están en el cielo por su intercesión, que nunca allí hubieran llegado si
no es por ella”. Dice san Buenaventura que a
todos los que confían en la protección de María, se les abrirán las puertas del
cielo para recibirlos. Por lo que san Efrén llama a la devoción a María la
entrada del paraíso. Y el devoto Blosio, hablando con la Virgen, le dice:
“Señora, a ti te han entregado las llaves y los
tesoros del reino bienaventurado”. Por eso debemos rezarle continuamente
con las palabras de san Ambrosio: “Ábrenos,
María, la puerta del paraíso, ya que tú conservas la llave, más aún, ya que tú
eres la puerta como te llama la Iglesia: “Puerta del cielo”.
Por eso, además,
la excelsa Madre es llamada por la Iglesia estrella de la mar: “¡Salve, estrella de los mares!” Porque así como los
navegantes, dice santo Tomás, el
Angélico, se orientan para llegar a puerto por medio de la estrella polar, así los cristianos se orientan para ir al
paraíso por medio de María. También, de modo semejante, la llama san Pedro
Damiano “escala del cielo”, porque, dice el santo, por medio de María, Dios
ha descendido a la tierra para que por medio de ella los hombres merecieran
subir de la tierra hacia el cielo. Y a tal fin, Señora, le dice san Atanasio,
has sido colmada de gracia, para que fueras el camino real de nuestra salvación
y la salida hacia la patria celestial. San Bernardo llama a la Virgen vehículo que nos conduce al cielo. Y san Juan
Geómetra la saluda así: “¡Salve, nobilísima
carroza!”, en la cual sus devotos son conducidos al paraíso. De ahí que
exclame san Buenaventura: “¡Bienaventurados los que te conocen, Madre de
Dios! Porque conocerte es el camino de la vida inmortal, y hablar de tus virtudes
es la forma de llegar a la vida eterna”.
2. María es camino del cielo
Narran las
crónicas franciscanas que fray León vio una escala
roja, en lo alto de la cual estaba Jesucristo, y otra blanca al término de la
cual estaba la Santa Madre. Y vio que algunos intentaban subir por la escala
roja, subían algunos peldaños y rodaban abajo; volvían a intentarlo y volvían a
caer. Se les exhortó a que intentaran subir por la escala blanca y, en efecto
lo intentaron y subieron felizmente y con facilidad, porque la Virgen les
ayudaba alargándoles la mano, y así llegaron seguros al paraíso.
Pregunta san Dionisio Cartujano: “¿Quién se salvará? ¿Quién llegará a reinar en
el cielo? Se salvan y reinan ciertamente en el cielo, responde él mismo,
aquellos por los que esta Reina misericordiosa interponga sus plegarias”. Esto
lo afirma la misma Virgen María donde dice: “Por
mi intercesión las almas reinan primero durante su vida en la tierra dominando
sus pasiones, y después vienen a reinar eternamente en el cielo”.
Allí, dice san Agustín, todos son reyes: “Tantos reyes cuantos
ciudadanos”. María, en suma, dice Ricardo de San Lorenzo, es la soberana
del paraíso, porque allí manda como quiere y allí introduce al que quiere. Por
lo que, aplicándole las palabras sagradas: “En Jerusalén se halla mi poder”
(Ecclo 24, 11), añade: “Es decir, mandando lo que quiero e introduciendo en el
cielo a los que quiero”. Y siendo ella la Madre del Señor del paraíso, con
razón dice Ruperto, es natural que ella sea la Señora del paraíso.
Esta divina
Madre, con sus poderosas plegarias y ayudas, con toda facilidad nos conseguirá el paraíso, si no le ponemos obstáculo.
Por lo cual, aquel que sirve a María y por el que intercede María, está tan
seguro del paraíso como si ya estuviera en él. Servir
a María, es ser de su corte, añade san Juan Damasceno, y es el honor más
grande que podemos disfrutar; porque servir a María es ya reinar en el cielo, y
vivir a sus órdenes en más que reinar. Por el contrario, los que no sirven a
María no se salvarán; los que están privados de la
ayuda de esta excelsa Madre, están abandonados del socorro de su Hijo y del de
toda la corte celestial.
Sea por siempre
alabada la bondad infinita de nuestro Dios, que ha dispuesto colocar en el
cielo como nuestra abogada a María, para que ella, como madre del juez y madre
de misericordia, con su intercesión absolutamente eficaz, trate el negocio de
nuestra eterna salvación. El pensamiento es de san Bernardo: “Nuestra abogada nos precedió en la peregrinación, la
cual, como madre del juez y madre de misericordia, tratará con súplicas
eficaces el negocio de nuestra salvación”. Y el monje Jacob, doctor
entre los Padres Griegos, dice que Dios ha puesto a María como puente de
salvación para que, permitiéndonos pasar sobre las olas del mundo, podamos
llegar a la ribera feliz del paraíso. Por eso exclama san Buenaventura:
“¡Oíd todos vosotros los que deseáis el paraíso:
Servid y honrad a María y alcanzaréis con toda certeza, la vida eterna!”
3. María es esperanza cierta de salvación aun para el
pecador
Y no deben
desconfiar de obtener el reino bienaventurado los que han merecido el infierno,
si se dedican a servir con fidelidad a esta Reina.
Cuántos pecadores, dice san Germán, han procurado encontrar a Dios por
tu medio, oh María, y se han salvado. Reflexiona Ricardo de San Lorenzo, que
dice san Juan que María está coronada de doce estrellas (Ap 12, 1), mientras
que en el Cantar de los Cantares se dice que la Virgen se halla entre los
leones y leopardos: “Ven del Líbano, novia mía, ven desde el Líbano, vente.
Otea... desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos” (Ct 4, 8).
Esto ¿cómo se entiende? Responde Ricardo que estas fieras son los pecadores
que, con la ayuda e intercesión de María se transforman en estrellas del
paraíso, que van mejor como una corona de esta Reina de misericordia, que todas
las estrellas del firmamento. La sierva del Señor sor
Serafina de Capri, mientras rezaba a la Santísima Virgen un día de la
novena de la Asunción, le pidió la conversión de mil pecadores;
mas temiendo que su petición fuera excesiva, se le apareció la Virgen y le
quitó ese vano temor diciéndole: “¿Por qué temes? ¿Es que no soy tan
poderosa como para obtener de mi Hijo la salvación de mil pecadores? Mira como
ya te lo he conseguido”. Y la llevó en espíritu al paraíso, donde le mostró
innumerables almas de pecadores que habían merecido el infierno, pero que por
su intercesión se habían salvado y gozaban de la felicidad eterna.
Es verdad que
mientras se vive en la tierra, nadie puede estar absolutamente seguro de su
eterna salvación. A la pregunta de David a Dios: “Señor ¿quién habitará en tu
santo monte?” (Sal 14, 1), responde san Buenaventura: “Sigamos,
pecadores, las huellas de María, y postrémonos a
sus sagradas plantas. Y abracémonos a ella hasta lograr merecer que nos bendiga”.
Y es que su bendición nos asegura el paraíso. “Basta,
Señora, dice san Anselmo, que quieras salvarnos y nos salvaremos”.
Afirma san Antonio que las almas protegidas por María, se salvan necesariamente.
Con razón predijo la Santísima Virgen, dice san
Ildefonso, que todas las generaciones la
llamarían bienaventurada (Lc 1, 48), pues todos los elegidos obtienen la
beatitud eterna por medio de María. Tú, oh Madre sublime, eres el principio,
el medio y el fin de nuestra felicidad, dice san Metodio: Principio, porque María
nos obtiene el perdón de los pecados; medio, porque nos obtiene la perseverancia
en la gracia de Dios; y fin, porque ella finalmente, nos obtiene el paraíso.
Por ti, sigue diciendo san Bernardo, se han abierto los cielos y se han vaciado
los infiernos; por ti se ha restaurado el paraíso; por ti, en fin, se les ha
dado la vida eterna a tantos que habían merecido la muerte eterna.
4. María mantiene sus promesas en favor de sus devotos
Debe animarnos a
esperar con toda seguridad el paraíso, la hermosa promesa
que hace la misma Virgen María a los que la honran y de modo especial a los que
con la palabra y el ejemplo procuran darla a conocer y hacerla honrar de los demás.
“Quien me obedece a mí, no queda avergonzado” (Ecclo 24, 22). ¡Felices, dice
san Buenaventura, los que conquistan el favor de María! Estos serán ya
desde ahora, reconocidos como sus compañeros; y el que lleva el emblema de
siervo de María, está ya registrado en el libro de la vida.
¿De qué sirve el
inquietarse con las sentencias de las Escuelas sobre si la predestinación a la
gloria es anterior o posterior a la previsión de los méritos? ¿Sobre si estamos
o no inscritos en el libro de la vida? Si somos verdaderos siervos de María y
contamos con su protección, de verdad que somos de los inscritos; porque, como
dice san Juan Damasceno, Dios no concede la
devoción a su Santísima Madre, sino a los que quiere salvar. Esto es lo
que Dios mismo reveló por medio de san Juan: “Al vencedor le pondrá de columna en el santuario de mi
Dios, y ya no saldrá jamás fuera; y grabaré en él el nombre de mi Dios y el de
la Ciudad de mi Dios” (Ap 3, 12).
¿Quién es esta ciudad de Dios sino María,
como explica san Gregorio, recordando el texto de David: “Gloriosas
cosas se han dicho de ti, ciudad de Dios?” (Sal 86, 3).
Bien podemos
decir con san Pablo: “Marcados con este
sello, el Señor conoce a los que son suyos” (2Tm 2, 19). Quien lleva
esta señal, la de ser devoto de María, es reconocido por Dios como suyo. Por lo
que escribe Pelbarto que la devoción a la Madre de Dios es señal ciertísima de
que se ha de conseguir la eterna salvación. Y el B. Alano, hablando del
Ave María, dice que quien con frecuencia honra a la
Virgen con el saludo del Ángel, tiene un indicio muy grande de que se ha de
salvar.
Con más razón lo
dice el rezo diario del santo Rosario: “Si
saludas con perseverancia a las Santísima Virgen con el santo Rosario, tienes
con ello un indicio sumamente grande de que vas a conseguir la eterna
salvación”. Dice el P. Nieremberg en
su libro del Amor y Afición a María, que los devotos
de la Madre de Dios, no sólo son los más favorecidos y privilegiados por ella,
sino que, también en el cielo serán mucho más ensalzados. Y añade que en
el cielo tendrán alguna señal más particular y muy distinguida por la cual
serán reconocidos como íntimos de la Virgen y de su cortejo especial, conforme
al dicho de los Proverbios: “Todos los de su casa visten doble vestido” (Pr 3,
21).
Santa María Magdalena de Pazzi vio
en medio del mar una nave en que iban todos los devotos de María, y ella, como
seguro piloto la conducía en derechura al puerto. Con lo cual
entendió la santa que, quienes viven bajo la
protección de María, aún en medio de todos los peligros de la vida, se libran del naufragio del pecado y de la condenación,
porque son guiados por ella al puerto del paraíso.
Entremos en esta
nave, cobijados bajo el manto de María, y estemos así seguros de alcanzar el
reino bienaventurado como le canta la Iglesia: “En ti moran todos los bienaventurados, Santa Madre de
Dios”. Todos los que han de participar de los gozos eternos habitan en ti,
viviendo bajo tu protección.
EJEMPLO María
deleita con su canto a un monje
Narra Cesáreo
que un monje cisterciense, muy devoto de la
Madre de Dios, tenía un deseo muy grande de ver a
su amada Señora, y se lo estaba pidiendo constantemente. Una noche, en
el jardín, mientras contemplaba el firmamento y dirigía encendidos suspiros a
su Reina por el deseo de verla, de pronto vio venir del cielo una virgen bella
y nimbada de luz que le dijo: “Tomás ¿quieres
oír mi canto?” “Claro que sí”, le respondió. Entonces la virgen
cantó con tanta dulzura que el religioso se sentía transportado al paraíso.
Terminado el canto, desapareció dejándolo con grandes deseos de saber quién se
le había aparecido. Y de pronto siente que se le aparece otra virgen más bella
todavía que también le hizo oír su canto. No pudiendo contenerse, le preguntó
quién era, y la virgen le respondió: “La que
viste primero, es Catalina, y yo soy Inés; las dos mártires de Jesucristo, y hemos
sido mandadas por nuestra Señora para consolarte”. Y dicho esto, desapareció.
Con todo esto, el religioso quedó con más esperanzas de ver finalmente a su
Reina. No se equivocó, pues poco después vio un gran resplandor y que el
corazón se le inundaba de no conocida alegría, y he aquí que, en medio de aquella
luz, ve a la Madre de Dios circundada de ángeles, con una belleza incomparablemente
superior a la de las santas anteriores. Ella le dijo: “Querido siervo e hijo mío, yo te agradezco la devoción
que me tienes; y quiero hacerte oír mi canto”. Y la Virgen inició una tan bella
melodía que el devoto religioso perdió el sentido cayendo rostro en tierra. Tocaron a maitines, se reunieron los monjes, y no
viendo a Tomás, fueron a buscarlo a la celda y otros lugares, y al fin lo
encontraron en el jardín, desmayado. El abad le mandó por obediencia que
declarara qué le había sucedido; y el religioso, vuelto en sí a la voz de la
obediencia, contó todos los favores que le había hecho la Madre de Dios.
ORACIÓN PIDIENDO A MARÍA EL DON DE AMARLA
Reina del paraíso y Madre del santo amor, ya que eres la
criatura más amable, la más amada de Dios, y quien más le ha amado, acepta que
te ame también un pecador, el más ingrato y desdichado del mundo.
Viéndome, gracias a ti, libre del infierno, y tan
favorecido por ti sin merecerlo, me he prendado de tu bondad, y en ti he puesto
toda mi esperanza.
Señora mía, te amo, y quisiera amarte, más de lo que te
han amado los santos de ti más enamorados. Quisiera, si en mí estuviese, hacer
conocer a todos los que te ignoran, cuán digna eres de ser amada, para que
todos te amasen y venerasen.
Quisiera morir por tu amor, por defender tu virginidad, tu
dignidad de Madre de Dios, tu Inmaculada Concepción, si por defender estos
privilegios, fuera preciso dar la vida.
Amada Madre mía, recibe mis afectos, y no permitas que un
siervo que te ama, vaya a ser enemigo del Dios que tanto quieres. Así fui yo
que ofendí a mi Señor. Pero entonces, María, no te amaba, y poco me importaba
ser amado de ti.
Pero ahora, nada deseo tanto, después de la gracia de
Dios, que amarte y ser por ti amado. Sé, mi Señora, la más agradecida y
benigna, que no desdeñas amar a quien te ama, a la vez que no te dejas ganar en
el amor.
Quiero amarte en el paraíso. Allí, a tu lado, conoceré de
veras, cuán amable eres, y cuánto has hecho por salvarme; por eso te amaré con
más fervor, y mi amor será eterno, sin temor de dejar nunca de quererte.
María, yo confío salvarme por tu medio. Ruega a Jesús por mí. Yo nada más anhelo, tú eres mi esperanza. Por eso te cantaré siempre: ”María, esperanza mía, tú me tienes que salvar
Capítulo
IX
BONDAD
Y CLEMENCIA DE MARÍA
Oh
clementísima, oh piadosa
Cuán
grande es la clemencia y piedad de María
1. María es la misma bondad para todos
Al hablar san
Bernardo de la piedad que tiene María para con los más necesitados, dice que
ella es con verdad, la tierra prometida de Dios, de la que mana leche y miel.
Dice san León que la Virgen está dotada de
tales entrañas de misericordia, que no sólo merece ser llamada misericordiosa,
sino la misma misericordia. Y san Buenaventura, considerando que
María ha sido constituida Madre de Dios para favorecer a los necesitados, y que
a ella le está confiado el oficio de la misericordia; y contemplando, por otra
parte, que ella tiene sumo cuidado de todos los necesitados, por lo que es tan
rica en piedad, que parece no tiene otro deseo que el de aliviar las
necesidades decía que cuando contemplaba a María, se le olvidaba la
justicia divina y sólo veía la divina misericordia de
la que María está llena. Estas son sus tiernas palabras: “De veras, Señora,
cuando te contemplo, no veo más que misericordia, pues para los necesitados has
sido hecha Madre de Dios y se te ha confiado el oficio de compadecer. Por eso
se te ve solícita hacia ellos, estás circundada de misericordia, parece que
sólo eres feliz ejerciendo la misericordia”.
Es tanta la piedad de María, como dice al abad Guérrico,
que sus entrañas tan amorosas, no saben, ni por un
momento, dejar de producir frutos de piedad para nosotros. Dice san Bernardo:
“Y ¿qué otra cosa puede manar una fuente de
piedad sino piedad?” Por lo mismo, María es comparada al olivo: “Como olivo hermoso en los campos”
(Ecclo 24, 19). Pues así como el olivo no da más que aceite, imagen de la misericordia, así, de las manos de
María no salen más que gracias y misericordias. Por lo que María, justamente
puede llamarse, dice el P. Luis de la Puente, la madre del aceite, es decir, la
Madre de la misericordia. Al recurrir nosotros a esta Madre para pedirle el
óleo de su piedad, no hay que temer que nos lo niegue, como se lo negaron las vírgenes prudentes a las necias, cuando les dijeron:
“No sea que no alcance ni para nosotras, ni para vosotras” (Mt 25, 9). De ninguna
manera, porque ella es muy rica de este óleo de
misericordia, como lo advierte san Buenaventura. Que también por
eso la llama la Iglesia, no sólo Virgen prudente, sino prudentísima, para que entendamos, dice Hugo
de San Víctor, que María está llena de gracia y
de piedad, que le basta para proveer a todos, sin que a ella le falte.
Pero pregunto yo:
¿Por qué se dice que este hermoso olivo está en medio del campo, y no más bien
en un huerto tapiado o con cerca de espinos? A esto responde el cardenal Hugo:
Para que todos puedan contemplar a María fácilmente y sin problemas acudir a
ella para obtener remedio en sus necesidades. Este bello pensamiento lo
confirma san Antonino, diciendo que, como un olivo que está en campo
abierto, así todos pueden acudir a ella, ya sean justos o pecadores, para obtener
su misericordia. Y añade además: ¡Cuántas sentencias condenatorias ha sabido
hacer revocar esta Virgen Santísima, con sus piadosos ruegos en favor de los
pecadores que a ella han recurrido! “Y ¿qué
otro refugio más seguro –dice el devoto
Tomás de Kempis– podemos encontrar, que el seno piadoso de María? Allí el pobre encuentra su asilo, el enfermo su
medicina, el afligido su consuelo, el que duda consejo, y el desamparado su
socorro”. ¡Pobres de nosotros, si no tuviéramos esta Madre de misericordia, tan
atenta y solícita para socorrernos en todas nuestras miserias! “Donde no hay
una mujer, gime el hombre a la deriva” (Ecclo 36, 25). Donde falta la mujer,
dice el Espíritu Santo, gime y sufre el enfermo. Esta mujer, dice san Juan
Damasceno, es realmente María y, donde falte esta santísima Mujer, gime el
enfermo. Sí, pues queriendo Dios que todos los
dones se dispensen gracias a las plegarias de María, si éstas llegaran a
faltar, no habría esperanza de misericordia, como lo indicó el Señor a santa Brígida.
2. María conoce nuestra necesidad y la remedia
¿Cómo temer que
María no acuda a compadecerse de nuestras miserias? No, que ella, mejor que
nosotros, ve nuestras miserias y las compadece. Dice san Antonino: ¿Quién, entre todos los santos se compadece de
nuestros males como María? Donde ve
alguna miseria, allí acude presurosa para socorrer con gran piedad. Así
lo dice Ricardo de San Víctor. Lo afirma también Mendoza: Oh
Virgen bendita, tú dispensas con larga mano tus misericordias, allí donde
descubres una necesidad. Y nunca dejará este oficio de buena Madre, como ella
misma lo afirma: “Por los siglos subsistiré. En la Tierra santa, en su
presencia, he ejercido el ministerio... Y en Jerusalén se halla mi poder”
(Ecclo 24, 9-11). Comenta el cardenal Hugo: “Hasta
el siglo futuro, es decir, hasta que lleguen a ser bienaventurados, no dejaré
de socorrer a los hombres en sus miserias, y de rogar por la conversión de los
pecadores”.
Refiere Suetonio
que el emperador Tito estaba tan ansioso de
conceder favores a quien se los pedía, que el día en que no había hecho
alguno, decía con tristeza: “He perdido el día”
porque lo he pasado sin favorecer a nadie. Probablemente esto lo
decía Tito, más por vanidad y afán de ser estimado, que por verdadera caridad.
Pero nuestra emperatriz María, si por un imposible pasara un día sin socorrer a
alguno, lo sentiría muchísimo; porque está llena de caridad y del deseo de
hacernos bien. De modo que, como dice Bernardino de Bustos, ella tiene más ansia de darnos gracias, que nosotros de recibirlas
de ella. Por lo que añade que, cuando a ella acudimos, siempre la encontraremos
con las manos llenas de misericordia y liberalidad.
Ya fue Rebeca
figura de María, la cual, cuando el siervo de Abrahán le pidió agua para beber,
le respondió que, no sólo para él, sino también para sus camellos sacaría del
pozo agua suficiente, para que todos bebiesen (Gn 24, 19). Y el devoto san Bernardo,
vuelto hacia la Virgen, le dice: “Señora, no
sólo al siervo de Abrahán sino también para sus camellos dales de tu vasija
sobreabundante”; como si dijera: Señora tú eres más piadosa y
generosa que Rebeca, y por eso, no te contentas con dispensar las gracias de tu
misericordia sólo a los siervos de Abrahán, que representan a los fieles
siervos de Dios, sino que las dispensas también a los camellos,
figura de los pecadores. Y como Rebeca dio más de lo que se le pedía, así
y mejor, María da más de lo que se le solicita.
La liberalidad de María, dice Ricardo de San Lorenzo, se asemeja a la
liberalidad de su Hijo, que otorga siempre más de
lo que se le pide; que por eso lo llama san Pablo “rico para todos los
que lo invocan” (Rm 10, 12). Por esto le dice a la Virgen un devoto autor: “Señora,
ruega por mí, porque tú pedirás para mí las gracias con mayor devoción de la
que sabría tener yo; y me conseguirás de Dios gracias muy superiores a las que
yo pudiera pedir”.
3. María es bondadosa, sobre todo, con los pecadores
Cuando los
samaritanos rehusaron recibir a Jesucristo y su doctrina, dijeron Santiago y
san Juan a su Maestro: “¿Quieres, Señor, que
mandemos fuego del cielo que los devore?”
Pero el Salvador les respondió: “No sabéis a qué espíritu pertenecéis”
(Lc 9, 55). Como si dijera: Yo soy piadoso y dulce, por lo que he bajado del cielo para salvar a los pecadores, no para
castigarlos; y ¿vosotros queréis verlos condenados? ¿Qué fuego? ¿Qué
castigo? Callad, no me habléis de castigos, que ése no es mi espíritu. De igual modo María, que tiene el alma del todo
semejante a la de su Hijo, estamos seguros que está siempre inclinada a tener misericordia, porque, como dice santa Brígida es llamada la Madre de la misericordia;
y la misma misericordia de Dios la hace tan piadosa y dulce para con todos. Por
eso a María la vio san Juan, vestida del sol: “Apareció
una señal grande en el cielo, una mujer vestida de sol” (Ap 12, 1). Sobre lo cual, dice san Bernardo
dirigiéndose a la Virgen: “Vistes al sol y con
él te vistes”. Has vestido al sol, al Verbo de Dios, con carne humana;
mas él te ha vestido a ti con su poder y misericordia.
Es tan piadosa y
benigna esta Reina, que, al decir de san Bernardo, cuando se le acerca un pecador para encomendarse a
su piedad, no se pone a examinar sus méritos,
ni si es digno o no de ser oído, sino que sin más lo
atiende y lo socorre. Por lo cual, reflexiona san Ildeberto, que
está bien decir de María que es bella como la luna (Ct 6, 9); porque como la
luna ilumina y beneficia los cuerpos más humildes de la tierra, así María
ilumina a los pecadores más indignos. “Hermosa
como la luna, porque es hermoso hacer beneficios a los indignos”,
dice san Ildefonso. Y aunque la luna toma toda su luz del sol, actúa
antes que el sol, piensa un autor. También dice san Anselmo: “Más pronto se consigue, a veces, nuestra salvación
invocando el nombre de María, que invocando el nombre de Jesús”. Por eso nos exhorta Hugo de San Víctor,
para que, si nuestros pecados nos hacen temer el
acercarnos a Dios, porque él es la majestad infinita que hemos ofendido,
no temamos sin embargo recurrir a María, porque
en ella nada encontraremos que nos asuste. Es verdad que ella es santa e
inmaculada, que es la Reina del mundo y la Madre de Dios; pero al mismo tiempo
es de nuestra carne, hija de Adán como nosotros. Finalmente, dice san Bernardo,
todo lo que hay en María respira gracia y piedad, porque ella, como Madre de piedad, es toda para todos, y por su
gran caridad, se pone a disposición de todos, justos y pecadores; y abre el
seno de su misericordia para que todos gocen de su plenitud. Y si el demonio,
como dice san Pedro, “anda siempre merodeando, buscando a quién devorar” (1P 5,
8), todo lo contrario, dice Bernardino de Bustos,
es lo que hace María, que “anda siempre buscando
cómo dar la vida y salvar a todos los que pueda”.
4. María esmera su atención hacia los más alejados de
Dios
Debemos
persuadirnos de que la protección de María es más grande y poderosa de lo que
nos podemos imaginar, como dice san Germán. ¿Por
qué el Señor, que en la antigua ley era tan riguroso en el
castigar, ahora tiene tanta misericordia aun con los reos de los mayores
pecados?, pregunta Pelbarto; y responde: Se porta así por los méritos y por
el amor de María. Dice san Fulgencio: ¡Cuánto hace
que hubiera sido aniquilado el mundo, si María
no lo hubiera sostenido con su intercesión! Mas nosotros, dice
Arnoldo de Chartres, podemos acercarnos a Dios en espera de todos los bienes,
porque el Hijo es nuestro mediador ante Dios Padre y la Madre ante el Hijo.
¿Cómo no va a escuchar el Padre a su Hijo cuando le presenta las llagas que ha
recibido por salvar a los pecadores? Y ¿cómo el Hijo no va a atender a la Madre
cuando le recuerda que lo ha alimentado a sus pechos virginales? Dice san Pedro
Crisólogo con hermosa y firme expresión, que esta
humilde doncella, habiendo alojado a Dios en su seno, exige como pensión del
hospedaje, la paz del mundo, la salvación de los que andan
perdidos y la vida de los muertos.
Dice el abad
de Celles: ¡Cuántos que merecían ser condenados por la divina justicia, se
han salvado por la piedad de María! Es que ella es el tesoro de Dios y la tesorera de todas las gracias, por lo que nuestra salvación está en sus manos. Por eso
recurramos siempre a esta maravillosa Madre que es todo piedad, y estemos del
todo seguros de salvarnos gracias a su intercesión, ya que ella –así nos anima Bernardino
de Bustos– es nuestra salvación, nuestra
vida, nuestra consejera, nuestro refugio y nuestra ayuda. María, es
precisamente, dice san Agustín, aquel trono
de la gracia, al que nos exhorta el apóstol que recurramos con confianza
para obtener la divina misericordia y hallar la gracia para una ayuda oportuna (Hb 4, 16).
Al trono de la
gracia, comenta san Antonio, es decir, a María. Por esto santa Catalina de
Siena llamaba a María administradora de la
misericordia divina. Concluyamos
ya, con la bella y dulce exclamación de san Bernardo, comentando las
palabras: “Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María: Oh María, tú eres
clemente con los miserables, piadosa con los que te ruegan, dulce con los que
te aman; clemente con los penitentes, piadosa con los que progresan, dulce con
los perfectos. Te manifiestas clemente al librarnos de los castigos, piadosa al
otorgarnos las gracias, y dulce dándote al que te busca”.
EJEMPLO Protección de María a una devota suya
Refiere el P.
Carlos Bovio que en Dormans, Francia, vivía un casado que andaba en tratos
deshonestos con otra mujer. Su esposa, no pudiendo soportarlo, no hacía más que
pedir a Dios que los castigase. En especial un día en una iglesia, ante el altar de la Santísima Virgen, se puso a pedir
venganza contra la mujer que le robaba el marido. Precisamente ante esta
imagen iba todos los días, a rezarle un Ave María, la otra mujer pecadora. Una
noche, en sueños, se le presentó a la esposa, la Madre de Dios. Al verla
comenzó con la cantinela de siempre: “Justicia, Madre de Dios, justicia”. La Virgen le respondió: “¿Justicia? ¿A mí me pides
justicia? Busca otro que te la haga, que yo no puedo. Has de saber, que esa
pecadora todos los días me dirige una oración tan de mi agrado que no
puedo consentir que quien así me reza sufra o sea castigado por sus pecados”.
Por la mañana,
fue la esposa a la Santa Misa en aquella iglesia de la Virgen; y al salir, se
encontró con la amiga de su marido; al verla comenzó a injuriarla, diciéndole
entre otras cosas que era una hechicera, que con sus encantamientos había
llegado a encantar a la Virgen Santísima. “¡Calla! ¿Qué dices?”, le decía la gente.
“¿Cómo me voy a callar? –les respondía ella–, lo que digo es la pura verdad. Se
me ha aparecido la Señora y, al pedirle yo que me hiciera justicia, me ha respondido
que no me la podía hacer por un saludo especial que esta malvada le recita
todos los días”. Le preguntaron cuál era el saludo que le recitaba a la Madre de
Dios todos los días. Ella respondió que era el Ave María. Pero al
darse cuenta que por aquella pequeña devoción se mostraba la Virgen tan
misericordiosa, fue enseguida a postrarse a los pies de aquella santa imagen, y
allí mismo, pidiendo perdón a todos, hizo voto de perpetua castidad. Además se
hizo un hábito de monja y se fabricó una pequeña habitación cerca de la
iglesia, donde se recluyó y perseveró en continua penitencia hasta la muerte.
ORACIÓN PIDIENDO LOS DONES DE DIOS
Madre de misericordia, eres tan piadosa, tienes tan gran
deseo de hacernos bien a los necesitados, y dejarnos contentos cuando te
suplicamos, que yo, el más infeliz de todos recurro a tu piedad para que me
otorgues lo que te pido.
Busquen otros cuanto quieran, salud del cuerpo, riquezas y
otros bienes de la tierra; Señora, yo vengo a pedirte lo que deseas ver en mí:
Tú que fuiste tan humilde, dame humildad y saber aceptar
los desprecios.
Tú, tan sufrida en los trabajos, hazme paciente en las
adversidades.
Tú, tan llena de amor de Dios, obtenme el amor puro y
santo.
Tú, todo caridad para el prójimo, consígueme caridad para
con todos, y también para los que me son adversos.
Tú, del todo unida
al divino querer, dame total conformidad
con lo que Dios dispone.
Tú, la más santa entre las criaturas, hazme santo, María.
Nunca te falta el amor, y todo me lo puedes y quieres
obtener. Sólo me puede impedir que yo reciba tu gracia, o mi olvido de
suplicarte, o mi poca confianza en tu intercesión. Pero el recurrir a ti, y el
hacerlo con total confianza, tú misma me lo tienes que otorgar. Estas dos
gracias supremas, son las que ahora quiero y te pido, las que espero, con
certeza, alcanzar por ti, María, Madre y esperanza mía, mi amor, mi vida, mi
refugio, mi ayudadora y consoladora. Amén.
Capítulo
X
EL
NOMBRE DE MARÍA
Oh
dulce, Virgen María
El
nombre de María es dulce en la vida y en la muerte
1. María, nombre
santo
El augusto nombre
de María, dado a la Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado por la
mente humana o elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás
nombres que se imponen. Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por divina
disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino
y otros. “Del Tesoro de la divinidad –dice Ricardo de San Lorenzo– salió el nombre
de María”. De él salió tu excelso nombre; porque las tres divinas personas, prosigue
diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier nombre, fuera del nombre
de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y majestad, que al ser pronunciado
tu nombre, quieren que, por reverenciarlo, todos doblen la rodilla, en el cielo,
en la tierra y en el infierno. Pero entre otras prerrogativas que el Señor concedió
al nombre de María, veamos cuán dulce lo ha hecho para los siervos de esta
santísima Señora, tanto durante la vida como en la hora de la muerte.
2. María, nombre
lleno de dulzura
En cuanto a lo
primero, durante la vida, “el santo nombre de María –dice el monje Honorio–
está lleno de divina dulzura”. De modo que el glorioso san Antonio de Padua,
reconocía en el nombre de María la misma dulzura que san
Bernardo en el nombre de Jesús. “El nombre de Jesús”, decía éste;
“el nombre de María”, decía aquél, “es alegría para el corazón, miel en los
labios y melodía para el oído de sus devotos”. Se cuenta del V. Juvenal Ancina,
obispo de Saluzzo, que al pronunciar el nombre de María experimentaba una
dulzura sensible tan grande, que se relamía los labios. También se refiere que
una señora en la ciudad de colonia le dijo al obispo Marsilio que cuando
pronunciaba el nombre de María, sentía un sabor más dulce que el de la miel. Y,
tomando el obispo la misma costumbre, también experimentó la misma dulzura. Se
lee en el Cantar de los Cantares que, en la Asunción de María, los ángeles
preguntaron por tres veces: “¿Quién es ésta que sube del desierto como
columnita de humo? ¿Quién es ésta que va subiendo cual aurora naciente? ¿Quién
es ésta que sube del desierto rebosando en delicias?” (Ct 3, 6; 6, 9; 8, 5).
Pregunta Ricardo de San Lorenzo: “¿Por qué los ángeles preguntan tantas
veces el nombre de esta Reina?” Y él mismo responde: “Era tan dulce para los
ángeles oír pronunciar el nombre de María, que por eso hacen tantas preguntas”.
Pero no quiero hablar de esta dulzura sensible, porque no se concede a todos de
manera ordinaria; quiero hablar de la dulzura saludable, consuelo, amor, alegría,
confianza y fortaleza que da este nombre de María a los que lo pronuncian con
fervor.
3. María, nombre
que alegra e inspira amor
Dice el abad
Francón que, después del sagrado nombre de Jesús, el nombre de María es tan
rico de bienes, que ni en la tierra ni en el cielo resuena ningún nombre del que las almas
devotas reciban tanta gracia de esperanza y de dulzura. El nombre de
María –prosigue diciendo– contiene en sí un no sé qué de admirable, de dulce y
de divino, que cuando es conveniente para los corazones que lo aman, produce en
ellos un aroma de santa suavidad. Y la maravilla de este nombre –concluye el
mismo autor– consiste en que aunque lo oigan mil veces los que aman a María,
siempre les suena como nuevo, experimentando siempre la misma dulzura al oírlo
pronunciar.
Hablando también
de esta dulzura el B. Enrique Susón, decía que nombrando a María, sentía
elevarse su confianza e inflamarse en amor con tanta dicha, que entre el gozo y
las lágrimas, mientras pronunciaba el nombre amado, sentía como si se le fuera
a salir del pecho el corazón; y decía que este nombre se le derretía en el alma
como panal de miel. Por eso exclamaba: “¡Oh nombre suavísimo! Oh María ¿cómo
serás tú misma si tu solo nombre es amable y gracioso!”
Contemplando a su
buena Madre el enamorado san Bernardo le dice con ternura: “¡Oh excelsa, oh
piadosa, oh digna de toda alabanza Santísima Virgen María, tu nombre es tan
dulce y amable, que no se puede nombrar sin que el que lo nombra no se inflame
de amor a ti y a Dios; y sólo con pensar en él, los que te aman se sienten más
consolados y más inflamados en ansias de amarte”. Dice Ricardo de San Lorenzo:
“Si las riquezas consuelan a los pobres porque les sacan de la miseria, cuánto
más tu nombre, oh María, mucho mejor que las riquezas de la tierra, nos alivia
de las tristezas de la vida presente”. Tu nombre, oh Madre de Dios –como dice
san Metodio– está lleno de gracias y de bendiciones divinas. De modo que –como
dice san Buenaventura– no se puede
pronunciar tu nombre sin que aporte alguna gracia al que devotamente lo invoca.
Búsquese un corazón empedernido lo más que se pueda imaginar y del todo desesperado;
si éste te nombra, oh benignísima Virgen, es tal el poder de tu nombre –dice el
Idiota– que él ablandará su dureza, porque eres la que conforta a los pecadores
con la esperanza del perdón y de la gracia. Tu dulcísimo nombre –le dice san
Ambrosio– es ungüento perfumado con aroma de gracia divina. Y el santo le ruega
a la Madre de Dios diciéndole: “Descienda a lo íntimo de nuestras almas este ungüento
de salvación”. Que es como decir: Haz Señora, que nos acordemos de nombrarte
con frecuencia, llenos de amor y confianza, ya que nombrarte así es señal o de
que ya se posee la gracia de Dios, o de que pronto se ha de recobrar. Sí,
porque recordar tu nombre, María, consuela al afligido, pone en camino de
salvación al que de él se había apartado, y conforta a los pecadores para que
no se entreguen a la desesperación; así piensa Landolfo de Sajonia. Y dice el
P. Pelbarto que como Jesucristo con sus cinco llagas ha aportado al mundo el
remedio de sus males, así, de modo parecido, María, con su nombre santísimo
compuesto de cinco letras, confiere todos los días el perdón a los pecadores.
4. María, nombre
que da fortaleza
Por eso, en los
Sagrados cantares, el santo nombre de María es comparado al óleo: “Como aceite derramado es tu nombre” (Ct
1, 2). Comenta así este pasaje el B. Alano: “Su nombre glorioso es comparado al
aceite derramado porque, así como el aceite sana a los enfermos, esparce
fragancia, y alimenta la lámpara, así también el nombre de María, sana a los
pecadores, recrea el corazón y lo inflama en el divino amor”. Por lo cual
Ricardo de San Lorenzo anima a los pecadores a recurrir a este sublime nombre,
porque eso sólo bastará para curarlos de todos sus males, pues no hay
enfermedad tan maligna que no ceda al instante ante el poder del nombre de
María”.
Por el contrario los demonios,
afirma Tomás de Kempis, temen de
tal manera a la Reina del cielo, que al oír su nombre, huyen de
aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara. La misma Virgen reveló a santa Brígida, que no hay pecador tan frío en el divino amor, que invocando
su santo nombre con propósito de convertirse, no consiga que el demonio se
aleje de él al instante. Y otra vez le
declaró que todos los demonios sienten
tal respeto y pavor a su nombre que en cuanto lo oyen pronunciar al punto sueltan al alma que tenían
aprisionada entre sus garras.
Y así como se
alejan de los pecadores los ángeles rebeldes al oír invocar el nombre de María,
lo mismo –dijo la Señora a santa Brígida–
acuden numerosos los ángeles buenos a las almas
justas que devotamente la invocan. Atestigua san Germán que como
el respirar es señal de vida, así invocar con frecuencia el nombre de María es señal o de
que se vive en gracia de Dios o de que pronto se conseguirá; porque
este nombre poderoso tiene fuerza para conseguir la vida de la gracia a quien
devotamente lo invoca. En suma, este admirable nombre, añade Ricardo de San
Lorenzo es, como torre fortísima en que se verán libres de la muerte eterna, los
pecadores que en él se refugien; por muy
perdidos que hubieran sido, con ese nombre se verán defendidos y salvados.
Torre defensiva
que no sólo libra a los pecadores del castigo, sino que defiende también a los justos de los asaltos del infierno.
Así lo asegura el mismo Ricardo, que después
del nombre de Jesús, no hay nombre que tanto ayude y que tanto sirva para la
salvación de los hombres, como este incomparable nombre de María. Es
cosa sabida y lo experimentan a diario los devotos de María, que este nombre
formidable da fuerza para vencer todas las
tentaciones contra la castidad. Reflexiona el mismo autor
considerando las palabras del Evangelio: “Y el nombre de la Virgen era María”
(Lc 1, 27), y dice que estos dos nombres de María y de Virgen los pone el
Evangelista juntos, para que entendamos que el nombre de esta Virgen purísima
no está nunca disociado de la castidad. Y añade san Pedro Crisólogo, que el nombre de María es indicio de castidad; queriendo
decir que quien duda si habrá pecado en las tentaciones impuras, si recuerda haber invocado el nombre de María, tiene una
señal cierta de no haber quebrantado la castidad.
5. María, nombre
de bendición
Así que,
aprovechemos siempre el hermoso consejo de san Bernardo: “En los peligros, en las angustias, en las dudas, invoca a
María. Que no se te caiga de los labios, que no se te quite del corazón”.
En todos los peligros de perder la gracia divina, pensemos en María, invoquemos
a María junto con el nombre de Jesús, que siempre han de ir estos nombres
inseparablemente unidos. No se aparten jamás de nuestro corazón y de nuestros
labios estos nombres tan dulces y poderosos, porque estos nombres nos darán la fuerza para no ceder nunca jamás ante las
tentaciones y para vencerlas todas. Son maravillosas las gracias
prometidas por Jesucristo a los devotos del nombre de María, como lo dio a
entender a santa Brígida hablando con su Madre santísima, revelándole que
quien invoque el nombre de María con confianza y propósito de la enmienda,
recibirá estas gracias especiales: un perfecto dolor de sus pecados, expiarlos
cual conviene, la fortaleza para alcanzar la perfección y al fin la gloria del
paraíso. Porque, añadió el divino Salvador, son para mí tan dulces y
queridas tus palabras, oh María, que no puedo negarte lo que me pides. En suma,
llega a decir san Efrén, que el nombre de María es la llave que abre la puerta
del cielo a quien lo invoca con devoción. Por eso tiene razón san Buenaventura
al llamar a María “salvación de todos los que la
invocan”, como si fuera lo mismo invocar el nombre de María que
obtener la salvación eterna.
También dice
Ricardo de San Lorenzo que invocar este santo y dulce
nombre lleva a conseguir gracias sobreabundantes en esta vida y una gloria
sublime en la otra. Por tanto, concluye Tomás de Kempis: “Si buscáis, hermanos míos, ser consolados en todos
vuestros trabajos, recurrid a María, invocad a María, obsequiad a
María, encomendaos a María. Disfrutad con María, llorad
con María, caminad con María, y con María buscad a Jesús.
Finalmente desead vivir y morir con Jesús y María. Haciéndolo así siempre iréis
adelante en los caminos del Señor, ya que María, gustosa rezará por vosotros,
y el Hijo ciertamente atenderá a la Madre”.
6. María, nombre
consolador
Muy dulce es para
sus devotos, durante la vida, el santísimo nombre
de María, por las gracias supremas que les obtiene, como hemos visto.
Pero más consolador les resultará en la hora de
la muerte, por la suave y santa muerte que les otorgará. El P.
Sergio Caputo, jesuita, exhortaba a
todos los que asistieran a un moribundo, que pronunciasen con frecuencia el nombre de
María, dando como razón que este nombre de vida y esperanza, sólo
con pronunciarlo en la hora de la muerte, basta
para dispersar a los enemigos y para confortar al enfermo en todas sus
angustias. De modo parecido, san Camilo de Lelis, recomendaba muy
encarecidamente a sus religiosos que ayudasen a los
moribundos con frecuencia a invocar los nombres de Jesús y de María como
él mismo siempre lo había practicado; y mucho mejor lo practicó consigo mismo
en la hora de la muerte, como se refiere en su biografía; repetía con tanta
dulzura los nombres, tan amados por él, de Jesús y de María, que inflamaba en
amor a todos los que le escuchaban. Y finalmente, con los ojos fijos en
aquellas adoradas imágenes, con los brazos en cruz, pronunciando por última vez
los dulcísimos nombres de Jesús y de María, expiró el santo con una paz
celestial. Y es que esta breve oración, la de invocar los nombres de Jesús y de
María, dice Tomás de Kempis, cuanto es fácil retenerla en la memoria, es
agradable para meditar y fuerte para proteger al
que la utiliza, contra todos los enemigos de su salvación.
7. María, nombre de buenaventura
¡Dichoso –decía san Buenaventura– el que ama tu dulce nombre, oh Madre de Dios! Es tan
glorioso y admirable tu nombre, que todos los que se acuerdan de invocarlo en
la hora de la muerte, no temen los asaltos de todo el infierno. Quién tuviera
la dicha de morir como murió fray Fulgencio de Ascoli, capuchino, que
expiró cantando: “Oh María, oh María, la
criatura más hermosa; quiero ir al cielo en tu compañía”. O como
murió el B. Enrique, cisterciense, del que cuentan los anales de su
Orden que murió pronunciando el dulcísimo nombre de María. Roguemos pues, mi
devoto lector, roguemos a Dios nos conceda esta gracia,
que en la hora de la muerte, la última palabra que pronunciemos sea el nombre
de María, como lo deseaba y pedía san Germán. ¡Oh muerte dulce, muerte segura,
si está protegida y acompañada con este nombre salvador que Dios concede que lo
pronuncien los que se salvan! ¡Oh mi dulce Madre y
Señora, te amo con todo mi corazón! Y porque te amo, amo también tu santo
nombre. Propongo y espero con tu ayuda invocarlo siempre durante la vida y en
la hora de la muerte. Concluyamos con esta tierna plegaria de san Buenaventura:
“Para
gloria de tu nombre, cuando mi alma esté para salir de este mundo, ven tú misma
a mi encuentro, Señora benditísima, y recíbela”. No desdeñes, oh María –sigamos rezando con el
santo– de venir a consolarme con tu dulce presencia. Sé mi escala y camino del
paraíso. Concédele la gracia del perdón y del descanso eterno. Y termina el
santo diciendo: “Oh María, abogada nuestra,
a ti te corresponde defender a tus devotos y tomar a tu cuidado su causa ante
el tribunal de Jesucristo”.
EJEMPLO La
joven María librada del demonio
Refiere el P. Rho
en su libro de los Sábados, y el P. Lireo en su Trisagio Mariano,
que hacia el año 1465, vivía en Güeldres una joven llamada María. Un día la
mandó un tío suyo a la ciudad de Nimega a hacer unas compras, diciéndole que pasara
la noche en casa de otra tía que allí vivía. Obedeció la joven, pero al ir por
la tarde a casa de la tía, ésta la despidió groseramente. La joven
desconsolada, emprendió el camino de vuelta. Cayó la noche por el camino, y
ella, encolerizada, llamó al demonio en su
ayuda. He aquí que se le aparece en forma de hombre, y le promete ayudarla con
cierta condición. “Todo lo haré”, respondió la desgraciada. “No te pido otra cosa –le dijo el enemigo– sino que de hoy
en adelante no vuelvas a hacer la señal de la cruz y que cambies de nombre”.
“En cuanto a lo primero, no haré más la señal de la cruz –le respondió–, pero
mi nombre de María, no lo cambiaré. Lo quiero demasiado”. “Y yo no te ayudaré”,
le replicó el demonio. Por fin, después de mucho discutir, convinieron en que
se llamase con la primera letra del nombre de María, es decir: Eme. Con este pacto se fueron a Amberes; allí
vivió seis años con tan perversa compañía, llevando una vida rota, con
escándalo de todos. Un día le dijo al demonio que deseaba volver a su tierra;
al demonio le repugnaba la idea, pero al fin hubo de consentir. Al entrar los
dos en la ciudad de Nimega, se encontraron con que se representaba
en la plaza la vida de Santa María. Al ver semejante representación, la
pobre Eme, por aquel poco de devoción hacia la Madre de Dios que había
conservado, rompió a llorar. “¿Qué hacemos aquí? –le dijo el compañero–.
¿Quieres que representemos otra comedia?” La agarró para sacarla de aquel
lugar, pero ella se resistía, por lo que él, viendo que la perdía, enfurecido
la levantó en el aire y la lanzó al medio del teatro. Entonces la desdichada
contó su triste historia. Fue a confesarse con el párroco que la remitió al obispo
y éste al Papa. Éste, una vez oída su confesión, le impuso de penitencia llevar
siempre tres argollas de hierro, una al cuello, y una en cada brazo. Obedeció la
penitente y se retiró a Maestricht donde se encerró en un monasterio para penitentes.
Allí vivió catorce años haciendo ásperas penitencias. Una mañana, al levantarse
vio que se habían roto las tres argollas. Dos años después murió con fama de
santidad; y pidió ser enterrada con aquellas tres argollas que, de esclava del
infierno, la habían cambiado en feliz esclava de su libertadora.
ORACIÓN PARA INVOCAR EL NOMBRE DE MARÍA
¡Madre de Dios y Madre mía María!
Yo no soy digno de pronunciar tu nombre;
pero tú que deseas y quieres mi salvación,
me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura,
que pueda llamar en mi socorro
tu santo y poderoso nombre,
que es ayuda en la vida y salvación al morir.
¡Dulce Madre, María!
haz que tu nombre, de hoy en adelante,
sea la respiración de mi vida.
No tardes, Señora, en auxiliarme
cada vez que te llame.
Pues en cada tentación que me combata,
y en cualquier necesidad que experimente,
quiero llamarte sin cesar; ¡María!
Así espero hacerlo en la vida,
y así, sobre todo, en la última hora,
para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado:
“¡Oh clementísima, oh piadosa,
oh dulce Virgen María!”
¡Qué aliento, dulzura y confianza,
qué ternura siento
con sólo nombrarte y pensar en ti!
Doy gracias a nuestro Señor y Dios,
que nos ha dado para nuestro bien,
este nombre tan dulce, tan amable y poderoso.
Señora, no me contento
con sólo pronunciar tu nombre;
quiero que tu amor me recuerde
que debo llamarte a cada instante;
y que pueda exclamar con san Anselmo:
“¡Oh nombre de la Madre de Dios,
tú eres el amor mío!”
Amada María y amado Jesús mío,
que vivan siempre en mi corazón y en el de todos,
vuestros nombres salvadores.
Que se olvide mi mente de cualquier otro nombre,
para acordarme sólo y siempre,
de invocar vuestros nombres adorados.
Jesús, Redentor mío, y Madre mía María,
cuando llegue la hora de dejar esta vida,
concédeme entonces la gracia de deciros:
“Os amo, Jesús y María;
Jesús y María,
os doy el corazón y el alma mía”.
SEGUNDA
PARTE
I. FIESTAS
PRINCIPALES DE MARÍA
II. DOLORES
PADECIDOS POR MARÍA
III. VIRTUDES
PRACTICADAS POR MARÍA
IV. OBSEQUIOS
Y PLEGARIAS A MARÍA
Sección
I
FIESTAS
PRINCIPALES DE MARÍA
Discurso
primero
INMACULADA
CONCEPCIÓN DE MARÍA
Agradó
a las tres divinas personas preservar a María de la culpa original
Inmensa ruina
causó el maldito pecado de Adán a todo el género humano. Al perder Adán
infelizmente la gracia, perdió a la vez todos los bienes con los que había sido
enriquecido por Dios desde el principio, y atrajo sobre él y sus descendientes
el enojo de Dios, el cúmulo de todos los males. Pero Dios quiso librar de esta
desgracia universal a aquella Virgen bendita que él mismo había predestinado
para ser madre del segundo Adán, Jesucristo, el que había de reparar el daño
causado por el primero.
Vamos a
considerar cuánto convino a cada una de las tres personas divinas preservar a
esta Virgen de la culpa original. Veremos que convino al Padre preservarla como
a su hija; al Hijo preservarla como a su madre; al Espíritu Santo preservarla
como a su esposa.
PUNTO 1º
1. María, hija primogénita del Padre
Convino, en
primer lugar, al eterno Padre, hacer que María fuese creada inmune de toda mancha original porque ella era su
hija primogénita como ella misma lo atestiguó: “Yo
salí de la boca del Altísimo como primogénita antes de toda criatura” (Ecclo
24, 5). A la Virgen María aplican
este pasaje los sagrados intérpretes, los santos padres y la misma Iglesia en
la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Puesto que, ya
se la considere primogénita en cuanto fue predestinada con su Hijo en los
divinos decretos antes de todas las criaturas, ya se la considere como
primogénita de la gracia, como predestinada a ser Madre del Redentor después
de la previsión del pecado, todos están de acuerdo en llamarla la primogénita
de Dios. Por lo cual fue más conveniente que María jamás fuera esclava de
Lucifer sino poseída siempre y en absoluto por su Creador, como en efecto
sucedió, ella misma lo dijo: “El Señor me poseyó como primicia de su camino,
antes de sus obras más antiguas” (Pr 8, 22). Con razón la llama Dionisio,
patriarca de Alejandría, la única hija de la vida,
a diferencia de las demás, que, naciendo en pecado, son hijas de la muerte.
2. María, medianera de paz
También había de
crearla el eterno Padre en su gracia, porque la predestinó para ser reparadora
del mundo perdido; mediadora de paz entre Dios y
los hombres. Así la llaman los santos
padres y sobre todo san Juan Damasceno que le dice: “Virgen bendita, tú has sido creada y has nacido para
procurar la salvación a toda la tierra”. Por eso, dice san
Bernardo, que María estuvo prefigurada en el arca de Noé; así como por ella
se libraron del diluvio los hombres, así por María
nos salvamos de naufragar en el pecado; pero con la diferencia de
que por medio del arca se salvaron unos pocos, pero por medio de María ha sido
liberado todo el género humano. San Atanasio la llama nuestra Eva, porque la primera fue madre de la muerte,
mientras que la Santísima Virgen es madre de la
vida. San Teófilo, obispo de Nicea, le dice: “Salve, la que destruiste la tristeza de Eva”.
San Basilio la llama abogada entre los
hombres y Dios; y san Efrén la reconciliadora
de todo el mundo. Ahora bien, el que trata asuntos de paz, de ninguna
manera puede ser enemigo del ofendido, y mucho menos cómplice en el mismo
delito. Para aplacar a un juez, la persona menos
apropiada es un enemigo suyo, ya que en vez de aplacarlo lo irritaría más. Por
eso, teniendo que ser María la mediadora de paz
de los hombres con Dios, la razón más elemental exige que no hubiera
sido jamás pecadora y enemiga de Dios, sino
del todo su amiga y absolutamente limpia de todo pecado. Además tenía que
preservarla Dios de la culpa original pues era la predestinada a quebrantar la
cabeza de la serpiente infernal, la que, al seducir a los primeros padres,
acarreó la muerte a todos los hombres. Dios profetizó: “Pondré enemistades
entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya: ella quebrantará tu cabeza”
(Gn 3, 15). Si María tenía que ser la mujer fuerte
puesta en el mundo para vencer a Lucifer, es evidente
que no podía ser vencida por él y hecha su esclava; por el contrario,
tenía que estar exenta de toda mancha de pecado y de cualquier forma de
sujeción al enemigo. El soberbio, como había infectado con su veneno a todo el
género humano, desearía, más que nada, infectar la purísima alma de esta Virgen.
Pero sea por siempre alabada la divina bondad que, por esta razón, la dotó de
tanta gracia que, quedando ella inmune de todo rastro de culpa, pudo de ese modo
abatir y confundir la soberbia del enemigo. Así lo explica san Buenaventura:
“Siendo la cabeza diabólica la causante del
pecado no pudo entrar en el alma de la Virgen, y por eso fue inmune a toda
mancha”. Y más adelante lo aclara así: “Era
del todo congruente que la bienaventurada Virgen María, por medio de la cual se
nos arrancó el oprobio, venciera al diablo, y no sucumbiera ante él en lo más
mínimo”.
3. María, destinada a ser Madre del Salvador
Pero ante todo y
principalmente, el eterno Padre tenía que hacer a esta su hija inmune al pecado
de Adán, porque la predestinó para ser madre de su Unigénito. “Tú –le dice san Bernardino
de Siena– fuiste predestinada en la mente de Dios antes de toda criatura
para engendrar a Dios hecho hombre”. Aunque no hubiera otro motivo, por el
honor de su Hijo que es Dios, el Padre tenía que
crearla pura de toda mancha. Dice santo Tomás, que todas las cosas que se relacionan con Dios, tienen que
ser santas e inmunes de cualquier suciedad. Por eso David, hablando del
Templo de Jerusalén y de la magnificencia con que se debía edificar decía:
“”Que no se prepara morada para un hombre, sino para Dios” (1Cro 29, 1). ¿Cuánto
más debemos creer que el sumo Hacedor, destinando a María para ser la Madre del
mismo Hijo suyo, debía embellecer su alma con los tesoros más hermosos para que
fuera la morada más digna posible de Dios? “Para
preparar una digna morada para su Hijo, Dios –afirma Dionisio Cartujano–
colmó a María de todas las gracias y de todos los carismas”. Y la Iglesia
lo atestigua cuando reza: “Omnipotente y eterno Dios, que preparaste, por el
Espíritu Santo, el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen María para merecer
ser digna morada de tu Hijo...”
Ya se sabe que el
primer timbre de gloria de los hijos es nacer de
padres nobles. “Gloria de los hijos son
sus padres” (Pr 17, 6). Y por eso
los mundanos soportan mejor ser vistos como escasos de fortuna o de cultura,
que ser de baja cuna. El pobre puede hacerse rico con su industria, y el
ignorante, docto con el estudio, pero el que nace de humilde condición,
difícilmente puede llegar a ser noble; y si llegara, alguien le podría echar en
cara lo bajo de su linaje. Siendo esto así ¿cómo se
puede ni imaginar que Dios, pudiendo hacer que su Hijo naciera de una madre
noble, preservada de la culpa, le iba a destinar una madre manchada por el
pecado permitiendo que Lucifer le hubiera podido echar siempre en cara el oprobio
de tener por madre a una que había sido su esclava y enemiga de Dios? ¡No!
El Señor no podía permitir esto jamás; antes bien proveyó al honor de su Hijo haciendo
que su Madre fuera siempre inmaculada como tenía que ser para semejante Hijo.
Así lo declara la liturgia de la Iglesia griega: “con providencia del todo singular, hizo Dios que la
Santísima Virgen, desde el primer instante de su vida fuera tan absolutamente
pura, como era necesario para que pudiera ser la digna madre de Cristo”.
4. María debía ser preservada a de la culpa
Es verdad
averiguada, que no se ha concedido ninguna gracia a ninguna criatura de la que
no esté enriquecida la Santísima Virgen. Afirma san Bernardo: “Lo que
consta que se ha otorgado a al uno de los mortales, hay que creer que no se ha negado a tan excelsa Virgen”. Y santo
Tomás de Villanueva dice: “Nunca se ha concedido
nada a un santo, que no lo posea de manera más abundante, desde el principio de
su existencia, la Virgen María”. Siendo verdad que entre la Madre de
Dios y los siervos de Dios hay una distancia infinita, como dice san Juan Damasceno,
ciertamente hay que decir, como enseña santo Tomás, que Dios ha conferido gracias privilegiadas, siempre de orden
superior a la madre que a los siervos. San Anselmo, gran
defensor de la Inmaculada, afirma a modo de pregunta: “¿Acaso no podía la Sabiduría de Dios preparar para su
Hijo un hospedaje limpio, preservándola de toda mancha del género humano? Dios
ha podido conservar limpios a los ángeles del cielo entre la ruina de tantos
otros y ¿no habrá podido preservar a la Madre de su Hijo y reina de los
ángeles, de la universal caída de los hombres?” Y yo añado: ¿Dios ha
podido también dar a Eva la gracia de venir a la existencia inmaculada, y no
iba a poder concedérsela a María? Dios ha podido hacerlo y lo ha hecho. “Era lo
justo –dice san Anselmo– que esa Virgen que
Dios había dispuesto dar por Madre a su único Hijo, estuviera dotada de tal
pureza, que no sólo fuera superior a la de todos los hombres y ángeles juntos,
sino que fuera la mayor que pueda darse después de la pureza de Dios”. Y
san Juan Damasceno precisa: “Dios veló sobre el cuerpo y el alma de la Virgen como
convenía guardar a la que había de recibir a Dios en su seno, pues siendo como
es Santo, descansa entre los santos”. Bien pudo decir el Padre eterno a esta su
amada Hija: “Como lirio entre espinas, así es mi amada entre los jóvenes” (Ct
2, 2), porque todas ellas están manchadas con el pecado, pero tú fuiste siempre
inmaculada, siempre amiga.
PUNTO
2º
1. María preservada por su Hijo
Convino en segundo lugar, que el Hijo preservara a María
del pecado, como a Madre suya. Ningún nacido ha podido elegirse la
madre a su placer. Si esto fuera posible ¿quién
sería el que pudiendo tener por madre a una reina la escogiera esclava?
¿pudiendo tenerla noble la eligiera plebeya? ¿pudiendo tenerla amiga de Dios la
escogiera su enemiga? Pues si sólo el Hijo de Dios pudo elegirse la madre como
más le agradaba, bien claro está que tuvo que elegirla y hacerla tal cual convenía
para Dios. Así piensa san Bernardo.
Y siendo lo más decente para el Dios purísimo
tener una madre limpia de toda culpa, así la hizo. Dice san Bernardino de Siena: “Hay una
tercera forma de santificación que es la
maternal, y es la que remueve toda culpa original. Esto sucedió en la Santísima
Virgen. En verdad que Dios se preparó tal madre, tanto por las perfecciones de
su naturaleza, como por las excelencias de la gracia, cual debía de ser su
propia madre”. Con esto se relaciona lo que escribe el apóstol: “Así
convenía que fuera nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, segregado de
los pecadores” (Hb 7, 26). Advierte un autor que conforme a san Pablo, nuestro
Redentor, no sólo tenía que estar inmune de pecado, sino también segregado de
los pecadores “en cuanto a la culpa del primer padre Adán que subyace en
todos”, como explica santo Tomás. Pero ¿cómo
podía Jesucristo llamarse segregado de los pecadores si hubiera tenido una
madre pecadora? Afirma san Ambrosio:
“No en la tierra sino en el cielo se eligió Dios
este vaso para descender a él; y lo consagró como templo de la pureza”.
El santo aquí alude a la sentencia de san Pablo: “El primer hombre, hecho de tierra
era terreno; el segundo hombre, el que viene del cielo, es celestial” (1Co 15,
47). San Ambrosio llama a la Madre de Dios “Vaso celestial”, no porque
María no fuera de la tierra ni fuera de naturaleza humana, como deliraron
algunos herejes, sino porque es celestial por gracia, muy superior a los
ángeles en santidad y pureza, como convenía a un Rey de la gloria que debía
habitar en su seno. Así lo reveló el Bautista a santa Brígida: “El Rey de la
gloria debía descender a un vaso purísimo y perfectísimo, superior a los
ángeles y santos”. María fue concebida sin pecado para que de ella naciese sin
contacto con la culpa, el Hijo de Dios. No porque Jesucristo hubiera podido
contagiarse con la culpa, sino para que no sufriera el oprobio de tener una
madre infectada por el pecado y que había sido esclava del demonio.
Dice el Espíritu
Santo: “Gloria del hombre es la honra del padre, y deshonor del hijo un
padre sin honra” (Ecclo 3, 13). Por lo cual –dice san Agustín– “Jesús preservó de la corrupción el cuerpo de María,
porque redundaba en desdoro suyo que se corrompiera la carne virginal que él
había tomado”. Pues si sería oprobio para Jesucristo nacer de una
madre cuyo cuerpo estuviera sujeto a la corrupción ¿cuánto más el haber nacido
de una madre infectada de la podredumbre del pecado? Y esto tanto más que la
carne de Cristo es la misma que la de María; de modo que, como dice el mismo
santo, aunque fue glorificada por la resurrección, permanece la misma que
asumió de María. Dice Arnoldo de Chartres que son
una y la misma carne la de Cristo y la de María, de modo que la gloria de Cristo no sólo es compartida con la
gloria de la Madre, sino que es la misma.
Siendo todo esto verdad, si la Santísima Virgen hubiera sido concebida en
pecado, aun cuando el Hijo no hubiera contraído esa culpa, siempre sería cierta
mancha haber unido a la suya la carne algún tiempo manchada por la culpa, vaso
de inmundicia y sujeta a Lucifer.
2. María debía ser digna madre de Jesús
María no sólo fue madre, sino digna madre del Salvador.
Así la proclaman todos los santos padres. San Bernardo le dice: “Tú sola
has sido hallada digna de que en tu virginal palacio pusiera su primera
mansión el Rey de reyes”. Y santo Tomás de Villanueva: “Antes de haber concebido ya era idónea para ser madre de Dios”.
La misma santa Iglesia nos enseña que mereció ser madre de Jesucristo: “Oh bienaventurada
Virgen, cuyas entrañas merecieron llevar a Cristo el Señor”. Esto así lo
explica santo Tomás: “Se dice que la Bienaventurada Virgen mereció
llevar al Señor de todas las cosas, no porque mereciera que él se encarnara,
sino porque mereció, correspondiendo a la gracia
que se le daba, aquel grado de pureza y santidad apropiado para ser convenientemente
Madre de Dios”. Cosa que también escribe san Pedro Damiano:
“Su singular santidad y gracia le mereció ser
juzgada la única digna de engendrar en su seno a Dios”. Por tanto,
si María fue digna Madre de Dios –exclama santo Tomás de Villanueva– ¿qué
excelencia y qué perfección no tendría que atesorar su alma para poder ser la
Madre de Dios?
Enseña el mismo doctor
Angélico, que cuando Dios elige a alguno
para determinada dignidad, lo hace idóneo
para ella; y, en consecuencia, habiendo elegido a
María por su madre, ciertamente que la hizo digna con su gracia,
conforme al Evangelio: “Has encontrado gracia ante el Señor. He aquí que
concebirás y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,
30-31). De lo que concluye el santo que la Virgen no cometió ningún pecado
actual ni siquiera venial; de otra manera no hubiera sido digna madre de
Jesucristo, porque la ignominia de la madre hubiera sido también del Hijo por
tener una madre pecadora. Pues si María no hubiera sido idónea Madre de Dios si
hubiera cometido un solo pecado venial que no priva al alma de la gracia
divina, cuánto más indigna hubiera sido de haber incurrido en el pecado
original que la habría convertido en enemiga de Dios y esclava del demonio. Por
eso san Agustín proclamó aquella célebre sentencia: “Exceptúo siempre a la
Santísima Virgen María, a la cual, por el honor del Señor no tolero ni que se
nombre cuando se trata de su posible relación con el pecado. Pues bien sabemos
que a ella se le concedió gracia de sobra para vencer absolutamente al pecado,
siendo la que mereció concebir y dar a luz al que consta que no tuvo ningún
pecado”.
Así que debemos
tener por cierto que el Verbo Encarnado se eligió la madre cual le convenía y
de la que no se tuviera que avergonzar, como dice san Pedro Damiano. Y
Proclo dice: “Habitó en las entrañas que había creado sin sombra de mancha”. No fue para Jesús motivo de sonrojo oírse llamar por los
judíos despectivamente, el hijo de María, como si fuera hijo de una mujer
pobre. “¿No se llama su madre María?” (Mt 13, 55). Él había venido a la
tierra para dar ejemplo de humildad y de paciencia.
Pero sin duda le hubiera sido insoportable que los demonios
le hubieran podido decir: “¿Acaso tu madre no fue una pecadora en otro tiempo
nuestra esclava?” Hubiera sido
indecente para Jesús nacer de una mujer deforme y contrahecha, o poseída del
demonio en cuanto al cuerpo. Pero cuánto peor sería el haber nacido de una
mujer deforme en cuanto al alma y poseída por Lucifer en lo pasado.
3. María
preservada por el honor y deber del Hijo
Nuestro Dios, que
es la misma Sabiduría, supo muy bien fabricarse en la tierra la casa que le
convenía y donde debía habitar. “La Sabiduría se edificó una casa” (Pr 4, 1).
“Dios santifica su morada. El Altísimo está en medio de ella, no será conmovida.
Dios la socorre en la mañana” (Sal 45, 5-6). El Señor santificó esta su mansión
desde el principio de su existencia para hacerla digna de él, porque a un Dios
santo no le convenía elegirse una casa que no fuera santa. “La santidad es el ornato
de tu casa” (Sal 95, 2). Si él declara que no entrará jamás a habitar en alma de
mala voluntad ni en cuerpo sujeto al pecado, “en alma falsa no entra la
Sabiduría, ni habita en cuerpo sometido al pecado” (Sb 1, 4). ¿Cómo se puede
pensar que el Hijo de Dios haya elegido para habitar el alma y el cuerpo de
María sin antes santificarla y preservarla de toda mancha de pecado, pues el
Verbo habitó no sólo en el alma sino también en el cuerpo de María? Canta la
Iglesia: “No te repugnó habitar en el seno de la Virgen”. Dios no se hubiera
encarnado en el seno de ninguna otra virgen, porque ellas, aunque santas,
estuvieron algún tiempo con la mancha del pecado original; pero no tuvo
inconveniente en hacerse hombre en el seno de María, porque esta Virgen
predilecta estuvo siempre limpia de cualquier mancha de pecado, y jamás
sometida a la serpiente enemiga. Escribe san Agustín: “Ninguna casa más digna que María se pudo edificar el
Hijo de Dios, pues nunca fue cautiva del enemigo, ni despojada de sus virtudes”.
¿A quién se le ocurre pensar –dice san Cirilo de
Alejandría– que un arquitecto se construya una casa y se la deje para
estrenar a su mayor enemigo? El Señor –afirma san Metodio– que ha
dado el precepto de honrar a los progenitores, al hacerse hombre como nosotros
ha tenido que sentirse feliz de observarlo otorgando a su madre toda gracia y
honor. Por eso mismo –dice san Agustín– hay que creer con toda firmeza que
Jesucristo ha preservado de la corrupción del sepulcro el cuerpo de María, como
ya dijimos; porque, además, si no lo hubiera hecho no hubiera observado la ley
que, así como manda honrar a la madre, reprueba todo lo que sea deshonrarla.
Mucho menos hubiera provisto al honor de su madre si no lo hubiera preservado
de la culpa de Adán. Pecaría el hijo que, pudiendo, no preservara a su madre de
pecar. Pues lo que sería pecado en cualquiera es imposible que lo cometa el
Hijo de Dios, y que pudiendo hacer a su Madre inmaculada, dejara de hacerlo. De
ninguna manera –añade Gersón–; si tú, Rey supremo, quieres tener una Madre
tienes que darle todo honor. Y no quedaría bien cumplido esto, si permitieras
que la que tenía que ser santuario de toda pureza hubiera incurrido en el
abominable pecado original.
4. María preservada para ser redimida del modo más
perfecto
Por lo demás, es
bien sabido que el Hijo de Dios vino al mundo más para salvar a María que a
todos los demás hombres, como escribe san Bernardino de Siena. Y existiendo dos
modos de salvar, como señala san Agustín, uno, levantando al caído, y
otro proveyendo para que no caiga, éste es evidentemente el modo más excelente;
de esta manera se evita el daño y la mancha que contrae el que ha caído en
pecado. Este es el modo más noble de ser salvado y el más apropiado a la Madre
de Dios. Así es necesario creer que fue salvada María. Lo dice san Buenaventura:
“Justo es creer que el Espíritu Santo la salvó y la preservó del pecado
original desde el primer instante de su concepción con una gracia del todo singular”.
El cardenal Cusano dice: “Unos tuvieron quien los libró, pero la Virgen tuvo
quien del pecado la inmunizó”. Los otros tuvieron un Redentor que los libró del
pecado, pero la Santísima Virgen tuvo al Redentor que, por ser su Hijo, la
libró de contraer el pecado. En fin, concluyamos este punto con la sentencia de
Hugo de San Víctor: “El Cordero fue como la Madre, porque todo árbol se conoce
por su fruto”. Si el Cordero fue siempre inmaculado, siempre inmaculada tuvo
que ser también la Madre. Este mismo doctor saluda a María llamándola así: “¡Oh
excelsa Madre de Dios altísimo, digna Madre del que es más digno, la Madre más
hermosa del Hijo más hermoso!” Quería decir que sólo María es digna Madre de
tal Hijo, como sólo Jesús es digno Hijo de tal Madre. Digámosle con san
Ildefonso: “Amamanta, oh María, amamanta a tu Creador; amamanta al que te hizo
tan pura y perfecta que mereciste tomara de ti tu condición humana.
PUNTO
3º
1. María preservada por ser Esposa del Espíritu Santo
Si el Padre debió
preservar a María del pecado por ser su Hija, y el Hijo debió preservarla
porque iba a ser su Madre, también el Espíritu Santo debía preservarla, pues
era su Esposa. María –dice san Agustín– fue la única que mereció ser
llamada madre y esposa de Dios. Como asegura san Anselmo, “el Espíritu
de Dios, vino corporalmente, por así decirlo, a María, para enriquecerla de
gracia sobre todas las criaturas y moró en ella e hizo a su esposa reina del
cielo y de la tierra”. Dice que vino a ella corporalmente en cuanto a lo
inmenso de su amor, pues vino a formar de su cuerpo inmaculado, el inmaculado
cuerpo de Jesús, como lo dijo el Arcángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”
(Lc 1, 35). “Por eso –afirma santo Tomás–
se le llama a María templo del Señor, sagrario del Espíritu Santo, porque por
obra del Espíritu Santo fue transformada en Madre del Verbo Encarnado”.
Si un excelente pintor tuviera la esposa tan bella como él la pintara ¿qué diligencia
no pondría en representarla lo más hermosa que se pudiera imaginar? ¿Quién
podrá decir que el Espíritu Santo haya obrado de otro modo con María, y que
pudiendo hacerse esta esposa tan hermosa como él quisiera, no la haya hecho? La
hizo cual le convenía como lo atestigua el mismo Señor cuando, alabando a
María, le dice: “Eres toda hermosa, amiga mía, y no hay mancha alguna en ti”
(Ct 4, 7). Estas palabras, dice san Ildefonso y santo Tomás, se entienden propiamente
de María. Y san Bernardino de Siena, con san Lorenzo Justiniano, afirma que se
refieren precisamente a su Inmaculada Concepción. Por eso el Idiota le dice:
“Eres toda hermosa, Virgen gloriosísima, no en parte sino del todo; y no hay en
ti mancha de pecado ni mortal, ni venial ni original”. Lo mismo quiso indicar
el Espíritu Santo cuando llamó a esta su esposa huerto cerrado y fuente
sellada: “Huerto cerrado eres, hermana y esposa mía, huerto cerrado y fuente
sellada” (Ct 4, 12). María, dice san Jerónimo, es ese huerto cerrado y esa
fuente sellada, porque los enemigos no entraron en ella jamás a turbarla o a
ultrajarla, sino que siempre estuvo ilesa, santa en el alma y en el cuerpo. Ni
con ningún engaño ni fraude pudo prevalecer contra ella el enemigo. San Bernardo
le dice algo parecido: “Tú eres huerto cerrado, en el que no pusieron las manos
los pecadores para arrasarlo”.
2. María, obra maestra y predilecta del Espíritu Santo
Este Esposo
divino amó más a María de lo que la pueden amar todos los ángeles y santos
juntos. Él, desde el principio la amó y la exaltó con santidad superior a la de
todos, como lo expresa David: “Su fundación sobre los montes santos; ama el
Señor las puertas de Sión más que todas las moradas de Jacob... Un hombre ha
nacido en ella, quien la funda es el mismo Altísimo” (Sal 86, 1-2-5). Palabras
que parecen significar que María fue santa desde su Inmaculada Concepción. Lo
mismo quiere decir el Espíritu Santo en otros lugares: “Muchas hijas han
amontonado riquezas, pero tú las superas todas” (Pr 31, 29). Y es que María ha superado
a todas en riquezas de gracia porque ha tenido hasta la justicia original, como
la tuvieron los ángeles y Adán y Eva. “Innumerables son las doncellas, única es
mi paloma, mi perfecta. Ella la única de su madre, la preferida de la que la engendró”
(Cr 6, 8-9). El hebreo dice: “íntegra, mi inmaculada”. Todas las almas son hijas
de la gracia divina, pero entre éstas María es la paloma sin la hiel de la
culpa, la perfecta sin mancha original, la única concebida en gracia.
Así es que el
Arcángel Gabriel, antes de ser Madre de Dios, ya la
encontró llena de gracia, que por eso la saludó diciéndole: “Dios te
salve, llena de gracia”. Y comenta Sofronio diciendo que a los demás santos se les da la gracia en parte, mientras
que a la Virgen se le dio del todo. De manera que, como dice santo Tomás,
la gracia no sólo santificó el alma de María, sino
también su cuerpo, a fin de que pudiera la Virgen vestir con él al Verbo eterno.
Todo esto lleva a comprender que María desde el primer instante de su
concepción fue enriquecida por el Espíritu Santo con la plenitud de la gracia.
Así argumentó Pedro de Celles: “La plenitud de la gracia se concentró en ella,
porque desde el primer instante de su concepción, por la infusión del Espíritu
Santo, quedó colmada de la gracia de Dios”. Dice san Pedro Damiano: “Habiendo
sido elegida y predestinada por Dios, debía ser por completo poseída por el
Espíritu Santo”. Dice el santo “poseída por completo” como para indicar la celeridad
con que el Divino Espíritu la hizo su esposa sin consentir que Lucifer la poseyese.
3. María, exenta del débito del pecado
Quiero terminar
este discurso en el que me he extendido más que en los otros, porque nuestra
humilde Congregación tiene por su principal patrona a la Santísima Virgen María
precisamente bajo el título de su Inmaculada Concepción. Quiero terminar
resumiendo brevemente las razones que demuestran con toda certeza esta verdad
tan piadosa y de tanta gloria para la Madre de Dios, que ella ha sido
preservada inmune de la culpa original. Hay muchos doctores que han defendido
que María ha estado exenta de contraer el débito del pecado. Y en efecto, si en
la voluntad de Adán como cabeza de todos los hombres estaban incluidas las
voluntades de todos, como sostienen autores apoyados en el texto de san Pablo:
“Todos en Adán pecaron” (Rm 5, 12), sin embargo María no contrajo la deuda del
pecado, porque habiéndola distinguido Dios con su gracia sobre el común de los
hombres, debemos creer que en la voluntad de Adán al pecar no pudo estar
incluida la voluntad de María. Esta
sentencia la abrazo como la más gloriosa para mi Señora. Y tengo por cierta la
sentencia de que María no contrajo el pecado de
Adán, y no solamente por cierta sino como próxima a ser definida como dogma de
fe, como lo aseguran también muchos. Además de las revelaciones que confirman
esta sentencia, especialmente las hechas a santa Brígida, aprobadas por
el cardenal Torquemada y por cuatro sumos Pontífices, como se lee en varios
pasajes del libro sexto de dichas revelaciones.
No puede omitir las palabras de los santos padres tan concordes en reconocer
este privilegio a la Madre de Dios. Dice san Ambrosio: “Recíbeme no de Sara;
sino de María para que sea virgen incorruptible, pero virgen, por haber sido por
gracia de Dios inmune de toda mancha de pecado”. Orígenes dice hablando de María:
“No se vio infectada por el aliento de la venenosa serpiente”. San Efrén la aclama:
“Inmaculada y del todo libre de cualquier mancha de pecado”.
San Agustín,
comentando las palabras del Ángel: “Dios te salve,
llena de gracia”, escribe: “Con estas palabras se demuestra que estuvo
absolutamente excluida de la ira de la primera sentencia y que recibió la
plenitud de toda gracia y bendición”. San Jerónimo: “Aquella espiritual
nube, nunca estuvo en tinieblas, sino siempre investida de luz”. San Cipriano o
quien sea el autor: “No era justo que aquel vaso de elección estuviera sujeto a
la común mancha, porque siendo muy distinta de los demás, comunicaba con ellos
en la naturaleza, pero no en la culpa”. San Anfiloquio: “El que crió a la
primera virgen sin mancha, también creó a la segunda sin ninguna mancha de
pecado”. Sofronio escribe: “La Virgen se llama inmaculada, porque no tiene
ninguna corrupción”. San Ildefonso afirma: “Consta que ella estuvo inmune del
pecado original”. San Juan Damasceno: “La serpiente no tuvo entrada a este
paraíso”. Y san Pedro Damiano: “La carne de la Virgen procede de Adán, pero no
admitió las culpas de Adán”. “Esta es la tierra incorruptible –dice san Bruno–
que bendijo el Señor, libre por tanto de todo contagio de pecado”. San
Buenaventura escribe: “Nuestra Señora estuvo llena de toda gracia previniente
en su santificación, gracia preservadora contra el hedor de la culpa original”.
San Bernardino de Siena: “No se puede creer que el mismo Hijo de Dios quisiera
nacer de la Virgen y tomar su carne si estaba manchada de algún modo con la
mancha del pecado original”. San Lorenzo Justiniano asegura: “Fue colmada de
todas las bendiciones desde su concepción”. El Idiota, glosando las palabras:
“Has encontrado gracia”, dice: “Encontraste gracia muy especial, oh Virgen
dulcísima, porque la tuviste desde que te viste preservada del pecado
original”. Y lo mismo dicen tantos doctores. Pero las razones que aseguran la
verdad de esta sentencia en última instancia son dos. El primero es el consentimiento
universal de los fieles. Todas las Órdenes y Congregaciones de la Iglesia
siguen esta sentencia. Pero sobre todo lo que debe persuadir que nuestra
sentencia es conforme al común sentir de los Católicos, es lo que dice el Papa
Alejandro VII en la célebre bula Sollicitudo ómnium ecclesiarum, del año
1661, en que se afirma: Se acrecentó más y se propagó la piedad y el culto
hacia la Madre de Dios... de manera que, poniéndose las universidades a favor
de esta sentencia –es decir, la que afirma la Inmaculada Concepción– ya casi
todos los católicos la abrazan”. Y de hecho esta sentencia la defienden las
universidades de La Sorbona, Alcalá, Salamanca, Coimbra, Colonia, Maguncia,
Nápoles, y de otras muchas, en las que cada doctor se obliga con juramento a
defender a la Inmaculada. Este argumento, escribe el célebre obispo D, Julio
Torni, es del todo convincente, pues si el común sentir de los fieles da
certeza de que María ya era santa desde el seno de su madre, y es garantía de
la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo ¿por qué este común sentimiento
de los fieles no ha de garantizar la verdad de su Concepción Inmaculada?
Y el otro
argumento que nos certifica la verdad de la exención de la Virgen de la mancha
original, es la celebración universal
ordenada por la Iglesia de su Concepción
Inmaculada. Y acerca de esto yo veo por una parte que la Iglesia celebre
el primer instante en que fue creada su alma e infundida en su cuerpo, como lo
declara Alejandro VII en la bula citada,
en la que se expresa que la Iglesia da a la Concepción de María el mismo culto
que le da a la piadosa sentencia que afirma es concebida sin pecado original.
Por otra parte entiendo ser cierto que la Iglesia no puede celebrar nada que no
sea santo, conforme lo declaran los papas san León y san Eusebio que dice: “En
la Sede Apostólica siempre se ha conservado sin mancha la religión católica”.
Así lo enseñan todos los teólogos con san Agustín, san Bernardo y santo Tomás,
el cual para probar que María fue santificada antes
de nacer, se sirve del argumento de la
celebración de su nacimiento por parte de la Iglesia, y reflexiona así: “La
Iglesia celebra la Natividad de la Santísima Virgen; ahora bien, en la Iglesia
no se celebra nada que no sea santo; luego la Santísima Virgen fue
santificada en el seno de su madre”. Pues si es cierto que María fue santificada
en el seno de su madre porque la Iglesia celebra su nacimiento ¿por qué no
hemos de tener por cierto que María fue preservada del pecado original desde el
instante de su concepción sabiendo que la Iglesia celebra precisamente esto? Para
confirmar la realidad de este gran privilegio de María son conocidas las gracias
innumerables y prodigiosas que el Señor se complace en otorgar todos los días
en el reino de Nápoles por medio de las estampas de la Inmaculada Concepción.
Podría referir muchas de esas gracias de las cuales han sido testigos los
padres de nuestra misma Congregación, pero quiero referir sólo dos que son verdaderamente
extraordinarias.
EJEMPLO: Dos
conversiones logradas por la imagen de la Inmaculada
A una de las
residencias de nuestra humilde Congregación en este reino, vino una mujer a
decir a uno de nuestros padres que su marido hacía
muchos años que no se confesaba, y que la
pobre no sabía qué hacer para convencerlo, porque en hablándole de confesión la
apaleaba. El padre le dijo que le diera una imagen
de María Inmaculada. Al caer la tarde, la mujer de nuevo le rogó al marido que
se confesara, y como no le hacía caso, le dio la estampa de la Virgen. Y apenas
la recibió le dijo: Bueno ¿cuándo quieres que me confiese? Estoy pronto.
La mujer se puso a llorar de alegría al ver cambio tan repentino. Llegada la
mañana fue con su marido a nuestra iglesia. Al preguntarle el padre cuánto
tiempo hacía que no se confesaba, le respondió que hacía veinte años. “Y ¿qué
le movió a venir a confesar?”, le dijo el padre. “Yo
estaba obstinado –le respondió– pero ayer me dio mi mujer una estampa de
nuestra Señora y al instante sentí cambiado el corazón, tanto que cada momento
me parecía mil años esperando que se hiciera el día para poder venir a
confesarme”. Se confesó con gran dolor, cambió de vida y continuó durante
mucho tiempo confesándose con el mismo padre.
En otro lugar de
la diócesis de Salerno, mientras dábamos la santa misión, había un hombre muy
enemistado con otro que le había ofendido. Uno de nuestros padres le habló del
perdón de las injurias, pero él le respondió: “Padre ¿me ha visto en la misión?
No; y es por esto. Ya comprendo que estoy condenado, pero no hay remedio, me
tengo que vengar”. El padre se esforzó por convertirlo, pero viendo que perdía
el tiempo le dijo: “Recíbame esta estampa de
nuestra Señora”. “Y ¿para qué quiero esta estampa?”, le respondió; sin
embargo, la aceptó. Y al punto, olvidando sus rencores accedió gustoso a lo que
el padre le pedía. “Padre ¿quiere que perdone a mi enemigo? Estoy pronto a
realizarlo”. Y se aplazó la reconciliación para la mañana siguiente. Mas
llegada la mañana había cambiado de propósito y no quería ni oír hablar de
reconciliación. El padre le volvió a ofrecer otra estampa de la Virgen. Por
nada la quería recibir. Por fin, de mala gana, la
recibió. Y apenas la tuvo en la mano dijo: “Se acabó ¿dónde está el notario?”
Se hizo la reconciliación y se confesó.
ORACIÓN DE ANHELO POR VER A MARÍA EN EL CIELO
Señora mía Inmaculada, yo me alegro contigo
de verte enriquecida con tanta pureza.
Doy gracias y siempre las daré a nuestro Creador,
por haberte preservado de toda mancha de culpa,
como lo tengo por cierto,
y por defender este grande y singular privilegio
de tu Inmaculada Concepción,
estoy pronto y juro dar
si fuera menester, hasta mi vida.
Quisiera que todo el mundo te reconociese
y te aclamase como aquella hermosa aurora
siempre iluminada por la divina luz;
como el arca elegida de la salvación,
libre del universal naufragio del pecado;
por aquella perfecta e inmaculada paloma,
como te llamó tu divino esposo;
como aquel jardín cerrado
que hizo las delicias de Dios;
por aquella fuente sellada
que jamás pudo enturbiar el enemigo;
en fin, por aquella blanca azucena que eres tú,
y que naciendo entre las espinas,
que son los hijos de Adán,
manchados por la culpa y enemigos de Dios,
tú sola viniste pura y limpia,
toda hermosa y del todo amiga del Creador.
Déjame que te alabe como lo hizo Dios:
”Toda tú eres hermosa
y no hay mancha alguna en ti” (Ct 4, 7).
Purísima paloma, toda blanca,
toda bella y siempre amiga de Dios:
“¡Qué hermosa eres, amiga mía,
qué hermosa eres!” (Ct 4, 1).
María, tan bella a los ojos del Señor,
no te desdeñes de mirarme piadosa;
compadécete de mí y sáname.
Hermoso imán de los corazones,
atrae hacia ti el pobre corazón mío.
Tú que, desde el primer instante,
te presentas pura y bella ante Dios,
ten piedad de mí, que no sólo nací en pecado,
sino que también después del bautismo
he vuelto a mancillar mi alma con nuevas culpas.
¿Qué te podrá negar el Dios que te escogió
por su hija, su madre y su esposa,
que por esto te ha preservado de toda mancha,
y te ha preferido en su amor
a todas las criaturas?
Virgen Inmaculada, tú me has de salvar.
Haz que siempre me acuerde de ti
y tú nunca te olvides de mí.
Mil años me parece que faltan
hasta que pueda llegar a contemplar
esa tu belleza en el paraíso,
para sin fin amarte y alabarte,
madre mía, reina mía, amada mía, María.
Discurso
segundo
NATIVIDAD
DE MARÍA
María
nació con incomparable santidad, porque Dios le dio la mayor gracia desde el
principio, y fue extraordinaria la fidelidad con que María correspondió, bien
pronto, a Dios
Suelen los hombres
celebrar el nacimiento de sus hijos con fiestas y señales de alegría; pero, si
bien se mira, debieran dar muestras de tristeza y dolor al considerar que nacen
con la culpa original, y sujetos desde la cuna a miserias y a la muerte. Mas la
natividad de nuestra niña María es justo que se celebre con fiestas y gozo
universal pues vino a la vida niña en la edad, pero colmada de méritos y de virtudes.
María nació santa y gran santa. Para
entender algo el grado de santidad con que nació, es necesario considerar cómo
sería de grande la gracia primera con que Dios enriqueció a María; y en segundo
lugar cuán grande fue la fidelidad con que María correspondió a Dios.
PUNTO
1º
1. María supera en gracia a santos y ángeles juntos
Es cierto que el
alma de María es la más bella que ha creado Dios después de la del Verbo
Encarnado; ésta fue la obra más grandiosa y de por sí la más digna que realizó
el Omnipotente en la tierra. “Una obra que sólo es superada por el mismo Dios”,
dice san Pedro Damiano. La gracia de Dios no se dio a María con medida como a
los demás santos, sino “como el rocío que humedece la tierra” (Sal 71, 6). Fue
el alma de María como lana que absorbió dichosa la gran lluvia de la gracia sin
perder ni una gota. “La Virgen –dice san Basilio– absorbió toda la gracia del
Espíritu Santo”. Es decir, como explica san Buenaventura, poseyendo en plenitud
todo lo que los demás santos poseen en parte. San Vicente Ferrer, hablando de la santidad de María antes de su nacimiento,
dice que esa santidad sobrepasó la de todos los ángeles y santos juntos.
Que María superó en gracia a cada uno de los santos
en particular y a todos los ángeles y santos a la vez, lo demuestra el
P. Francisco Pepe, de la Compañía de Jesús, en su
obra “De la grandeza de Jesús y de María”, y afirma que esta sentencia
tan gloriosa para nuestra reina, es común y cierta entre los teólogos. Y narra
que la Madre de Dios mandó por medio del P. Martín Gutiérrez, agradecer de su
parte al P. Suárez haber defendido esta sentencia con tanto valor. Sentencia
que el P. Señeri, en su libro “El devoto de María”, declara que ha sido
sostenida comúnmente por la Universidad de Salamanca. Si esta sentencia es
común y cierta, mucho más lo es la sentencia de que María recibió esta gracia
superior a la de todos los santos y ángeles juntos desde el primer instante de
su Inmaculada Concepción. Esto lo defiende con toda su fuerza el P. Suárez, al
que le siguen los P. Señeri, Recupito y de la Colombière. Pero esta autoridad
de los teólogos queda fundamentada en dos grandes y convincentes razones.
2. María, predestinada a ser Madre de Dios
La primera razón de
este privilegio es porque María fue elegida por
Dios para Madre del Verbo divino.
Dice Dionisio Cartujano que habiendo sido elevada a un orden superior al de
todas las criaturas –porque, en cierto modo, como afirma el P. Suárez, la maternidad divina pertenece al orden de la unión
hipostática– con toda razón le fueron otorgados desde el principio de su vida
dones superiores que sobrepasan de modo incomparable, los dones otorgados a
todas las demás criaturas. Y en verdad no puede dudarse que, al mismo
tiempo que en los divinos decretos se destinó al Verbo de Dios para hacerse
hombre, le fue designada la madre de la que había de recibir el ser humano; y
ésta fue nuestra niña María.
Enseña santo Tomás
que el Señor da a cada uno la gracia
proporcionada a la dignidad a que lo destina. Antes lo enseñó san Pablo al decir: “El cual nos capacitó para
ser ministros de una nueva Alianza” (2Co 3, 6), indicando con ello que los
Apóstoles recibieron de Dios los dones proporcionados al gran ministerio para
el que fueron elegidos. Añade san Bernardino de Siena que cuando alguno es elegido por Dios para cualquier estado, recibe no sólo las disposiciones necesarias, sino también
las gracias para desempeñarlo con decoro. Siendo elegida María para
Madre de Dios, fue necesario que Dios la dotara desde el primer instante de
gracias inmensas y de categoría superior a las gracias de todos los ángeles y
hombres juntos, pues debía corresponder esa gracia a la dignidad inmensa y
suprema a la que Dios la exaltaba. Lo afirman todos los teólogos con santo
Tomás que dice: “La Virgen fue elegida para ser Madre de Dios, y por eso no se
puede dudar de que Dios la hizo con su gracia idónea para esa misión”. De modo
que María, antes de ser realmente la Madre de Dios, estuvo dotada de santidad
tan perfecta, que la hizo idónea para esa dignidad. “En la Santísima Virgen, la
perfección fue como dispositiva, pues con ella se hizo idónea para ser la Madre
de Cristo, y ésta fue la santidad perfecta”, dice el santo doctor. Y antes
había dicho que María fue llamada llena de gracia porque atesoraba en su alma
una gracia tan inmensa que era proporcionada a la dignidad altísima a que
estaba predestinada, de manera que fue hallada digna de ser Madre del Unigénito
de Dios. De modo que para comprender la excelencia y sublimidad de la gracia
concedida a María hay que tener en cuenta su dignidad de Madre de Dios. Con
razón dice David que los fundamentos de esta ciudad de Dios, María, debían
plantarse sobre las cimas de los montes, lo que viene a significar que el comienzo
de la vida de María debía de ser más elevado que la de los demás en su santidad
consumada. “Ama el Señor las puertas de Sión, dice el Profeta, más que todos
los tabernáculos de Jacob. Y el mismo David da la razón, pues Dios debía nacer
de su seno virginal” (Sal 86, 5). Por eso Dios tenía que dar a esta Virgen, desde
el primer momento en que la creó, la gracia correspondiente a la dignidad de una
madre de Dios. Lo mismo dio a entender Isaías al profetizar que en los tiempos
venideros, la casa de Dios, que fue María, había de levantarse sobre todos los
montes, y que por eso todas las gentes irían presurosas a este monte para
recibir las divinas misericordias. “Sucederá en días futuros, que el monte de
la Casa de Jahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima
de las colinas. Confluirán a él todas las naciones y acudirán pueblos
numerosos” (Is 2, 2). San Gregorio lo explica así: “Monte sobre todos los
montes porque brilla la alteza de María sobre la de todos los santos”. San Juan
Damasceno dice: “Monte que Dios se complació en elegir para su descanso. María
fue llamada también ciprés, pero ciprés del monte Sión; cedro, pero cedro del
Líbano; olivo, pero olivo muy hermoso; escogida, pero escogida como el sol
(Ecclo 24, 13-14; Ct 6, 9); porque, como dice san Pedro Damiano, como el sol,
con su luz, excede totalmente al esplendor de las estrellas, pues cuando él
sale, sólo se ve su brillo, así la Virgen Madre de Dios supera con su santidad
los méritos de toda la corte celestial. San Bernardo dice con elegancia: “María
fue tan sublime por su santidad, que a Dios no le iba otra Madre distinta de María
y María no podía tener otro Hijo más que Dios”.
3. María, nuestra medianera
La segunda razón
con que se demuestra que María, desde el primer instante de su existencia, fue
más santa que todos los santos juntos, es su gran misión
de mediadora para con los hombres,
que tiene desde que existe; por eso era necesario que, desde el principio
poseyera mayor cúmulo de gracia que la de todos los santos. Ya se sabe que los
santos padres y teólogos atribuyen a María este título de mediadora, porque
ella con su poderosa intercesión y méritos nos obtuvo la salvación, procurando
al mundo perdido el gran beneficio de la Redención. Su mérito se llama de
congruo porque sólo Jesucristo es nuestro mediador
con toda justicia o de condigno, como dicen los teólogos, habiendo
ofrecido sus méritos al eterno Padre que los aceptó para nuestra salvación.
María, por su parte, es mediadora por su
intercesión, o por mérito de congruo, que dicen los teólogos con san
Buenaventura, habiendo ofrecido a Dios sus méritos por la salvación de todos los
hombres; y Dios, porque así lo decidió, los acepta en unión de los méritos de Jesucristo,
su Hijo. Como dice Arnoldo de Chartres: “Ella con Cristo nos obtuvo el mismo
efecto: nuestra salvación”. Todo bien, todo don de vida eterna que ha recibido
cualquiera de los santos, lo ha recibido de Dios, y por medio de María se le ha
dispensado.
Esto quiere dar a
entender la Iglesia cuando honra a la Madre de Dios aplicándole estas
palabras: “En mí toda gracia de vida y de verdad”.
Dice de vida, porque por María se nos conceden todas las gracias a los viadores
(criatura viva que aspira a la eternidad); y dice de verdad porque por María se nos da la luz de la vida (conexión
directa con Dios, permitiendo a las personas experimentar su amor, presencia y
su guía en sus vidas) “En mí toda
esperanza de vida y de virtud”.
De vida, porque
por María esperamos obtener la vida de la gracia en la tierra y la de la gloria
en el cielo; de virtud, porque por medio de María se obtienen todas
las virtudes, muy especialmente las virtudes teologales de la fe, la
esperanza y la caridad, que son las virtudes fundamentales de los santos, “Yo soy la madre del amor
hermoso, y del santo temor, y del conocimiento y de la santa esperanza”.
María con su intercesión consigue
para sus devotos el don del divino amor, del temor santo, de
la luz celeste, y de la santa confianza:
El amor hermoso
o divino amor se
refiere a un tipo de amor que es puro, casto, virtuoso y total. Es
un amor que se basa en la entrega, la comprensión, el respeto y la delicadeza,
y que se manifiesta en la acción y no solo en sentimientos románticos pasajeros;
según san Juan Pablo II, en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza”, describe el amor hermoso como un amor que es “creativo, inspirador, que
impregna las actividades humanas de motivaciones profundas” y que “nace de la
necesidad de vivir de la verdad y del amor”. Agrega que este amor es
“inalcanzable por las solas fuerzas humanas” y que solo Dios puede concederlo,
a través de la entrega a su Hijo, Jesucristo.
El santo temor de
Dios es uno de los siete dones
del Espíritu Santo, según la tradición católica. Es el séptimo don, que se
enumera después de la sabiduría, la fortaleza, la piedad, la consejería, la
templanza y la ciencia. El Santo Temor de Dios es la capacidad de reconocer y sentir la infinita grandeza y
majestad de Dios, lo que conduce a un sentimiento
de humildad, temor y respeto hacia Él. Se caracteriza por :
- Humildad: Reconocer la propia debilidad y
limitaciones en comparación con la infinita grandeza de Dios.
- Respeto: Sentir la dignidad y majestad de
Dios, lo que conduce a una actitud de obediencia y sumisión.
- Temor: Experimentar un sentimiento de miedo,
no por la posibilidad de castigo, sino por la ofensa que se comete al no
cumplir con la voluntad de Dios.
- Amor: El Santo Temor de Dios es inseparable
del amor a Dios, ya que se trata de un sentimiento que nace de la
reverencia y admiración hacia Él.
El don de la santa
esperanza o don de la Santa Confianza es
un tema importante en la espiritualidad cristiana, especialmente en la devoción
a la Virgen María. Según la tradición católica, el Don de la Santa
Confianza es un regalo que la Virgen María
otorga a aquellos que la invocan con fe y devoción. El Don de la
Santa Confianza se refiere a la capacidad
de confiar plenamente en la providencia de Dios y en la intercesión de la
Virgen María. Es un estado de ánimo que permite a la persona creyente
enfrentar las dificultades y desafíos de la vida con serenidad y tranquilidad,
sabiendo que Dios está siempre presente y que la Virgen María está
intercediendo por ellos. Se caracteriza por:
- Fe inquebrantable:
La persona que recibe este don tiene una fe sólida y inquebrantable en la
providencia de Dios y en la intercesión de la Virgen María.
- Confianza absoluta:
La persona confía plenamente en que Dios siempre actúa para el bien de los
que lo aman, y que la Virgen María está siempre dispuesta a ayudar.
- Serenidad y
tranquilidad: La persona que recibe este don experimenta una
gran serenidad y tranquilidad en medio de las dificultades y desafíos.
- Abandono a la
voluntad de Dios: La persona que recibe este don se abandona
plenamente a la voluntad de Dios, sabiendo que Él siempre sabe lo que es
mejor para ella.
El
Don de la Santa Confianza
trae muchos beneficios a la persona que lo recibe, entre ellos: paz interior, la persona experimenta una gran paz interior y
tranquilidad en medio de las dificultades; fortaleza
en la fe: la persona se vuelve más fuerte en su fe y más confiada en
la providencia de Dios; protección y ayuda,
la persona recibe la protección y ayuda de la Virgen María en momentos de
necesidad; unión con Dios: la persona
se une más estrechamente con Dios y experimenta una mayor intimidad con Él. En resumen,
el Don de la Santa Confianza es un regalo que la Virgen María otorga a aquellos que la
invocan con fe y devoción. Es un estado de ánimo que permite a la persona
creyente confiar plenamente en la providencia de Dios y en la intercesión de la
Virgen María, y experimentar una gran serenidad y tranquilidad en medio de las
dificultades y desafíos.
De lo cual deduce
san Bernardo, que es enseñanza de la Iglesia, que María es la mediadora universal de nuestra salvación. “¡Gloria y honor a la que halló la gracia, a la que es
mediadora de la salvación y restauradora de los siglos! Estas cosas me canta de
ella la Iglesia, y me enseña que las cante yo”. Afirma san
Sofronio, patriarca de Jerusalén, que el Arcángel san Gabriel la llamó
llena de gracia, porque mientras a los demás se
les da la gracia con medida, a María se le otorgó toda entera. Esto
sucedió –afirma san Basilio– a fin de que, de ese modo, pudiera ser digna
mediadora entre los hombres y Dios. De otra manera –afirma san Lorenza
Justiniano–, si la Santísima Virgen no hubiera estado desbordante de gracia
divina ¿cómo hubiera podido ser la escala del paraíso, la abogada del mundo, y
la verdadera mediadora entre Dios y los hombres? Así queda bien aclarada la
segunda razón propuesta. Si María, desde el principio, por estar destinada a
ser Madre del Redentor de todos, recibió el oficio de mediadora para todos los
hombres, y por consiguiente de modo especial de todos los santos, fue necesario
que, desde el principio, tuviera gracias superiores a las que han tenido todos
los santos por los que había de interceder. Me explico más claro: Si por medio de María debían hacerse queridos de Dios
todos los hombres, fue necesario que María fuera más santa y más amada de Dios
que todos los demás hombres. Si no ¿cómo hubiera podido interceder por ellos? Para
un príncipe que obtenga gracias en favor de todos los vasallos, es del todo
indispensable que él sea más querido del monarca que todos los otros súbditos.
“Y por eso María –concluye san Anselmo–, mereció ser la digna reparadora del
mundo perdido, porque ella fue la más santa y la más pura de todas las
criaturas”.
María fue
mediadora de los hombres, pero dirá alguno ¿cómo pudo ser mediadora para con los ángeles? Es sentencia
de muchos teólogos que Jesucristo mereció la gracia de la perseverancia también
a los ángeles. De modo que si Jesucristo fue mediador de condigno, así también
María debió ser mediadora de los ángeles de congruo. Habiendo acelerado con sus
plegarias la venida del Mesías, mereció para los
ángeles la recuperación de las sedes perdidas por los demonios. Por lo
que dice Ricardo de San Víctor: “Ambas criaturas son reparadas por María, por
ella se ha reparado la ruina de los ángeles, y ha sido reconciliada la
naturaleza humana”. “Ambas –dice san Anselmo– por medio de esta santa Virgen
han sido devueltas al estado primitivo y restauradas”. Nuestra celestial niña,
por haber sido hecha la mediadora del mundo y por haber estado destinada a ser
Madre del Redentor, desde el principio de su vivir, recibió
una gracia superior a la de todos los santos juntos. ¡Qué
espectáculo tan sublime para el cielo y la tierra la hermosísima alma de esta
niña afortunada aunque oculta aún en el seno de su madre! Era la criatura más
amable a los ojos de Dios, porque colmada ya de gracia y de méritos, podía
exclamar con toda verdad: “Desde niña agradé al Altísimo”. Era al mismo tiempo
la criatura que más amaba a Dios, sin que nadie jamás en el mundo se le pudiera
comparar en la fuerza de su amor. De suerte que si hubiera nacido
inmediatamente después de su purísima Concepción, ya hubiera venido al mundo
más rica de merecimientos y más santa que todos los santos. Pensemos cuán santa
nació viniendo al mundo después de nueve meses de su Concepción en que no dejó
de ir acrecentando merecimientos en el seno de su madre. Pasemos a considerar
el segundo punto en que veremos cuán grande fue la fidelidad con que María
correspondió desde el primer instante a la gracia de Dios.
PUNTO
2º
1. María recibió todo don y supo responder enseguida a
la gracia
No es una simple
opinión, dice el P. La Colombière, sino el común sentir, que la santa
niña, al recibir la gracia santificante en el seno
de su madre santa Ana, recibió al mismo tiempo, la gracia de la ciencia
infusa, que es una luz divina correspondiente a toda la gracia de
que fue enriquecida. Así que bien podemos creer que desde el primer instante en
que su alma se unió a su cuerpo, ella quedó iluminada
con todas las luces de la divina sabiduría con que conoció la verdad eterna, la
belleza de la virtud, y sobre todo, la infinita bondad de su Dios y
cuánto merecía ser amado de todos, pero especialmente por ella por razón de los
especialísimos privilegios con que el Señor la había dotado, distinguiéndola
sobre todas las criaturas, preservándola de la mancha del pecado original,
dándole gracias tan inmensas, y destinándola para Madre del Verbo y reina del
universo. Porque, desde el primer momento María,
llena de gratitud para con su Dios, comenzó presurosamente a trabajar
negociando fielmente con aquel gran capital de gracia de que se veía dotada.
Dedicándose a complacer y amar la divina bondad, desde aquel instante la amó
con todas sus fuerzas, y así continuó amándolo durante los nueve meses
que precedieron a su nacimiento, en los que no cesó ni por un momento de unirse
siempre más a Dios con actos fervientes de amor. Ella estaba exenta de la culpa
original, por lo que estaba libre de todo afecto terreno, de cualquier
movimiento desordenado, de cualquier distracción, de cualquier obstáculo que le
hubieran podido oponer sus sentidos en su constante progreso en el divino amor.
Todos sus sentidos estaban perfectamente de acuerdo con su alma santa en correr
hacia Dios; de modo que, libre de todo impedimento, sin
detenerse jamás, volaba hacia Dios, amándolo siempre y siempre creciendo en su
amor. Por eso ella se llamó plátano plantado junto a la corriente. Ella
dice: “Como plátano me he elevado” (Ecclo 24, 14). Ella es la planta elegida
por Dios que siempre se elevó junto a la corriente de la gracia divina. Por eso
de modo semejante se llamó vid: “Como la vida he hecho germinar la gracia y mis
flores son fruto de gloria y de riqueza” (Ecclo 24, 17); no sólo porque fue tan
humilde a los ojos del mundo, sino porque progresó siempre en el amor, como
crece indefinidamente la vid. Los demás árboles, como el naranjo, el peral y la
morera, se desarrollan hasta determinada altura, al paso que la vid crece
siempre sin límite. Así la Virgen siempre creció en la perfección. “Dios te salve,
vid siempre llena de verdor”; así la saluda san Gregorio Taumaturgo. Siempre estuvo
unida a su Dios que era su único apoyo. De ella habló el Espíritu Santo cuando
dijo: “¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado?” (Ct 8, 5). “Esta es –comenta san Ambrosio–la que sube para
adherirse al Verbo de Dios como sube la vid apoyada al árbol”.
2. María creció en gracia prodigiosamente
Dicen muchos y
graves teólogos que quien posee el hábito de una
virtud, siempre que corresponde fielmente a la gracia actual que de Dios
recibe, produce un acto de igual intensidad al hábito de virtud que ya posee;
de modo que cada vez adquiere un nuevo merecimiento igual al cúmulo de todos
los méritos antes adquiridos. Este acrecentamiento, como dicen,
ya fue concedido a los ángeles en su primer estado;
y si fue concedido a los ángeles ¿quién podrá negar este don a la Madre de Dios
mientras vivió en la tierra, y por tanto en el tiempo que vivió en el seno de
su madre, en el que fue incomparablemente más fiel que los ángeles en corresponder
a la gracia? María a cada momento doblaba aquella sublime gracia que
poseyó desde el primer instante pues correspondía con toda su alma perfecta y en
todo acto que hacía, redoblaba sus merecimientos... Multiplicad por un día, multiplicad
por nueve meses, y considerad qué tesoros de gracias, de méritos y de santidad
trajo María al mundo en su Natividad. Alegrémonos
por tanto con nuestra preciosa niña que nació tan santa, tan amada por Dios,
tan llena de gracia. Y alegrémonos, no sólo por ella, sino también por
nosotros; porque ella vino al mundo llena de
gracia, no sólo para su provecho y gloria sino para nuestro bien.
Considera santo
Tomás en el Opúsculo octavo, que la Santísima Virgen estuvo llena de gracia de tres modos. Primero, estuvo
llena de gracia en su alma porque desde el principio su alma hermosísima fue
toda de Dios. Lo segundo, porque estuvo llena de gracia en su cuerpo, ya que
mereció dar su purísima carne al Verbo eterno. Lo tercero, porque estuvo llena
de gracia para provecho de todos, pues así todos los hombres podrían participar
de la gracia. Algunos santos, añade el Angélico, poseen tanta gracia, que no
sólo basta para salvarse ellos, sino que alcanza para salvar a muchos otros,
pero no para salvarlos a todos. Sólo a Jesucristo y a María se les concedió tal
cúmulo de gracia que bastara para salvar a todos. “Lo máximo sería que alguno tuviera tanta gracia que
bastara para la salvación de todo; y esto es lo que ha sucedido con Jesús y con
la Santísima Virgen”. Así lo enseña santo Tomás. Lo que dice san
Juan (1, 16): “De su plenitud todos hemos recibido”, lo mismo dicen los santos
de María. Santo Tomás de Villanueva le dice: “Llena de gracia, de cuya plenitud participan todos”. De
forma, dice san Anselmo, que no hay quien no participe de la gracia de María.
¿Dónde hay en el mundo alguien con quien María no sea benigna y no le dispense
su misericordia?
3. María es tesorera de las gracias
De Jesús,
claro está, recibimos la gracia como autor de ella, y de María como medianera; de Jesús como Salvador, de María como abogada; de Jesús como fuente de la gracia, de María como su canal. Dice san Bernardo que Dios
constituyó a María cual acueducto de las misericordias
que quería otorgar a los hombres; por ello la
llenó de gracias, para que de su plenitud se comunicara a cada uno su
parte. Por eso el santo exhorta a considerar con cuánto
amor quiere Dios que amemos a esta Virgen excepcional, pues en ella ha
colocado todos los tesoros de sus bienes, y así, cuanto tengamos de esperanza,
de gracia y de salvación, todo se lo agradezcamos a nuestra muy amada reina
pues todo nos viene de sus manos y por su intercesión. Estas son
sus bellas palabras: “Mirad con qué afecto y devoción desea que la honremos, el
que puso toda la plenitud de los bienes en María, pues todo lo que en nosotros
hay de gracia y salvación, comprendamos que de ella nos viene”. ¡Infeliz el que
cierra para sí este canal de la gracia al no encomendarse a María! Olofernes,
cuando quiso apoderarse de la ciudad de Betulia, mandó ocupar los acueductos de
la ciudad (Jdt 7, 7). Esto hace el demonio cuando
intenta apoderarse de un alma: le hace abandonar la devoción a María santísima.
Cerrado este canal, ella perderá fácilmente la luz, el temor de Dios, y al fin,
la salvación eterna.
Léase el
siguiente ejemplo en el que se verá lo grande que es la piedad del corazón de
María, y la ruina que atrae sobre sí el que ciega este canal al abandonar la
devoción a esta reina del cielo.
EJEMPLO Favor
de María hacia el joven Eskil
Un noble joven
llamado Eskil, fue mandado por su padre a estudiar a Hildeseim, ciudad
de la Baja Sajonia; pero él se dio a una vida licenciosa y rota. Cayendo
gravemente enfermo, a los pocos días estaba a las puertas de la muerte. Viéndose
al cabo de la vida tuvo una visión: Se vio en un horno de fuego; creía estar en
el infierno, pero impensadamente pudo salir de él y se encontró en un palacio;
al entrar en un gran salón vio a la Santísima Virgen que le dijo: “¿Cómo has
tenido valor para presentarte en mi presencia? Sal de aquí y vete al fuego del
infierno que tienes bien merecido”. El joven imploró la misericordia de la
Virgen, y vuelto a unas personas que se hallaban en el salón les rogó que
unieran sus oraciones a las de él.
Así lo hicieron,
pero la Santísima Virgen les dijo: “¿Ignoráis la
vida licenciosa que ha llevado sin haberse dignado siquiera rezar una Ave
María?” Los abogados le dijeron: “Señora, ya cambiará de vida”. A lo
que el joven añadió: “Prometo enmendarme de veras y
seré tu fiel y leal servidor”. Mitigando entonces la Virgen su
severidad, le contestó: “Está bien, acepto tu promesa, séme fiel, recibe mi
bendición, para que te veas libre de morir en pecado y del infierno”. Dicho
esto, desapareció la visión. Volviendo Eskil de su visión, refirió a los demás
la gracia que de María había recibido. Desde
entonces comenzó a llevar una vida santa, alimentando siempre en su corazón un
grande y tierno amor a María. Más tarde fue nombrado arzobispo de Luna,
en Dinamarca, donde convirtió a muchos infieles. Ya mayor, renunció a la mitra
y se hizo monje de Claraval donde vivió cuatro años más, al cabo de los cuales
murió con la muerte de los justos. Algunos autores lo cuentan entre los santos
del Cister.
ORACIÓN CONFIADA PARA PEDIR LA PROPIA CONVERSIÓN
¡Santa y celestial niña!
Tú que eres la elegida por Madre de mi Redentor
y la augusta medianera de los pobres pecadores,
ten piedad de mí.
Mira postrado a tus pies a otro ingrato,
que a ti recurre en demanda de piedad.
Verdad es que por mis ingratitudes
contra Dios y contra ti,
merecía ser de Dios y de ti desamparado;
pero oigo decir y así lo siento,
sabiendo que es inmensa tu misericordia,
que no te niegas a ayudar
al que a ti se encomienda confiado.
Tú eres la criatura más excelsa del mundo,
pues sobre ti sólo está Dios,
y ante ti, son pequeños
los más encumbrados de los cielos;
María, la más santa entre los santos,
abismo de gracias y llena de gracia,
socorre a un miserable
que la ha perdido por su culpa.
Yo sé que eres tan amada de Dios,
que él nada te puede negar.
Y sé también que disfrutas
empleando toda tu grandeza
en aliviar a miserables pecadores.
Hazme ver, Señora,
el gran poder que tienes ante Dios
consiguiéndome una luz
y una llama divina tan potente,
que me transforme de pecador en santo,
y que, arrancándome de todo afecto terreno,
me inflame del todo en el divino amor.
Señora, hazlo, por amor de ese Dios
que te ha hecho tan grande,
tan poderosa y tan piadosa.
Así lo espero, así sea.
Discurso
tercero
PRESENTACIÓN
DE MARÍA EN EL TEMPLO
El
ofrecimiento que hizo María de sí misma a Dios, fue pronto y sin demora, fue
por entero y sin reservas
No hubo ni habrá
jamás un ofrecimiento hecho por una criatura, ni más grande ni más perfecto que
el que hizo la niña María a Dios cuando se presentó en el Templo para
ofrecerle, no incienso ni cabritillas, ni monedas de oro, sino a sí misma del
todo y por entero, en perfecto holocausto, consagrándose como víctima perpetua
en su honor. Muy bien comprendió la voz del Señor que la llamaba a dedicarse
toda entera a su amor, con aquellas palabras: “Levántate, apresúrate, amiga
mía... y ven” (Ct 2, 10). Por eso quería su Señor que se dedicara del todo a amarlo
y complacerlo: “Oye, hija mía, mira, inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa
paterna” (Sal 44, 14). Y ella, al instante siguió la llamada de Dios. Veamos
pues cuán agradable fue a Dios el ofrecimiento que María hizo de sí misma a
Dios al consagrarse al punto y sin demora, enteramente y sin reserva.
PUNTO
1º
1. María se ofreció a Dios sin demora
Es seguro que desde el primer instante en que esta celestial
niña fue santificada en el seno de su madre, que fue desde el primer instante
de su Inmaculada Concepción, ella recibió el uso
perfecto de la razón para poder desde el primer momento comenzar a merecer,
como lo afirman con sentencia común los doctores con el P. Suárez. Él
dice que, siendo el modo más perfecto que usa
Dios para santificar a un alma, santificarla por sus propios méritos,
como lo enseña santo Tomás, así debe creerse que fue santificada la
Santísima Virgen. Si este privilegio fue concedido a los ángeles y a Adán, como
enseña El Angélico, mucho más debemos creer que se concedió a la Madre de Dios,
habiéndose dignado el Señor elegirla por madre suya, se ha de creer con toda
certeza que había de otorgarle mayores dones que a todas las demás criaturas.
Así lo enseña el mismo santo doctor: “De ella recibió la naturaleza humana y
por eso, debió recibir de Cristo más plenitud de gracia que todos los demás”. Y
es que, siendo la madre, dice el P. Suárez,
tiene un derecho cierto y del todo singular sobre todos los dones de su Hijo.
Y así como por la unión hipostática era necesario que Jesús poseyera todas las gracias
en plenitud, así fue del todo conveniente que Jesús, por deber de naturaleza otorgara
a María gracias mayores que las concedidas a todos los santos y ángeles juntos.
2. María entregó su voluntad al Señor
De lo cual
resulta que María desde el principio de su
existencia conoció a Dios, y lo conoció con tal perfección –como le dijo el ángel a Santa Brígida– y de
tal manera, que ninguna lengua es capaz de explicar
la perfección con que la inteligencia de la Santísima Virgen llegó a conocer a
Dios desde el primer instante. Desde entonces María, con aquella
primera luz con que Dios la enriqueció, se ofreció
por entero a su Señor dedicándose del todo a su amor y a su gloria, como
el mismo ángel se lo reveló a santa Brígida
cuando le dijo: “Al instante nuestra Reina determinó
consagrar a Dios su voluntad con todo el amor y para siempre. Y nadie puede
comprender de qué manera su voluntad se sujetó a abrazar todo lo que fuera del
gusto divino”.
Cuando después
del diluvio universal Noé soltó un cuerpo desde el arca, éste no volvió pues
encontró alimento en la carroña; pero cuando soltó una paloma, ésta, sin
posarse fuera, volvió al arca (Gn 8, 9). Muchos,
creados por Dios, se dedican, desdichados, a
saciarse de bienes terrenales. No fue así María, nuestra celestial paloma, ella comprendió que
Dios debe ser el único amor; que el mundo está lleno de peligros y
que quien antes lo abandona está mas a salvo de sus lazos, por lo que huyó de
él desde su más tierna edad... Así fue que la Santísima Virgen, desde el
principio de su ser fue del todo agradable al Señor y muy amada de él como le
hace decir la santa Iglesia: “Congratulaos
conmigo todos los que amáis al Señor, porque desde que era niña agradé al
Altísimo”. Por eso ha sido comparada a la luna, porque así como la
luna cumple su carrera más de prisa que los demás astros, así María alcanzó la perfección más pronto que todos los
santos al entregarse a Dios sin demora, enteramente y sin reservas.
PUNTO
2º
1. María se consagró a Dios por entero
La niña María
conocía bien con luz del cielo, que Dios no acepta un corazón partido sino que
lo quiere consagrado a su amor conforme al mandato sagrado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Dt
4, 5). Por lo que ella, desde que comenzó a vivir, comenzó a amar a Dios con
todas sus fuerzas y del todo se entregó a él. Ella, por complacer a Dios le
consagró su virginidad, consagración que fue la primera en hacer, según dice Bernardino
de Busto: “María se consagró del todo y perpetuamente
a Dios”. Con cuánto amor le podía decir al Señor: “Mi amado es para
mí y yo para mi amado” (Ct 2, 16). “Para mi amado”, comenta el cardenal Hugo,
pues para él viviré del todo. Señor mío y Dios mío, le diría, yo he venido sólo
para agradarte y darte todo el honor que pueda. Quiero vivir del todo para ti.
Acepta el ofrecimiento de ésta tu humilde esclava y ayúdame a serte fiel.
María, cual
aurora naciente (Ct 4, 9), crecía siempre en la
perfección como se acrecienta la luz de la aurora. ¿Quién podrá explicar
cómo resplandecían en ella, cada vez más, de día en día sus hermosas virtudes,
su caridad y modestia, su silencio y humildad, su
mortificación y mansedumbre? Plantada en la casa del Señor cual frondoso
olivo, dice san Juan Damasceno y regada con
la gracia del Espíritu Santo, fue la morada de todas las virtudes. La
Santísima Virgen se mostraba modesta en el semblante, amable en las palabras
que salían de un interior equilibrado. La Virgen, dice en otro lugar, tenía su mente alejada del deseo desordenado de lo
terreno; abrazándose a todo lo que fuera virtud; y de este modo, ejercitándose
en toda perfección, aprovechó tanto que mereció ser templo digno de Dios.
Hablando san Anselmo
del comportamiento de María en el templo, dice que era
dócil y sumisa, sobria en hablar, de admirable compostura, sin reírse ni
turbarse; constante en la oración y en tratar de comprender la Sagrada
Escritura, y asidua en toda obra de virtud. San Jerónimo dice que
pasaba el tiempo en la oración, siendo la más
fiel en la observancia de la Ley, la más humilde, y la más perfecta
en todo. Jamás se la vio airada. Sus palabras eran siempre tan llenas de
dulzura que pareciera que Dios hablaba por su boca. Reveló la Madre de Dios a
santa Isabel, religiosa benedictina del monasterio de Schoenau, según refiere
san Buenaventura, que sólo pensaba en tener a Dios por padre y en qué
podía hacer para complacerle; que le tenía consagrada su virginidad; que no
ambicionaba nada de este mundo, entregándole al Señor toda su voluntad y que le
pedía le concediera la gracia de conocer a la Madre del Redentor, rogándole le
conservara los ojos para contemplarla, la lengua para alabarla, las manos y los
pies para servirla, y las rodillas para poder arrodillarse ante ella para adorar
al Hijo de Dios que llevaba en su seno. “Pero
Señora –le dijo santa Isabel–, ¿no estabas llena de gracia y de virtud?” A lo
que María respondió: “Has de saber que yo me tenía por la más insignificante y
menos merecedora de la gracia y de la virtud, por eso las pedía tanto. ¿Crees que yo tuve la gracia y
la virtud sin esfuerzo?”
Son dignas de
consideración las revelaciones hechas a
santa Brígida sobre las virtudes que
practicó María desde su más tierna infancia: “Desde niña, María estuvo llena
del Espíritu Santo, y conforme crecía en edad, se acrecentaba en ella la gracia.
Desde entonces estuvo resuelta a amar a Dios con
todo su corazón con obras y palabras, sin jamás ofenderle; y por eso desdeñaba
todos los bienes terrenales. Daba lo que podía a los pobres. Era
tan mortificada en el alimento, que sólo tomaba lo necesario para
sostener la vida del cuerpo. Penetrando en la Sagrada Escritura sobre
aquello de que Dios debía nacer de una virgen para redimir el mundo, se
inflamaba de tal modo en el amor de Dios, que sólo suspiraba por él y
en él pensaba, y dichosa sola con Dios, evitaba todas las conversaciones
que de él lo apartasen. Y
deseaba en gran manera encontrarse en el templo al llegar el Mesías para poder
ser la sierva de la dichosa virgencita que mereciera ser su madre. Esto
dicen las revelaciones de santa Brígida.
2. María aceleró la venida del Redentor
Por amor a esta
niña privilegiada aceleró el Redentor su venida al mundo. Precisamente porque
no se juzgaba digna de ser la esclava de la Madre de Dios, fue la elegida para
ser tal madre. Con el aroma de sus virtudes y con sus poderosas plegarias
atrajo a su seno virginal al Hijo de Dios. Por eso la llamó tortolita su divino
Esposo: “Se ha oído en nuestra tierra la voz de la tórtola” (Ct 2, 12); no sólo
porque ella al igual que la tórtola, amó siempre la soledad, viviendo en este
mundo como en un desierto, sino porque como la tortolita que siempre va
gimiendo por la campiña, María siempre suspiraba compadeciendo las miserias del
mundo perdido y pidiendo a Dios que otorgara la redención para todos. Con
cuánto más fervor que los profetas repetía ella cuando estaba en el templo las
súplicas y los suspiros de los mismos para que mandara al Redentor: “Envía
Señor al Cordero dominador de la tierra” (Is 15, 1). “Destilad, cielos, vuestro
rocío y que las nubes lluevan al Justo” (Is 45, 8). “¡Oh si rasgaras los cielos
y descendieras!” (Is 44, 1). En una palabra, ella era el objeto de las complacencias
de Dios al contemplar a esta virgencita aspirando siempre a la más encumbrada
perfección como columnita de incienso rica por el aroma de todas las virtudes
como la describe el Espíritu Santo: “¿Quién es ésta que va subiendo por el
desierto como una columnita de humo hecha de la mirra y del incienso y de toda
especie de aromas?” (Ct 3, 6).
En verdad, dice
Sofronio, era esta doncellita el jardín de las delicias del Señor donde se
encontraban toda suerte de flores y todos los aromas de las virtudes. Por eso,
afirma san Juan Crisóstomo, Dios eligió a María por su madre, porque no
encontró en la tierra virgen más santa ni más perfecta que María, ni lugar más
digno para habitar que su seno sacrosanto. San Bernardo dice de modo semejante:
“No hubo en la tierra sitio más digno que el útero virginal”. San Antonino afirma
que la bienaventurada Virgen, para ser elegida y destinada a la dignidad de Madre
de Dios, tenía que poseer una perfección tan grande y consumada que superara
totalmente a la perfección de todas las demás criaturas: La suprema perfección
de la gracia es estar preparada para concebir al Hijo de Dios. Como la santa
niña María se ofreció a Dios en el templo con prontitud y por entero, así
nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva y roguémosle
que ella nos ofrezca a Dios, el cual no nos rehusará viendo que somos ofrecidos
por las manos de la que fue el templo viviente del Espíritu Santo, las delicias
de su Señor y la elegida como madre del Verbo eterno. Y esperemos toda clase de
bienes de esta excelsa y muy agradecida Señora que recompensa con gran amor los
obsequios que recibe de sus devotos, como puede colegirse del siguiente
ejemplo.
EJEMPLO
Visión de sor
Dominica del Paraíso
Se lee en la vida
de sor Dominica del Paraíso, escrita por el P. Ignacio de Niente,
dominico, que en un pueblecito llamado Paraíso, cerca de Florencia, nació esta
virgencita de padres pobres. Desde muy niña comenzó
a servir a la Madre de Dios. Ayunaba en su honor todos los días de la
semana y los sábados daba a los pobres el alimento que se había quitado de la
boca, y esos mismos días recogía en el huerto y por
los campos todas las flores que podía y se las ponía a una imagen de la Virgen con
el niño que tenía en casa.
Veamos con
cuántos favores recompensó esta agradecidísima Señora los obsequios que su
sierva le ofrecía. Estaba un día, cuando tenía los diez años, asomada a la
ventana, cuando vio en la calle una señora de noble aspecto y un niño con ella,
y los dos extendían la mano en gesto de pedir limosna. Fue a buscar el pan, y
sin que abriera la puerta los vio delante de sí, y advirtió que el niño traía llagados
el costado, los pies y las manos. “Decidme, señora –preguntó Dominica–, ¿quién ha maltratado a este niño de tal modo?” Repuso la
madre: “Ha sido el amor”. Dominica, encantada de la incomparable
belleza y angelical modestia del niño le preguntó si le dolían mucho las
llagas. El niño le respondió con una celestial sonrisa. La señora, mirando una imagen de María con el
niño en los brazos, preguntó a Dominica: “Dime, hija mía, ¿quién te mueve a
coronarla de flores?” “Me mueve, señora
–respondió la niña– el amor que tengo a Jesús y a María”. “¿Cuánto los amas?” “Los amo cuanto puedo”. “Y ¿cuánto puedes?” “Cuanto ellos me ayudan”. “Prosigue, hija mía –acabó diciendo la señora–, prosigue
amándolos, que ya verás cómo te lo premian en el cielo”. La niña comenzó a
sentir n suavísimo olor que salía de las llagas del niño.
“Señora –preguntó
a la madre–, ¿con qué ungüento le ungís las llagas? ¿Se puede comprar?” “Se
puede comprar –le respondió la señora– con fe y buenas obras”. Entonces
Dominica le ofreció un pan. “Este niño –repuso la madre– se alimenta con amor;
dile que amas a Jesús, y te colmará de gozo”. El niño, al oír la palabra amor, se
mostró muy contento y dirigiéndose a Dominica le preguntó: “¿Cuánto amas a Jesús?”
“Le amo tanto –contestó la niña– que día y noche estoy pensando en él y todo mi
afán es darle gusto en todo lo que pueda”. “Ámalo mucho –respondió el niño– que
el amor te enseñará lo que debes hacer para agradarle”. Se iba acrecentando la
intensidad del aroma de las llagas, hasta que Dominica, fuera de sí, exclamó:
“Dios mío, esta fragancia me va a hacer morir de amor. Si tan suave es este
aroma, ¿cómo será el del paraíso?” De pronto, se trocó la escena: la madre apareció
ataviada como una reina vestida de clarísima luz; el niño muy hermoso y bello,
del todo resplandeciente. Tomó las flores de la imagen de la Virgen y las esparció
sobre la cabeza de Dominica. Ella, al reconocer a Jesús y a María, se postró en
tierra como extasiada, adorándolos. Andando el tiempo, la joven tomó el hábito
de santo Domingo. Murió en olor de santidad el año 1553.
ORACIÓN DE ENTREGA TOTAL A DIOS
Santa María, que desde niña,
fuiste la criatura más amada de Dios.
Así como al presentarte en el templo
te consagraste pronto y del todo,
a la gloria y amor de tu Señor,
así quisiera yo ofrecerte
los primeros años de mi vida,
y consagrarme por entero a tu servicio,
santa y dulce Señora.
Pero son vanos mis deseos
cuando he perdido tantos años
sirviendo al mundo y sus caprichos
despreocupado de Dios y de ti.
Detesto el tiempo en que viví sin amarte.
Pero mejor comenzar tarde que nunca.
Ante ti me presento, María,
y me consagro para siempre a tu servicio.
Como tú, quiero entregarme al Creador.
Te consagro, Reina mía, mi entendimiento
para pensar siempre en el amor que mereces,
te consagro mi lengua para alabarte
y mi corazón para amarte.
Acepta, Virgen bendita, la ofrenda
que este pobre pecador te presenta.
Acéptala por la inefable alegría
que sintió tu corazón
al consagrarte a Dios en el templo.
Si tarde me pongo a servirte,
debo recuperar el tiempo perdido
redoblando mi amor y mis obsequios.
Ayúdame con tu poderosa intercesión.
Madre de misericordia, fortalece mi flaqueza;
alcánzame de Jesús perseverancia
y valor para serte siempre fiel.
Que habiéndote servido en esta vida,
pueda ir a bendecirte
y alabarte por siempre en el cielo. Amén
Discurso
cuarto
ANUNCIACIÓN
A MARÍA
María
en la encarnación del Verbo no pudo humillarse más de lo que se humilló; ni
Dios pudo exaltarla más de lo que la exaltó
El que se ensalza
será humillado y el que se humilla será ensalzado (Mt 23, 12). Es palabra del
Señor que no puede fallar. De ahí que habiendo Dios establecido que se haría
hombre para redimir al hombre perdido y manifestar así al mundo su bondad
infinita, y teniendo que elegirse una madre, tuvo que buscar entre las mujeres
la que fuese más santa y más humilde. Y entre todas eligió a la virgencita María
que cuento era más perfecta en virtudes, era por lo mismo la más sencilla y humilde
en su concepto, como la paloma. “Son incontables las doncellas, pero una sola
es mi paloma, mi perfecta” (Ct 6, 7-8). Por eso dice Dios, ésta será la madre que
yo elijo para mí. Veamos cuán humilde fue y cuánto la ensalzó el Señor. Que María, en la encarnación del Verbo, no pudo
humillarse más de lo que se humilló, éste será el primer punto. Y el segundo
será considerar que Dios no pudo ensalzar a María más de lo que la ensalzó.
PUNTO 1º
1. María, Madre de Dios por su humildad
Hablando el Señor
precisamente de la humildad de esta humildísima virgencita, dice: “Mientras
estaba el rey recostado en su diván, mi nardo esparció su fragancia” (Ct 1,
12). Comenta san Antonino y dice que en la planta del nardo, por ser planta tan
pequeña y sencilla, está prefigurada la humildad de María cuyo perfume subió
hasta el cielo, y desde el seno del Padre atrajo a su seno virginal al Verbo de
Dios. De modo que Dios atraído por el perfume de esta humilde virgencita, la
eligió para ser su madre al querer hacerse hombre para redimir al mundo. Pero
él, para que tuviera más gloria y mérito esta madre, no quiso hacerse su hijo
sin obtener primero su consentimiento. No quiso tomar carne de ella –dice
Guillermo abad– sin dar ella su asentimiento. Así, mientras estaba la humilde
virgen en su pobre casita, suspirando y rogando con ardientes deseos a Dios
para que mandase al Redentor –como le fue revelado a santa Isabel, monja
benedictina– llegó el arcángel Gabriel portador de la gran embajada y la saludó
diciendo: “Dios te salve, María, llena de gracia; el Señor está contigo;
bendita tú entre las mujeres”. Dios te salve, Virgen llena de gracia, que
siempre has estado llena de esa gracia más que todos los santos. El Señor está contigo porque eres tan humilde.
Bendita entre todas las mujeres, pues mientras las demás incurrieron en la
maldición de la culpa, tú, porque ibas a ser la Madre del Siempre Bendito, has
sido y serás siempre bendita y libre de toda mancha.
¿Qué respondió
María a un saludo tan colmado de alabanzas? Nada. Pensando en semejante saludo,
se turbó. “Y pensaba qué significaba semejante saludo”. Y ¿por qué se turbó?
¿Acaso por temor a una ilusión, o por modestia viendo ante sí a un hombre, pues
piensan algunos que el ángel se le apareció en forma humana? No, el texto es
claro: se turbó al oír el saludo del ángel. Advierte Eusebio Eniseno: no se turbó por su rostro sino por sus palabras.
La turbación se debió a su humildad al escuchar semejantes alabanzas tan distantes del humilde concepto que de sí
tenía. Por lo que cuanto más la ensalza el ángel más se abaja considerando
su insignificancia. Reflexiona san Bernardino sobre el particular y dice
que si el ángel le hubiera dicho que era la mayor pecadora del mundo, no se
hubiera admirado tanto; pero al escuchar aquellas alabanzas tan sublimes, se
turbó por completo. Se turbó, porque estando tan llena de humildad, rehuía
cualquier género de alabanza personal y quería que su Creador y dador de todo
bien fuera bendecido y alabado solamente. Así le
dijo la misma Virgen María a santa Brígida hablando del momento
en que se convirtió en Madre de Dios: “No quería
mi alabanza, sino tan sólo la de mi Creador, dador de todo bien”.
2. María agradó a Dios por su humildad
Pero al menos,
digo yo, la Virgen santísima, tan conocedora del sentido de las Sagradas
Escrituras, sabía que estaba cumplido el tiempo predicho por los profetas, de
la venida del Mesías, y que estaban cumplidas las siete semanas de Daniel, y
según la profecía de Jacob, había pasado a manos de Herodes, rey extranjero, el
cetro de Judá; y sabía también que una virgen tenía que ser la madre del
Mesías; al oír que el ángel le colmaba de aquellas alabanzas que parecían no convenir
sino a una madre de Dios. ¿Acaso pasó por su mente
siquiera el pensamiento de que tal vez ella fuera la elegida para Madre de
Dios? No; su profunda humildad no le dejó concebir tal pensamiento.
Tales alabanzas sólo sirvieron para hacerse sentir un gran temor de manera que,
como reflexiona san Pedro Crisólogo: “Así como Cristo quiso ser
confortado por el ángel, así debió ser María animada por el ángel”. Como el
Señor tuvo que ser animado por el ángel, así fue necesario
que el arcángel san Gabriel, viendo a
María tan desconcertada por aquel
saludo, la animara diciendo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”.
No temas ni te asombres de los grandes títulos con que se te saluda, porque si
tú, a tus propios ojos eres tan pequeña e insignificante, Dios que exalta a los humildes te ha hecho digna
de encontrar la gracia perdida por los hombres y por eso te ha preservado de la
mancha común a todos los hijos de Adán. El Señor desde el instante de tu
Concepción te ha colmado de gracias superiores a las de todos los santos; por
eso ahora te ves ensalzada a ser su madre: “He aquí que concebirás y darás a
luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús”.
Y ahora ¿qué es
lo que se espera? “El ángel espera tu respuesta –dice san Bernardo– y también
nosotros esperamos, oh Señora, tu palabra de conmiseración, nosotros que
estamos oprimidos bajo la sentencia de condenación”. El
ángel espera tu respuesta, como la esperamos nosotros los condenados a muerte.
“A ti se te ofrece el precio de nuestra salvación y al instante seremos
liberados si consientes” –continúa diciendo san Bernardo–: “Ved, oh
Madre nuestra, que a vos se ofrece el precio de nuestra salvación, que es el
Verbo de Dios hecho hombre en ti; si tú lo aceptas por hijo, al punto seremos
librados de la muerte. El mismo Señor, lo mismo que estaba enamorado de tu
hermosura, otro tanto deseaba tu consentimiento del que dependía la salvación
del mundo”. “Responde ya –dice san Agustín– ¿por qué retrasas la salvación del
mundo? Pronto, Señora, responde; no retrases más la salvación del mundo que
ahora depende de tu consentimiento”. Pero ya responde María al ángel y le dice:
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. ¡Oh respuesta la
más bella, la más humilde y la más prudente que no hubiera podido discurrir
toda la sabiduría de los hombres y de los ángeles juntos, si la hubieran estado
pensando millones de años! ¡Oh respuesta tan poderosa como para colmar de
alegría al cielo y traer a la tierra un mar de gracias y de bienes! ¡Respuesta
que, apenas salida del corazón de María, atrajo desde el seno del Padre eterno
a su Hijo Unigénito a su purísimo seno para hacerse hombre! Sí, porque apenas
profirió las palabras: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra”, al instante “el Verbo se hizo carne. El Hijo de Dios se hizo Hijo de
María”. “¡Oh fiat poderoso –exclama santo Tomás de Villanueva– oh fiat eficaz!
¡Oh fiat venerable sobre todos los fiat! Porque con otro fiat Dios creó la luz,
el cielo y la tierra; pero con este fiat de María –dice el santo– el mismo Dios
se hizo hombre como nosotros”.
3. María se declara esclava del Señor
Pero no nos
alejemos de nuestra consideración y contemplemos la gran
humildad de María en su respuesta. Iluminada con luz del cielo, bien
sabía cuán excelsa era la dignidad de Madre de Dios. El ángel ya le había
asegurado que ella era esa madre afortunada del Señor. Pero, con todo, ella no
se acrece en la estima de sí misma, no se cierra en la complacencia de su
propia exaltación, viendo de una parte su pequeñez y por otra parte la infinita
majestad de Dios que la elegía para ser su madre, se reconoce indigna de tanto
honor, pero no se opone en nada a su divina voluntad. Por lo que, al pedirle su
asentimiento. ¿Qué hace? ¿Qué dice? Ella, anonadada e inflamada a la vez del
deseo de unirse de la manera más perfecta con Dios, abandonándose del todo a su
divina voluntad, responde: “He aquí la esclava del Señor”. He aquí la esclava
del Señor obligada a hacer lo que su amo manda. Quería decir: Si el Señor me
escoge por su madre, yo, que nada tengo mío sino que todo es puro don de él
¿cómo puedo pensar que me elija por mérito mío? “He aquí la esclava del Señor”.
¿Qué mérito puede tener una esclava para ser madre
de su Señor? “He aquí la esclava del Señor”. Que
sea alabada la bondad del Señor únicamente y que no se alabe a la esclava, ya
que es pura bondad de Dios poner sus ojos en una criatura tan baja como yo y
hacerla tan grande.
“Oh humildad –exclama
el abad Guérrico– que la empequeñece a sus ojos y la engrandece ante la divinidad; que la hace verse
incapaz, pero la convierte en capaz de contener al que no lo contiene el
universo entero!” ¡Oh gran humildad de María que la hace verse pequeña, pero la
hace grande ante Dios; indigna a sus propios ojos, pero digna ante los ojos del
que no cabe en el mundo! Muy bella es la exclamación de san Bernardo en
el sermón de la Asunción admirando la humildad de María: “Señora, ¿cómo has podido unir en tu corazón un concepto
tan humilde de ti misma con tanta pureza, tanta inocencia y tanta plenitud de
gracia como posees? ¿Cómo reside en ti tanta humildad, oh Virgen santa, viéndote
tan honrada y ensalzada por Dios?
Lucifer, al verse dotado de gran belleza,
aspiró a elevar su trono sobre las estrellas y hacerse semejante a Dios.
“Pondré mi trono sobre los astros de Dios y seré semejante al Altísimo” (Is 14,
13). ¿Qué no habría dicho el soberbio si se hubiera
visto revestido de los privilegios de María?
La Virgen María no obró así: cuanto más se
vio ensalzada, más se humilló. “Señora –concluye san Bernardo– con
razón fuiste digna de ser mirada por Dios con amor tan especial; digna de enamorar
a Dios con tu belleza; digna de atraer con el suave aroma de tu humildad al
Hijo eterno desde el lugar de su descanso en el seno del Padre, a tu purísimo seno.
Por eso, dice san Bernardino de Busto, que María
mereció más con aquella respuesta: “He aquí la esclava del Señor,
que lo que pudieran merecer todas las criaturas con todas sus acciones”.
4. María complace a Dios en su abajamiento
Así es, dice san
Bernardo, que mientras esta Virgen inocente se hacía muy querida de Dios por su
virginidad, a la vez con su humildad se hizo más digna, en cuanto puede hacerse
digna una criatura, de ser la Madre de su Creador. Y lo confirma san Jerónimo
diciendo que Dios la eligió por madre suya más por su humildad que por todas
las demás virtudes. La misma Virgen lo expresó a santa Brígida al
decirle: “¿Cómo
hubiera merecido ser la madre de mi Señor si no hubiera reconocido mi nada y me
hubiera humillado?” Y antes lo declaró en su canto humildísimo al decir: “Porque miró la humildad de su esclava... hizo en
mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1, 48-49). Advierte san
Lorenzo Justiniano que la Virgen santísima no
dijo “porque miró la virginidad y la inocencia”, sino sólo “porque miró la humildad”. Y al hablar de
la humildad, advierte san Francisco de Sales, no pretendía María alabar su
propia virtud de la humildad, sino que Dios se había fijado en su nada.
“Humildad, es decir, nulidad” y por sólo su bondad había querido ensalzarla.
En suma, dice san
Agustín, que la humildad de María fue
como una escalera por la que se dignó el Señor descender a la tierra y hacerse
hombre en su seno. Lo confirmó san Antonio diciendo que la humildad
de la Virgen fue su disposición más perfecta y más próxima para ser Madre de
Dios. Así se comprende lo predicho por Isaías: “Saldrá un renuevo de la
raíz de Jesé y de su raíz brotará una flor” (Is 11, 1) Reflexiona san Alberto
Magno que la flor divina, esto es el Unigénito de Dios, como dice Isaías, debía
nacer, no ya de la copa o del tronco de la planta de Jesé, sino de la raíz
precisamente para declarar la humildad de la madre: “De su raíz, ha de
entenderse de su humildad de corazón”. Y más claro lo explica el abad Celles:
“Advierte que no de la copa, sino de la raíz brota la flor”. Por eso le dice el
Señor a esta su hija preferida: “Retira de mí tus ojos que me subyugan” (Ct 6,
5). ¿Cómo es que le subyugan y hacen salir fuera de sí –dice san Agustín–
sino saliendo del seno del Padre al seno de María? Acerca de este concepto,
dice el docto intérprete Fernández, que los humildísimos
ojos de María con los que miró siempre la grandeza divina, jamás perdieron de
vista su insignificancia, haciendo tal violencia al mismo Dios que lo atrajo a
su seno.
Así se entiende
–dice el abad Francón– por qué el Espíritu
Santo alabó tanto la belleza de la esposa por tener los ojos como de paloma:
“¡Qué hermosa eres amiga mía, qué hermosa eres! ¡tus ojos como los de las
palomas!” (Ct 4, 1). Porque María,
contemplando a Dios con ojos como de sencilla y humilde paloma, lo enamoró
tanto de su belleza, que con los lazos del amor lo hizo su prisionero en su
seno virginal. Así habla el abad Francón: “¿En qué lugar del mundo se
pudo encontrar virgen tan hermosa que con sus ojos embelesó al rey de los
cielos y con lazos de amor le hiciese piadosa violencia y lo tarjera cautivo?” Así
que María –y con esto concluimos este punto– en la encarnación del Verbo, como
vimos desde el principio, no pudo humillarse más de
lo que se humilló. Ahora veremos cómo al hacerla su madre, Dios no pudo
ensalzarla más de lo que la ensalzó.
PUNTO
2º
1. María recibe la suma dignidad
Para comprender
la grandeza a que fue ensalzada María, sería preciso comprender cuál sea la
excelencia y majestad de Dios. Bastaría decir que Dios hizo de esta Virgen su
madre, para comprender que Dios no pudo engrandecerla más de lo que la
engrandeció. Con razón dice Arnoldo de Chartres, que Dios, al hacerse hijo de
la Virgen, la elevó a una altura superior a la de
todos los ángeles y santos juntos. Afirma san Efrén, que después de Dios, ella, sin parangón posible, es más
excelsa que todos los espíritus celestiales y más gloriosa. Así lo
confirma san Andrés Cretense: “Excepto Dios, superior a todos”. Y san Anselmo
que dice: “Señora, no tienes quien te iguale,
porque todos los demás están, o sobre ti, o son inferiores a ti. Sólo Dios es
superior a ti; todos los demás son inferiores a ti”. Es tan grande –afirma san Bernardino– la grandeza
de la Virgen, que sólo Dios la conoce y la puede comprender. No hay que
extrañarse –advierte santo Tomás de Villanueva– de que los evangelistas tan extensos en registrar las
alabanzas del Bautista o de la Magdalena, hayan sido tan sobrios al describir las excelencias de María.
Fue bastante decir –responde el santo– que de
ella nació Jesús. ¿Qué más hace falta buscar –sigue diciendo– que
digan los evangelistas de las grandezas de María? Basta que atestigüen que es
la Madre de Dios. Habiendo declarado con esta afirmación lo máximo y la
totalidad de sus privilegios, no fue necesario que se detuvieran a describirlos
por partes. Y ¿cómo no? –explica san Anselmo– con decir que María es la Madre de Dios está declarado que posee toda
la grandeza que pueda darse después de Dios. Pedro, abad de
Celles, añade: De todos sus títulos, como Reina del cielo, Señora de los
ángeles, o cualquier otro título honroso, ninguno
alcanzaría a honrarla tanto como el llamarla Madre de Dios.
2. María participa de la grandeza de Dios
Esto es evidente,
porque como señala El Angélico, cuanto más se acerca
algo a su principio tanto más participa de su perfección. Por
eso, siendo María la criatura más cercana a Dios, ha participado más que todas
las criaturas, de sus gracias, sus perfecciones y su grandeza. Suárez
deduce la razón porque la dignidad de Madre de Dios sea de orden superior a toda
dignidad creada, de que esa dignidad permanece en cierto modo al orden de
la unión con una persona divina con la que está necesariamente unida.
Por lo que afirma Dionisio Cartujano que, después
de la unión hipostática no hay nada más próximo a Dios que la Madre de Dios.
Esta es, señala santo Tomas, la unión suprema que puede darse entre una criatura
y Dios: “Es como una suprema unión con una persona infinita”. San Alberto Magno
afirma que “ser Madre es la dignidad inmediata a
ser Dios. Por lo que María no podía estar más unida a Dios de los
que está, a no ser que se convirtiera en Dios”.
Afirma san Bernardino,
que la Santísima Virgen, para ser Madre de Dios necesitó ser ensalzada por las
personas divinas con una gracia casi infinita. Los hijos se consideran, moralmente hablando, una misma
cosa con sus padres, ya que entre ellos son comunes los bienes y los
honores, por eso, dice san Pedro Damiano que si Dios habita de modo
diverso en las criaturas, en María habitó de modo singular, por identidad,
haciéndose una cosa con ella. Y prorrumpe en aquella célebre exclamación: “Callen, pues, todas las
criaturas y llenas de temor santo, apenas se atrevan a contemplar la inmensidad
de tanta dignidad. Dios habita en la Virgen con la
que posee la misma identidad de naturaleza”.
Por esto asegura
santo Tomás que habiendo sido hecha María Madre de Dios, por razón de
esta unión tan íntima con el bien divino, recibió
una dignidad como infinita, que el P. Suárez llama “infinita en su
género”, porque la dignidad de la Madre de Dios es la suprema que puede
otorgarse a una criatura. La Santísima Virgen no ha podido recibir mayor
dignidad que la de ser la Madre de Dios, por lo que posee una dignidad como
infinita a causa del bien infinito que es Dios. También lo afirma san Alberto:
“El Señor otorgó a la Santísima Virgen lo máximo
que puede otorgar a una criatura, o sea, la maternidad divina”.
3. María, adornada por las más altas gracias
Por eso escribió
san Buenaventura aquella célebre sentencia: “Ser
Madre de Dios es la gracia mayor que Dios puede otorgar a una pura criatura.
Dios no puede hacer más. Puede hacer un mundo mayor y un cielo mayor, pero cosa
mayor que una madre de Dios, eso no lo puede hacer”. Pero mejor que
todos expresó la Madre de Dios la altura a la
que Dios la había sublimado, cuando dijo: “Hizo en mí grandes cosas el que es todopoderoso” (Lc 1,
49). Y ¿por qué no declaró la
Virgen cuáles eran estas grandes cosas que Dios le había otorgado? Responde
santo Tomás de Villanueva que no las explicó porque eran tan sublimes,
que eran inexpresables.
Razón tuvo san
Bernardino al decir que Dios ha creado todo el mundo por esta Virgen que
iba a ser su Madre; y san Buenaventura al decir que el mundo se conserva
al gusto de María conforme a aquellas palabras de los Proverbios (8, 30): “Allí
estaba yo como arquitecto”. Añade san Bernardino que Dios, por amor de María no
destruyó al hombre después del pecado de Adán. Con razón canta la Madre, no sólo
eligió lo mejor, sino lo mejor de lo mejor, dotándola el Señor en sumo grado –como
atestigua san Alberto Magno– de todas las gracias y dones, generales y especiales
otorgados a todas las criaturas, todo ello gracias a la dignidad de Madre de
Dios que le había otorgado.
María fue niña,
pero de ese estado no tuvo defecto ni incapacidad sino la inocencia, pues desde el primer instante tuvo el uso perfecto de la razón.
Fue virgen pero sin que ello significara esterilidad. Fue madre, pero con la gloria de la virginidad. Fue hermosa y bellísima como el mismo Señor se lo
reveló a santa Brígida diciéndole que la
belleza de su madre superó a la de todos los ángeles y a la de toda criatura.
Fue bellísima, pero sin daño de quien la contemplaba, ya que su hermosura
ahuyentaba las pasiones impuras y por el contrario inspiraba sentimientos de
pureza, como lo atestigua san Ambrosio: “Era
tal su gracia, que no sólo era pura, sino que otorgaba la gracia de la pureza a
los que la veían”. También lo afirma santo Tomás: “La gracia de estar confirmada en gracia no sólo impedía
a la Virgen las pasiones desordenadas, sino que además tuvo eficacia
para los demás, de modo que, siendo la mujer más hermosa imaginable, nadie pudo
sentir hacia ella deseos deshonestos”. Por eso se dijo de ella:
“Como mirra selecta da perfume de suave olor”, sentencia del Eclesiástico que a
ella le aplica la Iglesia. En las actividades
cotidianas trabajaba sin que las obras la separaran de la unión con Dios. En la
contemplación, estaba recogida en Dios pero sin negligencia de lo temporal ni de
la caridad debida al prójimo.
Concluyamos.
Esta Madre de Dios es infinitamente inferior a Dios
pero inmensamente superior a toda criatura. Y si es imposible encontrar
un hijo más noble que Jesús, es igualmente imposible encontrar una madre más
noble que María. Que esto sirva a los devotos de esta reina, no sólo para
alegrarse con su grandeza, sino también para acrecentar la confianza en su protección grande y eficaz.
Siendo Madre de Dios, dice el P. Suárez tiene derecho sobre sus gracias para
conseguirlas a quienes se las piden. Dice san Germán que Dios no puede desatender
las plegarias de la que es Madre suya inmaculada. De modo que a vos, oh Madre
de Dios y nuestra, ni os falta poder para
socorrernos ni voluntad de hacerlo. Porque ya sabéis, os diré con
vuestro devoto abad de Celles, que Dios no os ha creado sólo para él,
sino que os ha dado a los ángeles para ser su reparadora del daño entre ellos
causado, mientras que por vuestro medio
recuperamos la gracia de Dios y el enemigo queda vencido y postrado.
Y si
deseamos complacer a la Madre de Dios, saludémosla frecuentemente con el Ave
María. Se apareció la Virgen
María a santa Matilde y le dijo que era el mejor saludo que se podía
hacer. De él obtendremos gracias muy escogidas, otorgadas por esta
madre de misericordia, como se verá en el siguiente ejemplo.
EJEMPLO El
rezo del Ave María transforma a un joven
Es famoso lo que
refiere el P. Señeri en su libro “El Cristiano Instruido”. El P. Nicolás Zuchi
fue a confesar en Roma a un joven cargado de pecados deshonestos y malos
hábitos. El confesor lo acogió con caridad,
y compadecido de su estado lamentable, le dijo que
la devoción a nuestra Señora podía librarlo de ese malhadado
vicio, y le impuso de penitencia que hasta la próxima confesión, cada mañana
y por la noche, al levantarse y antes de acostarse rezara un Ave María a la Virgen, ofreciéndole sus ojos, sus manos
y todo su cuerpo, pidiéndole que le custodiara como suyo, y que besara tres
veces el suelo. El joven practicó la penitencia, al principio con poca
enmienda. Pero el padre continuó inculcándole que no dejara esa costumbre
piadosa, animándole a confiar en la protección de la Virgen.
Andando el
tiempo, el joven penitente se fue con otros compañeros a recorrer mundo durante
varios años. Vuelto a Roma, fue en busca de su confesor, el cual, con gran
júbilo y asombro, lo encontró del todo cambiado y libre de las antiguas
manchas. “Pero hijo, ¿cómo has obtenido de Dios tan hermosa transformación?”
“Padre –le dijo el joven–, nuestra Señora me consiguió la gracia debido a
aquella devoción que me enseñó”. Y no acaban aquí las cosas portentosas. El
mismo confesor narró desde el púlpito el suceso. Lo oyó un capitán que, desde
hacía muchos años vivía en mal estado con una mujer. Él también se resolvió a
practicar la misma devoción para librarse de aquella terrible cadena que lo
tenía esclavo del demonio. Esta intención de
librarse del pecado es necesario tener para que la Virgen pueda ayudar al pecador. Pero ¿qué pasó? Al cabo de medio año, presumiendo
el capitán de sus propias fuerzas se dirigió en busca de aquella mujer para ver
si ella también había cambiado de vida. Pero al llegar a la puerta de aquella
casa donde corría manifiesto peligro de volver a pecar, se siente rechazado por
una fuerza invisible y se encontró a más de cien metros de aquella casa y fue
dejado a la puerta de la suya. Comprendió con toda claridad que María lo había
librado de la perdición. De esto se deduce cuán solícita es nuestra buena Madre,
no sólo para sacarnos del pecado si con esta buena intención nos encomendamos a
ella, sino también para librarnos del peligro de nuevas caídas.
ORACIÓN PIDIENDO
EL FAVOR DE MARÍA
Inmaculada Virgen y Madre mía, María,
criatura la más humilde y la mayor ante Dios,
Él te exaltó hasta hacerte Madre suya y Reina del cielo.
¡Bendito sea Dios que quiso ensalzarte tanto!
Desde mi reconocida indignidad me atrevo a saludarte:
”Dios te salve, María, llena eres de gracia...”
Tú que posees la plenitud de gracia, dame parte de ella.
“El Señor está contigo...”
ya desde que te creó, y por entero al hacerse Hijo tuyo.
“Bendita tú entre todas las mujeres...”
alcánzame del Señor su divina bendición.
“Y bendito es el fruto de tu vientre...”
¡Venerable planta que diste al mundo
fruto tan noble y santo!
“Santa María, Madre de Dios...”
me asombra la grandeza de tu maternidad divina,
y estoy dispuesto a morir por defender esta verdad.
“Ruega por nosotros, pecadores...”
al ser Madre de Dios, eres Madre de nuestra salvación,
porque Dios se hizo hombre en ti para salvarnos,
tu oración de Madre por nosotros todo lo puede.
“Ahora y en la hora de nuestra muerte...”
Ayúdanos en el presente cargado de peligros,
pero aún más en nuestra última hora.
Salvados por los méritos de Jesucristo y con tu
intercesión,
podremos saludarte y alabarte con tu Hijo en el cielo.
Amén.
Discurso
quinto
VISITACIÓN
DE MARÍA
María
es la tesorera de todas las gracias: quien desea gracias debe recurrir a María
seguro de encontrar la gracia que desea
Se considera
afortunada la casa que recibe la visita de un rey u otro gran personaje, por la
honra que supone y por las ventajas que espera. Pero más afortunada es sin duda
el alma que recibe la visita de la Reina del mundo, María santísima, que sólo sabe
colmar de bienes la persona afortunada que visita con sus favores. Fue bendita
la casa de Obededón al ser visitada por el arca de la Alianza. “El Señor
bendijo la casa de Obededón y cuanto tenía” (1Cro 13, 14). Pero ¡con cuántas
más bendiciones son enriquecidas las personas que reciben una visita de amor de
esta verdadera arca de Dios que es su divina Madre! Feliz
la casa –escribe Engelgrave– que es visitada por la Madre de Dios. Bien
lo experimentó la casa del Bautista, donde
entrando María, al punto quedó colmada toda
aquella familia de gracias y bendiciones del cielo; que por eso se llama
comúnmente la fiesta de la Visitación, la fiesta de nuestra Señora de las
Gracias. Veremos en este discurso, cómo la Madre de Dios es la
tesorera de todas las gracias. Y dividiremos este discurso en dos puntos. En el
primero veremos que quien desea gracias debe recurrir a María. Y en el segundo,
que quien recurre a María debe estar seguro de obtener la gracia que desea.
PUNTO
1º
1. María alcanzó las primeras gracias de Jesús
Cuando la Virgen supo por el arcángel san Gabriel, que su
parienta Isabel estaba de seis meses, comprendió iluminada por el Espíritu Santo, que el Verbo humanado
en sus entrañas y hecho su hijo, quería comenzar a manifestar al mundo las
riquezas de su misericordia otorgándolas a toda aquella familia. Por lo
que, sin dudarlo, como refiere el evangelista san Lucas (1, 39), María se fue apresuradamente
a la montaña. Dejando el descanso de su contemplación y su amada soledad a la
que estaba acostumbrada, marchó enseguida hacia la casa de Isabel. Y porque la santa caridad todo lo soporta y no sufre dilaciones, como comenta respecto a este pasaje del
Evangelio san Ambrosio, “no conoce tardanzas
la gracia del Espíritu Santo”, por eso, no teniendo en cuenta ni la
fatiga del camino para tan tierna y delicada doncella, al punto emprendió el
viaje. Apenas llegó a la casa de Zacarías, saludó a Isabel. Y como reflexiona
san Ambrosio, María fue la primera en saludar a Isabel. Pero no fue la visita
de la Virgen como la de los mundanos que se limitan a ceremonias y falsos
cumplidos. La visita de María trajo a aquella casa
un cúmulo de bendiciones. En cuanto entró e Isabel oyó el primer saludo,
quedó inundada del Espíritu Santo y Juan, libre de la culpa y santificado; que
por eso dio aquella señal de júbilo saltando en el
vientre de su madre, expresando así que había recibido la gracia por medio de
la Santísima Virgen, como se lo declaró la misma Isabel: “En cuanto la
voz de tu saludo llegó a mis oídos, saltó de gozo el niño en mi seno”. Así es
que, como reflexiona Bernardino de Bustos, gracias
al saludo de María, Juan recibió la gracia del Espíritu Santo que lo santificó.
Pues si todos estos primeros frutos de la Redención pasaron por María, siendo
el canal por el que se comunicó la gracia al
Bautista y el Espíritu Santo a Isabel, el don de profetizar a Zacarías y
santísimas bendiciones a toda aquella casa, que fueron las primeras gracias que
sabemos fueron otorgadas en la tierra después de la encarnación del Verbo, es
muy justo creer que desde ese instante Dios constituyó
a María en acueducto universal, como la llama san Bernardo, por
el cual pasaran en adelante todas las gracias que el Señor nos ha de dispensar,
como expliqué en la parte I, capítulo V.
2. María, dispensadora de las gracias
Con razón por
tanto, es llamada esta divina Madre, el tesoro, la tesorera y dispensadora de
las gracias divinas. Así la llama el venerable abad de Celles: “Tesoro de Dios
y tesoro de las gracias”; así san Pedro Damiano: “Cofre de las gracias
divinas”; así san Alberto Magno: “Tesorera de Jesucristo”; así san Bernardino:
“Distribuidora de las gracias”; y un doctor griego citado por Petavio, la llama
“dispensadora de todos los bienes”; y san Gregorio Taumaturgo: “Se dice que María
está llena de gracia, porque en ella se guarda todo el tesoro de tu gracia”.
Ricardo de San
Lorenzo dice que Dios ha puesto en María, como en un erario de misericordia,
todos los dones de la gracia, y que con este tesoro ella enriquece a todos los
suyos. San Buenaventura, hablando del campo del Evangelio que tiene un tesoro escondido,
y que debe adquirirse cueste lo que cueste, como dice Jesús (Mt 13, 44), dice
que este campo es nuestra Reina María, en la que se contiene el tesoro de Dios
que es Jesucristo, el manantial y fuente de todas las gracias. Y dijo san Bernardo
que el Señor ha puesto en manos de María todas las
gracias que nos quiere dispensar, para que sepamos que todo lo bueno que
recibimos lo recibimos de sus manos. Esto nos lo garantiza María al
decir: “En mí toda gracia de vida y de verdad” (Ecclo 24, 25). En mí todas las
gracias de los bienes auténticos que podéis desear en la vida. Sí, Madre y
esperanza nuestra, le decía san Pedro Damiano, bien sabemos que todos los
tesoros de la divina misericordia están en tus manos. Antes dijo san Ildefonso
hablando con la Virgen: Señora, todas las gracias que Dios ha determinado
otorgar a los hombres, todas tienen que pasar por tus manos porque todos los
tesoros de la gracia para eso se te han confiado. Y san Germán sentenciaba:
“Nadie se salva sino por ti; nadie recibe un don de Dios sino por ti”.
San Alberto
Magno, comentando las palabras del ángel: “No temas María, has encontrado
gracia ante Dios” (Lc 1, 30), dice hermosamente: “Oh María, tú no has robado la
gracia como quería robarla Lucifer; ni las has perdido, como la perdió Adán;
tampoco las has comprado como lo intentó Simón el mago; tú la has encontrado porque la has deseado y buscado.
Has encontrado la gracia increada, que es Dios mismo hecho ya hijo tuyo, y a la
vez y con ella has conseguido todos los bienes creados”. Este
pensamiento lo confirma san Pedro Crisólogo, diciendo que la excelsa Madre de Dios encontró esta gracia para otorgarla después
a todos los hombres. Y que María encontró la plenitud de la gracia que
fue suficiente para salvar a todos. “Encontraste la gracia, pero ¿cuánta?
Cuanta te había dicho el ángel, por completo y de veras, para poderla derramar
a torrentes sobre todas las criaturas”. De tal modo, dice Ricardo de San
Lorenzo, que como Dios ha hecho el sol para que por su medio se ilumine toda la
tierra, así ha hecho a María para que por su medio se dispensen al mundo todas
las divinas misericordias”. San Bernardino añade que la Virgen, desde que fue hecha Madre del Redentor, adquirió
una especie de jurisdicción sobre toda gracia; de modo que ninguna criatura
obtiene ningún don que no sea otorgado por medio de esta Madre.
Concluyamos este
punto con Ricardo de San Lorenzo que dice: Si queremos obtener alguna
gracia, recurramos a María que obtiene para los suyos cuanto pide, porque ella
encontró la gracia y siempre la tiene. Y con san Bernardo que dice:
“Busquemos la gracia y busquémosla por medio de María, porque el que busca
encuentra y no puede verse engañado”. De modo que si deseamos la gracia necesitamos
ir a esta tesorera
y dispensadora de las gracias, porque esto así lo quiere el dador de
todo bien como lo asegura san Bernardo, al decir que esta es la voluntad de
Dios el cual quiso que todo lo obtuviéramos por María. Todo, todo, y el que
dice todo, no excluye nada. Pero como para
conseguir la gracia es indispensable tener confianza, vamos a ver
cuán seguros debemos estar de obtener la gracia recurriendo a María.
PUNTO
2º
1. María desea que alcancemos las gracias
¿Para qué ha
colocado Jesucristo en manos de María su madre todas las riquezas de su
misericordia que quiere otorgarnos, sino para que
enriquezca a todos los devotos que la aman, la honran y acuden a ella con
confianza? “Yo poseo todas las riquezas
para regalarlas a quienes me aman” (Prov 8, 17; 21). Así se expresa la misma Virgen en este pasaje que
la Iglesia santa le aplica en tantas festividades. Estas riquezas las posee
María –dice el abad Adán– precisamente para ayudarnos. En su seno ha colocado
el Salvador el tesoro de los necesitados, para que así los pobres se hagan
ricos. Y añade san Bernardo, que para esto se ha dado al mundo María
como acueducto de misericordia para que por este medio bajaran continuamente
las gracias del cielo a los hombres.
El mismo santo,
considerando por qué san Gabriel, habiendo encontrado a María llena de gracia
la saludó diciéndole: “Alégrate, llena de gracia”, después añade que cómo
vendrá sobre ella el Espíritu Santo para llenarla de más gracia todavía, si ya
estaba llena de gracia: “¿Para qué otra cosa sino para que, al llegar el Espíritu
Santo y encontrarla llena para sí misma, la hiciera rebosar en favor nuestro? Ya estaba llena, pero vino el Espíritu Santo sobre ella
para nuestro bien, para que de su sobreabundancia nos proveyéramos
todos. Que por eso María es llamada “luna
llena, para sí misma y para los demás”.
“El que me encuentre encontrará la vida y alcanzará del
Señor la salvación” (Pr 8, 35). Bienaventurado el que me encuentra y
a mí recurre, dice nuestra Madre. Encontrará la vida con facilidad; así como es
fácil sacar agua de un manantial abundante, mucho más lo es encontrar la gracia
y la salvación eterna recurriendo a María. Decía un alma santa: “Basta buscar
la gracia en María para encontrarla”. Decía san Bernardo que antes de nacer la
Virgen no había en el mundo la abundancia de gracias que ahora vemos correr
sobre la tierra porque nos faltaba este acueducto tan deseable por el que
pudieran discurrir, que es María. Pero ahora que ya tenemos a esta Madre de
misericordia ¿qué gracia nos puede faltar si acudimos a ella? San Juan
Damasceno le hace decir: “Yo soy la ciudad de
refugio para todos los que a mí acuden; venid pues, hijos míos, y obtendréis de
mí las gracias con más abundancia de los que podéis pensar”.
2. María nos alcanza las gracias a medida de nuestra
capacidad
A muchos sucede
lo que se le reveló a la venerable sor María Villani. Vio esta
sierva de Dios a la divina Madre a semejanza de un gran manantial al que acudían
muchos a tomar el agua de las gracias. Pero ¿qué sucedía? Los que llevaban
vasijas en buen estado conservaban las gracias recibidas. Pero los que llegaban
con vasijas rotas, es decir, con el alma llena de pecados, recibían la gracia pero
pronto la perdían. Por lo demás es cierto que por medio de María
obtienen gracias incontables todos los hombres a diario, aún los más ingratos
pecadores. Dice san Agustín hablando con la Virgen: “Por ti heredamos la misericordia los necesitados, los
ingratos la gracia, el perdón los pecadores, la salud los enfermos, cosas
celestes los apegados a la tierra, los mortales la vida, y la patria los peregrinos.
Reavivemos más y
más nuestra confianza los devotos de María cada vez que recurramos a ella en
demanda de gracias. Y para reavivarla, recordemos siempre las dos grandes
cualidades de esta buena Madre, que son: El deseo de hacernos el bien a todos, y el poder que
tiene ante su Hijo para conseguirnos todo lo que pide.
Para conocer el deseo que
tiene María de ayudarnos a todos, bastaría considerar el misterio de esta
fiesta de la Visitación de María a santa
Isabel.
El viaje de
Nazaret, donde vivía la Virgen, a Ain-Karim (a siete kilómetros de Jerusalén),
era largo; sin embargo, esto no arredró a la Santísima Virgen, tierna y delicada
doncella, no familiarizada con semejantes fatigas, se puso en camino. ¿Por qué
razón? Movida por aquella caridad tan grande de que ha estado siempre rebosante
su tierno corazón, para ejercitar desde el primer instante su gran misión de dispensadora
de las gracias. Así precisamente habla sobre este pasaje san Ambrosio:
No fue porque dudase del oráculo, sino alegre por el anuncio, presurosa por la
alegría, ferviente para cumplir su misión. No para cerciorarse si era verdad lo
dicho por el ángel acerca de Isabel de que estaba en estado, sino alegrándose,
y deseando ayudar en aquella casa; dándose prisa por el gozo en llegar a hacer el bien a los demás, y toda entregada a empresa tan
caritativa, levantándose, se fue con premura.
Nótese que cuando
el Evangelio habla del retorno, no habla de apresuramiento sino que dice
sencillamente: María permaneció con ella tres meses y se volvió a su casa (Lc
1, 56). ¿Qué otra cosa obligaba a la Madre de Dios, dice san Buenaventura, a
darse prisa por ir a visitar la casa del Bautista sino el deseo de hacer todos
los bienes posibles a aquella familia?
No ha terminado
en María al subir al cielo esta caridad para con todos los hombres, por el
contrario, más bien se ha incrementado,
porque allí conoce con más perfección nuestras
necesidades y se compadece de nuestras miserias. Escribe Bernardino
de Bustos que María anhela hacernos bien más de lo que nosotros mismos
podemos desear. Por eso, dice san Buenaventura, se siente ofendida de los
que no le piden gracias: Pecan contra ti no sólo los que te
injurian, sino también los que nada te piden. Porque este es el modo de ser de
María, como afirma El Idiota, enriquecer con abundancia a sus devotos.
María es el
tesoro del Señor y la tesorera de sus gracias, y enriquece
con dones especiales a los que sirven generosamente. Por eso dice el
mismo autor que quien encuentra a María, encuentra todo bien. Y la puede
encontrar cualquiera, aunque sea el peor pecador del mundo, pues ella es tan
benigna que no desprecia a nadie que a ella recurra. Tomás de Kempis la hace
hablar así: Yo invito a todos a que a mí recurran, y no sé despreciar a ningún
pecador por indigno que sea que venga pidiendo ayuda. Todo el que acuda a
pedirle la gracia, la encontrará siempre preparada para auxiliar, dice Ricardo
de San Lorenzo. La encontrará siempre pronta y siempre inclinada a socorrerlo y obtenerle todas las gracias de la salvación
con sus poderosísimas plegarias.
3. María alcanza de Dios cuanto pide
Dice: “con sus
poderosas plegarias”, y ésta es otra reflexión que debe acrecentar nuestra
confianza, saber que ella obtiene de Dios cuanto le pide en favor de sus
devotos. Considerad –dice san Buenaventura– en esta visita que hizo María a
santa Isabel, la gran virtud que tuvieron las palabras de María, porque con su
sola voz, se le confirió la gracia del Espíritu Santo, tanto a Isabel como a
Juan su hijo, como lo enseña el Evangelio: “Y sucedió que, en cuanto Isabel oyó
el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno y quedó llena del Espíritu
Santo” (Lc 1, 41). Dice Teófilo de Alejandría, que Jesús siente gran complacencia en que María le ruegue por
nosotros, porque las gracias que nos concede por medio de María, no sólo las
considera hechas a nosotros, sino como otorgadas a su propia Madre.
Añade san Buenaventura:
Observa qué fuerza tienen las palabras de la Señora,
que sólo con pronunciarlas, se concede la gracia del Espíritu Santo.
Jesús, como vencido por las súplicas de su Madre, otorga las gracias. Cierto;
porque Jesús, como atestigua san Germán, no puede
desoír a María en todo lo que pide, obedeciéndola como a Madre verdadera.
Por eso, dice el mismo santo, las plegarias de esta Madre, tienen una cierta
autoridad para con Jesús, por lo que obtiene el perdón para los pecadores que a
ella acuden por muy miserables que sean.
Esto queda muy
bien demostrado con lo sucedido en las bodas de
Caná. María pidió al Hijo el vino que faltaba, diciéndole: “No tienen
vino”. A lo que Jesús le respondió: “Mujer ¿qué nos va a mí y a ti? Aún no ha
llegado mi hora” (Jn 2, 4). Pero, a pesar de no haber llegado la hora de hacer
milagros, tan sólo, como dice san Juan Crisóstomo, por obedecer a la
Madre, realizó el milagro, que le pedía, convirtiendo el agua en vino. A pesar
de la respuesta, hizo caso a los ruegos.
4. María merece toda nuestra confianza
Nos exhorta el
Apóstol: “Lleguémonos con toda confianza al
trono de la gracia para hallar la gracia y conseguir la ayuda oportunamente”
(Hb 6, 16). Dice san Alberto Magno: El
trono de la gracia es María. Si queremos gracias, acudamos a ella con la
seguridad de ser ciertamente atendidos, pues con la intercesión de María se
obtiene todo lo que se le pide al Hijo. Busquemos la gracia –repito con
san Bernardo– y busquémosla por medio de María. Y añado lo que la Virgen dijo a santa Matilde,
que el Espíritu
Santo, colmándola de toda dulzura, la hizo tan amada de Dios, que todo el que
por su mediación busque la gracia, cierto que la obtendrá.
Y si damos
crédito a aquella sentencia célebre de san Anselmo: Más pronto alcanzamos la
salvación a veces, invocando el nombre de María que invocando el nombre de
Jesús, veremos que esto no sucede porque él deje de ser la fuente y el Señor de
todas las gracias, sino porque, al recurrir nosotros a la Madre, y rezando ella
por nosotros, sus plegarias de madre
tienen más fuerza que las nuestras. Jamás nos apartemos de las
plantas de esta tesorera de las gracias, diciéndole siempre con san Juan
Damasceno: Madre de Dios, ábrenos la puerta
de piedad rogando siempre por nosotros, ya que tus plegarias son la salvación
de todos los hombres.
Al recurrir a
María, lo mejor es rogarle que ella pida para
nosotros y nos obtenga aquellas gracias que sabe nos son más convenientes
para nuestra salvación. Esto hizo san Reginaldo, dominico, como se narra en las
crónicas de la Orden. Estaba enfermo este siervo de María y le pedía la salud
del cuerpo. Y se le apareció su Señora acompañada de santa
Cecilia y de santa
Catalina, entonces le dijo con suma dulzura: Hijo ¿qué quieres
que haga por ti? El religioso, ante tan delicado
ofrecimiento de María, quedó confundido y no sabía qué responder. Entonces, una de las santas acompañantes
le dio este consejo: Reginaldo, ¿sabes lo que debes hacer? No le pidas nada,
déjalo en sus manos, porque María te dará una gracia mejor de la que tú sepas
pedir. Así lo hizo el enfermo y la Virgen le obtuvo la gracia de la
curación.
Pero si deseamos la visita dichosa de esta Reina del cielo, a
ello ayudará mucho el que, nosotros ahora la visitemos con frecuencia en
cualquiera de sus imágenes, o en cualquiera de sus iglesias.
Léase el
siguiente ejemplo y se comprenderá con qué clase de favores recompensa la
visita de sus devotos.
EJEMPLO Milagrosa
hospitalidad de María a dos religiosos
Refieren las
Crónicas Franciscanas que, yendo dos frailes a visitar un santuario de la
Virgen, les sorprendió la noche en la espesura de un bosque. Aunque llenos de
miedo y angustia, se resolvieron a seguir adelante. Poco después creen ver una
casa. Llegan, llaman a la puerta, y desde dentro preguntan: “¡Quién va!” “Somos
unos frailes que vamos en peregrinación; hemos sido sorprendidos por la noche
en el bosque y buscamos albergue”. Se abre la puerta y los reciben con toda
cortesía dos pajes ricamente ataviados. Los frailes les preguntaron quién vivía
en aquella mansión. Los pajes les contestaron que allí vivía una señora
sumamente piadosa. “Quisiéramos darle las gracias por su generosa
hospitalidad...” “Vamos a saludarla –dijeron los pajes– porque la señora
gustará de hablaros”. Al subir las escaleras vieron todas las habitaciones
iluminadas y ricamente amuebladas. En ellas se respiraba una fragancia
desconocida. En la mejor de las estancias estaba la señora de porte muy
distinguido y sumamente hermosa, que los recibió con gran afabilidad y
cortesía. Les preguntó por el objetivo de su viaje, a lo que respondieron los
frailes: “Vamos en peregrinación al santuario de María”. “En ese caso –repuso
la señora– cuando os vayáis, os daré una carta que os será de mucho provecho”. Mientras
les hablaba la señora, se sentían inflamados en amor de Dios, gozando de una
alegría hasta entonces desconocida. Después se retiraron a descansar, pero apenas
pudieron conciliar el sueño por la dicha que inundaba sus corazones.
A la mañana
siguiente, después de despedirse de la señora dándole las gracias por tal
acogida, siguieron su camino. Apenas se habían alejado un corto espacio de la
casa, advirtieron que la carta de la señora no tenía dirección. Volvieron sobre
sus pasos buscando la casa de la señora, pero no dieron con ella. Abrieron
finalmente la carta para ver a quién iba dirigida, y vieron que iba dirigida a ellos
mismos y que era de la Virgen santísima. Por el contenido se dieron cuenta que la señora con quien habían hablado la noche pasada y que
los había alojado, era la Virgen María, quien por la devoción que le
tenían, les había deparado en medio del bosque hospedaje y alimento. Les
exhortaba a que siguieran sirviéndola, que ella los socorrería toda
la vida. ¿Quién podrá describir las acciones de gracias que
aquellos buenos religiosos tributaron a la Madre de Dios? ¿Quién podrá expresar
cómo se les acrecentaron los deseos de amarla siempre y de servirla?
ORACIÓN PIDIENDO LA INTERCESIÓN DE MARÍA
¡Virgen Inmaculada y bendita!
Eres la universal dispensadora
de todas las gracias divinas,
con razón te puedo llamar
la esperanza de todos, mi esperanza.
Bendigo al Señor porque me muestra
el modo de alcanzar la gracia y salvarme.
Este medio eres tú, santa Madre de Dios.
Por los méritos de Jesús, ante todo,
me he de salvar; y después,
por tu poderosa intercesión.
Reina mía, ya que acudiste presurosa
a santificar la casa de Isabel,
visita presto la pobre casa de mi alma.
Apresúrate, pues mejor que yo sabes
lo pobre que está y los males que me agobian:
afectos desordenados, hábitos depravados,
pecados sin cuento, y mil enfermedades
capaces de causarme la muerte eterna.
Pero tú, tesorera de Dios,
puedes enriquecerla con todos los bienes
y curarla de toda dolencia.
Visítame durante la vida, y sobre todo,
visítame en la hora de la muerte,
cuando me será más necesaria tu ayuda.
Como indigno que soy, no pretendo
que me visites con tu presencia,
como lo has hecho con otros devotos tuyos.
Me contento con que ruegues por mí
y me visites con tu misericordia
para ir a contemplarte en el cielo,
para amarte con toda el alma
y agradecerte todos tus beneficios.
Ruega por mí, María,
encomiéndame a tu Hijo.
Mejor que yo conoces
mis miserias y necesidades.
¿Qué más te puedo suplicar
sino que tengas compasión de mí?
Es tan grande mi ignorancia,
que no sé pedir lo que necesito.
Dulce Reina mía, María,
pide y alcánzame de tu Hijo
las gracias más convenientes
y más necesarias para mi alma;
del todo me abandono en tus manos
pidiendo a la Divina Majestad,
que por los méritos de Jesús, mi Salvador,
me conceda las gracias que tú le pidas.
Pide por mí, Virgen santísima
lo que más me conviene.
Tus oraciones, siempre las escucha Dios
porque son plegarias de Madre
para con el Hijo que tanto te ama
y goza en otorgarte lo que pides
para mejor honrarte y mostrar su amor a ti.
En esto quedamos, Señora:
Yo vivo confiando en ti.
Preocúpate por salvarme. Amén.
Discurso
sexto
PURIFICACIÓN
DE MARÍA
Sacrificio
grande que hizo María al ofrecer este día la vida de su Hijo a Dios
1. María ofrece su Hijo a Dios
Había dos
preceptos en la antigua ley con respecto al nacimiento de los primogénitos; uno
era el que mandaba que la mujer estuviera retirada en casa durante cuarenta
días, después de los cuales tenía que ir a purificarse al templo. El otro era
que los padres del primogénito lo llevasen al templo y allí lo ofreciesen a Dios.
Ambos preceptos los cumplió la Santísima Virgen en este día. Es cierto que María
no estaba obligada a la ley de la purificación porque siempre fue virgen pura. No
obstante, por humildad y obediencia quiso ir como las demás madres a purificarse.
Obedeció también el segundo precepto de presentar y ofrecer su Hijo al eterno
Padre. “Y cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés,
lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor” (Lc 2, 22). Pero la Virgen lo
ofreció de modo distinto a como lo hacían las demás madres. Las otras los ofrecían
pero sabiendo que se trataba de una ceremonia legal, ya que al rescatarlos volvían
a ser suyos, sin temor a tener que ofrecerlos a la muerte. María, en cambio, ofreció a su Hijo a la muerte realmente y con la certeza
que el sacrificio de la vida de Jesús que entonces ofrecía debía un día
realizarse en el altar de la cruz. Por eso, al ofrecer María la vida de su
Hijo, por el amor que le tenía, se sacrificó ella misma del todo a Dios.
Dejando de lado
otras consideraciones que pudiéramos hacer sobre tantos misterios de esta
festividad, vamos a considerar solamente lo inmenso del sacrificio de María por
el que se ofreció a sí misma a Dios al ofrecerle en este día la vida de su
Hijo. Este será el único tema de nuestro discurso.
El eterno Padre
había decretado salvar al hombre perdido por la culpa y librarlo de la muerte
eterna. Pero queriendo al mismo tiempo que su divina justicia no quedara sin la
digna y debida satisfacción, por eso no perdonó la vida de su mismo Hijo, hecho
ya hombre para redimir a los hombres, quiso que pagara con todo rigor la pena
que los hombres merecían. “Él no perdonó a su propio Hijo –dice el apóstol–,
sino que lo entregó por nosotros” (Rm 8, 32). Por eso lo mandó a la tierra para
hacerse hombre y le destinó una madre que fue la Virgen María. Pero como no
quiso que su Verbo divino se hiciera hombre de ella sin que ella primero lo aceptase
con expreso conocimiento, así no quiso que Jesús sacrificase su vida por la
salvación de los hombres sin que concurriese también el consentimiento de María
para que con el sacrificio de la vida del Hijo se sacrificara también el
corazón de la Madre.
Enseña santo
Tomás que el hecho de ser madre da un derecho especial sobre el hijo; por lo
que siendo Jesús esencialmente inocente y que no merecía ningún suplicio por
culpa suya, parecía conveniente que no fuera condenado a la muerte como víctima
de los pecados del mundo sin el consentimiento de su madre por el que
espontáneamente ofreciese a Jesús al sacrificio.
2. María se ofrece también a sí misma
Aunque María, desde que fue hecha Madre de Jesús consintió en su
sacrificio, sin embargo quiso el Señor que en este día hiciera en el templo el solemne
sacrificio de sí misma al ofrecerle solemnemente su Hijo y su vida preciosa en
sacrificio a la divina justicia. Por eso san Epifanio dijo
que la Virgen fue como un sacerdote.
Entremos a
considerar cuánto dolor le costó semejante sacrificio y cuán heroica la virtud
que hubo de ejercitar al tener que aceptar la sentencia de muerte de su amado
Jesús.
María se dirige a
Jerusalén para ofrecer a su Hijo. Camina presurosa llevando en brazos a su
amada víctima. Entra en el templo, y allí, llena de modestia, humildad y
devoción, presenta al Altísimo a su divino Hijo.
Y he aquí que, al
mismo tiempo, el anciano Simeón, que había recibido de Dios la promesa
de que no moriría sin ver al Mesías esperado, toma de manos de la Virgen al
divino infante e, iluminado por el Espíritu Santo, le
anuncia cuánto le había de costar el sacrificio que estaba ofreciendo de su
divino Hijo, con el cual juntamente sería sacrificada su bendita alma.
Santo Tomás de
Villanueva contempla al santo anciano, turbado y silencioso al tener que
anunciar tan dolorosa nueva a esta pobre madre. El santo finge, como si María
le preguntase: ¿Por qué te turbas en medio de tanta alegría? A lo que el anciano
le responde: “Virgen nobilísima, no quisiera anunciarte cosas tristes; no quisiera
ser nuncio de nuevas tan amargas, pero ya que así lo quiere el Señor y para
mayores méritos tuyos, oye lo que te digo: Este
niño que ahora te reporta tanta gloria con razón, un día te procurará el dolor más acerbo que jamás ha
probado ninguna criatura; esto sucederá cuando lo veas perseguido por toda
clase de gentes y hecho el escarnio y la burla de la plebe hasta hacerlo morir
ejecutado ante tus ojos. Muy feliz eres ahora por causa de este niño,
pero mira que está puesto como bandera discutida. Has de saber que después de
la muerte de tu Hijo habrá muchos que por amor de este Hijo tuyo serán
atormentados y matados; pero si su martirio será en el cuerpo, tu martirio,
divina Madre, será en el corazón”.
3. María se inmola junto con su Hijo
Sí, en el
corazón; porque no otra cosa sino la compasión por las penas de este Hijo tan
amado debían atravesar el corazón de la Madre, como así se lo predijo Simeón: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc
2, 35). La Virgen, como dice san Jerónimo,
ya sabía por las Sagradas Escrituras los
sufrimientos y penas que el divino Salvador había de soportar durante la vida y
en su sagrada pasión y muerte. Bien conocía lo que habían dicho los
profetas: que había de ser traicionado por un
amigo: “Hasta mi íntimo amigo en el que yo confiaba, el que mi pan
comía, levanta contra mí su calcañar” (Sal 40, 10); que había de ser abandonado por sus discípulos: “Heriré al pastor y
se dispersarán las ovejas” (Za 13, 7); conocía los desprecios, salivazos,
bofetadas y burlas que había de sufrir de la chusma: “Ofrecí mi espalda a los
que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba” (Is 50, 6); no
ignoraba que había de acabar siendo la burla de los hombres, rechazado por la
plebe más vil, siendo saciado de injurias y villanías: “Soy un gusano que no un
hombre, vergüenza del vulgo y asco de la plebe” (Sal 21, 7); “Que sería saciado
de oprobios” (Lm 3, 30); bien tenía presente que al final de su vida su carne
sagrada debía ser lacerada y rota por los azotes: “El ha sido herido por
nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas” (Is 53, 5), hasta el punto de
quedar su cuerpo deformado como el de un leproso, todo lleno de llagas que
dejaban los huesos al descubierto: “No tenía apariencia; le vimos, y no tenía
aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2). “Puedo contar todos mis huesos”
(Sal 21, 18); no le era desconocido que habían de atravesarle las manos y los
pies y ser colocado entre los malhechores: “Y con los rebeldes fue contado” (Is
53, 12); y que, finalmente, había de morir en la cruz ejecutado para la
salvación de los hombres: “En cuanto a aquél a quien traspasaron, harán
lamentación por él” (Za 12, 10).
Claro que María
sabía todo lo que su Hijo debía padecer, pero con la profecía de Simeón le
fueron revelados, como dijo el Señor a santa
Teresa, todas las circunstancias y
detalles, tanto externos como internos, que habían de atormentar a su Jesús en
la pasión. Y ella a todo dio su consentimiento; y con una entereza que
pasmó a los ángeles aceptó la sentencia de muerte de su Hijo tan terrible y
afrentosa, diciendo: “Padre eterno, puesto que
así lo queréis, que no se haga mi voluntad, sino la vuestra; uno mi voluntad a
la vuestra y os ofrendo este Hijo mío; estoy conforme en que se entregue su
vida pro daros gloria y por la salvación del mundo. Y al mismo tiempo os
sacrifico mi corazón. Traspáselo el dolor cuanto os plazca con tal que vos, mi
Dios, seas glorificado y estéis contento. No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Por eso María guardó silencio en la Pasión cuando lo
acusaban injustamente. No dijo nada a Pilato que estaba muy dispuesto a
librarlo conociendo su inocencia; y sólo apareció en público para asistir al
sacrificio de la Cruz sobre el Calvario. Ella lo acompañó al lugar del
suplicio; lo asistió desde que fue colgado en la cruz: “estaba junto a la cruz
de Jesús su Madre” (Jn 19, 25) hasta que expiró. Todo por cumplir el
ofrecimiento que había hecho a Dios en el Templo.
4. María aceptó el sacrificio de su Hijo
Para comprender
la violencia que María hubo de hacerse en este sacrificio, sería preciso conocer el amor que esta Madre le tenía a Jesús.
El amor de las madres hacia sus hijos, normalmente hablando, es tan tierno que
cuando éstos se encuentran a la hora de la muerte, y ven que los van a perder
para siempre, ese amor les hace olvidar todas sus faltas e ingratitudes, y
hasta las injurias que de ellos recibieron, haciéndoles sufrir un dolor
inenarrable. Y esto, a pesar de que el amor de estas madres es un amor dividido
con otros hijos o al menos con otras personas. Pero María sólo tiene un hijo, y
éste es el más hermoso entre los hijos de Adán. Es obediente, virtuoso,
inocente y santo; basta decir que es Dios. Además el amor de esta madre no está
dividido entre otras personas. Ella ha puesto todo su amor en este Hijo único
sin miedo a excederse en el amor, pues este Hijo es Dios que merece un amor
infinito. Y este Hijo es la víctima que ella debe ofrecer voluntariamente al
sacrificio.
Vea cada uno cuánto le debía costar esto a María y qué fortaleza de
ánimo debía tener al sacrificar y ofrecer en la cruz la vida de un Hijo tan
amable. Así es que la Madre más afortunada al ser la Madre de Dios, es al mismo
tiempo la madre más digna de compasión por ser la más afligida, al ser la Madre
de un Hijo que desde que lo tuvo, sabía que estaba destinado al patíbulo. ¿Qué mujer aceptaría tener un hijo sabiendo que después
lo había de perder con una muerte infamante? María aceptó de corazón a
este Hijo con tan duras condiciones, y no sólo lo aceptó, sino que ella en este
día lo ofreció en sus brazos al sacrificio.
Dice san Buenaventura
que la Santísima Virgen, de todo corazón hubiera querido para ella –de ser
posible– las penas y el sacrificio de su Hijo; pero por obedecer a Dios, hizo
el gran ofrecimiento de la vida de su amado Jesús por la salvación de la
Humanidad, venciéndose con sumo dolor por la ternura del amor que le tenía. Por
eso, en este ofrecimiento tuvo que hacerse María más violencia y fue más
generosa, que si se hubiera entregado ella misma a padecer todo lo que debía soportar
su Hijo. Superó la generosidad de todos los
mártires, porque los mártires ofrecieron su propia vida, en cambio la Virgen
ofreció la vida de su Hijo al que amaba y estimaba más que su propia vida.
5. María renovó a cada instante la entrega de su Hijo
No concluyó aquí
el dolor de esta ofrenda, ya que, desde el primer momento y durante toda la
vida de su Hijo, María tuvo ante sus ojos la muerte y todos los sufrimientos
que debían acompañarle, y cuanto más iba descubriendo en él lo hermoso, lleno
de gracia y amable que era, más se acrecentaba la angustia de su corazón...
Madre dolorosa, si hubieras amado menos a tu Hijo y ese tu Hijo hubiera sido
menos digno de amor o no te hubiera amado tanto, menor hubiera sido tu dolor al
ofrecerlo en sacrificio. Pero ni hubo ni habrá madre que ame a su hijo tanto
como tú, porque ni hubo ni habrá hijo más amable y que más quisiera a su madre
que tu hijo Jesús. Oh Señor, si nosotros hubiéramos conocido la hermosura, la
majestad del semblante de aquel divino niño, ¿hubiéramos tenido valor para
sacrificar su vida por nuestra salvación? Y tú, oh María, que eres su madre, y
madre que tanto lo amas, ¿cómo es que pudiste ofrecer a tu hijo inocente por la
salvación de los hombres y ofrecerlo a una muerte la más dolorosa y cruel que
hubiera podido padecer un hombre en la tierra?
¡Qué cuadro tan
desolador desde aquel día le representaría ante los ojos de María el amor que
profesaba a su Hijo! ¡Presentir aquellos escarnios y desprecios que había de
sufrir su pobre Hijo! El amor se lo representaría ya agonizante en el huerto,
ya lacerado por los azotes o coronado de espinas en el pretorio y, sobre todo,
viéndolo clavado en un leño ignominioso en el calvario. Mira, oh Madre, parece que
le dijera su amor; mira al Hijo tan amable e inocente que ofreces a tantas
penas y a muerte tan horrible. ¿De qué te servirá librarlo de las manos de
Herodes si lo guardas para un fin tan lastimoso?
De modo que María
no ofreció en el templo tan sólo a su Hijo a la
muerte, sino que lo ofreció a cada
instante, como le reveló
a santa Brígida, que este
dolor que le anunció el anciano Simeón no se apartó de su corazón hasta su
asunción en el cielo. Por eso le dice san Anselmo: “Señora, yo no puedo creer que hubieras podido sobrevivir
con tal dolor ni un solo momento si el mismo Dios, dador de vida, no te hubiera
sostenido con su fuerza todopoderosa”. Mas hablando san Bernardo de
esa extrema aflicción que se apoderó de María en esta fecha, dice que desde entonces
vivía muriendo a cada instante, pues a cada momento le asaltaba el dolor de la
muerte de su amado Jesús, que era dolor más cruel que la misma muerte.
6. María asume la función de corredentora
San Agustín,
al considerar los grandes méritos de la
Madre de Dios al ofrecer este gran sacrificio al Señor por la salvación del mundo, la llama con
toda razón “la reparadora del género humano”; san Efrén le dice que es “la
redentora de los cautivos”; san Ildefonso, que es “la reparadora del mundo
perdido”; san Germán, “el remedio de nuestras miserias”; san Ambrosio, “la
madre de todos los fieles”; san Agustín, “la madre de los vivientes”; san
Andrés Cretense, “la madre de la vida”. Porque dice san Arnoldo de Chartres:
“Estaban del todo identificadas la voluntad de Cristo y la de María, y ambos
ofrecían un mismo holocausto; por eso consiguieron ambos el mismo efecto de
salvar al mundo”. Al morir Jesús, María unió su
voluntad con la de su Hijo de tal manera que ambos ofrecieron un mismo
sacrificio, y por eso dice el mismo santo abad que así es como el Hijo y
la Madre realizando la redención humana obtuvieron la salvación de los hombres;
Jesús, satisfaciendo por nuestros pecados; María,
impetrando que se nos aplicara semejante satisfacción.
Por eso, con
razón afirma Dionisio Cartujano que la Madre de Dios puede ser llamada “salvadora del mundo”, pues con el sufrimiento soportado compadeciendo a su Hijo –y que
ofreció voluntariamente a la divina justicia– mereció que se comunicaran a los
hombres los méritos del Redentor.
Siendo María por
los méritos de sus sufrimientos y del ofrecimiento de su Hijo madre de todos
los remedios, se ha de creer que sólo por ella se otorga la leche de las
divinas gracias, que son los méritos de Jesucristo, y los medios para conseguir
la vida eterna. A esto se refiere san Bernardo al decir que Dios ha puesto en manos de María el precio de nuestra
redención. Con lo que el santo nos da a entender que por la intercesión de la Virgen santísima se aplican a
las almas los méritos del Redentor y que por
sus manos se dispensan las gracias, que son precisamente el precio de los
méritos de Jesús. Si tanto agradó a Dios el sacrificio de Abrahán al
ofrecerle a su hijo que se obligó para premiarlo a multiplicar su descendencia
como las estrellas del cielo: “Porque hiciste esto y no perdonaste a tu hijo
único por amor a mí, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas
del cielo” (Gn 22, 16; 17), debemos creer con toda firmeza que inmensamente más
agradable fue para el Señor, por ser infinitamente más noble el sacrificio de
la excelsa Madre al ofrecerle a su Jesús. Por eso se le ha concedido que
gracias a sus plegarias se multiplique el número de los elegidos y, por tanto,
de sus devotos.
El santo anciano Simeón
había recibido de Dios la promesa de que no moriría sin ver nacido al Mesías
(Lc 2, 26). Pues esta misma gracia no la recibirá sino por medio de María. Por
lo que quien desea encontrar a Jesús no lo encontrará sino por medio de María.
Vayamos a esta divina Madre si queremos encontrar a Jesús, y vayamos con plena
confianza.
Dijo María a su sierva Prudenciana Zangoni que todos los
años, en esta fiesta, se otorgaba una extraordinaria misericordia a un pecador.
¿No puede ser alguno de nosotros ese afortunado? Si grandes son nuestros
pecados, mayor es la misericordia de María. Nada quiere negar el Hijo a esta Madre.
“Cierto que este Hijo siempre escucha a su Madre”, dice san Bernardo. Si Jesús
está indignado contra nosotros, pronto lo aplaca María. Cuenta Plutarco que Antipasto escribió a Alejandro Magno un largo
panfleto de acusaciones contra su madre Olimpia. Habiéndolo leído, respondió:
¿No sabe Antipasto que una lágrima de mi madre basta y sobra para borrar
incontables cartas acusatorias? Cuando María ruega por nosotros,
pensemos también que Jesús responde a las acusaciones que le presenta contra
nosotros el demonio: “¿No sabe Lucifer que una oración de la Madre mía en favor
de un pecador basta para hacerme olvidar todas las acusaciones de los pecados cometidos?”
Veamos como demostración el siguiente ejemplo.
EJEMPLO: Un
convertido por su devoción a los dolores de María
Este ejemplo no
está en los libros, sino que me lo ha referido un sacerdote compañero mío como
acaecido a él mismo. Mientras este sacerdote estaba confesando en una iglesia
–no se dice la ciudad por prudencia, aunque el penitente dio licencia para
publicar su caso– se colocó al frente de él un joven que parecía titubear entre
confesarse y no confesarse. Mirándolo el padre varias veces, al fin lo llamó y
le preguntó si deseaba confesarse. Respondió que sí, pero como la confesión
parecía que iba a ser larga, el confesor se fue con él a una habitación aislada.
El penitente
comenzó por decirle que era un noble forastero y que no comprendía cómo Dios le
podía perdonar con la vida que había llevado. Además de los incontables pecados
deshonestos, homicidios y demás, le dijo que habiendo desesperado de su
salvación se había dedicado a pecar, no tanto por
satisfacción cuanto por desprecio a Dios y por el odio que le tenía.
Dijo que poco antes, esa misma mañana, había ido a comulgar; pero ¿para qué?
Para pisotear la hostia consagrada. Y que, en efecto, habiendo comulgado, iba a
ejecutar su horrendo pensamiento, pero no pudo hacerlo porque le veía la gente.
Y en ese momento entregó al sacerdote la santa hostia envuelta en un papel. Le
contó después que pasando por delante de aquella iglesia había sentido un
impulso muy grande de entrar, y que no pudiendo resistir había entrado. Después
le había acometido un gran remordimiento de conciencia con un deseo confuso de
confesarse, que por eso se había puesto ante el confesionario; pero estando
allí era tanta su confusión y desconfianza que quería marcharse, pero parecía
como si alguien le retuviera a la fuerza; hasta que usted, padre, me llamó.
Ahora me encuentro aquí para confesarme, pero no sé cómo.
El padre le
preguntó si había tenido alguna devoción a la Virgen María durante ese tiempo,
porque tales golpes de conversión no suceden sino por las poderosas manos de
María. “¿Qué devoción podía tener? Nada, padre; yo estaba condenado”. Pero
metiendo la mano en el pecho, notó que tenía el escapulario de la Virgen
Dolorosa. “Hijo –continuó el confesor–, ¿no ves que la Virgen es la que te ha otorgado
esta gracia? Y has de saber que esta iglesia está consagrada a la Virgen”. Al
oír esto el joven se enterneció, comenzó a compungirse y a llorar. Mientras manifestaba
sus pecados creció a tal punto su compunción y llanto, que se desmayó. El padre
lo reanimó y finalmente acabó la confesión, lo absolvió con gran consuelo, y
del todo contrito y resuelto a cambiar de vida se despidió para volver a su
patria, dando licencia al confesor para anunciar públicamente la gran
misericordia que con él había tenido María.
ORACIÓN DE OFRECIMIENTO A DIOS
Santa Madre de Dios y Madre mía, María.
¿Tanto te interesaste por mi salvación
que llegaste a ofrecer al sacrificio
lo más querido para tu corazón,
a tu adorado Jesús?
Si tanto deseas que me salve,
con razón pongo en ti mi confianza
después de colocarla en Dios.
Virgen bendita, en ti confío del todo.
Por el mérito del gran sacrificio
que en este día ofreciste a Dios
al entregarle la vida de tu Hijo,
ruégale que tenga piedad de mi alma
por la que este cordero inmaculado
quiso morir en la cruz.
Quisiera, Reina mía, en este día,
a semejanza tuya,
ofrecer a Dios mi pobre corazón;
mas temo que lo rechace
al verlo tan enfangado y sucio.
Pero si tú se lo ofreces
no lo rehusará, pues las ofrendas
que le llegan en tus manos,
todas las recibe y agradece.
Me presento, María, para consagrarme a ti;
ofréceme al eterno Padre,
junto con Jesús,
como algo que te pertenece;
y ruégale que por los méritos de tu Hijo
y en consideración a ti,
me acepte y me tome por suyo.
Madre mía dulcísima,
por el amor de tu Hijo sacrificado
ayúdame siempre y no me abandones.
No permitas que a mi Redentor
tan amable, y por ti ofrecido,
lo vaya a perder por mis pecados.
Dile que soy tu siervo; dile que en ti
tengo depositada mi esperanza;
dile, en fin, que quieres mi salvación;
que él seguro te habrá de escuchar. Amén.
Discurso
séptimo
ASUNCIÓN
DE MARÍA (1º)
Precioso
fue el tránsito de María por las circunstancias que lo rodearon y por la manera
en que se realizó
PUNTO
1º
Tres cosas
vuelven amarga la muerte: el apego a la tierra, el
remordimiento de los pecados y la incertidumbre de la salvación. Pero el
tránsito de María estuvo exento de semejantes amarguras y, en cambio,
acompañado de tres hermosísimas cualidades que lo hicieron precioso y lleno de
consuelos. Ella dejó este mundo desprendida de todos los bienes terrenos, como
siempre lo había estado: con suma paz en su conciencia y con la certeza
absoluta de entrar en la gloria eterna.
1. María, desprendida de lo terreno
En primer lugar,
no hay duda de que el apego a los bienes terrenales hace amarga y llena de
miserias la muerte de los mundanos, como lo atestigua el Espíritu Santo: “Oh
muerte, qué amargo es tu recuerdo para el hombre que vive en paz entre sus
bienes, para el varón desocupado a quien todo le va bien” (Ecclo 41, 1). Mas
porque los santos mueren desprendidos de los bienes del mundo, su muerte no es
amarga, sino dulce, amable y preciosa, esto es –como explica san Bernardo–,
digna de comprarse a gran precio. “Dichosos los
muertos que mueren en el Señor” (Ap 14, 13). ¿Quiénes son esos
muertos que mueren estando ya muertos? Son precisamente las almas afortunadas que pasan a la eternidad estando ya despegadas y
como muertas a todos los afectos desordenados a las cosas de la tierra;
las que han encontrado en Dios todo su bien, como lo había encontrado san Francisco
de Asís, que exclamaba: “Mi Dios y mi todo”. Pero ¿quién
estuvo jamás más desprendida de las cosas del mundo y más unida a Dios que la
Virgen María?
Estuvo
desprendida de las riquezas viviendo siempre pobre, sustentándose con el
trabajo de sus manos. Vivió desprendida de los honores, humilde y escondida,
aunque era la Reina por ser Madre del Rey de Israel.
Vio san Juan a
María representada en aquella mujer vestida de sol y con la luna bajo sus
pies: “Apareció una gran señal en el cielo: una
mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies” (Ap 12, 1). Por luna entienden
los comentaristas los bienes de esta tierra, que
son caducos como mengua la luna. Todos esos bienes nunca ocuparon el
corazón de María, sino que siempre los menospreció y los tuvo bajo sus pies.
Vivió en este mundo como solitaria palomita en un desierto, sin afecto desordenado
a cosa alguna; como de ella se dijo: “SE ha oído la voz de la tórtola en nuestra
tierra” (Ct 2, 12). Y en otro pasaje se dice: “¿Quién es ésta que sube por el desierto?”
(Ct 3, 6). A lo que añade Ruperto: “Subiste por el desierto porque
tenías el alma siempre recogida”. María, siempre y del todo deparada del apego
a las cosas terrenas y unida del todo a Dios, pasó de esta tierra a la gloria,
no con amargura, sino contenta y dichosa porque iba a unirse a Dios con lazo
eterno en el paraíso.
2. María, libre de toda inquietud de conciencia
En segundo lugar,
lo que hace dichosa la muerte es la tranquilidad de conciencia. Los pecados
cometidos son como gusanos que roen y llenan de aflicción el corazón del pobre
pecador moribundo que pronto se va a tener que presentar ante el divino
tribunal y se ve rodeado de sus pecados que le espantan y le gritan, al
decir de san Bernardo: “Somos tus obras,
no te abandonaremos”. María, a la hora de dejar este mundo, no podía
de ninguna manera verse afligida por ningún remordimiento de conciencia, porque
ella fue siempre santa, siempre pura y siempre estuvo libre hasta de la sombra
del pecado actual y original. Por eso se dijo de ella: “Toda eres hermosa,
amiga mía, y no hay mancha alguna en ti” (Ct 4, 7).
Desde que tuvo
uso de razón, es decir, desde el primer instante de su inmaculada concepción en
el seno de su madre santa Ana, desde entonces comenzó a amar a su Dios con
todas sus fuerzas, y así continuó siempre, progresando más y más. Todos sus
pensamientos y deseos, todos sus afectos, no fueron sino para Dios. No
pronunció una palabra, no hizo un movimiento ni tuvo una mirada ni una
respiración que no fueran para Dios y su gloria, sin jamás retroceder un paso
ni apartarse un momento del amor divino.
Y en el momento
feliz de su tránsito estaban a su alrededor todas las virtudes que había
practicado. Aquella su fe tan constante, su confianza
en Dios tan inflamada de amor, su paciencia tan
firme en medio de tantas penas, su humildad en
medio de tantos privilegios; su modestia, su
mansedumbre, su compasión
hacia todos, su celo de la gloria de Dios; sobre todo su perfecto amor a Dios, con su perfecta conformidad con
la voluntad divina. Todas esas virtudes juntas la rodeaban y,
consolándola, le decían: “Somos tus obras, no te abandonaremos. Señora y madre
nuestra, todas nosotras somos hijas de tu hermoso corazón; ahora que vas a dejar
esta vida en la tierra, nosotras no queremos abandonarte; seguiremos contigo para
ser tu cortejo eterno en el paraíso, donde tú serás la reina de todos los hombres
y de todos los ángeles.
3. María, segura de alcanzar la salvación
En tercer lugar,
la seguridad de la salvación hace que el morir sea
dulce. La muerte se llama tránsito porque por ella se pasa de una vida
breve a una vida eterna. Por lo que, así como es enorme el pavor de los que mueren con dudas sobre su eterna
salvación y se acercan al gran momento con el temor muy fundado de acabar en la
muerte eterna, así, por el contrario, es muy grande
la alegría de los santos al concluir el curso de su vida en la tierra, pues
esperan con gran confianza ir a poseer a Dios en el cielo. Una religiosa
carmelita, cuando el médico le anunció que iba a morir, sintió tal alegría que
dijo: “¿Cómo es, señor médico, que me da esta noticia tan estupenda y no me
pide la propina?” San Lorenzo Justiniano, estando para morir y viendo
que sus familiares lloraban a su alrededor, les dijo: “Id con vuestras lágrimas a llorar a otra parte, que éste
no es tiempo de lágrimas”. Como si les dijera: A llorar a otra
parte; si queréis estar junto a mí, tenéis que estar contentos como yo al ver
que se me abren las puertas del paraíso para unirme a Dios. Y de modo parecido
actuaban un san Pedro de Alcántara, un san Luis Gonzaga y tantos otros santos,
quienes al recibir la noticia de que iban a morir hicieron exclamaciones de júbilo y alegría. Mas éstos no
tenían la certeza de poseer la gracia de Dios ni estaban tan seguros de ser
santos como lo estaba María.
Qué júbilo hubo de experimentar la Madre de Dios
al sentir que iba a concluir el curso de su vida en la tierra, ella que tenía
la absoluta seguridad de gozar de la gracia divina. Le había asegurado el
arcángel Gabriel que estaba rebosante de gracia y estaba en posesión de Dios:
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo... Encontraste gracia ante el
Señor” (Lc 1, 28; 30). Qué bien percibía que su corazón estaba de continuo
inflamado en el amor de Dios; de tal manera que, como dice Bernardino de Bustos,
María, por privilegio singular no concedido a ningún otro santo, amaba siempre actualmente a Dios en cada instante de su
vida; y con tanto ardor que, como dice san Bernardo, fue preciso
un constante milagro para que pudiera vivir en
medio de tantos ardores.
De María se dijo
en los Sagrados Cantares: “¿Quién es ésta que sube por el desierto como
columnita de humo hecho de aromas de mirra y de incienso y de todas las
esencias?” (Ct 3, 6). Su total mortificación simbolizada en la mirra, sus fervorosas
oraciones que significan el incienso y todas sus virtudes unidas a su perfecto
amor a Dios encendían en ella un incendio tan grande que su alma tan bella, del
todo consagrada al divino amor y abrasada por él, la elevaban constantemente
hacia Dios como columnita de humo exhalando suavísimo aroma. Escribe Ruperto que María, como espiral de
humo, esparcía suave aroma para el Altísimo. Y María concluyó su existencia
sobre la tierra como había vivido. El amor divino
la sostenía en vida y el amor divino la transportó al cielo, pues la
Virgen María, como dice san Ildefonso, o no podía morir o sólo podía morir de
amor.
PUNTO
2º
1. María, después de morir Jesús
Consideremos
ahora cómo fue su dichoso tránsito. Después de la ascensión de Cristo quedó
María en la tierra para atender a la propagación
de la fe. Por lo que a ella recurrían los apóstoles y discípulos de
Jesucristo y ella les solucionaba sus dudas, les reconfortaba en las
persecuciones y les animaba a trabajar por la gloria de Dios y la salvación de
las almas redimidas. Con mucho gusto permanecía en la tierra, comprendiendo que
ésa era la voluntad de Dos para el bien de la Iglesia; pero
sentía el ansia de verse junto a su Hijo que había subido al cielo. “Donde
está tu tesoro –dijo el Redentor–, allí está tu corazón” (Lc 12, 34). Donde uno
piensa que está su tesoro y su contento, allí tiene siempre fijo el amor y el
deseo de su corazón. Pues si María no amaba otro bien más que a Jesús, estando
él en el cielo allí estaban sus ansias y deseos.
Tablero
escribe de María que “tenía su morada en el cielo”,
porque teniendo allí todo su amor, allí tenía su reposo constante;
“tenía por escuela la eternidad”, siempre desprendida de los bienes materiales;
“tenía por maestra a la verdad de Dios”, obrando en todo según sus divinas
luces; “por espejo a la divinidad”, pues sólo se contemplaba en Dios para
conformarse en todo a su divino querer; “por aderezo su devoción”, siempre
prontísima a seguir el divino beneplácito; “por su único descanso Dios”, ya que
en unirse del todo con él encontraba toda su paz; “el sitio donde estaba el
tesoro de su corazón era sólo Dios”, y esto hasta entre sueños. Andaba la
Santísima Virgen, escribe este autor, consolando su corazón enamorado en
aquella dolorosa lejanía, visitando según se dice
los santos lugares en donde había estado su Hijo: la cueva de Belén
donde había nacido, la casita de Nazaret donde había vivido tantos años, el
huerto de Getsemaní donde comenzó su pasión y el pretorio de Pilato donde fue
flagelado, también el lugar donde fue coronado de espinas; pero con más frecuencia visitaba el calvario donde el
Hijo entregó su espíritu y el santo sepulcro donde
ella lo había colocado. Y así la Madre amantísima se iba consolando del dolor
de su duro destierro.
Pero esto no
bastaba para contentar su corazón, que no podía encontrar su perfecto descanso
en la tierra, por lo que no hacía más que suspirar constantemente a su Señor
exclamando con David pero con amor más ardiente: “¡Quién me diera alas como de
paloma y volaría y descansaría! ¡Quién me diera alas para volar hacia mi Dios y
encontrar en él mi reposo! Como desea el ciervo las fuentes de agua, así mi
alma te desea, Dios mío” (Sal 41, 2). Como el ciervo herido desea la fuente,
así mi alma, de tu amor herida, Dios mío, te busca y por ti suspira. Los
gemidos de esta palomita traspasaban el corazón de su Dios que tanto la amaba:
“La voz de la paloma se ha escuchado en nuestra tierra” (Ct 2, 12). Por lo que
no queriendo diferir por más tiempo el consuelo a su amada, al fin cumple su deseo
y la llama a su reino.
2. María supo el momento de su tránsito
Refieren Cedreno,
Nicéforo y Metafraste que el Señor mandó al arcángel san
Gabriel, el mismo que le trajo el
anuncio de ser la mujer bendita elegida para Madre de Dios, el cual le dijo: “Señora y reina mía, Dios ha escuchado tus santos deseos y
me manda decirte que pronto vas a dejar la tierra porque quiere tenerte consigo en el paraíso. Ven
a tomar posesión de tu reino, que yo y todos aquellos santos bienaventurados te
esperamos y deseamos tenerte allí”.
Ante semejante
embajada, ¿qué otra cosa iba a hacer la Virgen santísima sino replegarse al
centro de su profunda humildad y responder con las mismas palabras que le dijo
cuando le anunció la divina maternidad: “He aquí la esclava del Señor”? Él, por
su sola bondad, me eligió y me hizo su madre; ahora me llama al paraíso. Yo no
merecía ninguno de los dos privilegios; pero ya que desea demostrar en mí su
infinita liberalidad, aquí estoy pronta a ser llevada a donde él quiere. “He aquí
la esclava del Señor. Que se cumpla en mí siempre la voluntad de mi Señor”.
Después de
recibir aviso tan agradable, se lo comunicó a san
Juan. Podemos imaginarnos con cuánto dolor y ternura escuchó aquella
nueva el que durante tantos años la había cuidado como hijo y había disfrutado
de su trato celestial. Visitaría de nuevo los santos lugares, despidiéndose de
ellos emocionada, especialmente del calvario donde su amado Hijo dejó la vida.
Y después, en su humilde casa, se dispuso a esperar su dichoso tránsito.
En este tiempo
venían los ángeles en sucesivas embajadas a saludar a su reina, consolándose
porque pronto la iban a ver coronada en el cielo.
3. María es acompañada por los apóstoles
Cuentan diversos
autores que antes de ser asunta al cielo, milagrosamente
se encontraron junto a María los apóstoles y no pocos discípulos venidos de diversos
países por donde andaban dispersos. Y que ella, viendo a sus amados hijos
reunidos en su presencia les habló así: “Amados
míos, por amor a vosotros y para que os ayudara, mi divino Hijo me dejó en la
tierra. Ahora ya la fe santa se ha esparcido por el mundo, ya ha crecido el
fruto de la divina semilla, por lo que viendo mi Hijo que no era necesaria mi
presencia en la tierra y compadecido de mi añoranza escuchó mis deseos de salir
de esta vida y de ir a verlo en el cielo. Seguid vosotros esforzándoos por su
gloria. Os dejo, pero os llevo en el corazón; conmigo llevo y siempre estará
conmigo el gran amor que os tengo. Voy al paraíso a interceder por vosotros”.
Ante noticias tan
tristes, ¿quién podrá imaginar las lágrimas y los lamentos de aquellos santos
discípulos pensando que dentro de poco se iban a ver separados de aquella madre
suya? ¿Así que nos quieres dejar, oh María? Es verdad que esta tierra no es
lugar digno y propio para ti y nosotros no somos dignos de disfrutar de la compañía
de la Madre de Dios, pero recuerda que eres nuestra
madre; has sido nuestra maestra en las
dudas, nuestra consoladora en las angustias, nuestra fortaleza en las persecuciones.
¿Y cómo nos quieres ahora abandonar dejándonos solos sin tu protección en medio
de tantos enemigos y de tantas batallas? Ya habíamos perdido en la tierra a
nuestro maestro y padre Jesús que subió a los cielos, pero nosotros hemos
seguido recibiendo tus consuelos. ¿Cómo vas a dejarnos ahora sin padre y sin
madre? Señora, o quédate con nosotros o llévanos
contigo. Así lo refiere san Juan Damasceno: “No hijos míos
–comenzó a hablarles dulcemente la amabilísima Señora–, no es ése el querer de
Dios. Estad contentos cumpliendo lo que él ha dispuesto sobre mí y sobre
vosotros. A vosotros os corresponde seguir trabajando por la gloria de vuestro
Redentor y para ganar la eterna corona. No os
dejo porque quiera abandonaros, sino para ayudaros mejor con mi intercesión y
protección en el cielo ante Dios. Quedad contentos. Os encomiendo a la santa
Iglesia; os recomiendo las almas redimidas; que éste sea el postrer adiós y el
recuerdo que os dejo; cumplidlo si me amáis, sacrificaos por las almas y por la
gloria de mi Hijo para que un día nos encontremos de nuevo unidos en el paraíso
para no separarnos por toda la eternidad”.
4. María es
recibida por su Hijo
El divino Esposo
ya estaba pronto a venir para conducirla con él al reino bienaventurado... Ella
siente en el corazón un gozo inenarrable por su cercanía, que la colma de una
nueva e indecible dulzura. Los apóstoles, viendo que María ya estaba para
emigrar de esta tierra, llorando sin consuelo le pedían su especial bendición y
le suplicaban que no los olvidara; todos se sentían traspasados de dolor al
tener que separarse para siempre en este mundo de su amada Señora. Y ella, la Madre
amantísima, a todos y a cada uno los consolaba garantizándoles sus cuidados
maternales, los bendecía con su amor del todo especial y los animaba para que
siguieran trabajando en la conversión del mundo.
Se dirigió de
modo muy particular a san Pedro como cabeza visible de la Iglesia y
vicario de su Hijo; a él le recomendó encarecidamente la propagación de la fe,
asegurándole su privilegiada protección desde el cielo. Se dirigió con todo su cariño
maternal a san Juan, quien como ninguno sufría el dolor de la separación
de su Madre santísima. Y recordándole la agradecida Señora el afecto y las
atenciones con que el santo discípulo la había cuidado todos aquellos años
después de la muerte de su Hijo, le habló así con mucha ternura: “Juan, hijo
mío, cómo te agradezco tus cuidados constantes. Bien sabes que te lo seguiré
agradeciendo en el cielo. Si ahora te dejo es para rogar mejor por ti. Sigue
viviendo lleno de paz hasta que nos encontremos en el paraíso, donde te espero.
Ya sé que no te olvidarás de mí; en todas tus necesidades llámame para que
venga en tu ayuda, que yo no puedo olvidarme jamás de ti, amado hijo. Te
bendigo, hijo mío, y mi bendición te acompañará siempre: que tengas la paz,
adiós”.
Ya están los
ángeles prontos para acompañarla en triunfo al entrar en la gloria. Mucho la
consolaban estos santos espíritus, pero no del todo, no viendo aparecer aún a
su amado Jesús, que era el amor absoluto de su corazón. Por eso repetía a los
ángeles que venían a reverenciarla: “Os conjuro,
hijas de Jerusalén, que si veis a mi amado le digáis que desfallezco de amor”
(Ct 5, 8); ángeles santos, hermosos moradores de la Jerusalén del cielo, venís
con delicadeza a consolarme con vuestra presencia y os lo agradezco; pero entre
todos no me consoláis del todo porque aún no veo a mi amado Hijo que venga a
hacerme feliz; id al paraíso si tanto me queréis y decid de mi parte a mi Amado
que me desmayo de amor. Decidle que venga presto porque me siento desfallecer
por las ansias de verlo.
Al fin Jesús
llega a recoger a su Madre para llevarla consigo al paraíso. Se refiere en las revelaciones a santa Isabel que el Hijo se apareció
a María con la cruz para
demostrarle la gloria especial que le correspondía a ella por la redención lograda
con su muerte, de modo que por los siglos sin fin ella había de honrarlo más que
todos los hombres y ángeles juntos. San Juan Damasceno refiere que el mismo Jesús se le dio en comunión, diciéndole lleno de
amor: Recibe, madre mía, por mis manos este cuerpo que tú me has dado. Y
habiendo recibido con los mayores transportes de amor aquella última comunión,
oró así: Hijo, en tus manos encomiendo mi
espíritu; te entrego esta alma que tú creaste tan enriquecida de gracias desde
el principio, preservada de toda culpa por pura bondad tuya. Te encomiendo mi
cuerpo, del que te dignaste recibir la carne y la sangre. Te encomiendo también
estos amados hijos que quedan afligidos por mi partida; consuélalos tú que los
amas infinitamente más que yo, bendícelos y dales las fuerzas para realizar
maravillas para tu gloria.
5. María
pasó a la gloria del Padre
Ya inminente el
tránsito de María, como refiere san Jerónimo, se
sintieron celestiales armonías y, además, como le fue revelado a
santa Brígida, hubo un gran resplandor.
Ante tales armonías e insólito esplendor,
comprendieron los apóstoles que había llegado ya la hora de la partida.
Ellos, redoblando sus lágrimas y sus plegarias y alzando las manos, dijeron a
una voz: María nuestra, ya que te vas al cielo y nos dejas, danos tu última
bendición y no nos olvides. Y María, mirándolos a todos y como despidiéndose
por última vez, exclamó: Adiós, hijos míos, os
bendigo; estad seguros de que no me olvidaré de vosotros.
Y entre
esplendores y alegría su Hijo, con todo su amor, la invitó a seguirle entre
llamas de caridad y suspiros de amor. Y así aquella hermosa paloma fue asunta a
la gloria bienaventurada, donde es y será reina del paraíso por toda la eternidad.
La Virgen María
ha dejado la tierra y ya está en el cielo. Desde allí la piadosa Madre nos mira
a los que estamos aún en este valle de lágrimas y se apiada de nosotros y nos
regala su ayuda si así lo queremos. Roguémosle siempre que por los méritos de su
bienaventurada asunción nos obtenga una muerte santa. Y si a Dios así le place, nos alcance el morir en
sábado, día consagrado al culto de la Virgen, o un día de la novena en
su honor, como lo han obtenido tantos devotos suyos, y en especial san
Estanislao de Kostka, al que concedió el morir en el día de su asunción, como
lo refiere el P. Bartolí en su vida.
EJEMPLO Muerte
dichosa de san Estanislao de Kostka
Mientras vivía
este santo joven, consagrado por completo al amor de María, sucedió que el
primero de agosto de aquel año oyó un sermón del P. Pedro Canisio en el que
éste, predicando a los novicios de la Compañía de Jesús, inculcó a todos el
gran consejo de vivir cada día como si fuera el último de su vida, después del
cual dijo san Estanislao a sus compañeros que aquel consejo tan especial para
él había sido como la voz de Dios, pues iba a morir ese mismo mes. Dijo esto o
porque Dios se lo reveló o porque tuvo una especie de presentimiento interior,
como se verá por lo que acaeció. Cuatro días después fue, en compañía del P.
Sa, a Santa María la Mayor, y hablando de la próxima fiesta de la Asunción le
dijo: “Padre, yo pienso que en ese día se ve en el cielo un nuevo paraíso al
contemplarse la gloria de la Madre de Dios coronada como reina del cielo y de
la tierra y colocada muy cerca del Señor sobre todos los coros de los ángeles.
Y si es verdad que todos los años, como lo tengo por cierto, se renueva la fiesta
en el cielo, espero presenciar la de este año en el paraíso”.
Habiéndole tocado
en suerte a san Estanislao por su protector del mes el glorioso mártir san
Lorenzo, ese día escribió una carta a su madre María en que rogaba le obtuviera
la gracia de contemplar su fiesta en el paraíso. El día de san Lorenzo comulgó
y suplicó al santo que presentara aquella carta a la Madre de Dios interponiendo
su intercesión para que María santísima le escuchase. Y he aquí que al terminar
el día tuvo un poco de fiebre, que aunque ligera él tomó como señal cierta de
que había obtenido la gracia de la próxima muerte. Al acostarse dijo, sonriente
y jubiloso: “Ya no me levantaré de esta cama”. Y al padre Acquaviva le añadió:
“Padre mío, creo que san Lorenzo me ha obtenido de María la gracia de encontrarme
en el cielo en la fiesta de la Asunción”. Pero nadie hizo caso de estas cosas.
Llegó la vigilia de la fiesta y el mal seguía leve, pero el santo le dijo a un hermano
que la noche siguiente ya estaría muerto, a lo que el hermano le respondió:
“Más milagro se requiere para morir de tan pequeño mal que para curar”. Pero
pasado el mediodía le asaltó un mortal desfallecimiento, con sudor frío y decaimiento
general de fuerzas. Acudió el superior, al que Estanislao suplicó le hiciera
poner sobre la tierra desnuda para morir como penitente. Para contentarlo, lo pusieron
en el suelo sobre una estera. Luego se confesó y recibió el santo viático, no
sin lágrimas de los presentes, pues al entrar en la estancia el Santísimo Sacramento
lo vieron resplandeciente y destellando por los
ojos celestial alegría y la cara inflamada de santo ardor que lo asemejaba a un
serafín. Recibió también la santa unción, y entre tanto alzaba los ojos
al cielo y otras veces contemplaba y estrechaba con
afecto contra su pecho la imagen de María. Le dijo un padre que para qué aquel rosario en la mano si no podía rezarlo, y
le respondió: “Me sirve de consuelo siendo cosa de la Virgen María”.
“Cuánto más –le respondió el padre– le consolará el verla y besar su mano en el
cielo”. Entonces el santo, con el rostro arrebolado, elevó las manos,
manifestando de ese modo el ansia de encontrarse presto en su presencia. Luego
se le apareció su amada Madre, como él mismo lo declaró
a los presentes, y poco antes del alba del día 15 de agosto expiró sin estertores,
como un santo, con los ojos fijos en el cielo. Los presentes le acercaron la
imagen de la Virgen y viendo que no hacía ninguna demostración comprendieron que
su alma había volado al cielo junto a su amada Reina.
ORACIÓN CONFIANDO EN LA PROTECCIÓN DE MARÍA
María, señora y madre nuestra,
has dejado la tierra y subido al cielo,
donde estás sentada como reina
sobre los coros de los ángeles.
Como de ti canta la Iglesia:
”Has sido exaltada sobre los coros angélicos
en el reino celestial”.
Nosotros, pecadores, sabemos
que no somos dignos de tenerte
en este valle de tinieblas.
Pero sabemos también que en tu grandeza
no te has olvidado
de nosotros, miserables pecadores;
y con ser sublimada a tanta gloria,
no se ha perdido sino acrecentado
tu compasión hacia nosotros,
los pobres hijos de Adán.
Desde tu excelso trono de reina
vuelve, María, hacia nosotros
esos tus ojos misericordiosos
y ten piedad de nosotros.
Recuerda que al dejar esta tierra
prometiste acordarte de nosotros.
Míranos y socórrenos.
Ya ves cuántas tempestades
tendremos que arrostrar
hasta que lleguemos al final de nuestra vida.
Por los méritos de tu asunción, consíguenos
la santa perseverancia en la amistad divina
para que salgamos finalmente de este mundo
en la gracia de Dios
y así podamos llegar un día
a besar tus plantas en el paraíso
y, unidos a los bienaventurados,
alabar y cantar tus glorias
como lo mereces. Amén.
Discurso
octavo
ASUNCIÓN
DE MARÍA (2º)
Parecería justo
que la Iglesia, en este día de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo,
nos invitara a llorar más que a la alegría, ya que nuestra dulce madre se va de
esta tierra y nos deja privados de su amada presencia; como decía san Bernardo:
“Parece que más que aplaudir debemos llorar”.
Pero no, la santa Iglesia nos invita al júbilo: “Alegraos todos en el
Señor al celebrar este día en honor de santa María Virgen”. Y con toda razón,
porque si amamos a ésta nuestra madre, debemos congratularnos
más de su gloria que de nuestro consuelo personal. ¿Qué hijo no se
alegraría, aunque tuviera que separarse de su madre, si supiera que ésta va a
tomar posesión de un reino? Hoy María va a ser coronada reina del cielo, ¿cómo
no celebrar la fiesta si verdaderamente la amamos? Alegrémonos todos,
alegrémonos”. Y para que más gocemos con su exaltación, consideremos: 1) Glorioso triunfo de María al entrar en el cielo. 2)
Excelso es el trono al que fue sublimada en la gloria.
PUNTO
1º
1. María, recibida por Jesucristo
Después que
Jesucristo nuestro Salvador hubo cumplido la obra de la redención con su
muerte, anhelaban los ángeles tenerlos consigo en
su patria del cielo, por lo que continuamente le rogaban con las
palabras de David: “Levántate, Señor, ven a tu descanso, tú y el arca de la
santificación” (Sal 131, 8). Señor, ya que has redimido a los hombres, ven a tu
reino con nosotros y trae contigo el arca viva de tu santificación que es tu
santa Madre, arca santificada por ti al habitar en su seno. San Bernardino
habla así: Que suba María tu Madre santísima, santificada por tu concepción.
Quiso el Señor complacer a los santos del cielo llamando a María al paraíso. Él
quiso que el arca de la Alianza entrara con gran
pompa en la ciudad de David: “David y toda la casa de Israel llevaban el
arca del testamento del Señor con júbilo y entre clamor de trompetas” (1R 6,
14). Con cuánto mayor pompa y esplendor dispuso Dios que su Madre entrara en el
paraíso. El profeta Elías fue llevado al cielo en un carro de fuego que,
según los comentaristas no fue sino un grupo de
ángeles que se lo llevaron de la tierra. Pero para conducir al cielo a
María, dice el abad Ruperto, no bastó un
grupo de ángeles, sino que vino a acompañarla el mismo rey del cielo con toda
su corte celestial.
Del mismo sentir
es san Bernardino de Siena al decir que Jesucristo, para hacer más honroso el triunfo de María, él mismo
salió a su encuentro para acompañarla. Tanto es así, al decir de san Anselmo,
que el Redentor quiso subir al cielo antes que María no sólo para prepararle el
trono en el paraíso, sino también para hacer más gloriosa su entrada en el
cielo al verse acompañada de él mismo y de todos los bienaventurados.
San Pedro
Damián, contemplando el esplendor de la
Asunción de María al cielo, dice que, en cierto modo, es más gloriosa que la Ascensión de Jesucristo, porque
sólo los ángeles salieron al encuentro de Jesucristo, pero la Virgen fue asunta
al cielo en compañía del Señor de la gloria y de toda la bienaventurada compañía
de los ángeles y de los santos.
El abad Guérrico
pone en labios del Verbo de Dios estas palabras: Yo, por dar gloria a mi Padre,
bajé del cielo a la tierra; pero después, para glorificar a mi Madre santísima,
subí de nuevo al cielo para poder así salir a su encuentro y acompañarla al
paraíso.
Consideremos ya
cómo viene el Salvador desde el cielo al encuentro de María y le dice para
consolarla: “Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, y ven, que ya ha
pasado el invierno” (Ct 2, 10). Ven, querida Madre mía, mi hermosa y pura
paloma; deja este valle de lágrimas en que tanto has sufrido por amor mío: “Ven
del Líbano, esposa mía; ven del Líbano y serás coronada” (Ct 4, 8). Ven en cuerpo y alma a disfrutar del premio de tu santa
vida. Si mucho has sufrido en la tierra, sin comparación mayor es la gloria que
te tengo preparada en el cielo. Ven a sentarte a mi lado, ven a recibir la
corona que te daré como reina del universo.
2. María deja la tierra y entra en el cielo
Ya María deja la
tierra, y al recordar la muchedumbre de gracias que en ella recibió, la mira
con afecto y compasión al mismo tiempo, pues allí deja a tantos pobres hijos
suyos entre tantas miserias y tantos peligros. He aquí que Jesús le tiende la
mano y la Madre santísima se eleva de la tierra y traspasa las nubes y las esferas
siderales. He aquí que llega a las puertas del cielo. Cuando los reyes van a tomar
posesión de su reino no pasan bajo las puertas de la ciudad, sino que éstas se
abajan para que pasen sobre ellas. Por eso, como los ángeles decían cuando Jesucristo
entró en el cielo: “Puertas, levantad vuestros dinteles: alzaos, portones antiguos,
para que entre el rey de la gloria” (Sal 23, 7), así también ahora, cuando va
María a tomar posesión de su reino del cielo, los ángeles que la acompañan gritan
a los que están dentro: Levantad, príncipes, las puertas y elevaos portones de la
eternidad, que va a entrar la reina del cielo.
Ya entra María en
la patria bienaventurada, y al verla tan hermosa y agraciada los espíritus
bienaventurados, al decir de Orígenes, preguntan a una voz a los que vienen de
fuera: “¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando en delicias, apoyada en
su amado?” (Ct 8, 5). ¿Quién es esta criatura tan hermosa que viene del
desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, pero ella tan pura y llena de
virtudes apoyada en su amado Señor, que se digna él mismo acompañarla con tantos
honores? ¿Quién es? Y responden los ángeles que la acompañan: Esta es la Madre
de nuestro rey y nuestra reina, la bendita entre todas las mujeres, la llena de
gracia, la santa entre los santos, la amada de Dios, la inmaculada, la paloma,
la más bella de todas las criaturas. Y entonces todos los bienaventurados
espíritus, a una voz, comienzan a enaltecerla y celebrarla mejor que los
hebreos a Judit, exclamando: “Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de
Israel, tú la honra de nuestro pueblo” (Jdt 15, 10). Señora y reina nuestra, tú
eres la gloria del paraíso, la alegría de nuestra patria, tú eres el honor de
todos nosotros; seas siempre bienaventurada, siempre bendita; he aquí nuestra
reina; todos nosotros somos tus vasallos prontos a obedecerte.
3. María recibe la bienvenida de ángeles y santos
Luego vienen a
saludarla y darle la bienvenida como a su reina todos los santos que estaban en
el paraíso. Llegan las santas vírgenes: “Las doncellas que la ven la felicitan”
(Ct 6, 9). Nosotras, le dicen, beatísima señora, somos reinas aquí; pero tú
eres nuestra reina porque has sido la primera en darnos el gran ejemplo de consagrar
a Dios nuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y agradecemos. Vienen a
saludarla como a su reina los mártires, porque con su constancia en los dolores
de la pasión de su Hijo les había enseñado y conseguido con sus méritos la fortaleza
para dar la vida por la fe. Llega el apóstol Santiago, que es el primero de los
apóstoles que ya se encuentra en el cielo, a agradecerle de parte de todos los apóstoles
la ayuda y fortaleza que les había otorgado en la tierra. Vienen los profetas a
saludarla, y le dicen jubilosos: Señora, tú eres la anunciada en nuestros vaticinios.
Llegan los santos patriarcas y la saludan con estas palabras: María, tú has
sido nuestra esperanza por la que suspiramos durante tanto tiempo. Y con sumo
afecto se acercan los primeros padres, Adán y Eva, y así le hablan: Amada hija,
tú has reparado el daño que nosotros habíamos hecho a todos los humanos; tú has
obtenido de nuevo para el mundo aquella bendición que nosotros perdimos por nuestra
culpa; por ti nos hemos salvado: que seas bendita para siempre.
Viene a postrarse
a sus plantas el santo Simeón y le recuerda con júbilo el día en que recibió de
sus manos al niño Jesús. Llegan Zacarías e Isabel, quienes le agradecen de
nuevo aquella visita que les hizo a su casa con tanto amor y humildad y por la
cual recibieron inmensos tesoros de gracias. Y se presenta san Juan Bautista
con el mayor afecto para agradecerle por haberlo santificado en el seno de su
madre con sólo pronunciar su saludo.
¿Y qué decir
cuando vienen a saludarla sus padres tan queridos, san Joaquín y santa Ana? Con
qué ternura la bendicen, diciendo: Amada hija, qué fortuna la nuestra al haber
tenido semejante hija. Ahora tú eres nuestra reina porque eres la Madre de
nuestro Dios; como a tal reina te saludamos y honramos. Pero ¿quién puede
comprender el afecto con que viene a saludarla su amado esposo José? ¿Quién
podrá explicar la alegría que experimenta el santo patriarca al contemplar a su
esposa santa en el cielo con semejante triunfo y constituida reina de todo el
paraíso? Con qué ternura le dice: Señora y esposa mía, ¿cómo podré jamás
agradecer como es debido a nuestro Dios por hacerme el esposo de la que es la
Madre de Dios? Gracias a ti merecí en la tierra asistir al Verbo encarnado durante
su infancia, haberlo tenido tantas veces en mis brazos y recibido tantas gracias
especiales. He aquí a nuestro Jesús; consolémonos porque ahora ya no yace en un
establo sobre la paja como, lo vimos nacido en Belén; ya no vive pobre ni despreciado
en el taller, como vivió en tiempos con nosotros en Nazaret; ya no está clavado
en un patíbulo infame, donde murió por la salvación del mundo en Jerusalén;
sino que ahora está sentado a la diestra del Padre como rey y señor del cielo y
de la tierra. Y ahora nosotros, reina mía, no nos separaremos de sus sagradas
plantas, bendiciéndole y amándole para siempre.
Todos los ángeles
se apresuraron a ir a saludarla, y ella, la excelsa reina, a todos les agradece
su asistencia en la tierra; da las gracias especialmente al arcángel san
Gabriel, que fue el afortunado embajador que le trajo el anuncio más venturoso,
pues vino a decirle que era la elegida para Madre de Dios. Y la humilde y santa
Virgen adora la divina Majestad y, abismada en el conocimiento de su pequeñez,
le agradece todas las gracias que le había otorgado por sola bondad y especialmente
la de haberle hecho Madre del Verbo eterno. Comprenda quien sea capaz con qué
amor la bendicen las tres personas divinas. Comprendan la acogida que le hace
el Padre eterno a su hija, el Hijo a su madre, el Espíritu Santo a su esposa. El Padre la corona haciéndola partícipe de su poder, el
Hijo haciéndola compartir su sabiduría y el Espíritu Santo haciéndola partícipe
de su amor.
Y las tres divinas personas al mismo tiempo, colocando su
trono a la diestra del de Jesús, la proclaman reina universal del cielo y de la
tierra y ordenan a los ángeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su
soberana y la obedezcan.
Y ahora pasemos a
considerar cuán excelso fue el trono a que María fue sublimada en la gloria.
PUNTO
2º
1. María en trono excelso
La mente humana,
dice san Bernardo, no puede llegar a comprender la gloria inmensa que Dios
tiene preparada en el cielo a los que lo han amado en la tierra, como lo dice
el apóstol: Siendo esto así, ¿quién llegará a comprender lo que Dios tiene
preparado para la que lo engendró? ¿Para su amada Madre que lo amó en la tierra
más que todos los hombres; más aún: que desde el primer momento de su
existencia lo amó más que todos los hombres y ángeles juntos? Con razón canta la
Iglesia que habiendo María amado a Dios más que todos los ángeles, ha sido exaltada
sobre todos los coros de los ángeles en los reinos celestiales. Sí, dice el abad
Guillermo; exaltada sobre ellos, de modo que sobre ella sólo está colocado el Hijo
de Dios.
Por eso afirma el
doctor Gerson que, distinguiéndose los ángeles y los hombres en tres
jerarquías, como enseña el Angélico, María constituye en el cielo una jerarquía
aparte, la más sublime de todas y la siguiente a Dios. Y como se distingue la
señora de los siervos, dice san Agustín, incomparablemente mayor es la exaltación
y mayor la gloria de María que la de los ángeles. Y para comprenderlo basta oír
a David: “A tu diestra una reina con oro de Ofir” (Sal 44, 10); lo cual,
referido a María, como dice san Atanasio, significa que María está
colocada a la diestra de Dios.
Las acciones de
María, comenta san Ildefonso, superan incomparablemente en merecimientos a las
de todos los santos, por lo que es imposible comprender la gloria que mereció.
Y siendo verdad que Dios remunera conforme a los
merecimientos, como dice el apóstol, “dará
a cada uno según sus obras”, ciertamente ahora dice santo Tomás, la
Virgen, que superó en merecimientos a todos los santos y ángeles, debe ser
ensalzada sobre todos los coros celestiales. En suma, añade san Bernardo,
mídase la gracia del todo especial y singular que ella acumuló en la tierra,
que en esa proporción será especial y singular su gloria en el cielo.
2. María recibe gloria perfecta
La gloria de
María, afirma un docto autor, fue una gloria plena, cumplida, a diferencia de
la que poseen en el cielo los demás santos. Es
verdad que en la gloria todos los bienaventurados gozan de perfecta paz y pleno
contento; con todo, siempre será verdad que ninguno de ellos goza de la
gloria que hubiera podido merecer si hubiera servido y amado a Dios con mayor
fidelidad. Por eso, si bien los santos en el cielo no desean más de
lo que gozan, de hecho sí tendrían más que desear. Es verdad que allí no sufren
por los pecados cometidos y el tiempo perdido, pero no puede negarse que da
sumo contento el bien realizado en la vida, la inocencia conservada y el tiempo
bien aprovechado.
María en el cielo
nada desea ni nada tiene que desear. Pregunta san Agustín: ¿Quién de entre los santos del paraíso, preguntado si
cometió pecados, puede responder que no, fuera de María? María, en
efecto, como lo ha declarado en santo Concilio de Trento (Ses. VI, canon 23),
no cometió jamás ninguna culpa ni tuvo el más mínimo defecto. No sólo conservó
siempre la gracia de Dios sin mancilla, sino que también siempre la tuvo en
acción; todas sus obras eran meritorias. Todas sus
palabras, pensamientos y respiraciones eran dirigidos a la mayor gloria de Dios;
en suma, nunca se enfrió en el fervor ni por un momento dejó de correr hacia
Dios, sin perder ninguna gracia por negligencia. Así es que siempre correspondió
a la gracia con todas sus fuerzas y amó a Dios cuanto pudo. Ahora ella le dice
en el cielo: Señor, si no te he amado cuanto
mereces, al menos te he amado todo lo que he podido.
No todos los
santos reciben las mismas gracias, porque, como dice san Pablo, “hay diversidad de
dones del cielo” (1Co 12, 7). Así
es que correspondiendo cada uno a las gracias recibidas, se ha destacado en
determinadas virtudes, quién en la salvación de las almas, quién en las ásperas
penitencias; éste en soportar los tormentos, aquél en la contemplación; que por
eso la santa Iglesia, al celebrar sus fiestas, dice de cada uno de ellos: “No
se encontró otro semejante a él”. Y conforme a los méritos, son distintos en la
gloria del cielo. “Una estrella difiere de otra estrella en resplandor” (1Co
15, 41). Los apóstoles se distinguen de los mártires, los confesores de las
vírgenes, los inocentes de los penitentes.
La Santísima
Virgen, estando llena de todas las gracias, fue más sublime que todos los
santos en aquella clase de virtudes; ella es apóstol de los apóstoles, reina de
los mártires al padecer más que todos ellos, la portaestandarte de las vírgenes,
el ejemplo de las casadas; concentró en sí una perfecta inocencia con la más
completa mortificación; unió, en suma, en su corazón todas las virtudes en el grado
más heroico que haya podido practicar cualquier santo. Por eso se dijo de ella:
“A tu diestra una reina con el oro de Ofir” (Sal 44, 10), porque todas las
gracias y prerrogativas, todos los méritos de los demás santos, todos se
encuentran reunidos en María, como lo dice el abad de Celles: Todos los
privilegios de los santos, oh Virgen María, los tienes concentrados en ti.
3. María supera en gloria a todos los santos
De forma tal que,
como el esplendor del sol excede al de todas las estrellas juntas, así, dice
san Basilio, la gloria de la Madre de Dios supera a la de todos los bienaventurados.
Y añade san Pedro Damián que como la luz de las estrellas y la de la luna
desaparecen como si no existieran al salir el sol, así ante la gloria de María
en el cielo queda como velado y oscurecido el esplendor de los ángeles y de los
hombres. Aseguran san Bernardo y san Bernardino de Siena que los bienaventurados
participan de la gloria de Dios en parte, pero que la Santísima Virgen ha
estado tan enriquecida que es imposible que una criatura pueda unirse más a
Dios de lo que está María.
Esto concuerda
con lo que dice san Alberto Magno: que nuestra reina contempla a Dios mucho más de cerca, sin comparación, que
todos los demás espíritus celestiales. Y dice además san Bernardino
que así como los demás planetas son iluminados por
el sol, así todos los bienaventurados reciben más luz y alegría por María.
Y en otro pasaje afirma que la Madre de Dios, al entrar en el cielo, acrecentó
el gozo de sus moradores. Por lo que dice san Pedro Damiano que los bienaventurados
no tienen mayor gloria en el cielo después de Dios que gozar de la contemplación
de esta hermosísima reina. Y san Buenaventura: Nuestra mayor gloria después de
Dios y nuestro gozo supremo, de María nos viene.
Regocijémonos por
tanto con María por el excelso trono a que Dios la ha sublimado. Y alegrémonos
también porque si se nos ha retirado la presencia sublime de nuestra Madre, su
amor no nos ha desamparado. Al contrario, estando más cerca de Dios, conoce
mejor nuestras miserias; desde allí mejor nos compadece y nos socorre. Le dice
san Pedro Damián: ¿Será posible, Virgen santa, que por estar tan ensalzada en
el cielo te hayas olvidado de nosotros tan miserables? Dios nos libre de pensar
tal cosa; un corazón tan piadoso tiene que compadecerse de tan grandes
miserias. Si es tan grande la piedad que nos tuvo
María cuando vivía en la tierra, dice san Buenaventura, mucho mayor es
en el cielo donde ahora reina.
Dediquémonos a servir a esta reina y a honrarla y amarla
cuanto podamos; ella no es, dice Ricardo de San Lorenzo, como los
demás reyes que oprimen a sus vasallos con tributos y alcabalas, sino que la
nuestra enriquece a sus súbditos con gracias,
méritos y premios. Roguémosle con el abad Guérrico: Oh madre de misericordia,
tú ya estás sentada tan cerca de Dios, como reina del mundo, en el trono más
majestuoso; sáciate de la gloria de tu Jesús y manda
a tus hijos de tus bienes desbordantes. Ya gozas de la mesa del Señor;
nosotros aquí, bajo la mesa, como pobres cachorritos, te pedimos piedad.
EJEMPLO Aparición
de María a un devoto suyo
Refiere el P.
Silvano Razzi que un devoto clérigo, muy amante de nuestra reina María,
habiendo oído alabar tanto su belleza, deseaba ardientemente contemplar,
siquiera una vez, a su señora, y humildemente le pedía esta gracia. La piadosa
Madre le mandó a decir por un ángel que quería
complacerlo dejándose ver de él, pero haciendo el pacto de que en cuanto la
viera se quedaría ciego. El devoto clérigo aceptó la condición. Un día,
de pronto, se le apareció la Virgen; y él, para no quedar ciego del todo, quiso
mirarla tan sólo con un ojo; pero enseguida, embriagado de la belleza de María,
deseó contemplarla con los dos, mas antes de que lo hiciera desapareció la
visión.
Sin la presencia
de su reina estaba afligido y no cesaba de llorar, no por la vista perdida de
un ojo, sino por no haberla contemplado con los dos. Por lo que la suplicaba
que se le volviera a aparecer aunque se quedara ciego del todo. Y le decía:
Feliz y contento perderé la vista, oh señora mía, por tan hermosa causa, pues quedaré
más enamorado de ti y de tu hermosura. De nuevo quiso complacerle María y
consolarlo con su presencia; pero como esta reina tan amable no es capaz de
hacerle mal a nadie, al aparecerse la segunda vez no sólo no le quitó la vista
del todo, sino que le devolvió la que le faltaba.
ORACIÓN PIDIENDO TODO DON POR MARÍA
Gloriosa y excelsa Señora,
postrados ante tu trono te veneramos
desde este valle de lágrimas.
Vemos complacidos la inmensa gloria
con que te ha enriquecido el Señor.
Ya que eres reina del cielo y de la tierra,
no te olvides de tus pobres siervos.
Cuanto más cerca estás del manantial de gracia,
más fácilmente nos la puedes otorgar.
Desde el cielo conoces mejor nuestras miserias,
por eso es preciso que te apiades más
y que nos socorras mejor.
Haz que seamos tus siervos fieles
para llegar a bendecirte en el cielo.
En este día en que has sido hecha
la reina del universo,
nosotros nos consagramos a tu servicio.
En medio de tanto júbilo
consuélanos al tomarnos por vasallos.
Tú eres de veras nuestra madre.
Madre piadosa y la más amable,
vemos tus altares cercados de gente:
unos te piden la curación de sus males
y otros remedios a sus necesidades;
éstos piden buenas cosechas,
aquellos ganar algún pleito.
Nosotros, te pedimos gracias
más agradables a tu corazón:
obtennos la gracia de ser humildes,
desprendidos de los bienes terrenos
y conformes con el divino querer.
Consíguenos el santo amor de Dios,
una buena muerte y el paraíso.
Señora, cámbianos de pecadores en santos,
haz de este milagro que te dará más gloria
que dar vista a mil ciegos
y resucitar a miles de muertos.
Eres tan poderosa para con Dios
que basta que le digas que eres su Madre,
la más amada, la llena de gracia.
Y entonces, ¿qué te podrá negar?
Reina nuestra amorosa,
no pretendemos verte en la tierra,
pero sí queremos verte en el paraíso;
y tú nos lo has de obtener.
Así lo esperamos con toda certeza. Amén.
Séptimo
dolor: Sepultura de Jesús
1. María ha de separarse de Jesús
Cuando una madre
está junto al hijo que sufre, sin duda padece todas las penas del hijo; pero
cuando el hijo atormentado ha muerto y va a ser sepultado y la madre tiene que
despedirse de su hijo, oh Señor, el pensamiento de que no ha de verlo más es
superior a todos los demás dolores. Esta es la última espada de dolor que hoy
vamos a considerar, cuando María, después de haber asistido al Hijo en la cruz,
después de haberlo abrazado ya muerto, debía finalmente dejarlo en el sepulcro,
quedando privada de su amada presencia.
Pero a fin de considerar mejor este último misterio de dolor, volvamos al Calvario para contemplar a la afligida Madre que aún tiene abrazado al Hijo muerto. Parece que le dijera con Job: “Hijo, hijo mío, te has vuelto cruel conmigo” (Job 30, 21); sí, porque todas tus bellaDiscurso noveno
DOLORES DE MARÍA
María fue reina de los mártires porque su martirio fue más prolongado
y más grande que el de todos ellos
¿Habrá quien tenga un corazón tan duro que no se conmueva al oír el suceso más triste que haya ocurrido? Había una madre noble y santa que no tenía más que un solo hijo; éste era el más amable que imaginarse pueda: inocente, virtuoso, bello y amantísimo de su madre, hasta el punto que nunca le había dado el menor disgusto, sino que siempre le había mostrado respeto y obediencia total con toda la ternura de su corazón. Y después, ¿qué sucedió? Que ese hijo, por envidia, fue acusado por sus enemigos; y el juez, aunque conocía y confesó él mismo su inocencia, únicamente por no enfurecer a sus enemigos lo condenó a la muerte más infame, la misma que le habían pedido a gritos. Y aquella pobre madre tuvo que sufrir el dolor de ver que le arrebataban contra toda justicia aquel hijo tan amante y tan amado en la flor de su vida con una muerte atroz, pues lo hicieron morir a fuerza de tormentos, desangrado a la vista de la plebe, en un patíbulo infame.
¿Qué podemos decir? ¿Es digno de lástima este suceso y el dolor de esta madre? Ya me entendéis de quién hablo. Este hijo tan cruelmente ejecutado fue Jesús, nuestro amorosísimo Redentor, y esta madre fue la Santísima Virgen María, quien por nuestro amor consintió verlo sacrificado a la divina justicia por la barbarie de los hombres. Este gran dolor de María ofrecido por nosotros, que le costó más que mil muertes, merece nuestra compasión y gratitud. Y si no podemos corresponder de otra manera a tanto amor, al menos detengámonos a considerar lo cruel de este dolor por el que María se convirtió en reina de los mártires, porque su martirio superó el dolor de todos los mártires, habiendo sido el suyo, primero, el martirio más prolongado, y segundo, el martirio más cruel.
PUNTO 1º
1. María fue verdadera mártir
Así como Jesús es llamado rey de dolores y rey de los mártires porque en su vida padeció más que todos los demás mártires, así también María es llamada con toda propiedad reina de los mártires, habiendo merecido este honor por haber sufrido el martirio mayor que pueda sufrirse después del de su Hijo. Por lo cual, con razón, la llama Ricardo de San Lorenzo mártir de los mártires. A ella puede aplicarse lo que dice Isaías: “Te coronará con corona de tribulación” (Is 22, 18), es decir, que la corona con que fue proclamada reina de los mártires fue su mismo sufrimiento, mayor que el de todos los mártires juntos.
Que María sea reina de los mártires no puede ponerse en duda, como lo demuestran el Cartujano, Pelbarto, Catarino y otros, siendo sentencia común que para que haya martirio basta que se dé un dolor suficiente para causar la muerte, aunque de hecho no se llegue a morir. Así san Juan Evangelista es considerado mártir a pesar de que no murió en la caldera de aceite hirviendo y, en cambio, salió más juvenil de lo que entró, como dice el breviario romano. Para merecer la gloria del martirio, dice santo Tomás, basta que uno se ofrezca a obedecer hasta la muerte. María fue mártir, dice san Bernardo, no por la espada del verdugo, sino por el acerbo dolor del corazón. Si su cuerpo no fue herido por la mano del verdugo, sin embargo su corazón se vio traspasado por la espada del dolor de la pasión de su Hijo, dolor suficiente para causarle no una, sino mil muertes. Y por eso veremos que María no sólo fue verdadera mártir, sino que su martirio superó al de todos los demás al ser un martirio más prolongado, ya que toda su vida, por así decirlo, fue como un constante morir.
Como la pasión de Jesús comenzó con su nacimiento al decir de san Bernardo, así también María, del todo semejante a su Hijo, padeció su martirio durante toda su vida. Afirma san Alberto Magno que el nombre de María, entre otras cosas, significa “mar amargo”. Por eso se le aplica el pasaje de Jeremías: “Grande como el mar es tu quebranto” (Lm 2, 13). Sí, porque como el mar es amargo y salado, así la vida de María estuvo llena de amargura a la vista de la pasión futura de su Hijo. Iluminada por el Espíritu Santo más que todos los profetas, comprendió mejor que todos ellos las predicciones referentes al Mesías que se contienen en las Sagradas Escrituras. Así se lo dijo el ángel a santa Brígida. Por lo que, como aseguró el mismo ángel, al comprender la Virgen cuánto debía padecer el Verbo encarnado por la salvación de los hombres, desde antes de ser hecha madre, al compadecer a este Salvador inocente que debía ser ejecutado con muerte tan atroz por delitos que no eran suyos, comenzó a padecer dentro de sí cruel martirio.
2. María sufrió con intensidad progresiva
Semejante dolor no tuvo medida desde que fue hecha madre del Salvador. Al contemplar con dolor todos los tormentos que debía sufrir su pobre hijo, sufrió un largo y continuo martirio, como dice el abad Ruperto. Esto significó la visión que tuvo santa Brígida en Santa María la Mayor, cuando se le apareció la Virgen con el santo anciano Simeón y un ángel que portaba una gran espada ensangrentada, significando con ello el acerbo y prolongado dolor que traspasó a María durante toda su vida. El abad Ruperto, antes nombrado, hace hablar así a María: Almas redimidas, queridas hijas mías, no os compadezcáis solamente por la hora en que vi morir a mi amado Jesús, pues la espada del dolor profetizada por Simeón me traspasó el alma durante toda la vida. Cuando amamantaba a mi hijo y mientras le daba calor entre mis brazos, ya pensaba en la amarga muerte que le esperaba; considerad así cuán largo y áspero fue el dolor que tuve que sufrir.
Por eso podía muy bien decir por boca de David: “Mi vida se consume en aflicción y en suspiros mis años” (Sal 30, 11); y: “Mi tormento son cesar ante mí” (Sal 37, 18). Mi vida pasó toda con dolor y lágrimas, pues sufría compadeciendo a mi amado Hijo por su pasión que no se apartaba jamás de mis ojos, contemplando siempre todas las penas y la muerte que un día había de sufrir.
El tiempo, de ordinario, mitiga el dolor a los que sufren. A María, conforme avanzaba el tiempo, más se le acrecentaba el sufrimiento, pues conforme iba creciendo Jesús, más hermoso y amable se mostraba, de una parte, y por otra, acercándose cada vez más el tiempo de su muerte cada vez más crecía en el corazón de María el dolor de tenerlo que perder en esta vida. Como crece la rosa entre las espinas, dijo el ángel a santa Brígida, así la Madre de Dios pasaba los años entre tribulaciones; y como al crecer las rosas crecen las espinas, así María, esta rosa elegida del Señor, cuanto más crecía, tanto más le atormentaban las espinas de su dolor.
PUNTO 2º
1. María, reina de los mártires
María no sólo fue reina de los mártires porque su martirio fue el más prolongado de todos, sino también porque entre todos fue el mayor. ¿Quién puede medir la grandeza de su dolor? Jeremías parece que no encuentra a quién comparar esta madre dolorosa al contemplar su sufrimiento por la muerte de su hijo, y dice: “¿Con quién te compararé? ¿A quién te asemejaré, hija de Jerusalén?... Grande como el mar es tu tribulación. ¿Quién se compadecerá de ti?” (Lm 2, 13). El cardenal Hugo, comentando estas palabras, dice: Oh Virgen bendita, como la amargura del mar supera a todas las demás almas, así tu dolor supera todos los demás dolores. Por eso san Anselmo asegura que si Dios, con un milagro muy especial, no hubiera conservado a María la vida, su dolor hubiera sido suficiente para causarle la muerte en cualquier momento de su vida. San Bernardino de Siena llega a decir que el dolor de María fue tan grande, que si se repartiera entre todos los hombres bastaría para que todos ellos murieran de repente.
Pero consideremos las razones por las que el martirio de María fue más grande que el de todos los mártires. En primer lugar, se ha de considerar que los mártires han padecido su martirio en el cuerpo por medio de la espada o del fuego. María, en cambio, sufrió su martirio en el alma, como ya se lo predijo Simeón: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Como si el santo anciano le hubiera dicho: “Oh Virgen sacrosanta, los otros mártires verán lacerado su cuerpo con la espada, pero tú serás martirizada en el alma con la pasión de tu mismo Hijo”. Y como el alma es más noble que el cuerpo, tanto más grande fue el dolor de María que el de todos los mártires. Así lo dijo Jesucristo a santa Catalina de Siena: No hay comparación entre el dolor del cuerpo y el del alma. El santo abad Arnoldo de Chartres dice que quien se hubiera encontrado en el Calvario contemplando el gran sacrificio del Cordero inmaculado cuando moría en la cruz, hubiera visto allí dos altares: uno en el del cuerpo de Jesús y el otro en el corazón de María, donde al mismo tiempo que su Hijo sacrificaba su cuerpo con la muerte, María sacrificaba su alma con la compasión.
2. María entregó la vida de su Hijo, a quien amaba más que a su propia vida
San Antonino dice que los otros mártires sacrificaron su propia vida, mientras que la Virgen María padeció sacrificando la vida de su Hijo, al que amaba más que a su propia vida. Así que no sólo padeció en el alma todo lo que su Hijo padecía en su cuerpo, sino que además causó mayor dolor a su corazón la vista de los sufrimientos de su Hijo que si ella los hubiera sufrido en sí misma.
Que María sufrió en su corazón todos los ultrajes que hicieron a su Jesús no hay quien lo dude. Todo el mundo sabe que las penas de los hijos lo son también de las madres cuando están ellas viéndolos padecer. San Agustín, considerando el tormento que padecía la madre de los macabeos al ver a su hijo padecer el suplicio, dice: Ella, viéndolos padecer, sufría lo de todos; porque a todos los amaba, sufría en su alma lo que ellos en el cuerpo. Lo mismo sucedió a María; los azotes, las espinas, los clavos y la cruz que afligieron la carne inocente de Jesús penetraron igualmente en el corazón de María para consumar su martirio. Escribe san Amadeo: Él padeció en la carne; ella, en el corazón. De manera que, al decir de san Lorenzo Justiniano, el corazón de María fue como un espejo donde se reflejaban los dolores de su Hijo. En él se veían los salivazos, los golpes, las llagas y todo lo que sufría Jesús. Y considera san Buenaventura que aquellas llagas que estaban desparramadas por todo el cuerpo de Jesús estaban unidas en el corazón de María.
De este modo, la Virgen, por la compasión hacia su Hijo, fue flagelada, coronada de espinas, despreciada y clavada en la cruz en su corazón amante. El mismo santo, contemplando a María en el monte Calvario cuando asistía a su Hijo moribundo, se pregunta: Dime, Señora, ¿dónde estabas entonces? ¿Sólo cerca de la cruz? No, más bien diré que estabas crucificada en la misma cruz junto con tu Hijo. Ricardo, comentando las palabras que el Redentor dice por Isaías: “Yo solo pisé el lagar; de mi pueblo no hubo nadie conmigo” (Is 63, 3), añade: Señor, tienes razón en decir que en la obra de la humana redención has estado solo en el padecer y que no hubo un hombre que se compadeciera bastante; pero tienes una mujer que es tu Madre santísima que sufrió en su corazón todo lo que tú sufriste en el cuerpo.
Pero todo esto no es ponderar bastante el dolor de María, pues, como dije, más padeció al ver los tormentos de su amado Jesús que si hubiera sufrido en sí misma todos los desprecios y la muerte del Hijo. Escribe san Erasmo que, generalmente hablando, los padres sienten más los dolores de sus hijos que los suyos propios. Aunque eso no es siempre verdad, sí lo fue en María, siendo cierto que ella amaba al Hijo inmensamente más que a su propia vida, más que a sí misma y a mil vidas que tuviera. Atestigua san Amadeo que la afligida Madre, a la vista dolorosa de los tormentos de su amado Jesús, padeció mucho más que si ella misma hubiera padecido toda la pasión. María sufría más que si ella la sufriera; porque lo amaba sin comparación, más que a sí misma, y por eso sufría tanto. La razón es clara, porque, como dice san Bernardo, el alma está más donde ama que donde anima o donde vive. Primero que todo lo dijo el mismo Salvador: “Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón” (Lc 12, 37). Pues si María vivía por su amor más en el Hijo que dentro de sí misma, debió sufrir más por la muerte de su Hijo, que si le hubieran causado a ella la muerte más cruel del mundo.
3. María no halló alivio ni consuelo
Y ahora, otra reflexión, por la que vemos cómo el martirio de María fue superior al de todos los demás mártires: porque ella padeció muchísimo y padeció sin consuelo. Padecían los mártires en los tormentos que les proporcionaban los tiranos, pero el amor a Jesús tornaba sus dolores dulces y amables. Padecía un san Vicente su martirio atormentado en el potro, desgarrado con uñas de hierro, abrasado con planchas al rojo vivo, pero ¿qué? Dice san Agustín: uno parecía que hablaba y otro el que sufría. Le increpaba con tanta fortaleza al tirano y con tal desprecio de los tormentos, que parecían ser distintos el Vicente que padecía y el Vicente que hablaba, tanto le confortaba Dios con la dulzura de su amor en medio de aquellas torturas.
Padecía san Bonifacio cuando era lacerado su cuerpo con uñas de hierro y le introducían astillas entre las uñas y la carne, y le echaban plomo derretido, mientras que él no se cansaba de repetir: ¡Gracias, Señor mío Jesucristo, gracias! Eran atormentados san Marcos y san Marceliano atados a un poste y clavados los pies, y cuando el tirano les decía: Miserables, apostatad y libraos de los tormentos, ellos le respondían: ¿De qué torturas nos hablas? ¿De qué tormentos? Nunca hemos estado más alegres que ahora en que padecemos con gusto por amor de Jesucristo. Padecía san Lorenzo, y mientras estaba en la parrilla, como dice san León, más poderosa era la llama interior del amor para consolarlo en el alma, qua las brasas para atormentar su cuerpo; el amor le hacía tan fuerte que llegaba hasta increpar al tirano diciéndole: Tirano, si quieres comer mi carne ya tienes una parte asada, dame la vuelta y come. Pero ¿cómo podía bromear de esa manera en medio de tales torturas y sufriendo aquella prolongada agonía? Es que –responde san Agustín–, embriagado con el vino del divino amor, no sentía ni los tormentos ni la muerte.
4. María sufría en proporción a su amor
De modo que los mártires, cuanto más amaban a Jesús, tanto menos sentían los tormentos ni la muerte, y la contemplación de los sufrimientos de un Dios crucificado, era suficiente para consolarlos. Pero nuestra Madre dolorosa ¿acaso tenía consuelo con el amor de su Hijo y a la vista de sus sufrimientos? Ciertamente que no, porque el mismo Hijo que padecía era la causa de todo su dolor, y el amor que le tenía era el único y el más cruel verdugo; es que el martirio de María consistió en ver y compadecer al inocente y amado Hijo que sufría sin medida.
Por lo que cuanto más lo amaba, tanto más su dolor era amargo y sin consuelo. “Grande como el mar es tu quebranto. ¿Quién se apiadará de ti?” Reina del cielo, a los demás mártires, el amor les ha mitigado las penas y sanado las heridas, pero a ti ¿quién te ha suavizado tu gran aflicción? ¿Quién ha restañado las heridas tan dolorosas de tu corazón? ¿Quién se compadecerá de ti si ese mismo Hijo que podía consolarte, es con sus tormentos la única razón de tu padecer y el amor que le tienes es el que te causa todo ese martirio? Los demás mártires –como observa Díez– se representan con los instrumentos de su martirio; san Pablo con la espada, san Andrés con la cruz, san Lorenzo con la parrilla, pero María se representa con su Hijo muerto en su regazo, porque Jesús fue el único instrumento de su martirio por razón del amor que le tenía. San Bernardo condensa así todo lo dicho en pocas palabras: En los demás mártires la grandeza del amor alivió el dolor de los tormentos; en María, cuanto más amó, mayor fue el sufrimiento y más cruel su martirio.
Es cierto que cuanto más se ama una cosa, más se siente perderla. Más se siente la muerte de un hermano que la de un irracional, y más la muerte de un hijo que la de un amigo. Para comprender cuánto fue el dolor de María en la muerte de su Hijo –dice Cornelio Alápide– sería necesario comprender cuánto era el amor que le tenía. Pero ¿quién puede medir semejante amor? Dice san Amadeo que en el corazón de María estaban juntas dos formas de amor a su Jesús; el amor sobrenatural con que lo amaba como a su Dios, y el amor natural con que lo amaba a su Hijo. Y de estos dos amores se formó uno solo tan inmenso que Guillermo de París llega a decir que la Santísima Virgen amó a Jesús cuanto es capaz de amar la criatura humana. Por lo que dice Ricardo de San Lorenzo, igual que no hay amor como su amor, así no hay dolor como su dolor. Y si inmenso fue el amor hacia su Hijo, inmenso también tuvo que ser el dolor de perderlo con la muerte. Donde hay supremo amor –dice san Alberto Magno– allí hay supremo dolor.
Imaginémonos a la Madre de Dios, a la vista de su Hijo moribundo en la cruz, que aplicándose las palabras de Jeremías, nos dice: “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Jr 1, 12). Vosotros los que pasáis por el camino de la vida y no tenéis compasión de mí, deteneos un momento y contempladme ahora que veo morir a este mi amado Hijo, y después considerad si, entre todos los afligidos y atormentados, hay alguno con un dolor semejante al mío. No puede encontrarse, oh Madre dolorosa –responde san Buenaventura– un dolor más amargo que el tuyo, porque no puede encontrarse un Hijo más querido que el tuyo. Jamás hubo en el mundo –dice Ricardo de San Lorenzo– un hijo más amable que Jesús, ni madre más amante de un hijo, que María. Si no ha existido en el mundo un amor semejante al de María ¿cómo se podrá encontrar un dolor semejante al de María?
Por eso san Ildefonso no dudó en afirmar que era poco decir que los dolores de la Virgen superaron a todos los dolores de todos los mártires juntos. Y san Anselmo añade que los suplicios más crueles de todos los mártires, fueron ligeros en comparación con los dolores del martirio de María. Y también san Basilio escribe que así como el sol aventaja en esplendor a todos los astros, así María con sus sufrimientos, superó a los de todos los mártires. Un docto autor expresa un bello sentimiento. Y dice que fue tan grande el dolor que sufrió esta tierna Madre en la pasión de Jesús, que sólo ella fue capaz de compadecer dignamente la muerte de un Dios hecho hombre.
5. María aceptaba el padecer por amor nuestro
San Buenaventura, dirigiéndose a esta Virgen bendita, le pregunta: Señora ¿por qué quisiste ir a sacrificarte en el Calvario? ¿No bastaba para redimirnos un Dios crucificado sino que también había de ser crucificada también su Madre? Bastaba la muerte de Jesús para salvar al mundo; pero quiso esta buena Madre, por el amor que nos tiene, con los méritos de sus dolores que ofreció por nosotros en el Calvario, ayudar ella también a la causa de nuestra salvación. Por eso dice san Alberto Magno que como nosotros tenemos que estar agradecidos a Jesús por su Pasión, sufrida por amor nuestro, así también debemos estar llenos de gratitud hacia María por el martirio que, al morir su Hijo quiso soportar por salvarnos. Y lo quiso soportar espontáneamente, porque como reveló el ángel a santa Brígida, nuestra piadosa y benigna Madre, prefirió sufrir todos los martirios, antes de tolerar que las almas quedaran sin redimir y abandonadas a su antigua perdición. Este era el único alivio de María en medio de su inmenso dolor por la Pasión de su Hijo, ver que con su muerte se lograba la redención del mundo perdido y quedaban reconciliados con Dios los hombres sus enemigos. Dice Simón de Casia: Gozaba en su dolor porque se ofrecía el sacrificio por la redención de todos, con lo que se aplacaba el ofendido.
6. María merece nuestro amor y devoción
Tan grande amor de María merece de nosotros absoluta gratitud. Y nuestro agradecimiento ha de consistir, al menos, en meditar y compadecer su dolor. De esto se dolió con santa Brígida, que muy pocos la compadecían y la mayor parte vivían sin pensar en ella. Por eso, hija mía –le dijo la Virgen– aunque muchos me olviden, tú sin embargo, no te olvides de mí; contempla mi dolor, compadécete cuanto puedas e imítame.
Cuánto agradece la Virgen el que se haga memoria de sus dolores, se ve por lo sucedido el año 1239 cuando se apareció a siete devotos suyos –que luego fueron los fundadores de la congregación de los Siervos de María– y les impuso un hábito negro diciéndoles que si querían complacerla, meditasen con frecuencia sus dolores, que por eso quería que en recuerdo de los mismos llevasen aquel vestido negro.
El mismo Jesús reveló a la beata Mónica de Binasco que él se complace mucho en ver que se siente compasión por su Madre, y así le habló: Hija, agradezco mucho las lágrimas que se derraman por mi pasión; pero amando con amor inmenso a mi Madre María, me es sumamente grata la meditación en los dolores que ella padeció en mi muerte.
Por eso son tan grandes las gracias prometidas por Jesús a los devotos de los dolores de María. Refiere Pelbarto haberse revelado a santa Isabel, que san Juan, después de la Asunción de la Virgen, ardía en deseos de verla; y obtuvo la gracia pues se le apareció su amada Madre y con ella Jesucristo. Oyó que María le pedía a su divino Hijo, gracias especiales para los devotos de sus dolores. Y Jesús le prometió estas gracias especiales:
1ª. Que el que invoque a la Madre de Dios recordando sus dolores, tendrá la gracia de hacer verdadera penitencia de todos sus pecados.
2ª. Que los consolará en sus tribulaciones, especialmente en la hora de la muerte.
3ª. Que imprimirá en sus almas el recuerdo de su Pasión y en el cielo se lo premiará.
4ª. Que confiará esos devotos a María para que disponga de ellos según su agrado y les obtenga todas las gracias que desee.
En comprobación de todo lo dicho, veamos en el siguiente ejemplo, cuánto ayuda para la salvación eterna, la devoción a los dolores de María.
EJEMPLO Conversión en la hora de la muerte
Se refiere en las Revelaciones de santa Brígida que había un caballero cuya liviandad y dañadas costumbres corrían parejas con la nobleza de su cuna. Por pacto expreso se había entregado en cuerpo y alma al demonio y por espacio se sesenta años había servido como vil esclavo a su infernal señor alejado de los sacramentos y con una vida rota y descompuesta.
Al fin el hombre cayó enfermo, y Jesucristo, queriendo usar de misericordia con él, dijo a santa Brígida, que mandara a su confesor a visitarlo y le exhortara a confesarse.
El confesor de la santa fue a ver al paciente, el cual le dijo que no tenía necesidad pues se había confesado muchas veces. Fue segunda vez el confesor, y segunda vez, el esclavo de satanás rehusó confesarse. De nuevo se apareció el Señor a santa Brígida pidiéndole que de nuevo fuera el sacerdote a visitar al anciano enfermo. Volvió a verlo por tercera vez y le dijo que había vuelto tantas veces en nombre de Jesucristo, porque así lo había pedido a su sierva Brígida para ser instrumento de sus misericordias. Estas palabras enternecieron al pobre enfermo y rompió a llorar diciendo: “Pero ¿hay perdón para mí que durante sesenta años he sido esclavo de satanás y he manchado mi alma con innumerables pecados?” “Ten ánimo, hijo mío –le dijo el sacerdote– no dudes de alcanzar misericordia; basta que te arrepientas para que yo, en nombre de Jesucristo, te perdone”. Abriendo el pecador su corazón a la confianza, dijo al confesor: “Padre, yo me tenía ya por condenado y estaba desesperado de mi salvación, pero ahora siento tan gran dolor de mis pecados que me da aliento para esperar de Dios el perdón. Ya que el Señor no me ha abandonado, quiero ahora mismo confesarme”. Se confesó aquel día cuatro veces con gran dolor; al día siguiente recibió la Sagrada Comunión. No había pasado una semana cuando murió tranquilo y resignado. Poco después le reveló Jesucristo a santa Brígida que aquel hombre se había salvado, y que estaba en el purgatorio. Y le dijo más: que se había salvado merced a intercesión de su santísima Madre, porque, en medio de sus desórdenes y pecados, había conservado siempre la devoción a sus dolores, pues cada vez que pensaba en ellos no podía dejar de compadecerse de ella.
ORACIÓN PIDIENDO A MARÍA TRES FAVORES
Madre mía afligida,
reina de los mártires y de los dolores,
que tanto has llorado a tu Hijo,
muerto por mi salvación.
¿De qué me servirían tus lágrimas
si llegara a condenarme?
Por los méritos de tus dolores
alcánzame el dolor de mis pecados,
y verdadera enmienda de mi vida,
con una constante y tierna compasión
de la Pasión de Jesús
y de tus sufrimientos.
Si Jesús y tú, siendo inocentes,
tanto habéis sufrido por mí,
obtenedme que sepa sufrir por vuestro amor.
Señora mía, si te ofendí,
justo es que hieras mi corazón.
Y si fiel te he servido,
hiérelo también por especial favor.
Es injusto ver a mi Jesús herido
y a ti, que estás también con él, herida,
y yo, en cambio, encontrarme ileso.
Por la angustia que sentiste, Madre mía,
al contemplar a tu Hijo,
abrumado de penas, muriendo en la cruz,
te suplico me obtengas
la gracia de una buena muerte.
Abogada de los pecadores,
no dejes de asistirme
cuando, afligido y conturbado,
esté para pasar a la eternidad.
Os invoco ahora por si no tengo voz
para invocar el nombre de Jesús y el tuyo,
y pido a tu Hijo y a ti me socorráis
en el último instante, y ahora digo:
Jesús y María, mi esperanza,
a vosotros encomiendo el alma mía. Amén.
Sección II
DOLORES PADECIDOS POR MARÍA
Primer dolor: La profecía del anciano Simeón
1. María conoce sus futuros padecimientos
En este valle de lágrimas todo hombre nace llorando y tiene que padecer los males que cada día le sobrevienen. Pero cuán penosa sería la existencia si uno supiera los males que le van a sobrevenir. Dice Séneca: calamitosa sería la situación del que conociera el futuro; antes de que llegasen las miserias sería desdichado.
El Señor tiene esa condescendencia con nosotros al no dejarnos conocer las cruces que nos esperan para que, si las hemos de padecer, las padezcamos sólo una vez. Pero no tuvo este miramiento con María, la cual –porque Dios la quiso reina dolorosa y en todo semejante a su Hijo– quiso que tuviera siempre ante los ojos y que sufriera continuamente todas las penas que le esperaban. Estas penas fueron las de la pasión y muerte de su amado Jesús. He aquí que el santo anciano Simeón en el templo, después de haber recibido en sus brazos al divino infante, le predice que aquel Hijo suyo tenía que ser el signo de todas las contradicciones y persecuciones de los hombres: “Éste está puesto como señal para ser discutida”; y que por esto la espada del dolor debía atravesar el alma de María: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35).
Dijo la Virgen a santa Matilde que, ante semejante aviso de Simeón, toda su alegría se volvió tristeza. Porque como le fue revelado a santa Teresa, la Madre benditísima, aunque sabía desde el principio el sacrificio de su vida que iba a ofrecer su Hijo por la salvación del mundo, sin embargo, desde esa profecía conoció en particular y más en detalle las penas y la muerte despiadada que le había de sobrevenir a su amado Hijo. Conoció que le iban a contradecir en todo; en la doctrina, porque en vez de creerle lo habían de tener por blasfemo al afirmar que era Hijo de Dios, como lo declaró el impío Caifás cuando dijo: “Ha blasfemado, es reo de muerte” (Mt 26, 66-67). Le llevaron la contraria en la estima que se merecía porque era noble de estirpe real, y fue despreciado como plebeyo. “¿Acaso no es éste el hijo del artesano?” (Mt 13, 55). “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”. Era la misma sabiduría y fue tratado de ignorante: “¿Cómo es que éste sabe de letras si no ha estudiado?” (Jn 7, 15); de falso profeta: “Y cubriéndole con un velo, le preguntaban: ¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?” (Lc 22, 64). Lo trataron de loco: “Está loco; ¿por qué le escucháis?” (Jn 10, 20). Fue tratado de bebedor y glotón y amigo de pecadores y publicanos (Lc 7, 34). Lo tuvieron por hechicero: “Hecha los demonios con el poder de los demonios” (Mt 9, 34); por hereje y endemoniado: “¿No decimos con razón que eres un samaritano y que tienes un demonio?” (Jn 8, 48). En suma, fue tenido por criminal tan notorio que no necesitaban proceso para condenarlo, como le gritaron a Pilato: “Si éste no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado” (Jn 18, 30).
Tuvo que verse afligido en el alma porque hasta su eterno Padre, para que la divina justicia quedara satisfecha, no quiso atender la oración que le dirigió en el huerto, cuando le rogó: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39); y lo abandonó en medio del temor, del tedio y la tristeza, de modo que el afligido Señor exclamó: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt 26, 38); y abrumado de angustia llegó a sudar como gotas de sangre. Contrariado y perseguido en su cuerpo y en su vida, pues basta decir que fue atormentado en todos sus sagrados miembros: en las manos y en los pies, en el rostro y en la cabeza, en todo su cuerpo, hasta llegar a morir, desangrado y denigrado, en un vil madero.
2. María vivió una continua inmolación
David, en medio de todos sus placeres y regias grandezas, cuando oyó que el profeta Natán le anunciaba que su hijo iba a morir (2Re 12, 144), no encontraba la paz; lloró, ayunó, durmió sobre la tierra. María, en cambio, recibió con suma paz la noticia de la muerte de su Hijo y con la misma tranquilidad continuó soportando su sufrimiento; pero ¿cuál sería su dolor al encontrarse siempre ante aquel Hijo, el más amable, y oírle decir aquellas palabras de vida eterna y contemplar sus comportamientos absolutamente santos?
Padeció grandes tormentos Abrahán durante aquellos tres días en que vivió con su amado hijo Isaac sabiendo que lo iba a perder. Pero, oh Dios, no durante tres días, sino durante treinta años tuvo que sufrir María semejantes penas. ¿Qué digo semejantes? Fueron tanto mayores, cuanto más amable era el Hijo de María que el hijo de Abrahán.
Reveló la misma Virgen a santa Brígida que no hubo una hora en que no le traspasara este dolor. “Cada vez que miraba a mi Hijo, cada vez que lo envolvía en pañales, cada vez que contemplaba sus manos y sus pies, tantas veces en mi alma se recrudecía como un nuevo dolor pensando en el momento de la crucifixión”. El abad Ruperto, contemplando a María, piensa que mientras le daba el pecho a su Hijo le decía: “Manojito de mirra es mi amado para mí, morará entre mis pechos”. Hijo mío, te estrecho entre mis brazos porque eres lo más amado para mí; pero cuanto más te amo, más te transformas en manojo de mirra y causa de mi dolor, pues sólo pienso en tus sufrimientos.
Consideraba María, dice san Bernardino, que la fortaleza de los santos tenía que agonizar; la belleza del paraíso tenía que verse deformada; el Señor del mundo, ser atado como reo; el Creador de todo, amoratado a golpes; el Juez de todos, sentenciado; la gloria del cielo, despreciada; el Rey de reyes, coronado de espinas y tratado como rey de burlas.
Según el P. Engelgrave, se le reveló a santa Brígida que la afligida Madre, sabiendo cuánto tenía que padecer su Hijo, “alimentándolo, pensaba en la hiel y el vinagre; cuando lo envolvía en pañales pensaba en los cordeles con que lo habían de maniatar; cuando lo llevaba en brazos se lo imaginaba clavado en la cruz; cuando lo veía dormido recordaba que un día estaría muerto”. Y siempre que le vestía su túnica se acordaba de que un día se la habían de arrancar para crucificarlo; y cuando contemplaba sus sagradas manos y sus sagrados pies, se le venían a la mente los clavos que los habían de traspasar. Dijo María a santa Brígida: Mis ojos se llenaban de lágrimas y mi corazón se estremecía de dolor.
3. María aceptaba con fortaleza el sufrimiento progresivo
Dice el evangelista que Jesús, conforme crecía en edad, así también crecía en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). Lo que quiere decir que crecía en sabiduría y gracia ante los hombres en cuanto a su opinión; y ante Dios, como explica santo Tomás, en cuanto que todas sus obras eran meritorias y hubieran servido para aumentar la gracia más y más si desde el principio no se le hubiera otorgado la plenitud absoluta de la gracia por la unión hipostática. Si crecía Jesús en la estima y amor de la gente, cuánto más crecería en la estima y amor de María. Pero cuanto más crecía este amor, más se acrecentaba el dolor de tenerlo que perder con muerte tan cruel; y cuanto más se acercaba el tiempo de la pasión de su Hijo, tanto más y con mayor dolor aquella espada profetizada por Simeón atravesaba el corazón de la Madre. Así se lo manifestó el ángel a santa Brígida, diciéndole: Conforme el Hijo se aproximaba a la pasión, aquella espada de la Virgen, cada hora, se hacía más dolorosa.
Pues si nuestro rey Jesús y su Madre santísima no rehusaron padecer por amor nuestro a lo largo de la vida una pena tan cruel, no tenemos derecho a lamentarnos por nuestros padecimientos, ciertamente menores. Jesucristo se le apareció a sor Magdalena Orsini, dominica, mientras sufría desde hacía tiempo una gran tribulación, y la animó a permanecer en la cruz con él soportando aquel dolor. Sor Magdalena, lamentándose, le respondió: Señor, tu sólo sufriste en la cruz tres horas, pero yo llevo años con esta tortura. Y entonces el Redentor le replicó: ¿Qué dices? Yo desde el primer instante de mi concepción sufrí en el corazón lo que después en la cruz padecí en el cuerpo. Por eso, cuando nosotros padezcamos cualquier aflicción y nos lamentemos, imaginémonos que Jesús y su santa Madre nos dicen lo mismo.
EJEMPLO Una octava espada en el corazón de María
Narra el P. Reviglione, jesuita, que un joven tenía la devoción de visitar cada día una imagen de la Virgen dolorosa que tenía siete espadas en el corazón. Una noche el infeliz cayó en un pecado mortal; al ir por la mañana a visitar la imagen, vio en el corazón de la Virgen no siete espadas, sino ocho; mientras las contemplaba asombrado, le pareció entender que por su pecado estaba aquella nueva espada en el corazón de María. Enternecido y compungido fue enseguida a confesarse, y por la intercesión de su abogada recuperó la gracia de Dios.
ORACIÓN DE DOLOR DE LOS PECADOS
Bendita Madre mía, María;
no sólo con una espada,
sino con tantas cuantas son mis pecados
te he traspasado el corazón.
Señora mía, no eres tú, la inocente,
sino yo, reo de tantos delitos,
quien debe sufrir las penas.
Pero ya que has querido
padecer tanto por mí,
consígueme por tus méritos
un gran dolor de mis culpas y paciencia
para soportar los trabajos de esta vida.
Siempre serán muy leves para mí,
que tantas veces merecí la condena.
Segundo dolor: La huida a Egipto
1. María, compañera del dolor
Como la cierva herida lleva su dolor a donde va con la flecha que la hirió, así la Madre de Dios, después del vaticinio de Simeón, como vimos en la consideración del primer dolor, llevó siempre consigo su dolor con el recuerdo continuo de la pasión de su Hijo. Halgrino, explicando el pasaje de los Cantares: “Y los cabellos de tu cabeza son como púrpura del rey puesta en flecos” (Ct 7, 5), dice que estos cabellos de María eran los pensamientos continuos de la pasión de Jesús que le hacían ver a cada instante la sangre que un día había de brotar de sus llagas. “Tu mente, María, y tus pensamientos estaban teñidos con la sangre de la pasión del Señor, de tal manera que era como si viera constantemente manar la sangre de las llagas”. El mismo Hijo era la saeta en el corazón de María, que cuanto más amable se le mostraba tanto más le hería con el dolor de tenerlo que perder con muerte tan despiadada. Pasemos a considerar la segunda espada de dolor que le hirió en la huida a Egipto que tuvo que emprender con su Hijo por la persecución de Herodes.
Cuando oyó Herodes que había nacido el Mesías, temió neciamente que le iba a arrebatar su reino, por lo que san Fulgencio, recriminando su locura, le habla así: “Herodes, ¿por qué te turbas de ese modo? Este rey que acaba de nacer no viene a destronar reyes batallando, sino a subyugarlos de modo admirable con su muerte”. Esperaba el impío que los Reyes Magos le trajeran noticias de dónde había nacido el rey a fin de quitarle la vida; pero al verse burlado por los Reyes Magos ordenó la matanza de todos los niños de Belén. Por eso el ángel se apareció en sueños a san José y le mandó: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13). Y aquella misma noche avisó a María y tomando el niño emprendieron la huida. “El cual, levantándose, tomó al niño y a su madre, de noche, y huyó a Egipto” (Mt 2, 14). “Oh Señor –dijo entonces María (como piensa san Alberto Magno)–, ¿tiene que huir de los hombres el que ha venido a salvar a los hombres?” Y entonces comprendió la afligida madre que ya comenzaba a realizarse en su Hijo la profecía de Simeón: “Éste ha sido puesto como signo de contradicción” (Lc 2, 37), viendo que, apenas nacido, era perseguido a muerte. Qué sufrimiento el del corazón de María, dice san Crisóstomo, oír que le intimaba la orden de ir con su Hijo a tan duro destierro. Huye de los tuyos a los extraños, del templo a la sede de los demonios. ¿Qué mayor tribulación que ver al recién nacido colgado del cuello de su madre y ésta obligada a emprender la fuga?
2. María en camino al destierro
Cada uno considere cuánto sufrió María en este viaje. Era grande la distancia hasta Egipto y tuvo que durar muchos días. El camino, escabroso, desconocido y poco frecuentado; el clima, desapacible. María era doncella joven y delicada, no acostumbrada a semejantes viajes. No tenían sirvientes que les atendiesen. Ellos eran sus propios sirvientes, como dice san Pedro Crisólogo: “¡Oh Señor, qué lástima daría ver a tan tierna virgencita llevando en brazos a aquel niño recién nacido que andaba huyendo por el mundo!”
Se pregunta san Buenaventura: ¿Cómo se las arreglaban para comer? ¿Dónde pernoctaban? ¿En qué lugares se hospedaban? ¿De qué otra cosa podían alimentarse sino de lo que llevaba san José o conseguían de limosna? ¿Dónde pernoctarían durante tan largo viaje sino sobre la arena bajo cualquier arbusto, al descubierto y al sereno, por donde merodeaban los ladrones y las fieras? Quien se hubiera encontrado con estos tres personajes, los más ilustres del mundo, ¿por qué los hubiera tomado sino por tres pobres mendigos vagabundos?
3. María con José y su Hijo en Egipto
Vivieron en Egipto con estrecheces durante aquellos años. Eran forasteros desconocidos, sin rentas, sin dinero, sin parientes. Apenas podían sustentarse con sus modestos trabajos. Dice san Basilio: Como eran pobres, es evidente que tenían que ganar lo necesario para la vida con el sudor de sus frentes. Opina Landolfo de Sajonia –y sirva esto para consuelo de los pobres– que María está tan en pobreza que alguna vez pasaron hambre sin tener alimento que darle al Hijo.
Refiere san Mateo que, muerto Herodes, de nuevo se le apareció en sueños el ángel a san José y le dijo que volviera a Judea. Hablando san Buenaventura de este viaje, piensa que la Santísima Virgen padeció más que en el primero, por el cansancio que debió sufrir Jesús, en edad de unos siete años, pues a esa edad era lo suficientemente grande como para no poderlo llevar en brazos, pero tan pequeño que le resultaba muy difícil el camino.
Ver a Jesús y María con san José andar por el mundo como errantes y fugitivos nos debe mover a vivir también en la tierra como peregrinos, sin apegarnos a los bienes que el mundo nos ofrece, como quienes pronto lo tendremos que dejar todo y pasar a la vida eterna. “No tenemos aquí ciudad permanente, sino que anhelamos la futura” (Hb 13, 14). A lo que añade san Agustín: Eres huésped, mira y pasa.
Nos enseña además a abrazar la cruz, pues no se puede vivir en este mundo sin cruces. La beata Verónica de Binasco, agustina, fue en espíritu a acompañar a María con el niño Jesús y san José en este viaje desde Egipto, y al fin del mismo le dijo la Madre de Dios: Hija, has visto los trabajos que hemos pasado en este viaje; ten presente que nadie recibe gracias sin padecer. El que desee sentir alivio en los padecimientos de esta vida, es necesario que vaya en compañía de Jesús y María. “Toma al niño y a su madre”. A quienes llevan en su corazón con amor a este Hijo y a esta Madre, se les hacen ligeras, dulces y amables todas las penas. Amemos y consolemos a María acogiendo dentro de nuestros corazones a su Hijo, que también ahora es perseguido y maltratado por los hombres con sus pecados.
EJEMPLO Nuestros pecados acosan a María
Se apareció María a la beata Coleta, franciscana, y le mostró al niño Jesús todo llagado, y le dijo: Así tratan continuamente los pecadores al Hijo mío, renovándole a él la muerte y a mí los dolores. Ruega por ellos, hija mía, para que se conviertan. Y la venerable sor Juana de Jesús y María, también franciscana, meditando un día precisamente en Jesús niño perseguido por Herodes, escuchó un gran tumulto, como de gente armada que fuera en persecución de alguien; y después vio ante sí a un niño hermosísimo, todo asustado, que venía corriendo hacia ella y que le dijo: “Juana mía, ayúdame, escóndeme; soy Jesús de Nazaret que vengo huyendo de los pecadores que me persiguen como Herodes y me quieren matar. Sálvame tú”.
ORACIÓN PIDIENDO AYUDA Y PERDÓN
¿Será posible, Virgen María,
que después que tu Hijo ha muerto
a manos de los hombres,
que lo persiguieron con saña mortal,
aún sigan estos ingratos
persiguiéndolo con sus pecados
y afligiéndote a ti, Madre dolorosa?
¿Y que yo sea también
uno de esos desagradecidos?
Madre mía dulcísima,
da a mis ojos lágrimas
para llorar tamaña ingratitud.
Y por los trabajos que padeciste
en la huida a Egipto,
asísteme con tu ayuda
en mi viaje hacia la eternidad,
para que al fin pueda llegar
a amar para siempre, unido a ti,
en la patria de los bienaventurados,
a mi perseguido Salvador. Amén.
Tercer dolor: El niño Jesús perdido en el templo
1. María sufre la pérdida de su Hijo
Escribe el apóstol Santiago que nuestra perfección consiste en la virtud de la paciencia: “La paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas para que seáis perfectos e íntegros, sin que dejéis nada que desear” (St 1, 4). Pues bien, habiéndonos dado el Señor a la Virgen María como ejemplo de perfección, fue necesario que la colmase de sufrimientos para que así nosotros pudiéramos admirar e imitar su heroica paciencia. Entre los mayores sufrimientos que la Madre de Dios padeció en su vida estuvo el que ahora vamos a meditar, es decir, el de la pérdida de su Hijo en el templo.
Quien nació ciego poco siente no ver la luz del día; pero quien durante algún tiempo ha tenido vista y ha gozado de luz, siente más duramente su ceguera. De modo semejante, los infelices que cegados por el fango de esta tierra poco han conocido a Dios, poco pesar sienten por no encontrarlo; pero quien, al contrario, iluminado por luz del cielo ha sido hallado digno de encontrar con el amor la dulce presencia del sumo bien, cómo se duele cuando se siente privado de él. Veamos, pues, cuán dolorosa tuvo que ser para María, que estaba acostumbrada a gozar de la dulcísima presencia de su Jesús, esta tercera espada que la hirió cuando, habiéndolo perdido en Jerusalén, se vio por tres días privada de él.
Narra san Lucas en el capítulo II que acostumbrando la Virgen con san José su esposo y con Jesús visitar el templo por la solemnidad de la Pascua, fueron allí, según la costumbre, cuando el niño tenía doce años; pero habiéndose quedado Jesús en Jerusalén cuando ya se volvían, ella no se dio cuenta porque pensaba que iba con la comitiva. Por lo que al llegar la noche preguntó por el Hijo, y al no encontrarlo se volvió presurosa a Jerusalén en su busca. Y no lo encontró sino después de tres días.
Ahora consideremos qué afán tuvo que experimentar esta afligida madre durante aquellos tres días en los que anduvo por todas partes preguntando por su Hijo, como la esposa de los Cantares: “¿Acaso habéis visto al que ama mi alma?” (Ct 3, 3), sin que nadie le diera razón. María, con cuánta mayor ternura, cansada y fatigada sin haber encontrado a su amado, podía decir lo que Rubén de su hermano José: “El niño no aparece y, entonces, ¿a dónde iré yo?” (Gn 37, 30). Mi Jesús no aparece y yo no sé qué más hacer para encontrarlo, pero ¿a dónde voy sin mi tesoro?
Ella, llorando constantemente durante aquellos tres días, podía repetir con David: “Son mis lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios?” (Sal 4, 4). Con razón escribe Pelbarto que aquellas noches la afligida madre no durmió, llorando y suplicando a Dios que le hiciese encontrar a su Hijo. Y durante este tiempo, al decir de san Bernardo, se dirigía con frecuencia a su mismo Hijo con las palabras de la Esposa: “Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que yo no ande como errante” (Ct 1, 7). Hijo, hazme conocer dónde estás para que no ande por más tiempo a la ventura buscándote en vano.
2. María padece la mayor amargura
Hay quien dice que este dolor de María está no sólo entre los mayores que sufrió, sino que fue el más grande y amargo de todos, y no sin alguna razón. Lo primero, porque en los otros dolores María tenía consigo a Jesús. Padeció con la profecía de Simeón en el templo y en la huida a Egipto, pero siempre con Jesús; mas en este dolor padeció lejos de Jesús, sin saber dónde estaba. “Me falta la luz misma de mis ojos” (Sal 37, 11). Así decía llorando: Ay, que la luz de mis ojos, mi amado Jesús, no está conmigo, vive alejado de mí y no sé dónde está.
Dice Orígenes que a causa del amor que esta santa madre tenía a su Hijo, padeció más con la pérdida de Jesús que cualquier mártir pudiera padecer con los dolores de su martirio: “Muchísimo sufrió porque lo amaba intensamente. Más sufrió por su pérdida que el dolor de cualquier mártir en su muerte”. ¡Qué largos los tres días para María! Le parecieron como tres siglos. Días amargos, sin que nadie pudiera consolarla. ¿Y quién podría consolarme, decía con Jeremías, si el único que puede consolarme está lejos de mí? Por eso no se cansan de llorar mis ojos. “Por eso lloro yo; mis ojos se van en agua porque está lejos de mí el consolador que reanime mi alma”. Y con Tobías repetía: “¿Qué gozo puede haber para mí que me siento en las tinieblas y no puedo ver la luz del cielo?”
3. María desconoce la causa de la ausencia de Jesús
La segunda razón es que en los demás dolores María entendía la razón y el fin de los mismos, es decir, la redención del mundo y el divino querer; pero en este caso no sabía el porqué de la ausencia de su Hijo. Dolíase la desconsolada madre al verse alejada de Jesús, a la vez que su humildad, dice Lanspergio, le hacía pensar que no era suficientemente digna de tenerlo a su lado para cuidarlo y poseer tan rico tesoro. ¿Pensaría que no le había servido como se merecía? ¿Habría cometido alguna negligencia por la cual la había abandonado? Lo buscaban, dice Orígenes, temerosos de que los hubiera dejado. Y cierto que no hay sufrimiento más grande para un alma que ama a Dios que el temor de haberlo disgustado. Por eso María en ningún otro dolor se lamentó como en éste, quejándose amorosamente cuando lo encontró: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48). Con estas palabras María no quiso reprender a Jesús, como dijeron ofuscados algunos herejes, sino que quiso manifestarle el dolor que había sentido por su pérdida teniéndole el amor que le tenía. No era reproche, dice Dionisio Cartujano, sino queja de amor.
En suma, fue tan dolorosa esta espada de dolor para el corazón de la Virgen, que la beata Bienvenida, deseando un día y rogando a la santa madre, le concediera poder acompañarla en este dolor, María se le presentó con su Jesús en brazos; Bienvenida estaba gozando a la vista de aquel hermosísimo niño, pero de repente no lo vio más. Fue tanta la pena que sintió la beata, que recurrió a María pidiéndole, por piedad, que no la dejara morir de dolor. La Santísima Virgen se le apareció de nuevo después de tres días y le dijo: Has de saber, hija mía, que tu dolor no ha sido más que una pequeñísima porción del que yo sufrí al perder a mi Hijo.
4. María es ejemplo en la desolación al sufrir el silencio de Dios
Este dolor de María primeramente debe servir de consuelo a quienes están desolados y no gozan la dulce presencia de su Señor que en otro tiempo sintieron. Lloren, sí, pero con paz, como lloraba María la pérdida de su Hijo. Cobren ánimo y no teman haber perdido la divina gracia, escuchando lo que Dios dijo a santa Teresa: Ninguno se pierde sin saberlo; y ninguno es engañado si no quiere ser engañado. Si el Señor le retira la sensación de su presencia a quien le ama, no por eso se retira de su corazón. Se esconde para que se le busque con mayor deseo y amor más ardiente. Pero el que quiera encontrar al Señor es necesario que lo busque, no entre las delicias y los placeres del mundo, sino entre las cruces y las mortificaciones, como lo buscó María. Escribe Orígenes: Aprende de María a buscar a Jesús.
Por lo demás, el único bien que debemos buscar es Jesús. Cuando Job perdió todo lo que poseía: hacienda, hijos, salud y honra, hasta llegar a tener que sentarse en un muladar, como tenía a Dios, a pesar de todo era feliz. Dice san Agustín hablando de él: Perdió lo que le había dado Dios, pero tenía a Dios. Son de veras infelices y desdichados quienes han perdido a Dios. Si María lloró durante tres días la pérdida de su Hijo, con cuánta más razón deben llorar los pecadores que han perdido la gracia de Dios y a los que el Señor les dice: “Vosotros no sois mi pueblo ni yo soy para vosotros vuestro Dios” (Os 1, 9). Porque esto es lo que hace el pecado, separa al alma de Dios: “Vuestras culpas os separaron a vosotros de vuestro Dios y vuestros pecados le hicieron esconder su rostro” (Is 59, 2). Por lo cual, aunque uno sea muy rico, habiendo perdido a Dios, todo lo de la tierra no es más que humo y sufrimiento, como lo confesó Salomón: “Todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Ecclo 1, 14). Pero la mayor desgracia de estos pobres ciegos, dice san Agustín, es que si pierden un buey salen en su seguimiento; si pierden una oveja no dejan de hacer ninguna diligencia para encontrarla; si pierden un jumento no descansan hasta que lo hallan. Pero pierden el sumo bien que es Dios, y comen y beben tan tranquilos.
EJEMPLO El puñal que hiere al Señor
Se refiere en las Cartas anuales de la Compañía de Jesús que, en las Indias, un joven queriendo salir de casa para cometer una acción pecaminosa, oyó una voz que le decía: Detente, ¿a dónde vas? Se volvió y vio una estatua de la Virgen Dolorosa. Ella se sacó el puñal que tenía en el corazón y se lo alargó, diciendo: Toma este puñal y hiéreme a mí primero, pero no hieras a m i Hijo con semejante pecado. Al oír esto, el joven se postró en tierra, y del todo arrepentido y deshecho en llanto pidió al Señor y a la Virgen María el perdón de su pecado.
ORACIÓN PARA HALLAR A JESÚS
Virgen bendita, ¿por qué te afliges
buscando a tu Hijo perdido?
¿Es que ignoras dónde está?
¿No te acuerdas de que mora
dentro de tu corazón?
¿No sabes que se apacienta entre lirios?
Tú misma dices:
”Mi amado para mí y yo para él,
que se apacienta entre las azucenas” (Ct 2, 16).
Tus pensamientos y afectos,
tan humildes, puros y santos,
son los lirios que invitan
a habitar en ti al divino esposo.
¿Suspiras por Jesús, María,
porque sólo a él le amas?
Déjame a mí que suspire por él
y por tantos pecadores que no le aman
y que al ofenderle lo han perdido.
Madre mía amantísima,
haz que yo encuentre a tu Hijo.
Bien es verdad que él
se deja encontrar de quien lo busca.
”Bueno es el Señor
para el alma que lo busca” (Lm 3, 25).
Pero haz que yo le busque
como debo buscarlo.
Tú eres la puerta por donde todos
acabamos encontrando a Jesús;
por ti espero encontrarlo yo también. Amén.
Cuarto dolor: Encuentro de María con Jesús camino del Calvario
1. María sufre en la misma medida de su amor
Dice san Bernardino que para tener una idea del gran dolor de María al perder a su Hijo por la muerte, es necesario meditar el amor de esta madre hacia él. Todas las madres sienten como propias las penas de sus hijos, por eso la Cananea, cuando le pidió al Salvador que librara a su hija poseída por el demonio, le dijo que tuviera piedad de ella, su madre, más que de la hija: “Ten piedad de mí, Señor, hijo de David, pues mi hija es atormentada por un demonio” (Mt 15, 22). Pero ¿qué madre amó tanto a su hijo como María amó a Jesús? Era su hijo único y criado con tantos trabajos; hijo amadísimo de la madre y tan amante de ella; hijo que al mismo tiempo era su hijo y su Dios, que habiendo venido a la tierra a encender en todos el fuego del divino amor, como él mismo dijo: “Fuego vine a traer a la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda?” (Lc 12, 49), ¿qué llamaradas de amor no encendería en aquel corazón de su madre santísima, puro y vacío de todo afecto mundanal? La misma Virgen Santísima dijo a santa Brígida que su corazón era uno con el de su Hijo por el amor. Aquella mezcla de esclava y madre, y de hijo y Dios, levantó en el corazón de María un incendio de amor compuesto de mil hogueras. Pero todo este incendio de amor, al tiempo de la pasión se convirtió en un mar de dolor.
San Bernardino dice meditando este misterio: Todos los dolores del mundo, si se juntaran de una vez, no serían tan intensos como el dolor de la gloriosa Virgen María. Y así es en verdad, porque esta madre, como escribe san Lorenzo Justiniano, cuanto más tiernamente amó, tanto más profundo fue su dolor. Cuanto con más ternura lo amó, con tanto mayor dolor sintió al verlo partir, especialmente cuando se encontró a su hijo que, ya condenado a muerte, iba con la cruz al lugar del suplicio. Y ésta es la cuarta espada de dolor que vamos a considerar.
2. María en la despedida a Jesús
Reveló la Virgen a santa Brígida que cuando se acercaba el tiempo de la pasión, sus ojos estaban siempre llenos de lágrimas pensando en el amado Hijo que lo iba a perder en esta tierra, y que tenía un sudor frío por el temor que le asaltaba al pensar en el próximo espectáculo tan lleno de dolor. Y ya cercano el día, fue Jesús llorando a despedirse de la Madre para ir a la muerte. San Buenaventura, considerando lo que haría María aquella noche, le habla así: Sin dormir la pasaste, y mientras los demás dormían tú permaneciste en vela. Llegada la mañana venían los discípulos de Jesucristo a esta afligida madre, quién a traerle una noticia y quién otra, pero todas de dolor, cumpliéndose en ella el texto de Jeremías: “Llora que llora por la noche y las lágrimas surcan sus mejillas; ni uno hay que la consuele de todos los que la quieren” (Lm 1, 2).
Uno venía a referirle los malos tratos cometidos contra su Hijo en casa de Caifás, otro le refería los desprecios que le hizo Herodes. Llegó finalmente san Juan y le anunció que el injustísimo Pilatos lo había condenado a muerte de cruz. He dicho injustísimo porque, como nota san León, este juez inicuo, lo mandó a la muerte. Oh Madre dolorosa, le diría san Juan, tu Hijo ya ha sido sentenciado a Muerte y ya ha salido llevando él mismo la cruz camino del Calvario; así lo registró el Evangelio: “Y llevando la cruz salió hacia el lugar que llaman Calvario” (Jn 19, 17); ven, si quieres verlo y darle el último adiós en el camino por donde ha de pasar.
Parte María con Juan, y por las huellas de sangre que ve por las calles advierte que ya ha pasado por allí su Hijo. Como ella le reveló a santa Brígida: Por las huellas conocí por dónde había pasado mi Hijo, pues aparecía la tierra ensangrentada. Dice san Buenaventura que la afligida Madre, acortando por una calle, fue a desembocar en la calle por donde había de pasar su Hijo atribulado. Dice san Bernardo: la más afligida de las madres va al encuentro del más afligido de los hijos. Esperó María en aquel lugar; ¡y cuántos escarnios tuvo que oír de los judíos que la conocían dirigidos contra su Hijo y, tal vez, contra ella misma!
3. María presencia el paso de Jesús
¡Qué exceso de dolor fue para ella ver los clavos, los martillos y los cordeles que llevaban delante los verdugos y todos los horribles instrumentos para matar a su Hijo! ¡Y qué espada para su corazón al oír la corneta que anunciaba la sentencia contra su Jesús! Pero he aquí que después de haber pasado los instrumentos, el pregonero y los ministros de la justicia, alza los ojos y ¿qué ve? Ve a un joven cubierto de sangre de pies a cabeza, con una corona de espinas, con una pesada cruz sobre las espaldas; lo contempla y casi no lo conoce, diciendo entonces con Isaías: “No tenía apariencia ni presencia” (Is 53, 2). Sí, porque las heridas, las moraduras y la sangre coagulada le hacían semejante a un leproso, de modo que estaba desconocido: “Despreciado, varón de dolores, desecho de hombre, no lo tuvimos en cuenta” (Is 53, 3).
Pero, al fin, el amor se hizo reconocer; y una vez que lo hubo conocido, como dice san Pedro de Alcántara: “Qué lucha se entabló entre el amor y el temor en el corazón de María. Por una parte, deseaba verlo; mas, por otra, le daba temor ver algo tan digno de compasión. Finalmente, se miraron; el Hijo, apartándose de los ojos un grumo de sangre que le impedía la visión, como le fue revelado a santa Brígida, y la Madre miró al Hijo. Y sus miradas llenas de dolor fueron como otras tantas flechas que traspasaron aquellas dos almas enamoradas. Margarita, hija de santo Tomás Moro, cuando vio que su padre iba hacia la muerte, no pudo decir más que: ¡Padre, padre!, y cayó desvanecida a sus pies. María, cuando vio a su Hijo que iba hacia el Calvario, no se desvaneció, no; porque como dice el P. Suárez, la Madre de Dios no podía perder el uso de la razón; ni murió, pues Dios la reservaba para un mayor dolor; pero si no murió sí sufrió un dolor capaz de causar mil muertes.
Quería la Virgen abrazarlo, como dice san Anselmo, pero los esbirros la rechazan, injuriándola, y empujan hacia adelante al adorado Señor; y María lo sigue de cerca. Virgen santa, ¿a dónde vas? ¿Al Calvario? ¿Te atreverás a ver colgado de la cruz al que es tu vida? San Lorenzo Justiniano imagina que el Hijo le dice: Oh Madre mía, detente: ¿a dónde quieres ir? Si vienes conmigo serás atormentada con mi dolor y yo con el tuyo. Pero a pesar de que ver morir a Jesús le ha de costar un dolor tan acerbo, la amante María no quiere dejarlo. El Hijo va delante, y la Madre junto a él para ser con él crucificada. Dice Guillermo: La Madre llevaba su cruz y le seguía para ser crucificada con él.
Escribe san Juan Crisóstomo: Hasta de las fieras nos compadecemos. Si viéramos a una leona que va detrás de su cachorro que lo llevan a matar, daría compasión. ¿Y no dará compasión ver a María junto a su Cordero inmaculado que es llevado a la muerte? Tengamos compasión de ella y procuremos acompañar a su Hijo y a ella también nosotros, llevando con paciencia la cruz que nos manda el Señor. Pregunta san Juan Crisóstomo: ¿Por qué Jesucristo quiso estar solo en los demás sufrimientos y en cambio, al llevar la cruz, quiso ser ayudado por el Cireneo? Y responde: Para que comprendas que la cruz de Cristo no te sirve de nada sin la tuya. No basta para salvarte la sola cruz de Jesús si no llevamos con resignación la nuestra hasta la muerte.
EJEMPLO La cruz nos une a Dios
Se le apareció el Salvador a sor Dominica, religiosa en Florencia, y le dijo: Piensa en mí y ámame, que yo pensaré siempre en ti y te amaré. Y le ofreció un ramillete de flores con una cruz, significando con ello que las consolaciones de los santos en este mundo han de ir siempre acompañadas de la cruz. Las cruces unen las almas a Dios. San Jerónimo Emiliano, siendo soldado lleno de vicios, cayó en manos de sus enemigos, que lo encerraron en una mazmorra. Allí, conmovido por sus tribulaciones e iluminado por Dios para cambiar de vida, recurrió a la Santísima Virgen, y con la ayuda de esta divina Madre comenzó a llevar vida de santo. Mereció ver el trono de gloria que Dios le tenía preparado en el cielo. Fue fundador de los Padres Somascos, murió como un santo y ha sido canonizado.
ORACIÓN PARA LLEVAR LA CRUZ
Madre dolorosa,
por el mérito del dolor que sentiste
al ver a tu amado Jesús condenado a muerte,
alcánzame la gracia de llevar con paciencia
las cruces que Dios me manda.
¡Feliz de mí si logro acompañaros
llevando mi cruz hasta la muerte!
Tú y Jesús, inocentes,
habéis llevado una cruz muy pesada;
y yo, pecador, que he merecido el infierno,
¿rehusaré llevar la mía?
Oh Virgen inmaculada,
de ti espero la ayuda
para sufrir las cruces con paciencia. Amén.
Quinto dolor: La muerte de Jesús
1. María al pie de la cruz
Es cosa de admirar una nueva clase de martirio: una madre condenada a ver morir ante sus ojos, ejecutado con bárbaros tormentos, a un hijo inocente y al que amaba con todo su corazón. “Estaba junto a la cruz su Madre” (Jn 19, 25). No se le ocurre a san Juan decir otra cosa para ponderar el martirio de María; contémplala junto a la cruz a la vista de su Hijo moribundo y después dirás si hay dolor semejante a su dolor. Detengámonos también nosotros hoy en el Calvario a considerar esta quinta espada que traspasó el corazón de María por la muerte de Jesús.
Apenas llegado al Calvario el Redentor, rendido de fatiga, los verdugos lo despojaron de sus vestiduras y clavaron a la cruz sus sagradas manos y sus pies con clavos, no afilados sino romos para más atormentarlo, como dice san Bernardo. Una vez crucificado levantaron la cruz, y así lo dejaron hasta que muriera. Lo abandonaron los verdugos, pero no lo abandonó María. Entonces se acercó más a la cruz para asistir a su muerte. Le dijo la Santísima Virgen a santa Brígida: Yo no me separaba de él y estaba muy próxima a su cruz. San Buenaventura le habla así: Señora, ¿de qué te sirvió el ir al Calvario para ver morir a este Hijo? ¿Por qué no te detuvo la vergüenza y el horror de semejante crimen? Debía retenerte la vergüenza, ya que su oprobio era también el tuyo siendo su Madre. Al menos debiera detenerte el horror de semejante delito al ver un Dios crucificado por sus mismas criaturas. Pero responde el mismo santo: Es que tu corazón no pensaba en su propio sufrimiento, sino en el dolor y en la muerte del Hijo amado; y por eso quisiste tú misma asistirle, al menos acompañándole.
Dice el abad Guillermo: Oh verdadera Madre, Madre llena de amor, a la que ni siquiera el espanto de la muerte pudo separar del Hijo amado. Pero, oh Señor, ¡qué espectáculo tan doloroso era el ver a este Hijo agonizando sobre la cruz y ver agonizar a esta Madre que sufría todas las penas que padecía el Hijo! María reveló a santa Brígida el estado lamentable de su Hijo moribundo como ella lo vio en la cruz. Está mi amado Jesús en la cruz con todas las ansias de la agonía: los ojos hundidos, entornados y mortecinos; las mejillas amoratadas y el rostro demudado, la boca entreabierta, los cabellos ensangrentados, la cabeza caída sobre el pecho, el vientre contraído, los brazos y las piernas entumecidos y todo su cuerpo lleno de llagas y de sangre.
2. María participa en todos los dolores de su Hijo
Todos estos sufrimientos de Jesús, dice san Jerónimo, eran a la vez los sufrimientos de María. Cuantas eran las llagas en el cuerpo de Cristo, otras tantas eran las llagas en el corazón de María. El que entonces se hubiera hallado en el Calvario, dice san Juan Crisóstomo, hubiera encontrado dos altares en que se consumaban dos grandes sacrificios: uno en el cuerpo de Jesús y otro en el corazón de María. Pero más acertado me parece lo que dice san Buenaventura de que había sólo un altar, es decir, la sola cruz del Hijo, en la cual, junto con la víctima que era este Cordero divinal, se sacrificaba también la Madre; por eso el santo le pregunta: Oh María, ¿dónde estabas? ¿Junto a la cruz? Ah, con más propiedad diré que estabas en la misma cruz sacrificándote crucificada con tu mismo Hijo. Así se expresa san Agustín: La cruz y los clavos fueron del Hijo y de María; crucificado el Hijo, también estaba crucificada la Madre. En efecto, porque como dice san Bernardo, lo que hacían los clavos en el cuerpo de Jesús, lo hacía el amor en el corazón de María; de manera que, como escribe san Bernardino, al mismo tiempo que el Hijo sacrificaba el cuerpo, la Madre sacrificaba su alma.
3. María muestra la mayor fortaleza
Las madres, por lo común, no quieren presenciar la muerte de sus hijos; pero si una madre se ve forzada a asistir a un hijo que muere, procura darle todos los alivios posibles; le acomoda en el lecho para que esté de la manera más confortable, le suministra bebida fresca y así va la infeliz madre consolando su dolor. ¡Oh Madre, la más afligida de todas! ¡Oh María, a ti te ha tocado asistir a Jesús moribundo, pero no has podido darle ningún alivio! Oye María al Hijo, que dice: “Tengo sed”, pero no pudo ella darle un poco de agua para refrescarlo. No pudo decirle otra cosa, como observa san Vicente Ferrer, sino esto: Hijo no tengo más que el agua de mis lágrimas. Veía que el Hijo en aquel lecho de dolor, colgado de aquellos clavos, no encontraba reposo; quería abrazarlo para aliviarlo, al menos para que expirase entre sus brazos, pero era imposible. Quería abrazarlo, dice san Bernardo, pero las manos, extendidas en vano, volvían hacia sí vacías.
Veía a su pobre Hijo que en aquel mar de penas andaba buscando quien le consolase, como lo había predicho por boca del profeta: “El lagar lo pisé yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo; miré bien y no había auxiliador” (Is 53, 3; 5); pero ¿quién iba a querer consolarlo si todos los hombres eran sus enemigos, si aun estando en la cruz blasfemaron de él y se le reían, unos de una manera y otros de otra? “Los que pasaban blasfemaban contra él moviendo la cabeza” (Mt 27, 39). Unos le decían a la cara: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 42). Y otros: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”. “Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz” (Mt 27, 42). Dijo la Santísima Virgen a santa Brígida: Oí a unos que llamaban a mi Hijo ladrón y a otros que lo llamaban impostor; a algunos decir que nadie merecía la muerte como él; y todas esas cosas eran como nuevas espadas de dolor.
Pero lo que más acrecentó el dolor de María, junto con la compasión hacia su Hijo, fue oírle lamentarse de que hasta el eterno Padre le había abandonado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 26, 46). Palabras, como dijo la Madre de Dios a santa Brígida, que no se le pudieron ya apartar de la mente ni del corazón, mientras no hacía otra cosa que ofrecer a la justicia divina la vida de su Hijo por nuestra salvación. Por esto comprendemos que ella, por mérito de sus dolores, cooperó a que naciéramos para la vida de la gracia, que por esto somos hijos de sus dolores.
4. María, madre de todos al pie de la cruz
Dice Lanspergio: Quiso Cristo que ella estuviera presente como cooperadora de nuestra redención; pues había decretado dárnosla como Madre, debía darnos a luz como hijos en la cruz. Y si el corazón de María encontró algún alivio en aquel mar de amarguras, esto era lo único que entonces la consolaba: saber que por medio de sus dolores nos estaba dando a luz para la vida eterna. Eso mismo le reveló Jesús a santa Brígida: María, mi Madre, por su compasión y caridad, se hizo madre de todos en el cielo y en la tierra. Y de hecho éstas fueron las últimas palabras con que Jesús se despidió de ella antes de morir, éste fue el último recuerdo, dejarnos por sus hijos en la persona de Juan cuando le dijo: “Mujer, he aquí a tu Hijo” (Jn 19, 26).
Y desde ese momento empezó María a ejercer con nosotros el oficio de madre buena, porque como atestigua san Pedro Damiano, el buen ladrón se convirtió y se salvó por las plegarias de María: Por eso se arrepintió el buen ladrón, porque la Virgen Santísima, colocada entre la cruz del Hijo y la del ladrón, oraba por él, recompensándole con ello el servio que en otro tiempo él le había hecho. Con esto alude a lo que aseveran antiguos autores diciendo que este ladrón, en la huida a Egipto con el niño Jesús, había estado cortés con ellos. Este oficio de intercesión la Santísima Virgen ha continuado y continúa realizándolo.
EJEMPLO Un pecador se salva por los dolores de María
En Perugia, un joven le prometió al demonio que si le facilitaba cometer cierto pecado le entregaba su alma, y le hizo escritura del trato firmada con su sangre. Cometido el pecado, el demonio quiso saldar la promesa y lo llevó al borde de un pozo, amenazándole que si no se tiraba lo levaría en cuerpo y alma a los infiernos. El joven desgraciado, pensando que no podía escapar de sus garras, se acercó al borde del pozo para lanzarse, pero aterrorizado ante el espectro de la muerte, le dijo al enemigo que no tenía valor para arrojarse, que lo empujara él. El joven llevaba al cuello el escapulario de la Virgen Dolorosa, por lo que le dijo el demonio: Quítate eso, que yo te ayudaré a cumplir lo prometido. Pero el joven, comprendiendo que por el escapulario le seguía protegiendo la Madre de Dios, dijo que no se lo quería quitar. Después de muchos altercados el demonio se retiró avergonzado y el pecador, reconocido a la Madre Dolorosa, fue a agradecerle el gran favor, y arrepentido de sus pecados colgó el fatal documento en un cuadro en el altar de la iglesia de Santa María la Nueva, en Perugia.
ORACIÓN PIDIENDO EL AMOR DE CRISTO
¡Oh Madre, la más dolorosa de todas!
¡Ha muerto tu Hijo,
el más amable y el que tanto te amaba!
Llora, que te sobra razón para llorar.
¿Quién podrá consolarte?
Sólo puede consolarte el pensamiento
de que Jesús, con su muerte,
ha vencido al infierno,
ha abierto el paraíso
que estaba cerrado para los hombres
y ha conquistado multitud de almas.
Desde el trono de la cruz ha de reinar
sobre muchos corazones
que, vencidos por su amor,
con amor le han de servir.
No te desdeñes entre tanto, Madre mía,
de admitirme a tu lado
para llorar contigo,
pues más motivo tengo yo para llorar
por haberle ofendido tanto.
Madre de misericordia,
yo, por los méritos de mi Redentor
y por el mérito de tus dolores,
espero el perdón y la eterna salvación. Amén.
Sexto dolor: Lanzada y descendimiento de la cruz
1. María, madre de todo dolor
“Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lm 1, 12). Almas devotas, escuchad lo que dice la Virgen Dolorosa: Amadas hijas, yo no quiero que vengáis a consolarme, porque mi corazón no es capaz de consuelo en esta tierra después de la muerte de mi amado Jesús. Si queréis complacerme, esto es lo que quiero de vosotras: contempladme y ved si en el mundo ha existido jamás un dolor semejante al mío al ver que me arrebataban con tanta crueldad al que era todo mi amor.
Pero, Señora, ya que no admites consuelo en tanto padecer, permíteme que te diga que con la muerte de tu Hijo no han concluido tus sufrimientos. Vas a ser herida con nueva espada de dolor al ver traspasar con una lanzada cruel el costado de tu mismo Hijo ya muerto, y después tendrás que recogerlo entre tus brazos al ser bajado de la cruz. Esto es lo que vamos a considerar en el sexto dolor que afligió a esta pobre Madre. Esto reclama nuestra atención y nuestras lágrimas, porque los dolores de nuestra Señora la Virgen María no la atormentaron de uno en uno, sino que en esta ocasión pareciera que acudieron todos en tropel a asaltarla.
Basta decirle a una madre que ha muerto su hijo para revivir en ella todo el amor a su hijo perdido. Algunos, para aliviar a las madres cuando han muerto sus hijos, tratan de recordarles los disgustos que les dieron. Pero, Reina mía, si yo quisiera con ese procedimiento aliviar tu dolor por la muerte de Jesús, ¿qué disgusto recibido de él podría recordar? No, porque él siempre te amó, siempre te obedeció, siempre te respetó. Y ahora lo has perdido. ¿Quién podrá ponderar de modo apropiado tu sufrimiento? Tú sola que lo probaste puedes explicarlo.
2. María ofrece a su Hijo al Padre
Habiendo muerto nuestro Redentor, dice un autor piadoso, el primer pensamiento de la Madre de Dios fue acompañar a su Hijo y presentarlo al Padre eterno. Debió decirle María: Te presento, Dios mío, a tu Hijo e hijo mío, que ya te ha obedecido hasta en la muerte; recíbelo entre tus brazos. Ya está satisfecha tu justicia y cumplida tu voluntad; ya está consumado el gran sacrificio digno de tu eterna gloria. Y después, mirando el cuerpo muerto de su Jesús, diría: Oh llagas, llagas de amor, yo os adoro y con vosotras me congratulo, ya que por vuestro medio se ha realizado la salvación del mundo. Quedaréis abiertas en el cuerpo de mi Hijo para ser el refugio de aquellos que en vosotras se amparen. ¡Cuántos por vosotras recibirán el perdón de sus pecados y por vosotras se inflamarán en amor del sumo bien!
Para que no se perturbase la alegría del sábado pascual, querían los judíos que fuera bajado de la cruz el cuerpo de Jesús; pero como no se podían bajar los ajusticiados si no estaban muertos, por eso vinieron algunos con mazas de hierro a romperle las piernas, como de hecho lo hicieron con los dos ladrones. Y María, mientras estaba llorando la muerte de su Hijo, vio aquellos hombres armados que venían contra su Hijo. Y al verlos, primero tembló de espanto y después les dijo: Mirad que mi Hijo ya está muerto; no le ultrajéis más y no sigáis atormentándome a mí, su pobre madre. Les suplicó que no le quebrantasen las piernas, dice san Buenaventura. Pero mientras les estaba diciendo esto, vio que un soldado le da violentamente una lanzada y con ella le abre el costado a Jesús. “Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Al golpe de la lanza retembló la cruz y el corazón de Jesús quedó abierto, como le fue revelado a santa Brígida. Salió sangre y agua que aún le quedaba y también la quiso derramar el Salvador para darnos a entender que no tenía más sangre que darnos. El ultraje de esta lanza fue para Jesús, pero el dolor fue para María. Dice Lanspergio: Compartió Cristo con su Madre su sufrimiento de esta herida, de modo que él recibió el ultraje y María el dolor. Afirman los santos padres que esta fue la espada que predijo a la Virgen el santo anciano Simeón; espada no de acero, sino de dolor que traspasó su alma bendita al traspasar la lanza el corazón de Jesús donde ella siempre moraba. Así dice, entre otros, san Bernardo: La lanza que atravesó su costado atravesó a la vez el alma de la Virgen, que no podía separarse de él. Reveló la Madre de Dios a santa Brígida: Al sacar la lanza, estaba teñido el hierro con la sangre. Entonces me pareció como si mi corazón se viera traspasado al ver el corazón de mi Hijo traspasado. Dijo el ángel a santa Brígida que fueron tantos y tales los sufrimientos de María, que no murió por milagro de Dios. En los demás dolores tenía al menos al Hijo que la compadecía; en éste no tenía al Hijo que la pudiera consolar.
3. María recibe el cuerpo de su Hijo
Temiendo la Madre Dolorosa que le hicieran nuevos ultrajes al Hijo amado, le rogó a José de Arimatea que consiguiera de Pilatos el cuerpo de Jesús para que, al menos muerto, pudiera cuidarlo y librarlo de nuevos ultrajes. Fue José a Pilatos y le expuso el dolor y el deseo de esta Madre afligida. Dice san Anselmo que la compasión de la Madre enterneció a Pilatos y le movió a conceder el cuerpo del Salvador.
He aquí que ya bajan a Jesús de la cruz. Oh Virgen sacrosanta, después que tú, con tanto amor has dado al mundo a tu Hijo por nuestra salvación, he aquí que el mundo ingrato ya te lo devuelve. Pero, oh Señor, ¿cómo te lo devuelve? María diría entonces al mundo: “Mi amado es fúlgido y rubio” (Ct 5, 10), pero tú me lo entregas lleno de cardenales y rojo, no por el color de su carne, sino por las llagas que le has hecho. Él enamoraba con su aspecto y ahora da espanto a quien lo mira. ¡Cuántas espadas, dice san Buenaventura, hirieron el alma de esta Madre al serle presentado el Hijo bajado de la cruz! Basta considerar el sufrimiento de cualquier madre cuando le presentan a su hijo muerto. Se le reveló a santa Brígida que para bajarlo de la cruz se utilizaron tres escalas. Primero, los santos discípulos desclavaron las manos y a continuación los pies. Y los clavos fueron confiados a María, como dice Metafraste. Luego, sosteniendo unos el cuerpo de Jesús por la parte superior y otros por la parte inferior, lo bajaron de la cruz. Bernardino de Bustos medita cómo la afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y después se sienta al pie de la cruz teniéndole en su regazo. Ve aquella boca entreabierta, los ojos nublados, aquella carne lacerada, aquellos huesos descarnados; le quita la corona de espinas y ve los estragos que le ha causado en su sagrada cabeza; mira aquellas manos y aquellos pies traspasados, y dice: ¡Hijo mío, a qué te ha reducido el amor que tienes a los hombres! ¿Qué mal les has hecho que así te han tratado? San Bernardino de Bustos le hace decir: Tú eras para mí un padre, un hermano, un esposo, mis delicias y mi gloria; tú eras todo para mí. Hijo, mira cómo estoy de afligida, mírame y consuélame. Pero tú ya no me puedes mirar. Habla, dime una palabra de alivio; pero no hablas ya porque estás muerto. Oh espinas crueles, decía contemplando aquellos instrumentos atroces, clavos, lanza despiadada, ¿cómo habéis podido atormentar así a vuestro Creador? Pero ¿qué espinas?, ¿qué clavos? Oh pecadores, exclamaba, vosotros sois los que habéis maltratado de este modo a mi Hijo.
4. María sólo halla consuelo si evitamos el pecado
Así se expresaba María, y se lamentaba por culpa de nosotros. Pero si ahora pudiera padecer, ¿qué diría?, ¿qué pena no sentiría al ver que los hombres, después de haber muerto el Hijo suyo, continuaban persiguiéndole y crucificándole con sus pecados? No atormentemos más a esta Madre Dolorosa; y si en lo pasado la hemos afligido con nuestras culpas, hagamos lo que ahora nos dice, que es esto: “Tened seso, rebeldes” (Is 56, 8). Pecadores, volveos hacia el Corazón herido de Jesús; volved arrepentidos, que él os acogerá. Huye de él para refugiarte en él, parece decirnos conforme al abad Guérrico; del juez, al Redentor; del tribunal, a la cruz. Según las revelaciones de la Virgen a santa Brígida, a su Hijo ya bajado de la cruz, le pudo cerrar los ojos, pero le costó cruzarle los brazos, como si quisiera darle a entender que Jesucristo quiso seguir con los brazos abiertos para acoger a todos los pecadores arrepentidos que vuelven a él. Oh mundo, parece seguir diciendo María, “era tu tiempo, el tiempo de los amantes” (Ez 16, 8). Mira, oh mundo, que mi Hijo ha muerto por salvarte y no es tiempo para el temor, sino para el amor; tiempo de amar al que para demostrarte el amor que te tiene ha querido padecer tanto.
Dice san Bernardino: Por eso fue vulnerado el corazón de Cristo, para que a través de la llaga visible se viera la herida del amor invisible. Si, pues, concluye María, al decir del Idiota, mi Hijo ha querido que le fuera abierto el costado para darte su corazón, es del todo razonable que tú también le des el tuyo. Y si queréis, hijos de María, encontrar sitio en el corazón de Jesús, sin veros rechazados, id junto a María, dice Ubertino de Casale, que ella os conseguirá la gracia. Y en prueba de esto, he aquí un ejemplo.
EJEMPLO Misericordia de Dios con un pecador arrepentido
Refiere el Discípulo (sobrenombre de Juan Herolt) que un pobre pecador, después de haber cometido toda suerte de crímenes hasta llegar a matar a su padre y a un hermano, como es natural, andaba fugitivo. Este hombre, un día de cuaresma, oyendo a un predicador hablar sobre la divina misericordia, fue a confesarse con él. El confesor, oyendo tan grandes pecados, después de absolverlo lo mandó ante el altar de la Virgen Dolorosa para que rezara ante ella la penitencia. Fue el pecador y comenzó a rezar, cayendo muerto de repente. Al día siguiente, recomendando el sacerdote al pueblo aquella alma, se vio volar por la iglesia una blanca paloma de la que se desprendió, ante los pies del sacerdote, un papel que decía: Su alma, apenas salir del cuerpo, ha entrado en el paraíso; y tú, sigue predicando la infinita misericordia de Dios.
ORACIÓN PIDIENDO EL AMOR DE DIOS
Virgen Dolorosa,
alma grande en las virtudes
y grande en los dolores,
enséñame a sufrir contigo,
imitando tu entrega y fortaleza
que nacen del gran incendio de amor
que tienes a Dios, pues tu corazón
no sabe amar más que a él.
Madre mía, ten compasión de mí
que no he amado a Dios
y que tanto le he ofendido.
Tus dolores me dan gran confianza
de conseguir el perdón.
Pero con esto no basta,
quiero amar a mi Señor.
¿Y quién mejor que tú, Madre del amor hermoso,
me lo puede alcanzar?
María, tú que consuelas a todos,
consuélame también a mí. Amén.s cualidades, tu hermosura, tu gracia, tu virtud, tus
modales amables, todas las muestras de amor especialísimo que me has dado se han
trocado en otras tantas flechas de dolor, que cuanto más me han inflamado en tu
amor, tanto más me hacen sentir ahora la pena cruel de haberte perdido. Hijo
mío tan amado, al perderte a ti lo he perdido todo. San Bernardo imagina que le
habla así: ¡Oh verdadero Hijo de Dios, tú eras para mí padre, hijo y esposo; tú
eras el alma mía! Ahora me veo huérfana de padre, quedo viuda sin esposo, me
siento desolada sin hijo; habiendo perdido al hijo, lo he perdido todo.
De este modo está
María anegada en su dolor abrazada a su Hijo; pero los santos discípulos,
temiendo que esta pobre madre muriese allí de dolor, se apresuraron a quitarle
de su regazo aquel Hijo muerto para darle sepultura. Por lo cual, con reverente
violencia se lo quitaron de los brazos y, embalsamándolo con aromas, lo
envolvieron en la sábana ya preparada, en la que quiso el Señor dejar al mundo
impresa su figura, como se ve hoy en Turín.
Ya lo llevan al
sepulcro en fúnebre cortejo: los discípulos lo cargan a hombros; los ángeles
del cielo lo acompañan; las santas mujeres van detrás, y con ellas la Madre
dolorosa siguiendo al Hijo a la sepultura. Llegados al lugar del sepulcro,
cuánto hubiera deseado María quedar en él con su Hijo si ésa hubiera sido su
voluntad. Pero como no era ése el divino querer, al menos acompañó al cuerpo sagrado
de Jesús dentro del sepulcro mientras lo colocaban allí. Al ir a rodar la piedra
para cerrar el sepulcro, los discípulos del Salvador debieron dirigirse a la Virgen
para decirle: Ea, Señora, hay que rodar la piedra; resígnate, míralo por última
vez y despídete de tu Hijo. Y la Madre dolorosa le diría: Hijo mío amadísimo,
recibe el corazón de tu amada Madre que dejo sepultado con el tuyo. Dijo la
Virgen a santa Brígida: Puedo decir con verdad que habiendo sido sepultado mi
Hijo, allí quedaron sepultados dos
corazones.
Por fin ruedan la
piedra y queda encerrado en el santo sepulcro el cuerpo de Jesús, aquel gran
tesoro, que no lo hay mayor ni en el cielo ni en la tierra. Hagamos aquí una
digresión: María deja sepultado su corazón en el sepulcro con Jesús, porque
Jesús es todo su tesoro. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Lc 12, 34).
¿Y nosotros dónde tenemos puesto nuestro corazón? ¿Tal vez en las criaturas? ¿En
el fango? ¿Y por qué no en Jesús que aun habiendo ascendido al cielo ha querido
quedarse, no ya muerto, sino vivo en el santísimo Sacramento del altar para tenernos
consigo y poseer nuestros corazones?
2. María se despide de su Hijo
Pero volvamos a
María. Al decir de san Buenaventura, al partir del sepulcro lo bendijo
diciendo: Sagrada piedra, piedra afortunada que
ahora guardas dentro de ti al que ha estado nueve meses en mi seno, yo te
bendigo y te envidio; te dejo que custodies este Hijo mío que es todo mi bien y
todo mi amor. Y después, dirigiéndose al eterno Padre, diría: Oh Padre, a ti
encomiendo a este tu Hijo y mío. Y con esto, dando el último adiós
al Hijo y al sepulcro, se marchó y se volvió a casa. Andaba esta pobre Madre
tan triste y afligida que, según san Bernardo, excitaba las lágrimas de muchos
aun sin querer, de modo que por donde pasaba los que la veían no podían
contener el llanto. Y añade que los que la
acompañaban lloraban por el Señor y por ella a la vez.
Afirma san Buenaventura
que las santas mujeres le pusieron un velo de luto,
como el de las viudas, que le ocultaba en gran parte el rostro. Y dice que al pasar
de vuelta junto a la cruz bañada con la sangre de Jesús, fue la primera en adorarla,
y diría: Oh cruz santa, yo te beso y te adoro porque ya no eres madero infame,
sino trono de amor y altar de misericordia consagrado con la sangre del Cordero
divino que ya ha sido en ella sacrificado por la salud del mundo.
3. María en
soledad
Después se aleja
de la cruz y retorna a casa. Entrando en ella mira en torno, pero ya no ve a
Jesús, y le vienen a la memoria todos los recuerdos de su hermosa vida y de la
despiadada muerte. Se acuerda de los primeros abrazos que le dio al Hijo en la
gruta de Belén, de los coloquios tenidos con él durante tantos años en la casita
de Nazaret; le vienen a la mente las constantes muestras de afecto mutuo, las tiernas
miradas llenas de amor, las palabras de vida eterna que salían siempre de su
boca divina. Pero luego se le representan las terribles escenas vividas aquel mismo
día; se le representan aquellos clavos, aquella carne lacerada de su Hijo, aquellas
llagas profundas, aquellos huesos a la vista, aquella boca entreabierta, aquellos
ojos sin vida. ¡Qué noche aquella de dolor para María! Contemplando a san Juan,
la Madre dolorosa le preguntaría: Juan, ¿dónde está tu maestro? Después le preguntaba
a Magdalena: Dime, hija, ¿dónde está tu amado? ¿Quién te lo ha quitado? Llora
María y con ella todos los que la acompañan.
Y tú, alma mía,
¿no lloras? Vuelto hacia María, dile con san Buenaventura: Déjame, Señora mía, que llore contigo; tú eres la
inocente y yo soy el reo. Ruégale que al menos te admita a llorar con ella: haz
que llore contigo. Ella llora por amor, llora tú de dolor por tus pecados. Y de
esta manera, llorando tú, podrás tener la gracia de aquel de quien se habla en
el siguiente ejemplo.
EJEMPLO Visita
de María a un religioso moribundo
Refiere el P.
Engelgrave que un religioso vivía tan atormentado por los escrúpulos, que a
veces estaba casi al borde de la desesperación; pero como era devotísimo de la Virgen de los Dolores, recurría siempre
a ella en sus luchas espirituales y contemplando sus dolores se sentía
reconfortado. Le llegó la hora de la muerte y,
entonces, el demonio le acosaba más que nunca con
sus escrúpulos y lo tentaba de desesperación. Cuando he aquí que la
piadosa Madre, viendo a su pobre hijo tan angustiado, se le apareció y le dijo:
¿Y tú hijo mío, te consumes de angustias cuando en
mis dolores tantas veces me has consolado? Hijo mío, ¿por qué te entristeces
tanto y estás lleno de temor, tú que no has hecho más que consolarme con tu
compasión de mis dolores? Jesús me manda para que te consuele; así que ánimo,
llénate de alegría y ven conmigo al paraíso. Y al decir esto el devoto
religioso, lleno de consuelo y confianza, plácidamente expiró.
ORACIÓN PARA ALCANZAR PAZ Y SALVACIÓN
Madre mía dolorosa,
no quiero dejarte sola con tu llanto,
sino que a tus lágrimas quiero unir las mías.
Esta gracia te pido hoy:
un recuerdo continuo, con tierna devoción,
de la pasión de Jesús y de la tuya
para que en los días que me queden de vida
siempre llore tus dolores, Madre mía,
y los de mi Redentor.
Espero que en la hora de mi muerte
estos dolores me darán confianza
para no desesperarme
a la vista de los pecados
con que ofendí a mi Señor.
Ellos me han de alcanzar el perdón,
la perseverancia y el paraíso,
donde espero regocijarme contigo
y cantar por siempre
las infinitas misericordias de mi Dios.
Así lo espero, así sea. Amén.
Sección
III
VIRTUDES
PRACTICADAS POR MARÍA
Dice san Agustín
que para obtener con seguridad y en abundancia los favores de los santos
es necesario imitarlos
para que viendo que practicamos las virtudes que ellos ejercitaron se sientan
más movidos a interceder por nosotros. La reina de los santos y nuestra
primera abogada María, en cuanto arranca a un alma de
las garras de Lucifer y la une a Dios, quiere que se ponga a imitarla; de lo contrario no podrá enriquecerla de gracia como
quisiera viéndola tan en contra de sus costumbres. Por eso María llama
bienaventurados a los que imitan su vida con esmero: “Ahora, hijos, oídme:
dichosos los que guardan mis caminos” (Pr 8, 32). El que ama, o es semejante o
trata de parecerse a la persona amada, conforme al célebre dicho: el amor, o
los encuentra o los hace iguales. Por eso exhorta san Jerónimo a que si amamos a María tratemos de imitarla porque éste es el
mayor obsequio que podemos ofrecerle. Dice Ricardo de San Lorenzo
que pueden llamarse y son verdaderos hijos de
María los que tratan de vivir como ella vivió: Son hijos de María sus
imitadores. Procure, pues, el hijo, concluye
san Bernardo, imitar a la Madre si desea sus favores, porque al verse honrada
como madre lo tratará como verdadero hijo.
Al hablar de las
virtudes de esta Madre, aunque pudiera parecer que son pocas las cosas que de
ella en particular, nos refieren los santos Evangelios, sin embargo, con decir
que es la llena de gracia es claro que ella poseyó todas las virtudes, y todas
en grado heroico. De tal manera, dice santo Tomás, que en aquella virtud en que
ha sido extraordinario cualquier santo en particular, la bienaventurada Virgen
ha sido excelente, y en todas se nos presenta como ejemplar. De modo parecido
dice san Ambrosio: Fue María de tal condición que su sola vida es modelo para
la de todos. Por lo que después escribió: “Sea para vosotros la virginidad de María
y su vida, como si se representara en un espejo en el que brilla todo modelo de
toda virtud. Tomad de aquí ejemplos de vida..., lo que debáis corregir, aquello
de lo que debáis huir, lo que tenéis que hacer.
Y porque, como
nos enseñan los santos Padres, la humildad es el fundamento de todas las
virtudes, por eso veremos en primer lugar lo grande que fue la humildad de la
Madre de Dios.
1.
HUMILDAD DE MARÍA
1. María cultiva
la humildad
La humildad, dice
san Bernardo, es el fundamento y guardián
de todas las virtudes. Y con razón, porque sin humildad no es
posible ninguna virtud en el alma. Todas las virtudes se esfuman si desaparece
la humildad. Por el contrario, decía san Francisco de Sales, como
refiere santa Juana de Chantal, Dios es tan amigo de la humildad que acude enseguida allí
donde la ve. En el mundo era desconocida tan hermosa y necesaria
virtud, pero vino el mismo Hijo de Dios a la tierra para enseñarla con su
ejemplo y quiso que especialmente le imitáramos en esa virtud: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11, 29). María, siendo la primera y más perfecta discípula de
Jesucristo en todas las virtudes, también lo fue en esta virtud de la humildad,
gracias a la cual mereció ser exaltada sobre todas las criaturas. Se le reveló
a santa Matilde que la primera virtud en que se
ejercitó de modo particular la bienaventurada Madre de Dios, desde el
principio, fue la humildad.
El primer acto de humildad de un corazón es tener bajo
concepto de sí. María se veía tan pequeña, como se lo manifestó a la
misma santa Matilde, que si bien conocía que
estaba enriquecida de gracias más que los demás, no se ensalzaba sobre
ninguno. No es que la Virgen se considerase pecadora, porque la humildad es andar con verdad, como dice santa
Teresa, y María sabía que jamás había ofendido a Dios. Tampoco
dejaba de reconocer que había recibido de Dios mayores gracias que todas las
demás criaturas porque un corazón humilde reconoce,
agradecido, los favores especiales del Señor para humillarse más;
pero la Madre de Dios, con la infinita grandeza y bondad de su Dios,
percibía mejor su pequeñez. Por eso se humillaba más que todos y podía decir
con la sagrada Esposa: “No os fijéis en que estoy morena, es que el sol me ha
quemado” (Ct 1, 6). Comenta san Bernardo: Al acercarme a él, me encuentro
morena. Sí, porque comenta san Bernardo: La Virgen tenía siempre ante sus ojos
la divina majestad y su nada.
Como la mendiga
que al encontrarse vestida lujosamente con el vestido que le dio la señora no
se ensoberbece, sino que más se humilla ante su bienhechora al recordar más aún
su pobreza, así María, cuanto más se veía enriquecida más
se humillaba recordando que todo era don de Dios. Dice san Bernardino
que no hubo criatura en el mundo más exaltada que
María porque no hubo criatura que más se humillase que María. Como
ninguna cristiana, después del Hijo de Dios, fue elevada tanto en gracias y
santidad, así ninguna descendió tanto al abismo de su humildad.
2. María
acepta sin alardes los dones de Dios
El humilde desvía
las alabanzas que se le hacen y las refiere todas a Dios. María se turba al oír
las alabanzas de san Gabriel. Y cuando Isabel le dice: “Bendita tú entre las
mujeres... ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme? Feliz
la que ha creído que se cumplirían todas las cosas que le fueron dichas de
parte de Dios” (Lc 1, 42-45). María, atribuyéndolo todo a Dios, le responde con
el humilde cántico: “Mi alma engrandece al Señor”.
Como si dijera: Isabel, tú me alabas porque he creído, y yo alabo a mi Dios
porque ha querido exaltarme del fondo de mi nada, “porque
miró la humildad de su esclava”. Dijo a santa Brígida:
¿Por qué me humillé tanto y merecí tanta gracia
sino porque supe que no era nada y nada tenía como propio? Por eso no quise mi
alabanza sino la de mi bienhechor y mi creador. Hablando de la
humildad de María dice san Agustín: De veras bienaventurada humildad que dio a
luz a Dios hecho hombre, nos abrió el paraíso y libró a las almas de los
infiernos.
Es propio de los
humildes el servicio. María se fue a servir a Isabel durante tres meses; a lo
que comenta san Bernardo: Se admiró Isabel de que llegara María a visitarla,
pero mucho más se admiraría al ver que no llegó para ser servida, sino para
servirla.
3. María se sitúa en segundo término
Los humildes
viven retirados y se esconden en el sitio peor; por eso María, reflexiona san
Bernardo, cuando el Hijo estaba predicando en aquella casa, como refiere san
Mateo en el capítulo 12, y ella quería hablarle, no quiso entrar sin más. Se
quedó fuera, comenta san Bernardo, y no interrumpió
el sermón con su autoridad de madre ni entró en la casa donde hablaba el
Hijo. Por eso también, estando ella con los discípulos en el Cenáculo se puso en el último lugar, que después
de los demás la nombra san Lucas cuando escribe: “Perseveraban todos unánimes
en la oración, con las mujeres y la Madre de Jesús” (Hch 1, 14). No es que san
Lucas desconociera los méritos de la Madre de Dios conforme a los cuales
debiera haberla nombrado en primer lugar, sino porque ella se había puesto
después de los apóstoles y las demás mujeres, y así los nombra san Lucas
conforme estaban colocados en aquel lugar. Por lo que escribe san Bernardo: Con
razón la última llega a ocupar el primer lugar, porque siendo María la primera
de todas, se había colocado la última.
Los humildes, en
fin, no se ofenden al ser menospreciados.
Por eso no se lee que María estuviera al lado de su
Hijo en Jerusalén cuando entró con tantos honores y entre palmas y vítores;
pero, por el contrario, cuando su Hijo moría, estuvo presente en el Calvario a
la vista de todos, sin importarle la deshonra, ante la plebe, de darse a
conocer como la madre del condenado que moría como criminal con muerte
infamante. Le dijo a santa Brígida: ¿Qué
cosa más humillante que ser llamada loca, hallarse falta de todo y verse
tratada como lo más despreciable? Ésta fue mi humildad, éste mi gozo, éste todo
mi deseo, porque no pensaba más que en agradar al Hijo mío.
Le fue dado a
entender a sor Paula de Foligno lo grande que fue la humildad de la
Santísima Virgen; y queriendo explicarlo al confesor, no sabía decir más que
esto, llena de estupor: ¡La humildad de nuestra Señora! Oh Padre, ¡la humildad
de nuestra Señora! No hay en el mundo ni un grado de humildad si se compara con
la humildad de María. El Señor hizo ver a santa Brígida dos señoras.
La una era todo fausto y vanidad: Ésta, le dijo, es la soberbia; y ésta
otra que ves con la cabeza inclinada, obsequiosa con todos y sólo pensando en
Dios y estimándose en nada, ésta es la humildad, y se llama María.
Con esto quiso Dios manifestar que su santa Madre es tan humilde que es la
misma humildad.
4. María personifica la humildad
No hay duda, como
dice san Gregorio Niceno, de que para nuestra
naturaleza caída no hay virtud que tal vez le resulte más difícil
de practicar que la de la humildad. Pero la
única manera de ser verdaderos hijos de María es siendo humildes.
Dice san Bernardo: Si no puedes imitar la virginidad de la humilde,
imita la humildad de la Virgen.
Ella siente aversión a los soberbios y llama hacia sí a los humildes.
“El que sea pequeño que venga a mí” (Pr 9, 4). Dice Ricardo de San Lorenzo:
María nos protege bajo el manto de su humildad. Y le explicó que la consideración
de su humildad es como un manto que
da calor; y como el manto no da calor si no se lleva puesto, así se ha de llevar este manto, no sólo con el pensamiento, sino con
las obras. De manera que mi humildad no aprovecha sino al que
trata de imitarla. Por eso, hija mía, vístete con esta humildad.
Cuán queridas son
para María las almas humildes. Escribe san Bernardo: La Virgen conoce y ama a los que la aman, y está
cerca de los que la invocan; sobre todo a los que ve semejantes a ella
en la castidad y en la humildad. Por lo cual el santo exhorta a los que aman a María a que sean humildes:
Esforzaos por practicar esta virtud si amáis a María. El P. Martín Alberto,
jesuita, por amor a la Virgen solía barrer la casa
y recoger la basura. Y como refiere el P. Nieremberg, se le apareció la Virgen y, agradeciéndole, le
dijo: Cómo me agrada esta obra realizada por amor mío.
Reina mía, no podré ser tu verdadero hijo si no soy
humilde. ¿No ves que mis pecados, al hacerme ingrato a mi Señor me han hecho a
la vez soberbio? Remédialo tú, Madre mía. Por los méritos de tu humildad
alcánzame la gracia de ser humilde para que así pueda ser hijo tuyo
verdadero.
2.
AMOR DE MARÍA A DIOS
1. María, madre del perfecto amor a Dios
Dice san Anselmo:
Donde hay mayor pureza, allí hay más amor. Cuanto más puro es un corazón y más
vacío de sí mismo, tanto más estará lleno de amor a Dios. María santísima,
porque fue humilde y vacía de sí misma, por lo mismo estuvo llena del divino
amor, de modo que progresó en ese amor a Dios más que todos los hombres y todos
los ángeles juntos. Como escribe san Bernardino, supera a todas las criaturas
en el amor hacia su Hijo. Por eso san Francisco de Sales la llamó con razón la
reina del amor.
El Señor ha dado
al hombre el mandamiento de amarlo con todo el corazón: “Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón” (Mt 22, 37). Este mandamiento no lo cumplirán
perfectamente los hombres en la tierra, sino en el cielo. Y sobre esto reflexiona
san Alberto Magno que sería impropio de Dios dar un mandamiento que nadie
pudiera cumplir perfectamente. Pero gracias a la Madre de Dios este mandamiento
se ha cumplido perfectamente. Estas son sus palabras: O alguno cumple este
mandamiento o ninguno. Pero si alguno lo ha cumplido, ésa ha sido la Santísima
Virgen. Esto lo confirma Ricardo de San Víctor diciendo: La Madre de nuestro
Emmanuel fue perfecta en todas sus virtudes. ¿Quién como ella cumplió jamás el
mandamiento que dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón? El amor
divino fue tan poderoso en ella que no tuvo imperfección alguna. El amor divino,
dice san Bernardo, de tal manera hirió y traspasó el alma de María que no quedó
en ella nada que no tuviera la herida del amor, de modo que cumplió sin defecto
alguno este mandamiento. María podía muy bien decir: Mi amado se me ha entregado
a mí y yo soy toda para mi amado. “Mi amado para mí y yo para mi amado” (Ct 2,
16). Hasta los mismos serafines, dice Ricardo, podían bajar del cielo para
aprender en el corazón de María cómo amar a Dios.
2. María amó a Dios en plenitud
Dios, que es amor
(1Jn 4, 8), vino a la tierra para inflamar a todos en el divino amor. Pero
ningún corazón quedó tan inflamado como el de su Madre, que siendo del todo
puro y libre de afecto terrenales estaba perfectamente preparado para arder en
este fuego bienaventurado. Así dice san Jerónimo: Estaba del todo incendiada
con el divino amor, de modo que nada mundano estorbaba el divino afecto, sino
que todo era un ardor continuo y un éxtasis en el piélago del amor. El corazón
de María era todo fuego y todo llamas, como se lee en los Sagrados Cantares:
“Dardos de fuego son sus saetas, una llama de Yavé” (Ct 8, 6). Fuego que ardía
desde dentro, como explica san Anselmo, y llamas hacia fuera iluminando a todos
con el ejercicio de todas las virtudes. Cuando María llevaba a su Jesús en brazos
podía decirse que era un fuego llevando a otro fuego. Porque como dice san Ildefonso,
el Espíritu Santo inflamó del todo a María como el fuego al hierro, de manera
que en ella sólo se veía la llama del Espíritu Santo, y por tanto sólo se advertían
en ella las llamas del divino amor. Dice santo Tomás de Villanueva que fue
símbolo del corazón de la Virgen la zarza sin consumirse que vio Moisés. Por eso,
dice san Bernardo, fue vista por san Juan vestida de sol. “Apareció una gran señal
en el cielo: la mujer vestida del sol” (Ap. 12, 1). Tan unida estuvo a Dios por
el amor dice el santo, que no es posible lo esté más ninguna otra criatura.
Por esto, asegura
san Bernardino, la Santísima Virgen no se vio jamás tentada del infierno,
porque así como las moscas huyen de un gran incendio, así del corazón de María,
todo hecho llamas de caridad, se alejaban los demonios sin atreverse jamás a
acercarse a ella. Dice Ricardo de modo semejante: La Virgen fue terrible para
los príncipes de las tinieblas, de modo que ni pretendieron aproximarse a ella
para tentarla, pues les aterraban las llamas de su caridad. Reveló la Virgen a santa
Brígida que en este mundo no tuvo otro pensamiento ni otro deseo ni otro gozo
más que a Dios. Escribe el P. Suárez: Los actos de amor que hizo la bienaventurada
Virgen en esta vida fueron innumerables, pues pasó la vida en contemplación
reiterándolos constantemente. Pero me agrada más lo que dice san Bernardino de
Bustos, y es que María no es que repitiera constantemente los actos de amor,
como hacen los otros santos, sino que por singular privilegio amaba a Dios con
un continuado acto de amor.
3. María hizo
de su vida un acto de amor continuo
Como águila real,
estaba siempre con los ojos puestos en el divino sol, de manera tal, dice san
Pedro Damiano, que las actividades de la vida no le impedían el amor, ni el
amor le obstaculizaba las actividades. Así es que María estuvo figurada en el
altar de la propiciación en el que nunca se apagaba el fuego ni de noche ni de
día. Ni aun el sueño impedía a María amar a Dios. Y si semejante privilegio se concedió
a nuestros primeros padres en el estado de inocencia, como afirma san Agustín,
diciendo que tan felices eran cuando dormían como cuando estaban despiertos, no
puede negarse que semejante privilegio lo tuvo también la Madre de Dios, como
lo reconocen entre otros san Bernardino y san Ambrosio, que dejó escrito
hablando de María: Cuando descansaba su cuerpo, estaba vigilante su alma, verificándose
en ella lo que dice el Sabio: “No se apaga por la noche su lámpara” (Pr 31,
18). Y así es, porque mientras su cuerpo sagrado tomaba el necesario descanso,
su alma, dice san Bernardino, libremente tendía hacia Dios, y así era más perfecta
contemplativa de lo que hayan sido los demás cuando estaban despiertos.
De modo que bien
podía decir con la Esposa: “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Ct 5, 2). Era,
como dice Suárez, tan feliz durmiendo como velando. En suma, afirma san
Bernardino, que María, mientras vivió en la tierra, constantemente estuvo
amando a Dios. Y dice que ella no hizo sino lo que la divina sabiduría le
mostró que era lo más agradable a Dios, y que lo amó tanto cuanto entendió que
debía ser amado por ella. De manera que, habla san Alberto Magno, bien pudo
decirse que María estuvo tan llena de santa caridad que es imposible imaginar
nada mejor en esta tierra. Creemos, sin miedo a ser desmedidos, que la Santísima
Virgen, por la concepción del Hijo de Dios recibió tal infusión de caridad cuanto
podía recibir una criatura en la tierra. Por lo que dice santo Tomás de Villanueva
que la Virgen con su ardiente caridad fue tan bella y de tal manera enamoró a
su Dios, que él, prendado de su amor, bajó a su seno para hacerse hombre. Esta
Virgen con su hermosura atrajo a Dios desde el cielo y prendido por su amor
quedó atado con los lazos de nuestra humanidad. Por esto exclama san Bernardino:
He aquí una doncella que con su virtud ha herido y robado el corazón de Dios.
4. María desea
que amemos a Dios
Y porque la
Virgen amó tanto a su Dios, por eso lo que más pide a sus devotos es que lo
amen cuanto puedan. Así se lo dijo a la beata Ángela de Foligno: Ángela,
bendita seas por mi Hijo; procura amarlo cuanto puedas. Y a santa Brígida le
dijo: Si quieres estar unida a mí, ama a mi Hijo. Nada desea María como ver amado
a su amado que es el mismo Dios. Pregunta Novarino: Por qué la Santísima Virgen
suplicaba a los ángeles con la Esposa de los Cantares que hicieran conocer a su
Señor el gran amor que le tenía al decir: “Yo os conjuro, hijas de Jerusalén;
si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma estoy de
amor” (Ct 5, 8). ¿Es que no sabía Cristo cuánto la amaba? ¿Por qué le muestra
la herida al amado que se la hizo? Responde el autor citado que con esto la
Madre de Dios quiso mostrar su amor, no a Dios, sino a nosotros, para que así
como ella estaba herida, pudiera herirnos a nosotros con el amor divino. Para
herir la que estaba herida. Y porque ella fue del todo llamarada de amor a
Dios, por eso a todos los que la aman y se le acercan María los inflama y los
hace semejantes a ella. Santa Catalina de Siena la llamaba la portadora del
fuego del divino amor. Si queremos también nosotros arder en esta divina llama,
procuremos acudir siempre a nuestra Madre con las plegarias y con los afectos. María,
reina del amor, eres la más amable, la más amada y la más amante de todas las
criaturas. Como te decía san Francisco de Sales: Madre mía, tú que ardes
siempre y toda en amor a Dios, dígnate hacerme partícipe, al menos, de una chispita
de ese amor. Tú rogaste a tu Hijo por aquellos esposos a los que les faltaba el
vino diciéndole: “No tienen vino”. ¿No rogarás por nosotros a los que nos falta
el amor de Dios, nosotros que tan obligados estamos a amarlo? Dile simplemente:
“No tienen amor”, y alcánzanos ese amor. No te pido otra gracia más que ésta.
Oh Madre, por el amor que tienes a Jesús, ruega por nosotros. Amén.
3.
AMOR DE MARÍA AL PRÓJIMO
1. María,
socorro de la Humanidad
El amor a Dios y
al prójimo se contienen en el mismo precepto. “Este mandato hemos recibido del
Señor: que quien ame a Dios ame también a su hermano” (1Jn 4, 21). La razón es,
como dice santo Tomás, porque quien ama a Dios ama todas las cosas que son
amadas por Dios. Santa Catalina de Siena le decía un día a Dios: Señor, tú
quieres que yo ame al prójimo, y yo no sé amarte más que a ti. Y Dios al punto
le respondió: El que me ama, ama todas las cosas amadas por mí. Mas como no
hubo ni habrá quien haya amado a Dios como María, así no ha existido ni
existirá quien ame al prójimo más que María. El P. Cornelio a Lápide, comentando
el pasaje que dice: “Se ha hecho el rey Salomón un palanquín de madera en el
Líbano” (Ct 3, 9), dice que éste fue el seno de María, en el que habitando el
Verbo encarnado llenó a la Madre de caridad para que ayudase a quien a ella
acude.
María, viviendo
en la tierra, estuvo tan llena de caridad que socorría las necesidades sin que
se lo pidiesen, como hizo precisamente en las bodas de Caná cuando pidió al
Hijo el milagro del vino exponiéndole la aflicción de aquella familia. “No
tienen vino” (Jn 2, 3). ¡Qué prisa se daba cuando se trataba de socorrer al prójimo!
Cuando fue para cumplir oficios de caridad a casa de Isabel, “se dirigió a la montaña
rápidamente” (Lc 1, 39).
2. María nos
amó en la tierra y ahora en la gloria su amor se amplía
No pudo demostrar
de forma más grandiosa su caridad que ofreciendo a su Hijo por nuestra
salvación. Así dice san Buenaventura: De tal manera amó María al mundo que le
entregó a su Hijo primogénito. Le dice san Anselmo: ¡Oh bendita entre las
mujeres que vences a los ángeles en pureza y superas a los santos en compasión!
Y ahora que estás en el cielo, dice san Buenaventura, este amor de María no nos
falta de ninguna manera, sino que se ha acrecentado porque ahora ve mejor las
miserias de los hombres. Por lo que escribe el santo: Muy grande fue la misericordia
de María hacia los necesitados cuando estaba en el mundo, pero mucho mayor es
ahora que reina en el cielo. Dijo el ángel a santa Brígida que no hay quien
pida gracias y no las reciba por la caridad de la Virgen. ¡Pobres si María no
rogara por nosotros! Dijo Jesús a esa santa: Si no intervinieran las preces de
mi Madre, no habría esperanza de misericordia.
“Bienaventurado
el hombre que me escucha velando ante mi puerta cada día, guardando las jambas
de mi entrada” (Pr 8, 34). Bienaventurado, dice María, el que escucha mis
enseñanzas y observa mi caridad para usarla después con los otros por imitarme.
Dice san Gregorio Nacianceno que no hay nada mejor para conquistar el afecto de
María que el tener caridad con nuestro prójimo. Por lo cual, como exhorta Dios:
“Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 4,
36), así ahora pareciera que María dice a todos sus hijos: “Sed misericordiosos
como vuestra Madre es misericordiosa”. Y ciertamente que conforme a la caridad
que tengamos con nuestro prójimo, Dios y María la tendrán con nosotros. “Dad y
se os dará. Con la misma medida que midáis, se os medirá a vosotros” (Lc 6,
38). Decía san Metodio: “Dale al pobre y recibe el paraíso”. Porque, escribe el
apóstol, la caridad con el prójimo nos hace felices en esta vida y en la otra:
“La piedad es provechosa para todo, pues tiene la promesa de la vida para la presente
y de la futura” (1Tm 4, 8). San Juan Crisóstomo, comentando aquellas palabras:
“Quien se compadece del pobre da prestado al Señor” (Pr 19, 17), dice que quien
socorre a los necesitados hace que Dios se le convierta en deudor: Si has prestado
a Dios lo has convertido en tu deudor.
Madre de
misericordia, tú que estás llena de caridad para con todos, no te olvides de
mis miserias. Tú ya lo sabes. Encomiéndame al Dios que nada te niega. Obtenme
la gracia de poderte imitar en el santo amor, tanto para con Dios como para con
el prójimo. Amén.
4. FE DE MARÍA
1. María,
madre de la fe
Así como la
Santísima Virgen es madre del amor y de la esperanza, así también es madre de
la fe. “Yo soy la madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la
santa esperanza” (Ecclo 24, 17). Y con razón, dice san Ireneo, porque el daño
que hizo Eva con su incredulidad, María lo reparó con su fe. Eva, afirma
Tertuliano, por creer a la serpiente contra lo que Dios le había dicho, trajo
la muerte; pero nuestra reina, creyendo a la palabra del ángel al anunciarle
que ella, permaneciendo virgen, se convertiría en madre del Señor, trajo al
mundo la salvación. Mientras que María, dice san Agustín, dando su
consentimiento a la encarnación del Verbo, por medio de su fe abrió a los
hombres el paraíso. Ricardo, acerca de las palabras de san Pablo: “El varón
infiel es santificado por la mujer fiel” (1Co 7, 14), escribe: Ésta es la mujer
fiel por cuya fe se ha salvado Adán, el varón infiel, y toda su posteridad. Por
esta fe, dijo Isabel a la Virgen: “Bienaventurada tú porque has creído, pues se
cumplirán todas las cosas que te ha dicho el Señor” (Lc 1, 45). Y añade san
Agustín: Más bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que
concibiendo la carne de Cristo.
2. María, la
primera creyente
Dice el P. Suárez
que la Virgen tuvo más fe que todos los hombres y todos los ángeles juntos.
Veía a su hijo en el establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía
huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vio nacer y
lo creyó eterno; lo vio pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del
universo. Puesto sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó
que era la sabiduría infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del
paraíso.
Lo vio finalmente
morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María
estuvo siempre firme en creer que era Dios. “Estaba junto a la cruz de Jesús su
madre” (Jn 19, 25). San Antonino comenta estas palabras: Estaba María sustentada
por la fe, que conservó inquebrantable sobre la divinidad de Cristo; que por
eso, dice el santo, en el oficio de las tinieblas se deja una sola vela
encendida.
San León a este
propósito aplica a la Virgen aquella sentencia: “No se apaga por la noche su
lámpara” (Pr 31, 18). Y acerca de las palabras de Isaías: “Yo solo pisé el lagar.
De mi pueblo ninguno hubo conmigo” (Is 63, 3), escribe santo Tomás: Dice “ninguno”
para excluir a la Virgen, en la que nunca desfalleció la fe. En ese trance, dice
san Alberto Magno, María ejercitó una fe del todo excelente: Tuvo la fe en grado
elevadísimo, sin fisura alguna, aun cuando dudaban los discípulos.
Por eso María
mereció por su gran fe ser hecha la iluminadora de todos los fieles, como la
llama san Metodio. Y san Cirilo Alejandrino la aclama la reina de la verdadera
fe: “Centro de la fe auténtica”. La misma santa Iglesia, por el mérito de su fe
atribuye a la Virgen el poder ser la destructora de todas las herejías:
Alégrate, Virgen María, porque tú sola destruiste todas las herejías en el
universo mundo. Santo Tomás de Villanueva, explicando las palabras del Espíritu
Santo: “Me robaste el corazón, hermana mía, novia; me robaste el corazón con
una mirada tuya” (Ct 4, 9), dice que estos ojos fueron la fe de María por la
que ella tanto agradó a Dios.
3. María,
modelo de fe
San Ildefonso nos
exhorta: Imitad la señal de la fe de María. Pero ¿cómo hemos de imitar esta fe
de María? La fe es a la vez don y virtud. Es don de Dios en cuanto es una luz
que Dios infunde en el alma, y es virtud en cuanto al ejercicio que de ella
hace el alma. Por lo que la fe no sólo ha de servir como norma de lo que hay que
creer, sino también como norma de lo que hay que hacer. Por eso dice san Gregorio:
Verdaderamente cree quien ejercita con las obras lo que cree. Y san Agustín
afirma: Dices creo. Haz lo que dices, y eso es la fe. Esto es, tener una fe viva,
vivir como se cree. “Mi justo vive de la fe” (Hb 10, 38). Así vivió la
Santísima Virgen a diferencia de los que no viven conforme a lo que creen, cuya
fe está muerta como dice Santiago: “La fe sin obras está muerta” (St 2, 26).
Diógenes andaba
buscando por la tierra un hombre. Dios, entre tantos fieles como hay, parece
como si fuera buscando un cristiano. Son pocos los que tienen obras de
cristianos, porque muchos sólo conservan de cristianos el nombre. A éstos debiera
decirse lo que Alejandro a un soldado cobarde que también se llamaba Alejandro:
O cambias de nombre o cambias de conducta. Más aún: a estos infieles se les
debiera encerrar como a locos en un manicomio, según dice san Juan de Ávila,
pues creyendo que hay preparada una eternidad feliz para los que viven santamente
y una eternidad desgraciada para los que viven mal, viven como si nada de eso
creyeran. Por eso san Agustín nos exhorta a que lo veamos todo con ojos cristianos,
es decir, con los ojos de la fe. Tened ojos cristianos. Porque, decía santa Teresa,
de la falta de fe nacen todos los pecados. Por eso, roguemos a la Santísima Virgen
que por el mérito de su fe nos otorgue una fe viva. Señora, auméntanos la fe.
5.
ESPERANZA DE MARÍA
1. María,
madre de la esperanza
De la fe nace la
esperanza. Para esto Dios nos ilumina con la fe para el conocimiento de su
bondad y de sus promesas, para que nos animemos por la esperanza a desear
poseerlas. Siendo así que María tuvo la virtud de la fe en grado excelente,
tuvo también la virtud de la esperanza en grado sumo, la cual le hacía proclamar
con David: “Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios. He puesto mi cobijo en
el Señor” (Sal 72, 28). María es la fiel esposa del divino Espíritu de la que se
dijo: “Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su amado” (Ct 8, 5). Porque,
comenta Algrino, despegada siempre de las aficiones del mundo tenido por ella
como un desierto, y no confiando desordenadamente en las criaturas ni en los méritos
propios, apoyada del todo en la divina gracia en la que sólo confiaba, avanzó
siempre en el amor de su Dios.
2. María
confió en Dios a toda prueba
Bien demostró la
Santísima Virgen cuán grande era su confianza en Dios cuando próxima al parto
se vio despachada en Belén aun de las posadas más pobres y reducida a dar a luz
en un establo. “Y lo reclinó en un pesebre porque no había para ellos lugar en
la posada” (Lc 2, 7). María no tuvo una palabra de queja, sino que del todo
abandonada en Dios, confió en que él la asistiría en aquella necesidad. También
la Madre de Dios dejó entrever cómo confiaba en Dios cuando avisada por san
José que tenían que huir a Egipto, aquella misma noche emprendió un viaje tan
largo y a país extranjero y desconocido, sin provisiones, sin dinero, sin otra
compañía más que la de san José y el niño. “El cual, levantándose, tomó al niño
y a su madre y se fue a Egipto” (Mt 2, 14). Mucho después María demostró su confianza
cuando pidió al Hijo la gracia del vino para los esposos de Caná. Después de
decirle: “No tienen vino” y oír que Jesús le decía: “Mujer, ¿qué nos va a mí y
a ti?, aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4), ella, confiando en su divina
bondad, dijo a los criados de la casa que hicieran lo que les dijera su Hijo,
segura de que la gracia estaba concedida: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 4).
Y así fue, porque Jesús hizo llenar las tinajas de agua y las convirtió en
vino.
3. María,
modelo de esperanza
Aprendamos de
María a confiar como es debido, sobre todo en el gran negocio de nuestra eterna
salvación, en la que, si bien es cierto que se necesita de nuestra cooperación,
sin embargo debemos esperar sólo de Dios la gracia para conseguirla.
Desconfiemos de nuestras pobres fuerzas diciendo cada uno con el apóstol: “Todo
lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
Señora mía
santísima, de ti me dice el Eclesiástico que eres la madre de la esperanza, de
ti me dice la Iglesia que eres la misma esperanza: “Esperanza nuestra, salve”.
¿Qué otra esperanza voy a buscar? Tú, después de Jesús, eres toda mi esperanza.
Así te llamaba san Bernardo y así te quiero llamar también yo “toda la razón de
mi esperanza”, y te diré siempre con san Buenaventura: Salvación de los que te
invocan, sálvame.
6. CASTIDAD DE
MARÍA
1. María,
reina de las vírgenes
Después de la
caída de Adán, habiéndose rebelado los sentidos contra la razón, la virtud de
la castidad es para los hombres muy difícil de practicar. Entre todas las
luchas, dice san Agustín, las más duras son las batallas de la castidad, en la
que la lucha es diaria y rara la victoria. Pero sea siempre alabado el Señor
que nos ha dado en María un excelente ejemplar de esta virtud. Con razón, dice
san Alberto Magno, se llama virgen a la Virgen, porque ella, ofreciendo su
virginidad a Dios, la primera, sin consejo ni ejemplo de nadie, se lo ha dado a
todas las vírgenes que la han imitado. Como predijo David: “Toda espléndida la
hija del rey, va dentro con vestidos de oro recamados....; vírgenes con ella, compañeras
suyas, donde él son introducidas” (Sal 44, 14-15). Sin consejo de otros y sin
ejemplo que imitar. Dice san Bernardo: Oh Virgen, ¿quién te enseñó a agradar a
Dios y a llevar en la tierra vida de ángeles? Para esto, dice Sofronio, se
eligió Dios por madre a esta purísima virgen, para que fuera ejemplo de
castidad para todos.
Por eso la llama
san Ambrosio la portaestandarte de la virginidad. Por razón de esta pureza fue
también llamada la Santísima Virgen, por el Espíritu Santo, bella como la
paloma: “Hermosas son tus mejillas como de paloma” (Ct 1, 9). Paloma purísima
María. Por eso se dijo también de ella: “Como lirio entre espinas, así es mi
amada entre las mozas” (Ct 2, 2). Advierte Dionisio Cartujano que ella fue
llamada lirio entre espinas porque las demás vírgenes fueron espinas o para sí
o para los demás, pero la Virgen no lo fue ni para sí ni para nadie, porque con
sólo verla infundía en todos pensamientos y sentimientos de pureza. La
hermosura de la Virgen, dice santo Tomás, animaba a la castidad a quienes la
contemplaban. San José, afirma san Jerónimo, se mantuvo virgen por ser el
esposo de María.
Contra el hereje
Elvidio que negaba la virginidad de María, escribió el santo: Tú afirmas que
María no permaneció virgen, y yo, por el contrario, te digo que san José fue
virgen gracias a María.
2. María,
modelo de castidad
La Virgen le
preguntó al ángel: ¿Cómo será esto, pues no conozco varón? (Lc 1, 34). E
ilustrada por el ángel, respondió: “Hágase en mí según tu palabra”, significando
que daba su consentimiento al ángel, que le había asegurado que debía ser madre
sólo por obra del Espíritu Santo. Dice san Ambrosio: El que guarda la castidad
es un ángel, el que la pierde es un demonio. Los que son castos se hacen
ángeles. Ya lo dijo el Señor: “Serán como ángeles de Dios” (Mc 21, 30). Pero
los deshonestos se hacen odiosos a Dios como los demonios. Decía san Remigio
que la mayor parte de los adultos se pierden por impuros.
Es rara la
victoria sobre este vicio, como ya vimos al principio, según dijo san Agustín;
pero ¿por qué es rara esa victoria? Porque no se ponen los medios para vencer.
3. María nos
muestra los medios para ser castos
Tres son esos
medios, como dicen los maestros espirituales con san Bernardino: el ayuno, la
fuga de las ocasiones y la oración. Por ayuno se entiende la mortificación,
sobre todo de los ojos y de la gula. María Santísima, aunque llena de gracias,
tenía que ser mortificada en las miradas sin fijar los ojos en nadie, de modo que
era la admiración de todos desde su tierna infancia. Toda su vida fue mortificada
en el comer. Afirma san Buenaventura que no hubiera acumulado tanta gracia si
no hubiera sido morigerada en los alimentos, pues no se compaginan la gracia y
la gula. En suma, María fue mortificada en todo.
El segundo medio
es la fuga de las ocasiones. El que evita los lazos andará seguro. Decía por
esto san Felipe Neri: En la guerra de los sentidos vencen los cobardes, es
decir, los que huyen de la ocasión. María rehuía cuanto era posible ser vista
por los hombres. Eso parece deducirse también de lo que dice san Lucas: “Marchó
aprisa a la montaña”.
El tercer medio
es la oración: “Pero comprendiendo que no podía poseer la Sabiduría si Dios no me la daba..., recurrí
al Señor. Y le pedí” (Sb 8, 21). Reveló la Santísima Virgen a santa Isabel,
benedictina, que no tuvo ninguna virtud sin esfuerzo y oración. Dice san Juan
Damasceno que María es pura y amante de la pureza. Por eso no puede soportar a
los impuros. El que a ella recurre, ciertamente se verá libre de este vicio con
sólo nombrarla lleno de confianza. Decía san Juan de Ávila que muchos tentados
contra la castidad, con sólo recordar con amor a María Inmaculada, han vencido.
María, Virgen pura, ¡cuántos se habrán perdido
por este vicio! Señora, líbranos. Haz que en las tentaciones siempre recurramos
a ti diciendo: María, María, ayúdanos. Amén.
7. POBREZA DE
MARÍA
1. María,
seguidora de Jesús
Nuestro amado
Redentor, para enseñarnos a desprendernos de los bienes efímeros, quiso ser
pobre en la tierra. “Por vosotros se hizo pobre siendo rico, y con su pobreza
todos hemos sido enriquecidos” (2Co 8, 9). Por eso Jesús exhortaba al que
quería seguirle: “Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes,
dáselo a los pobres y ven y sígueme” (Mt 19, 21).
La discípula más
perfecta y que mejor siguió su ejemplo fue María. Es de opinión san Pedro
Canisio que la Santísima Virgen, con la herencia dejada por sus padres hubiera
podido vivir cómodamente, pero quiso quedar pobre reservándose una pequeña
porción y dando todo lo demás en limosnas al templo y a los pobres.
Se cuenta en las
revelaciones de santa Brígida que le dijo la Virgen: Desde el principio resolví
en mi corazón no poseer nada en el mundo. Los regalos recibidos de los Magos
serían ciertamente valiosos, afirma san Bernardo, como convenía a su regia
majestad, pero se distribuirían a los pobres por manos de san José. Por amor a
la pobreza no se desdeñó en casarse con un trabajador como lo era José y en
sustentarse con el trabajo de sus manos, como coser y cocinar. Reveló el ángel
a santa Brígida que las riquezas de este mundo eran para María como el barro
que se pisa. Y así vivió siempre pobre.
2. María nos
enseña a amar la pobreza
Quien ama las
riquezas, decía san Felipe Neri, no llegará a ser santo. Y afirmaba santa
Teresa: Es claro que va perdido quien camina tras cosas perdidas. Por el
contrario, decía la misma santa que la virtud de la pobreza abarca todos los demás
bienes. Dije “la virtud de la pobreza”, que, como dice san Bernardo, no consiste
en ser pobre, sino en amar la pobreza. Por eso afirma Jesucristo: “Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
Bienaventurados porque no quieren otra cosa más que a Dios y en Dios encuentran
todo bien y encuentran en la pobreza su paraíso en la tierra, como lo entendió
san Francisco al decir: “Mi Dios y mi todo”. Amemos ese bien en el que están
todos los bienes, como exhorta san Agustín: Ama un bien en el que están todos
los demás. Y roguemos al Señor con san Ignacio: Dame sólo tu amor, que si me
das tu gracia soy del todo rico. Y cuando nos aflija la pobreza, consolémonos sabiendo
que Jesús y su Madre santísima han sido pobres como nosotros. Dice san Buenaventura:
El pobre puede recibir mucho consuelo con la pobreza de María y la de Cristo.
Madre mía
amantísima, con cuánta razón dijiste que en Dios estaba tu gozo: “Y se alegra
mi espíritu en Dios mi salvador”, porque en este mundo no ambicionaste ni
amaste otro bien más que a Dios. Atráeme en pos de ti. Señora, despréndeme del
mundo y atráeme hacia ti para que ame al único que merece ser amado. Amén.
8. OBEDIENCIA
DE MARÍA
1. María, la
disponible para Dios
Por el amor que
María tenía a la virtud de la obediencia, cuando recibió la Anunciación del
ángel san Gabriel no quiso llamarse con otro nombre más que con el de esclava:
“He aquí la esclava del Señor”. Sí, dice santo Tomás de Villanueva, porque esta
esclava fiel ni en obras ni en pensamiento contradijo jamás al Señor, sino que,
desprendida de su voluntad propia, siempre y en todo vivió obediente al divino
querer. Ella misma declaró que Dios se había complacido en esta su obediencia
cuando dijo: “Miró la humildad de su esclava” (Lc 1, 48), pues la humildad de
una sierva se manifiesta en estar pronta a obedecer. Dice san Agustín que la
Madre de Dios, con su obediencia, remedió el daño que hizo Eva con su desobediencia.
La obediencia de
María fue mucho más perfecta que la de todos los demás santos, porque todos
ellos, estando inclinados al mal por la culpa original, tienen dificultad para
obrar el bien, pero no así la Virgen. Escribe san Bernardino: María, porque fue
inmune al pecado original, no tenía impedimentos para obedecer a Dios, sino que
fue como una rueda que giraba con prontitud ante cualquier inspiración divina. De modo que, como dice el mismo
santo, siempre estaba contemplando la voluntad de Dios para ejecutarla. El alma
de María era, como oro derretido, pronta a recibir la forma que el Señor
quisiera.
2. María sólo
se rige por la voluntad de Dios
Bien demostró
María lo pronto de su obediencia cuando por agradar a Dios quiso obedecer hasta
al emperador romano, emprendiendo el viaje a Belén estando en estado y en
pobreza, de modo que se vio constreñida a dar a luz en un establo. También,
ante el aviso de san José, al punto, la misma noche, se puso en camino hacia
Egipto, en un viaje largo y difícil. Pregunta Silveira: ¿Por qué se reveló a
José que había que huir a Egipto y no a la Virgen que había de experimentar en
el viaje más trabajos? Y responde: Para darle la ocasión de ejercitar la
obediencia, para la cual estaba muy preparada. Pero, sobre todo, demostró su
obediencia heroica cuando por obedecer a la divina voluntad consintió la muerte
de su Hijo con tanta constancia. Por eso, a lo que dijo una mujer en el
Evangelio: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
amamantaron”, Jesús respondió: “Más bienaventurados los que oyen la palabra de
Dios y la cumplen” (Lc 11, 28). En consecuencia, conforme a Beda el Venerable,
María fue más feliz por la obediencia al querer de Dios que por haber sido
hecha la Madre del mismo Dios.
Por esto agradan
muchísimo a la Virgen los amantes de la obediencia. Se cuenta que se le
apareció la Virgen a un religioso franciscano llamado Accorso cuando estaba en
la celda, pero en ese instante fue llamado para confesar a un enfermo y se fue.
Mas al volver encontró que María lo estaba esperando, alabándole mucho su obediencia.
Como, al contrario, reprendió a un religioso que después de tocar la campana se
quedó completando ciertas devociones. Hablando la Virgen a santa Brígida de la
seguridad que da el obedecer al padre espiritual, le dijo: La obediencia es la
que introduce a todos en la gloria. Porque, decía san Felipe Neri, que Dios nos
pide cuenta de lo realizado por obedecer, habiendo dicho él mismo: “El que a
vosotros oye, a mí me oye; el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia” (Lc
10, 16). Reveló también la Madre de Dios a santa Brígida que ella, por los
méritos de su obediencia, obtuvo del Señor que todos los pecadores que a ella
se encomiendan sean perdonados.
Reina y Madre
nuestra, ruega a Jesús por nosotros, consíguenos por los méritos de tu
obediencia ser fieles en obedecer a su voluntad y las órdenes del director
espiritual. Amén.
9. PACIENCIA
DE MARÍA
1. María
ejerció paciencia heroica
Siendo esta
tierra lugar para merecer, con razón es llamada valle de lágrimas, porque todos
tenemos que sufrir y con la paciencia conseguir la vida eterna, como dijo el
Señor: “Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas” (Lc 21, 19). Dios,
que nos dio a la Virgen María como modelo de todas las virtudes, nos la dio muy
especialmente como modelo de paciencia. Reflexiona san Francisco de Sales que,
entre otras razones, precisamente para eso le dio Jesús a la Santísima Virgen
en las bodas de Caná aquella respuesta que pareciera no tener en cuenta su
súplica: “Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?”, precisamente para darnos ejemplo de
la paciencia de su Madre. Pero ¿qué andamos buscando? Toda la vida de María fue
un ejercicio continuo de paciencia. Reveló el ángel a santa Brígida que la vida
de la Virgen transcurrió entre sufrimientos. Como suele crecer la rosa entre las
espinas, así la Santísima Virgen en este mundo creció entre tribulaciones. La sola
compasión ante las penas del Redentor bastó para hacerla mártir de la paciencia.
Por eso dijo san Buenaventura: la crucificada concibió al crucificado. Y cuánto
sufrió en el viaje a Egipto y en la estancia allí, como todo el tiempo que
vivió en la casita de Nazaret, sin contar sus dolores de los que ya hemos
hablado abundantemente. Bastaba la sola presencia de María ante Jesús muriendo
en el Calvario para darnos a conocer cuán sublime y constante fue su paciencia.
“Estaba junto a la cruz de Jesús su Madre”. Con el mérito de esta paciencia,
dice san Alberto Magno, se convirtió en nuestra Madre y nos dio a luz a la vida
de la gracia.
2. María, nuestro modelo de paciencia
Si deseamos ser
hijos de María es necesario que tratemos de imitarla en su paciencia. Dice san
Cipriano: ¿Qué cosa puede darse más meritoria y que más nos enriquezca en esta
vida y más gloria eterna nos consiga que sufrir con paciencia las penas? Dice
Dios: “Cerca tu camino de espinas” (Os 2, 6). Y comenta san Gregorio: Los
caminos de los elegidos están cercados de espinas. Como la valla de espinas guarda
la viña, así Dios rodea de tribulaciones a sus siervos para que no se apeguen a
la tierra. De este modo, concluye san Cipriano, la paciencia es la virtud que
nos libra del pecado y del infierno.
Y la paciencia es
la que hace a los santos. “La paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas”
(St 1, 4), soportando con paz las cruces que vienen directamente de Dios, es
decir, la enfermedad, la pobreza, etc., como las que vienen de los hombres:
persecuciones, injurias y otras. San Juan vio a todos los santos con palmas en
sus manos. “Después de esto vi una gran muchedumbre..., y en sus manos, palmas”
(Ap 7, 9). Con esto se demostraba que todos los que se salvan han de ser
mártires o por el derramamiento de la sangre o por la paciencia.
San Gregorio
exclamaba jubiloso: Nosotros podemos ser mártires sin necesidad de espadas;
basta que seamos pacientes si, como dice san Bernardo, sufrimos las penas de
esta vida aceptándolas con paciencia y con alegría. ¡Cómo gozaremos en el cielo
por todos los sufrimientos soportados por amor de Dios! Por eso nos anima el
apóstol: “La leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un
denso caudal de gloria eterna” (2Co 4, 17). Hermosos los avisos de santa Teresa
cuando decía: El que se abraza con la cruz no la siente. Cuando uno se resuelve
a padecer, se ha terminado el sufrimiento. Al sentirnos oprimidos por el peso
de la cruz recurramos a María, a la que la Iglesia llama “consoladora de los afligidos”
y san Juan Damasceno “medicina de todos los dolores del corazón”.
Señora mía, tú,
siendo inocente, lo soportaste todo con tanta paciencia, y yo, reo del
infierno, ¿me negaré a padecer? Madre mía, hoy te pido esta gracia: no ya el
verme libre de las cruces, sino el sobrellevarlas con paciencia. Por amor de Jesucristo
te ruego me consigas de Dios esta gracia. De ti lo espero.
10. ORACIÓN DE
MARÍA
1. María, en
oración perenne
Nadie en la
tierra ha practicado con tanta perfección como la Virgen la gran enseñanza de
nuestro Salvador: “Hay que rezar siempre y no cansarse de rezar” (Lc 18, 1).
Nadie como María, dice san Buenaventura, nos da ejemplo de cómo tenemos necesidad
de perseverar en la oración; es que, como atestigua san Alberto Magno, la Madre
de Dios, después de Jesucristo, fue el más perfecto modelo de oración de cuantos
han sido y serán. Primero, porque su oración fue continua y perseverante.
Desde el primer
momento en que con la vida gozó del uso perfecto de la razón, como ya dijimos
en el discurso de la natividad de nuestra Señora, comenzó a rezar. Para meditar
mejor los sufrimientos de Cristo, dice Odilón, visitaba frecuentemente los
santos lugares de la natividad del Señor, de la Pasión, de la sepultura. Su
oración fue siempre de sumo recogimiento, libre de cualquier distracción o de
sentimientos impropios. Escribe Dionisio Cartujano: Ningún afecto desordenado ni
distracción de la mente pudo apartar a
la Virgen de la luz de la contemplación, ni tampoco las ocupaciones.
2. María,
modelo de silencio y oración
La Santísima
Virgen, por el amor que tenía a la oración, amó la soledad. Comentando san
Jerónimo las palabras del profeta: “He aquí que la Virgen está encinta y va a
dar a luz un hijo y le pondrá el nombre de Emmanuel” (Is 7, 14), dice que, en
hebreo, la palabra virgen significa propiamente virgen retirada, de modo que el
profeta predijo el amor de María por la soledad. Dice Ricardo que el ángel le
dijo las palabras “el Señor está contigo” por el mérito de la soledad que ella
tanto amaba. Por eso afirma san Vicente Ferrer que la Madre de Dios no salía de
casa sino para ir al templo; y entonces iba con toda modestia, con los ojos bajos.
Por eso, yendo a visitar a Isabel se fue con premura. De aquí, dice san
Gregorio, deben aprender las vírgenes a huir de andar en público. Afirma san
Bernardo que María, por el amor a la oración y a la soledad evitaba las
conversaciones con los hombres.
Así es que el
Espíritu Santo la llamó tortolilla: “Hermosas son tus mejillas como de paloma”
(Ct 1, 9). Comenta Vergelio que la paloma es amiga de la soledad y símbolo de
la vida unitiva. La Virgen vivió siempre solitaria en este mundo como en un
desierto, que por eso se dijo de ella: “¿Quién es ésta que sube por el desierto
como columnita de humo?” (Ct 3, 6). Así sube por el desierto, comenta Ruperto abad,
el alma que vive en soledad.
Dice Filón que
Dios no habla al alma sino en la soledad. Y Dios mismo lo declaró: “La llevaré
a la soledad y le hablaré al corazón” (Os 2, 4). Exclama san Jerónimo: ¡Oh
soledad en la que Dios habla y conversa familiarmente! Sí, dice san Bernardo,
porque la soledad y el silencio que en la soledad se goza fuerzan al alma a
dejar los pensamientos terrenos y a meditar en los bienes del cielo.
Virgen santísima,
consíguenos el amor a la oración y a la soledad para que desprendiéndonos del
amor desordenado a las criaturas podamos aspirar sólo a Dios y al paraíso en el
que esperamos vernos un día para siempre, alabando y amando juntos contigo a tu
Hijo Jesús por los siglos de los siglos. Amén.
“Venid a mí todos
los que deseáis y hartaos de mis frutos” (Ecclo 24, 19).
Los frutos de
María son sus virtudes.
No se ha visto
otra semejante a ti ni otra que se te iguale. Tú sola has
agradado a Dios
más que todas las demás criaturas.
Sección
IV
OBSEQUIOS
Y PLEGARIAS A MARÍA
Es tan generosa y
agradecida la reina del cielo, que a los pequeños obsequios de sus siervos
corresponde con grandes mercedes. Siendo munificentísima
(generosísima), dice san Andrés Cretense, suele premiar con gracias
excelentes a cambio de pequeñeces.
Mas para esto se
necesitan dos cosas: la primera, que le ofrezcamos nuestros
obsequios con el alma
limpia de pecado; de otra manera, María dirá lo que dijo a un
soldado vicioso, el cual, como refiere san Pedro Celestino, todos los
días le ofrecía algún obsequio a la Virgen. Un día que se encontraba muy
hambriento, se le apareció nuestra Señora y le ofreció una exquisita vianda,
pero en una vasija tan sucia que el hombre no se atrevía a comerla. “Soy la Madre de Dios que ha venido a remediar tu
hambre”. “Pero en este plato no puedo comer”. Y respondió María: “¿Cómo quieres
que acepte tus devociones ofreciéndomelas con alma tan sucia?”. El
soldado se convirtió, se hizo ermitaño, vivió treinta años en el desierto y en
la hora de la muerte se le apareció de nuevo la Virgen para llevarlo al cielo. Decíamos
en la primera parte que es moralmente imposible que se condene un devoto de la
Virgen María. Pero esto ha de entenderse con la condición de que éste o viva sin pecados o al menos tenga deseos de salir de
ellos, porque en ese caso nuestra Señora lo ayudará. Pero si alguno
pretendiera seguir en sus pecados con la presunción de que nuestra Señora lo
había de salvar, por su culpa se haría indigno de
la protección de María.
La segunda
condición es que persevere en la devoción
a María. Sólo la perseverancia merece la corona,
dice san Bernardo. Tomás de Kempis, siendo joven, recurría todos los
días a la Virgen con ciertas oraciones. Un día las dejó; luego las abandonó
durante una semana, y al fin del todo. Una
noche, en sueños, vio cómo la Virgen abrazaba a todos sus compañeros, pero al
llegar a él le dijo: ¿Qué esperas tú que has abandonado tus devociones? Vete,
que eres indigno de mis abrazos. Tomás despertó despavorido y reanudó
las oraciones que acostumbraba. Bien dice Ricardo de San Lorenzo: El que persevera en la devoción a María no verá
defraudada su esperanza, porque todo lo que desea se cumplirá. Pero como nadie
puede estar seguro de perseverar, por eso nadie está seguro de su salvación
hasta la muerte. Memorable fue el testimonio que san Juan Berchmans,
religioso jesuita, dejó al morir. Al preguntarle qué
obsequio sería el mejor hacia la Señora para conseguir su protección,
respondió: cualquiera, por pequeño que sea, pero
constante.
Por eso voy a
enumerar simple y sucintamente algunos obsequios que podemos ofrecer a nuestra
Madre para merecer que nos obtenga las gracias. Esto lo considero lo más
provechoso de toda esta obra. No recomiendo a mi querido lector que los
practique todos, sino que practique los que elija con perseverancia y con temor
de perder la protección de la Madre de Dios si se descuida en continuarlos.
¡Cuántos, tal vez, que ahora están en el infierno se habrían salvado si no
hubieran abandonado los obsequios a María que un tiempo practicaron!
OBSEQUIO
1º
El
Ave María
La Santísima Virgen
agradece muchísimo este saludo,
porque al oírlo se le renueva el gozo que
sintió cuando el arcángel san Gabriel le anunció
que iba a ser la Madre de Dios. Nosotros debemos
saludarla con el Ave María con esta misma intención. Dice Tomás de
Kempis: Saludadla con la salutación
angélica, porque este saludo lo escucha muy complacida. Dijo
la Virgen a santa Matilde que nadie puede saludarla
mejor que con el Ave María. El que saluda a María, será saludado por ella.
San Bernardo
oyó cómo una vez la Virgen lo saludaba
desde una imagen, y le decía: Dios te salve, Bernardo. El
saludo de María consistirá en alguna gracia con que corresponde siempre al que
la saluda. Añade Ricardo de San Lorenzo: Si uno se acerca a la Madre del
Señor diciéndole Ave María, ¿acaso ella le podrá negar la gracia? La Virgen
María le prometió a santa Gertrudis tantos auxilios en la hora de la muerte
cuantas fuesen las avemarías que le había rezado. Afirma el beato Alano
que al rezar el Ave María, así como goza todo el
cielo, así tiembla y huye el demonio. Esto lo confirmó con su
experiencia Tomás de Kempis, quien al decir Ave
María puso en fuga al demonio que se le había aparecido.
Este obsequio lo
podemos practicar así:
I. Rezando por la mañana y por la noche tres avemarías con
el rostro en tierra o al menos de rodillas, añadiendo después
de cada avemaría la oración: Oh María, por tu pura e inmaculada concepción, haz casto
mi cuerpo y santa mi alma. Luego pedirle la bendición a María como nuestra
Madre que es. Así lo hacía san Estanislao. Después colocarse bajo el
manto protector de nuestra Señora, pidiéndole que nos libre durante el día o la
noche sin pecado. A conseguir esto ayuda tener una imagen
de la Virgen cerca del lecho.
II. Rezando el Ángelus con las tres avemarías acostumbradas al amanecer, al mediodía y al caer la tarde. En
tiempo de pascua se reza la antífona Regina caeli.
III. Saludando a
la Madre de Dios con el Ave María al oír el
reloj. San Alonso Rodríguez saludaba a María cada hora.
De noche, los ángeles le despertaban para que no
interrumpiese esta devoción.
IV. Saludando a la Virgen al salir de casa o al entrar,
para que dentro o fuera nos libre del pecado.
V. Saludando con el Ave María a toda imagen de la Virgen que
encontremos. Con esta intención es bueno que haya imágenes devotas
de María en las puertas o en los muros de las casas para dar ocasión de
reverenciarla a los que pasan. En Nápoles, y más en Roma, se encuentran por las
calles hermosísimas imágenes de nuestra
Señora colocadas por sus devotos.
VI. Será cosa muy saludable rezar un Ave María al principio o al fin de
las acciones, ya sean éstas
espirituales, como la oración, la
confesión, la comunión, la lectura espiritual, oír la predicación, etc., ya sean temporales, como estudiar, dar buenos
consejos, trabajar, sentarse a la mesa, acostarse y otras semejantes. ¡Dichosas las acciones que van enmarcadas entre dos
avemarías! Y así, al levantarse por la
mañana o al cerrar los ojos para dormir, en toda tentación, en todo peligro, en
todo impulso de cólera y cosas similares, rezar siempre el Ave María. Hazlo
así, mi querido lector, y verás el gran provecho que de esta práctica sacarás. Refiere
el P. Auriema que la Santísima Virgen prometió a santa Matilde la gracia de una
santa muerte si le recitaba todos los días tres veces el Ave María en honor de su
sabiduría, potencia y bondad.
OBSEQUIO
2º
Las
novenas
Los devotos de
María ponen gran empeño en celebrar con fervor las novenas
que preceden a sus festividades; y en éstas, la Virgen es todo amor al otorgar
innumerables y muy especiales gracias. Vio santa Gertrudis una multitud que la reina del cielo cobijaba y a la
que miraba con inefable ternura, y entendió que eran fieles que se habían preparado con ejercicios devotos a la fiesta de
la Asunción. En las novenas se pueden practicar ejercicios como
éstos:
I. Hacer oración mental por la mañana y por la tarde, con la
visita al Santísimo Sacramento y rezar nueve veces el Padrenuestro, Ave María y
Gloria.
II. Visitar alguna imagen de María, agradeciendo al Señor las
gracias concedidas a ella, pidiéndole a la Virgen cada vez alguna gracia
especial. En alguna de estas visitas rezar la oración propia de la novena o de
la fiesta.
III. Hacer muchos actos de amor a Jesús y a María, cien o
cincuenta al menos, ya que no podemos hacer cosa que más le agrade que amar a
su Hijo, como ella lo manifestó a santa Brígida: Si quieres tenerme favorable,
ama a mi Hijo Jesús.
IV. Leer durante un cuarto de hora, dentro de la novena, un
libro que trate de sus glorias.
V. Hacer alguna mortificación corporal, como abstenerse
de algún manjar más delicado, ayuno o abstinencia
en las vigilias de las fiestas. Pero lo mejor de todo son las mortificaciones internas, como abstenerse de
miradas curiosas, estar retirado, no hablar innecesariamente, obedecer y no
responder con impaciencia, soportar las contrariedades y cosas semejantes. Todo
esto se puede hacer sin peligro de vanagloria, con mayor mérito y sin tener que
andar pidiendo permiso al Director espiritual.
Todavía será más útil proponerse al principio de cada novena luchar
contra algún defecto en que se cae con más frecuencia. Será de mucho
provecho, en las visitas de que hemos hablado, pedir perdón por las pasadas
caídas, renovando la resolución de no volver a caer, implorando para todo el
auxilio de María.
Pero el obsequio
más agradable a la Virgen será imitar sus
virtudes. Y para esto, proponerse en
cada novena la práctica de alguna virtud especial de María más adaptada al
misterio que se celebra, como, por ejemplo, en la fiesta de la Inmaculada
Concepción, la pureza de intención; en la de la Presentación, el despego de
alguna cosa a la que nos sintamos más apegados; en la de la Anunciación, la
humildad al soportar los desprecios, u otras; en la Visitación, la caridad con
el prójimo, dando limosnas, rogando por los pecadores; en la Purificación, la
obediencia a los superiores y finalmente, en la de la Asunción, ejercitarse en
el desprendimiento de las cosas de la tierra y prepararse para una santa
muerte, acostumbrándose a vivir como si cada día fuera el último de la vida. Así,
las novenas resultarán provechosas.
VI. Además de asistir a la santa Misa y comulgar el día de
la fiesta, hacerlo también durante los días de la novena. Decía el P.
Segneri que la mejor manera de honrar a María
es uniéndose a Jesús. No se le puede ofrecer nada más santo que la santa
comunión. En ella Jesús recoge el fruto de su sagrada Pasión. La Virgen María
está deseando que sus hijos comulguen, diciéndoles: “Venid, comed mi pan y bebed
el vino que he preparado para vosotros” (Pr 9, 5).
VII. Por último, el día de la fiesta, después de la comunión, ofrecerse a servir
a esta Madre de Dios, pidiéndole la gracia y virtud que se había propuesto en la
novena u otra gracia especial. Y estaría bien destinar cada año,
entre las fiestas de la Virgen, aquélla a la que tengamos más tierna devoción,
para dedicarnos y consagrarnos a ella de manera muy especial a su servicio,
reiterándola que la tenemos por nuestra Señora, Abogada y Madre. A la vez le pediremos
perdón por nuestros descuidos en servirla durante el año transcurrido y le
pediremos, en fin, que nos tenga bajo su protección y nos obtenga una santa
muerte.
OBSEQUIO
3º
El
rosario y otras plegarias a María
La devoción al santo rosario fue revelada a santo Domingo por la Madre
de Dios cuando, afligido el santo y lamentándose con nuestra Señora del gran
daño que hacían a la Iglesia los herejes albigenses, le dijo la Virgen: Esta tierra será siempre estéril si no le cae la lluvia.
Entendió santo Domingo que esta lluvia era la devoción del rosario que él debía propagar. El santo lo predicó por todas
partes. De hecho, esta devoción fue abrazada por todos los católicos, de manera
que no hay otra que más practiquen los cristianos de todas las clases sociales
como ésta del santo rosario. ¿Qué no han
intentado los herejes modernos, Calvino, Bucero y otros, para desacreditar la
devoción del rosario? Pero es
notorio el gran fruto que ha traído a la tierra esta nobilísima devoción.
¡Cuántos por medio de él se han librado de los pecados! ¡Cuántos han llegado a
tener vida santa! ¡Cuántos han logrado una buena muerte y se han salvado! Hay
muchos libros que tratan de esto.
Basta saber que
esta devoción ha sido aprobada por la santa Iglesia y los sumos pontífices la
han enriquecido con indulgencias. Para ganarlas es menester que mientras se reza se
mediten los misterios correspondientes. Si alguno no los supiera, bastará con que medite
algún paso de la vida o de la pasión del Señor. Es necesario también rezar el
rosario con devoción. Dijo la Virgen a la beata Eulalia que
le
agradaba más una parte rezada con pausa y devoción, que los quince misterios
con precipitación y sin fervor. Por eso está
muy bien rezarlo de rodillas y ante alguna imagen de María, y al
principio hacer un acto de amor a Jesús y María pidiéndoles alguna gracia. Y es
mejor rezarlo acompañado de otros que solo.
El Oficio Parvo de la Virgen dicen que lo compuso san Pedro Damiano. La Virgen
ha demostrado en diversas ocasiones cuánto le agrada esta devoción. Mucho
agradece también las letanías. El Ave Maris stella cada
día lo rezaba santa Brígida por orden de la Virgen. Sobre todo es bueno
rezar el canto del Magnificat puesto que al rezarlo
alabamos a Dios con las mismas palabras que ella empleó para glorificarlo.
Todas estas
plegarias nos ayudan a alcanzar el favor de María y los dones e indulgencia de
Dios.
OBSEQUIO
4º
El ayuno
Hay devotos que
suelen ayunar en honor de la Virgen los sábados y
las vigilias de las fiestas principales. El sábado es día
dedicado por la Iglesia a la Santísima Virgen, porque –al decir de san
Bernardo– en ese día ella mantuvo constante y viva la fe, después de la
muerte de su Hijo, durante todo aquel triste sábado. Por eso, con toda
propiedad, la Iglesia acostumbró a celebrar el día del sábado en todo el mundo.
Por eso los devotos de María le ofrecen en este día algún obsequio
especial, y en concreto el ayuno. San Carlos Borromeo, el
cardenal Toledo y tantos otros practicaban el ayuno
a pan y agua.
Quien practica
esta devoción, seguro que no se condenará,
no porque al llegar la muerte en pecado mortal la Virgen tenga que librarlo
milagrosamente, sino porque la Madre de Dios le obtendrá seguramente la perseverancia en
la gracia de Dios y una buena muerte.
Si no se ayuna de esa manera, al menos guardar en
su honor un ayuno normal o abstenerse de alguna vianda o de alguna fruta
o algo que agrade de modo particular.
A estos ayunos convendría añadir los sábados algunos obsequios
especiales para la Señora, como oír la santa Misa y comulgar, visitar
alguna imagen de la Virgen y cosas semejantes. Y en las vigilias de las
principales fiestas de la Virgen, ofrecerle alguna de las formas de ayuno
descritas.
OBSEQUIO
5º
Visitar
las imágenes de María
Dice el P.
Segneri que el demonio, para compensarse de lo que pierde con la destrucción de
los ídolos, trata de perseguir el culto de las sagradas imágenes por medio de
los herejes. Pero la Iglesia las ha defendido hasta con la sangre de sus mártires.
Y la Madre de Dios ha demostrado hasta con
milagros cuánto agradece
las visitas a sus imágenes.
A san Juan
Damasceno le cortaron la mano por haber defendido con sus escritos las
imágenes de María, pero la Virgen, milagrosamente, se la restituyó. Narra el P.
Spinelli que en Constantinopla todos los viernes, después de las vísperas, se
descorría espontáneamente un velo que cubría una imagen de María, y al acabar
de rezarse las vísperas del sábado, se volvía a cubrir. Ante san Juan de Dios
se descorrió también el velo que cubría una imagen de la Virgen que estaba venerando.
El sacristán, tomándolo por un ladrón, le dio una patada, pero el pie se le
quedó paralizado.
Todos los devotos de María suelen visitar con gran afecto
y con frecuencia las imágenes de la Virgen en las
iglesias a ella dedicadas. Éstas son precisamente, dice san Juan
Damasceno, las ciudades de refugio donde encontramos amparo contra las
tentaciones y los castigos merecidos por las culpas cometidas. El emperador san
Enrique, al entrar en una ciudad lo primero que hacía era visitar una iglesia
dedicada a nuestra Señora. El P. Tomás Sánchez no volvía a casa si antes no
visitaba alguna iglesia dedicada a María.
Que no nos sea trabajoso visitar a diario a nuestra Reina en alguna iglesia
o capilla o en nuestra propia casa, donde estaría bien tener en un lugar
retirado un pequeño oratorio con su imagen adornada con luces y flores y rezar
ante ella el rosario y las letanías, entre otras preces. Para
esto he compuesto el libro de las visitas al Santísimo y a la Santísima Virgen,
para todos los días del mes. El devoto de la Virgen
podría encargar celebrar en alguna iglesia o capilla alguna de sus solemnidades,
precedida de la novena, si es posible con la exposición del Santísimo.
Suplico con mucho
encarecimiento a los devotos de María que se abstengan de ir ellos y procuren que no vayan otros a
santuarios de la Virgen en tiempo de romerías,
donde se sabe que hay muchos escándalos; porque más fruto consigue el infierno
que honra la Madre de Dios.
OBSEQUIO
6º
El escapulario
Así como los
grandes del mundo tienen a honor que otros hombres lleven su librea, así María Santísima agradece que sus devotos lleven su
escapulario para dar testimonio de que están consagrados a
su servicio y que pertenecen a la familia de la Madre de Dios.
Los herejes modernos se burlan, como es costumbre en ellos, de esta devoción,
pero la santa Iglesia la ha bendecido con bulas e indulgencias. Refieren los
PP. Crasset y Lezzana hablando del escapulario, que hacia el año 1251 se
apareció la Santísima Virgen a san Simón Stock, inglés, y dándole su
escapulario le dijo que quienes lo llevaran se librarían de la eterna
condenación. “Recibe, hijo amadísimo, este
escapulario de tu Orden, signo de mi confraternidad, privilegio para ti y todos
los carmelitas. El que muera con él no padecerá el infierno”. Cuenta
demás el P. Crasset que María, apareciéndose al Papa Juan XXII, le ordenó hacer
saber a los que llevaran el escapulario que serían librados del purgatorio el
sábado siguiente al día de su muerte. Así lo declaró el mismo pontífice en la
bula confirmada expresamente por los papas Alejandro V, Clemente VII y otros
varios, como refiere el P. Crasset.
OBSEQUIO
7º
Pertenecer a las cofradías de
María
Algunos
desaprueban las cofradías diciendo que, a veces, son ocasión de discordias y
que muchos entran a ellas por miras humanas. Pero como no condena la Iglesia la
recepción de los sacramentos porque haya quienes abusan de ellos, así tampoco
han de condenarse las congregaciones y cofradías. Los sumos pontífices, en vez
de eso, las han colmado de alabanzas y las han enriquecido con indulgencias.
San Francisco
de Sales exhortaba a los seglares con mucho encarecimiento a que se
inscribiesen en las cofradías. ¿Qué no hizo san Carlos Borromeo por instalar
y multiplicar estas congregaciones? En sus sínodos, precisamente insinúa a los
confesores que procuren que los penitentes entren en ellas: El confesor, conforme
a sus posibilidades, trate de persuadir a los penitentes a que se adscriban a
alguna asociación piadosa. Y con toda razón, porque estas congregaciones, especialmente
las de nuestra Señora, son otras tantas arcas de
Noé en que encuentran refugio los seglares contra el diluvio de las tentaciones
y de los pecados que inundan el mundo. Nosotros, al dar las misiones,
hemos comprobado muy bien lo útiles que son las congregaciones. Normalmente, es mucho más virtuoso un hombre que va a las
congregaciones que veinte que no pertenecen a ninguna. La hermandad o
cofradía puede llamarse la “torre de David de la que cuelgan mil escudos, todos
armaduras de valientes” (Ct 4, 4). La razón del gran provecho que causan las
cofradías es que en ellas se adquieren muchas
defensas contra el infierno y se practican los medios para conservarse en la
gracia de Dios, medios que fuera de las congregaciones difícilmente usan los
seglares.
I. Uno de los
medios para salvarse es pensar en las máximas eternas: “Acuérdate de tus postrimerías y nunca jamás pecarás”
(Ecclo 7, 11). Los que van a la Congregación se recogen con frecuencia a pensar
con tantas meditaciones y lecturas y sermones que
allí se tienen. “Mis ovejas oyen mi voz” (Jn 10, 27).
II. Para salvarse es
necesario encomendarse a Dios: “Pedid y recibiréis” (Jn 16, 24), y en la cofradía los hermanos hacen esto constantemente.
Y Dios los oye, tanto más cuanto él mismo ha dicho que concede sus gracias con mucho gusto a
las plegarias hechas en común. “Si dos de vosotros se unen en la tierra,
todo lo que pidan se lo concederá mi Padre” (Mt 17, 19). A lo que añade san Ambrosio:
“Muchos pequeños cuando se congregan en uno se
hacen grandes, y las preces de muchos es imposible que no sean oídas”.
III. En la
cofradía más fácilmente se frecuentan los
sacramentos, tanto por las normas de las mismas como por los ejemplos de
los otros cofrades. Con esto fácilmente se obtiene
la perseverancia en la gracia de Dios, habiendo declarado el sagrado Concilio de Trento que la comunión es como el
contraveneno que libra de las culpas cotidianas y preserva de los pecados
mortales.
IV. Además de los
sacramentos, en las congregaciones se realizan muchos ejercicios
de mortificación, de humildad y de caridad hacia los hermanos enfermos y pobres.
Y estaría muy bien que en cada hermandad se estableciese la costumbre de visitar
y atender a los enfermos pobres.
V. Ya hemos dicho
cuánto ayuda para salvarse servir a la
Madre de Dios; ¿y qué otra cosa hacen los hermanos cofrades sino servirla?
¡Cuánto la alaban! ¡Cuántas oraciones le dirigen! Allí se consagran
desde el principio a su servicio eligiéndola de modo especial por su Señora y
Madre, y se inscriben en el libro de los hijos de
María. Por lo que, como son devotos e hijos distinguidos de la Virgen, ella los
trata con predilecciones y los protege en la vida y en la muerte, de modo que quien
pertenece a una Congregación de María puede decir que con esa pertenencia le
han venido multitud de bienes.
Dos cosas debe cuidar el congregante; lo
primero, ir a la Congregación para servir a Dios, a
su santa Madre y para salvar su alma; lo segundo, no dejar por nada del
mundo de asistir a la hermandad en los días
establecidos, pues allí va a tratar el negocio más importante que tiene,
que es el de la salvación eterna. Y procure atraer a cuantos pueda a la
Congregación y especialmente procure hacer volver a los que se alejaron.
OBSEQUIO
8º
Las
limosnas en honor de María
Los devotos de la
Virgen suelen dar limosnas en honor de la Madre de Dios, especialmente
los sábados. Refiere san Gregorio en sus Diálogos que un
santo zapatero llamado Deusdedit distribuía los sábados entre los pobres lo que le sobraba
de las ganancias de la semana. Y se le
mostró a un alma santa como un suntuoso palacio que Dios tenía preparado en el
cielo para este siervo de María y que se iba construyendo los sábados. San
Gerardo no negaba a la puerta del templo ninguna limosna que se le pidiera
en nombre de María. Lo mismo hacía el P. Martín Gutiérrez, jesuita; y una vez
confesó que no había gracia que le hubiera pedido a María que no la hubiera
conseguido. Habiendo muerto este siervo de Dios a manos de los hugonotes, se le
apareció la Madre de Dios a sus compañeros acompañada de vírgenes, que
envolvieron en lienzos el santo cuerpo y se lo llevaron.
Lo mismo
practicaba san Everardo, obispo de Salzburgo. Y un santo monje lo vio a
guisa de un niño en brazos de María, que decía: Éste es mi hijo Everardo que
nunca me ha negado nada. De igual modo procedía Alejandro de Alés, el cual, requerido
por un lego a que se hiciera franciscano en nombre de María, dejó el mundo y
entró en la Orden. El que se sienta verdadero
devoto de la Virgen no se niegue a dar cada día alguna limosna en su honor, y más crecida los
sábados. Y si no puede otra cosa, al menos por amor de María haga cualquier otra obra de caridad, como asistir a los enfermos, rezar por los pecadores y
por las almas del purgatorio y muchas más que se pueden hacer. Las obras de
misericordia agradan muchísimo a esta Madre de misericordia.
OBSEQUIO
9º
Acudir
con frecuencia a María
Entre todos los
obsequios que podemos ofrecerle, le agrada extraordinariamente a nuestra Madre
el que recurramos con frecuencia a
su intercesión y le pidamos su ayuda en todas nuestras necesidades particulares, como cuando
se trata de recibir o de dar consejos,
en los peligros, en las penas y en
las tentaciones, especialmente en las
que son contra la castidad. La Madre de Dios nos librará
ciertamente si recurrimos a ella con confianza, ya sea que acudamos a ella con
el rezo de la oración, “bajo tu amparo nos acogemos”, o con el Ave María, o sólo
con invocar el santísimo nombre de María, que tiene un poder especial para ahuyentar
a los demonios.
El P. Santi,
franciscano, acudió a María en una tentación impura,
y se le apareció al instante la Virgen, le puso la mano en el pecho y se vio
libre de todo peligro. En semejantes casos es buena
industria besar el escapulario o el rosario, o tenerlos en la mano, o mirar y
besar alguna imagen de la Virgen.
OBSEQUIO
10º
Otras
prácticas en honor de María
I. Celebrar, hacer
celebrar y participar en la santa Misa en honor de la Santísima Virgen.
El santo sacrificio de la Misa siempre se ofrece a Dios en reconocimiento de su
supremo dominio, pero esto no impide, dice el sagrado Concilio de Trento, que
pueda ofrecerse a la vez a Dios en agradecimiento por las gracias concedidas a
los santos y a su Santísima Madre y para que haciendo memoria de ellos se
dignen interceder por nosotros. Por eso se dice en la Misa: “Para que a ellos
les sirva de honor y a nosotros de salvación”. La Santísima Virgen reveló
a un alma piadosa que le es muy agradable este
ofrecimiento de la Misa, así como rezar el Padrenuestro, Ave María o Gloria a
la Santísima Trinidad en agradecimiento por las gracias concedidas a María.
Ya que no puede la Virgen agradecer por completo al
Señor por todos los privilegios que le ha concedido, goza mucho con que sus
hijos se le asocien en esta gratitud.
II. Reverenciar a los santos más unidos a María, como san
José, san Joaquín y santa Ana. La Virgen
recomendó a un noble la devoción a santa Ana, su madre. Honrar también a los santos más devotos de la Madre de Dios,
como san Juan evangelista, san Juan Bautista, san Juan Damasceno, defensor de
sus imágenes; san Ildefonso, defensor de su virginidad; san Bernardo y otros.
III. Leer diariamente
algún libro que trate de las glorias de María. Predicar o al menos insinuar a todos, especialmente a
familiares y amigos, la
devoción a la Madre de Dios. Dijo un día la Virgen a santa Brígida:
Haz que tus hijos sean mis hijos.
Rezar todos los días por los vivos y difuntos más devotos de María.
Termino con estas
hermosas palabras de san Bernardino: Oh
Señora bendita entre todas las mujeres, tú eres el honor de todo el género
humano, la salvación de nuestro pueblo. Tú tienes méritos sin límites y entera
potestad sobre todas las criaturas. Eres la Madre de Dios, la Señora del mundo,
la Reina del cielo; eres la dispensadora de todas las gracias, el ornamento de
la Iglesia. Eres el ejemplo de los justos, el consuelo de los santos y la raíz
de nuestra salvación. Eres la alegría del paraíso, la puerta del cielo, la
gloria de Dios. Mira, Señora, que hemos anunciado tus alabanzas. Te suplicamos,
por tanto, Madre de bondad, que suplas nuestra debilidad, excuses nuestro
atrevimiento, agradezcas nuestro servicio y bendigas nuestras fatigas
imprimiendo en el corazón de todos tu amor a fin de que después de haber
honrado y amado en la tierra a tu Hijo podamos alabarlo y bendecirlo en el
cielo. Amén.
CONCLUSIÓN
DE LA OBRA
Y con esto me
despido de ti, querido lector y hermano que amas a nuestra Madre María,
diciéndote: Prosigue dichoso honrando y amando a esta excelente Señora,
procurando también, cuanto más puedas, que la amen todos los demás. No dudes,
confía seguro de que si perseveras en la verdadera devoción a María hasta la
hora de tu muerte, tu salvación está asegurada. Yo termino, no porque no tenga más
que decir sobre las glorias de esta gran Reina, sino por no cansarte más. Lo poco
que dejo escrito es suficiente para que te enamores de este gran tesoro de la devoción
a la Madre de Dios, al que ella corresponderá con su poderosa protección.
Agradece el deseo
que he tenido en esta mi obra de ver que te has salvado como santo, al verte
convertido en hijo amante y apasionado de esta amabilísima Reina. Y si
reconoces que este libro te ha servido de alguna utilidad, por caridad te ruego
que me encomiendes y le pidas a esta Madre la gracia que yo le pido para ti: la
de que nos veamos un día en el paraíso en unión de todos sus amados hijos. Y
vuelto hacia ti, Madre de mi Señor y Madre mía María, te ruego que premies
estas mis pobres fatigas y el deseo que he tenido de acabar esta obrita sobre
tus glorias antes de concluir mi vida, que ya se va acercando al fin. Ahora ya muero
contento, dejando en la tierra éste mi libro que continuará alabándote y predicándote
conforme he procurado hacer siempre durante estos años desde el día de mi
conversión que por tu medio Dios me concedió.
Madre inmaculada,
te encomiendo a todos aquellos que te aman y especialmente a aquellos que lean
este libro; y de modo más especial a los que tengan la caridad de encomendarme
a ti. Señora, dales la perseverancia, hazlos del todo santos y llévalos así
seguros a alabarte todos juntos en el cielo. Madre mía, es verdad que soy un
pobre pecador, pero me glorío de amarte y espero de ti grandes favores, sobre
todo el de morir amándote. Espero que en las angustias de mi agonía, cuando el
demonio intente poner ante los ojos mis pecados, me habrán de confortar para
salir de esta vida en gracia de Dios, en primer lugar, la pasión de Jesús, y,
luego, tu intercesión para llegar a amarlo y a darte gracias, Madre mía, por los
siglos de los siglos. Así lo espero. Así sea.
¡Viva Jesús, María, José y Teresa!
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