Vida del Padre María Efren. Trapa
ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR
La
primera edición de la Vida del Padre María Efren, religioso de
la abadía de Aigttebelle, se publicó en Eranciu. el año 1812. Hasta
entonces no había aparecido libro alguno que diese una idea. exacta sobre los monasterios
de la Trapa, y en cambio las fábulas que de ellos se referían habían hecho
nacer tales prevenciones, que a excepción de un corto número de personas, nadie
\veía en el trapense más que un ente origina.! o el prototipo de la
misantropía.
La
Vida del Padre Efren, nos hizo, pues, penetrar por primera. vez en la Trapa
(1) verdadera, en la Abadía cisterciense; nos dio a conocer sus habitantes, y disipando
la atmósfera de melancolía en que el vulgo se babia complacido en envolverlos,
hizo brillara nuestros ojos su frente pura y serena.
Así
se explica el éxito de este librito, el cual, como dice el autor de los Anales
de Aiguebelle, no tiene nada por si mismo que le recomiende a la curiosidad
del lector, y que no puede ser comparado con las obras llenas de erudición que
se han publicado después sohre la misma Orden. Se propagó rápidamente por toda Francia.
llegó a ser la lectura favorita de los seminarios, colegios y demás establecimientos
de educación, y produjo frutos tan abundantes, que al cabo de algunos años, no
había. ya. monasterio de la Orden que no encerrase algún monje o alguna religiosa,
atraídos por la vida del Padre Efren.
Tales
son las consideraciones que nos decidieron a emprender esta traducción, así
como el deseo de dar a conocer una vida. a la vez que edificante, imitable. En efecto,
aquí no vemos apariciones, éxtasis, ni milagros, sino la virtud llevada al
heroísmo por las vías ordinarias. Si hubiésemos buscado lo primero, por cierto
que lo hubiésemos hallado en gran número de Santos que han obtenido los honores
de la canonización después de haber vivido en la misma Orden y seguido la misma
Regla que el Padre Efren, pero la biografía de éste, a más de la actualidad,
precisamente porque no presenta nada de sobrenatural, nada que parezca superar
las fuerzas ordinarias del hombre, nos ofrece un modelo que cada cual puede proponerse
imitar. No que todos hayan de dejar el siglo y encerrarse en un monasterio; mas
los que impedidos por su estado o por no creerse llamados de Dios, no tendrán
que seguirle en su sacrificio, encontrarán pura vivir en sus posiciones respectivas
saludables lecciones. Tal vez sentirán nacer en sí mismos la veneración hacia
esos hombres que el mundo desprecia o persigue, porque no pueden soportar sus
laudables ejemplos; o el amor· de la penitencia, necesaria en todos tiempos y a
toda clase de personas; apreciarán en su justo valor los goces y vanidades
terrestres: verán, en fin, cuán importante es dar· una educación cristiana a la juventud y saber a qué manos se confía.
Y
sin querer poner conectivo al autor de los Anales de Aiguebelle, citado
más arriba, creemos que aun los que sólo desean encontrar en la lectura un
honesto pasatiempo, un inocente recreo, se aficionarán a un libro que refiere
hechos reales, interesantes y más nobles que esas ficciones de la imaginación
tan ávida· monte buscadas y tan peligrosamente leídas. ¿Quién no seguirá con
anhelo la historia de ese joven, anunciando desde su infancia una existencia
extraordinaria, náufrago después en el mundo y vencido al fin por la gracia,
elevándose sobre si mismo, tomando una resolución. heroica y luchando para
defenderla contra los más difíciles obstáculos que pueden oponerse a un corazón
sensible? ¿Qué más inesperado desenlace que su familia entera siguiéndole en su
sacrificio y su propia casa convertida. en monasterio? ¿No es digno de
los siglos de oro de la Iglesia el acto de esa doncella, a quien todo sonríe en
lo porvenir, y que la víspera misma de sus bodas, rompe con todos los
compromisos, renuncia a una dicha presente y a las más halagüeñas esperanzas, y
va a esconder en el recinto de un claustro su juventud y atractivos?
INTRODUCCIÓN
l.
Origen del estado moná.stico.-II. Los monjes en Oriente.- III. Loa monjes en
Occidente.- IV. San Benito, su Regla. - El monte Casino.-V. Loa benedictinos en
las Galiaa. Asamblea de Aix·Chapelle.-Cluny. VI. Reforma de Cister.- Vll.
Morlmundo. - Aiguebelle. VIII. La. trapa..- Restauración de Aiguebelle en 1815,
su desarrollo. - IX. Estado actual de la Congregación Cisterciense de Nuestra Señora
de la Trapa..
l.
ORIGEN DEL ESTADO MONÁSTICO. - La vida monástica ha tenido sus tipos en la antigua
alianza. Los Nazareos que se consagraban al Señor por un voto especial, los Rechabitas
que vivían sin posesiones y habitaban bajo tiendas, los hijos de los Profetas
que San Pablo nos representa vestidos de pieles de cabra, errantes por el desierto
en las montañas, en los antros y cavernas de la tierra, fueron las figuras sensibles;
Elías y su discípulo Eliseo, sus precursores y maestros: San .luan Bautista, en
fin, su más acabado modelo.
Empero
estaba reservado al Evangelio, fecundizar, perfeccionar y perpetuar
estos ejemplos. El divino Maestro había dicho al joven de quien con una sola mirada
se había hecho amar: ·Si quieres ser perfecto, anda y vende
todo lo que tienes. dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el ciclo: y ven y sígueme».
Y a Pedro: “Todo aquel que por mí y el Evangelio deja su casa, sus hermanos,
sus hermanas, su padre, sus madres, sus hijos, sus heredades, será recompensado
al ciento por uno, y recibirá aún en esta vida, •cien veces más casas, y hermanos,
y hermanas, y •madres, é hijos, y heredades, en este siglo, en medio de las
persecuciones, y en el siglo futuro la vida eterna• (Mc 10,29-30)
Apoyado¡;
en estos textos sagrados, los Doctores y los Concilios han proclamado que la.
vida religiosa ha sido fundada por el mismo Jesucristo, y que se podía decir de
ella, como de la iglesia, que existe de derecho divino. Tal es la conclusión
que saca Suárez
Desde
que esta palabra se difundió en el universo, se encuentran hombres que lejos de
anonadarse por su dureza, sintieron hacia ella un atractivo más fuerte que todas
las seducciones del siglo, y precipitándose en gran número en el camino
estrecho, se encargaron de demostrar que en los consejos evangélicos nada había
de impracticable a la debilidad humana.
Por lo que nos refieren las Actas de los Apóstoles, sabemos que los primeros cristianos vi vieron como después han vivido los monjes. “La multitud de los creyentes no tenían más que un corazón y un alma. •Ninguno de ellos poseía nada propio, sino que vendían sus bienes y consagraban su precio a las necesidades de todos. Ponían todo en común y no había pobres entre ellos• (3). La historia no nos declara el motivo por que se disolvió aquella primitiva comunidad, pero se comprende que llegó a. ser imposible habiéndose aumentado prodigiosamente el número de los cristianos, y ante los derechos e intereses de la familia. Sin embargo, no faltaron entonces quienes echando de menos la abnegación de los antiguos tiempos, se consagraban a la práctica de los consejos evangélicos, y renunciado al matrimonio y a la propiedad, se entregaban al silencio, al ayuno y a todas las austeridades de la vida ascética. Algunos vivían de este modo en medio de la sociedad; otros huían de las ciudades, para poder lejos del mundo dedicarse con más asiduidad al santo deber de la oración.
Durante
las últimas persecuciones, se llenaron los desiertos de solitarios que buscaban
en la concavidad de las rocas un asilo contra la ferocidad de los césares. Pero
así que la era de los mártires tocó su término y la paz hubo sido dada a la iglesia,
la soledad se conmovió de gozo y floreció como el lirio a la vista de su
fecundidad (l). Porque dice Bossuet: Los cristianos eran tan sencillos y
enemigos de toda molicie, que más temían
una paz agradable a los sentidos, que la crueldad de los tiranos. Los unos se refugiaron en medio de los bosques,
absolutamente solos, entregados a las penosas prácticas de los anacoretas y de la
vida eremítica. Los otros se reunieron en una habitación común, se
sujetaron a los mismos ejercicios, a los mismos trabajos, e instituyeron de
este modo la vida cenobítica. San Pablo es el padre de los
primeros; san Antonio el de los segundos, de esa raza fuerte y poderosa
que ya no desaparecerá.
II.
Los MONJES EN ORIENTE;.-Debemos fijar la constitución regular de la vida monástica.
en Oriente, hacia el fin del siglo III. Definitivamente inaugurada, no lejos de
las orillas del Nilo, en los ardientes desiertos de la Tebaida, se propaga
rápidamente a Siria, a la Palestina., a la Mesopotamia, al Asia menor y hasta. más
allá de los límites del imperio romano, San Hilarión, desterrado por
Juliano el apóstata, lleva una chispa de aquella divina antorcha hasta la isla
de Chipre: San Pacomio funda en Tabenas una
Congregación de ocho monasterios, a los
cuales da una Regla, cuyo texto recibió de manos de
un ángel. San Nilo es el principal colonizador monástico
del monte Sinai. San Macario, el anciano, se distingue en el vasto desierto de
Sceta en medio de innumerables penitentes, por el incomparable rigor de las
austeridades. Amón establece en la célebre montaña de Nitria una Comunidad en la
que más de cinco mil monjes viven en la oración y en el trabajo de sus manos.
El Abad Serapión gobierna a diez mil cerca de Arsinoé. San Sabas funda
las Lauras, en donde los solitarios vi ven en celdas separadas, reuniéndose a
horas determinadas para la oración.
De
este modo se poblaban las soledades de Oriente. Desde fines del siglo IV. dice
el Conde de Montalembert, las vemos llenas de monjes y monasterios, unidos
entre sí por una disciplina común, por las visitas que recíprocamente se hacían
y por sus Asambleas generales. Pero nada aparece más increíble en la prodigiosa
historia de aquellos solitarios que su número hasta setenta mil llegaron a
contarse sólo en Egipto, y San Jerónimo asegura que había tantos cenobitas en
el desierto como habitantes en las ciudades
Ansiosos
estos ángeles de la soledad, de sujetar sus cuerpos a la servidumbre y de
penetrar al mismo tiempo en los secretos de la luz divina, distribuían sus días
entre la oración y el trabajo manual. Ya salmodiaban los cánticos sagrados,
meditaban las divinas Escrituras y contemplaban las grandezas infinitas de Dios;
ya cavaban la tierra, cortaban malezas y tejían esteras y canastos. Este trabajo
diario, era doblemente más pesado por el ayuno casi continuo y por las
maceraciones, cuya relación espanta nuestra delicadeza. Al considerarlos, el mundo
los mira como gentes poseídas de un vértigo insensato; y no obstante, los hombres
más eminentes de aquella época se formaron en esta dura escuela: hombres tan
grande:; por el corazón y el genio, corno por la fuerza de carácter y su santidad
de la vida: los Atanasias, los Basilios, los Gregorios Nazíancenos, los Crisóstomos
y otros muchos, que dieron el último golpe al gentilismo, abatieron Ja herejía
y reno\·aron la faz de la tierra.
Sin
embargo, después de haber ofrecido modelos incomparables de santidad y una especie
de ideal casi irrealizable, el Orden monástico en Oriente degeneró poco a. poco
de su primitivo esplendor, y acabó por hacerse, como el clero de aquellas desventuradas
comarcas, esclavo del islamismo y cómplice del cisma. Pero mientras que los
monjes de Oriente se debilitaban y tendían a desaparecer insensiblemente bajo Ia
influencia deletérea de una sociedad caduca, aparecían en el horizonte los monjes
de. Occidente, luchando victoriosamente contra la disolución del antiguo mundo,
y trabajando con ardor en la conversión y civilización de los pueblos.
III.
Los MONJES; EN OCCIDENTE.- A San Atanasío se le mira con justicia como
el propagador del Orden monástico en Occidente. Desterrado tres veces de Alejandría
por un decreto imperial dirígese otras tantas a Roma por huir de Ia persecución
de los Arrianos e invocar la protección del Papa Julio l. Y mientras que
un Concilio congregado por el Sumo Pontífice en 341, hacia justicia al glorioso
defensor de la Divinidad de Jesucristo, él mismo esparcía.
en la Ciudad eterna las primeras nuevas de la vida. extraordinaria que llevaban
los solitarios de la. Tebaida y de las numerosas fundaciones que Pancomio creaba
en las. orillas del Nilo superior.
Poco
tiempo después, en el año 356, habiendo muerto el gran San Antonio, San Atanasio escribió su biografía, la que divulgada por· todo el
Occidente, sirvió para promulgar bajo una forma narrativa las leyes a asteras
de la vida monástica. Muy pronto la ciudad de Roma
y sus alrededores se llenaron de monasterios, que fueron rápidamente
poblados por hombres tan distinguidos en nacimiento y fortuna como en ciencia y
santidad (1). De Roma se extendió el nuevo instituto a toda la Italia, y en la
segunda mitad del siglo IV, hubo en la Península un vasto y admirable
movimiento hacia la vida espiritual y penitente. Esto generoso fervor brilló
sobre todo en el seno de la nobleza romana, de modo que San Jerónimo pudo
escribir: «Hoy se encuentran ya entre los monjes
multitud de sabios, de ricos y de nobles».
Casi
al mismo tiempo y bajo las mismas inspiraciones, veía la Galia elevarse sus primeros monasterios. Durante su
destierro a Tréveris, el santo Patriarca de Alejandría había inflamado al Clero de las Galias de su ardor por la fe de Nicea,
y por la vida angelical de los solitarios de la Tebaida.
De Tréveris, que fue su cuna occidental, el estado monástico, auxiliado por la
influencia de los escritos de Atanasio, se extendió prontamente por toda la Francia,
que siempre ha acogido con entusiasmo los grandes y generosos pensamientos. Allí
tuvo la singular fortuna de ser inaugurado por el hombre más popular que en
aquellos tiempos tuvo la Iglesia Gálica. Este hombre fue San Martín,
Obispo de Tours. Retirado en compañía de San Hilario, Obispo de
Poitiers, funda en 360 y a las puertas de la mencionada ciudad, el monasterio de Ligugé, que la historia señala
como el más antiguo de las Galias (3). Después de haber pasado allí quince años
se le arrancó con piadosa astucia para promoverlo en Ia Silla Metropolitana de Tours:
pero en medio de los cuidados de su elevado cargo, suspiraba más que nunca por
las dulzuras de la vida monástica; y para gozar de ellas estableció a media
legua de su ciudad episcopal el célebre monasterio de
Marmoutier
en donde habitó una celdilla hecha de ramas entrelazadas. Cuando se llevó
su cuerpo a la tumba, que debía ser uno de los santuarios más venerados de
Francia. dos mil monjes formaron su séquito.
Cincuenta
años después (410) San Honorato, descendiente de raza consular, desembarcaba en
Lerins. Las víboras que allí pululaban le cedieron el país, y el Santo fijó en
aquella isla desierta el lugar de su reposo. Muy pronto un sinnúmero de
discípulos vinieron a ponerse bajo su dirección, y aquel retiro destinado según
el pensamiento de su fundador a renovar sobre las costas de la Provenza las austeridades
de al Tebaida, llegó a ser un plantel de obispos y de santos que esparcieron
sobre todas las Galias la gloria del evangelio.
Lerins
nacía apenas cuando un santo y sabio personaje, Juan Casiano, monje
primeramente de Belén y después de Egipto, habiendo visitado las soledades de
Oriente y bebido en su origen el verdadero espíritu monástico, vino a Marsella,
en donde fundó hacia el año 413, la grande Abadía de San Víctor, la que contó
en poco tiempo cinco mil religiosos, entre su propio recinto y las casas
nacidas a la sombra y bajo la influencia de este nuevo santuario.
Alumbrada
de este modo la. Galia. por las dos antorchas que habían encendido la Galia por
las dos antedichas que habían encendido, San Martín al Oeste y la. escuela
de Lerins al Mediodía, víó poco a. poco elevarse monasterios en todas sus
provincias: Moutier Saint-Jean en Borgoña, Issoire en Auvernia; Condat, llamado
más tarde San Claudio, en las montañas de Jura. Pero hacia el fin riel siglo V,
y sobre todo al principio del VI, el entorpecimiento y la esterilidad del Oriente
pareció comunicarse al instituto cenobítico de Occidente. Este estado de
decaimiento tenía ronchas causas que basta indicar: los desastres ocasionados por
la invasión de los Hunos y de los Vándalos, el cisma y la herejía que desolaban
a la Iglesia, la pasión de novedades que atraía a las grandes vías y plazas
públicas a monjes que allí se entregaban a toda suerte de demostraciones insólitas
y ruidosas y sobre todo, la falta de una regla uniforme, de legislación impuesta
y aprobada por Ia Silla Apostólica.
IV.
SAN- BENITO, SU REGLA, EL MONTE CASlNO.
Para reanimar el espíritu religioso casi extinguido, Dios suscitó un hombre formado
según su corazón: esto es, San Benito, la antorcha del desierto, el Patriarca
y Legislador de los monjes de Occidente.
Nacido
en Norcia, en el Ducado de Spoleto, (Italia) en ·480, de una familia patricia,
el joven Benito fue enviado a Roma para estudiar las letras humanas. Apenas tenía
catorce años cuando se resolvió a renunciar a la fortuna, a la ciencia., a su familia
y a las delicias del siglo, por no seguir más que a Jesucristo. Así, pues, abandona
Roma, se dirige hacia el desierto de Subiaco, y sustrayéndose de la vigilancia
de su nodriza, que le había seguido, se interna en desfiladeros abandonados, y empieza
a subir montes inaccesibles. En el camino encuentra un monje llamado Romano,
que le da. un hábito monástico formado de pieles de bestias: continúa su
ascensión hasta que descubre una caverna sombría y estrecha, en donde no penetró
jamás un rayo de sol: allí fija su morada, y allí vi ve sepultado tres años
enteros, desconocido de todos, excepto del monje Romano, quien no pudiendo llegar
hasta su gruta, le envía todos los días un pedazo de pan atado al extremo de
una cuerda, para que se alimentara.
Pero
la soledad del joven anacoreta no fue mucho tiempo respetada. Multitud inmensa
de discípulos vinieron a pedirle vivir bajo su
dirección. Legos y clérigos romanos y bárbaros, nobles y plebeyos,
afluyeron a él atraídos por la fama de sus virtudes y de sus milagros. Para
darles asilo funda en las cercanías de su
retiro doce monasterios, poblado cada uno
por doce religiosos; y vedle definitivamente
erigido Superior de una numerosa Comunidad de cenobitas. No faltaron pruebas al
siervo de Dios. Perseguido por la calumnia, combatido por las iras del infierno
desencadenado, se vio en la. precisión de abandonar aquel lugar predilecto. Habiendo,
pues, designado los Superiores para sus doce monasterios, y llevados en un
corto número de discípulos, dejó para siempre
aquellos desfiladeros salvajes que había habitado por espacio de treinta y cinco
años.
En
los confines de Saminio y de la Campania y en el centro de un espacioso valle,
medio cercado de escarpadas y pintorescas alturas, se levanta un monte aislado,
esbelto, cuya cima vasta y circular, domina el curso del Liris, todavía cercano
a su origen, y la llanura ondulada que se extiende al Mediodía, hacia las
playas del Mediterráneo. Este es el Monte Casino,
montaña predestinada, sobre la cual el Patriarca de los monjes de Occidente
estableció la capital del orden monástico. Allí había un antiguo templo de
Apolo y un bosque sagrado a donde acudía una multitud de naturales del país a ofrecer
sacrificios a los dioses y a los demonios. Benito predicó la fe de Jesucristo
a aquellas olvidadas poblaciones; les decidió a cortar los árboles del bosque y
a derribar el templo del ídolo, y sobre aquella ruina construyó dos oratorios,
consagrados el uno a San Juan Bautista y a San Martín el otro. Alrededor de
estas capillas se levanta el monasterio que había de ser el más célebre de todo
el mundo católico.
Catorce
años permaneció Benito en el Monte Casino, ocupado en extirpar de la comarca los
restos del paganismo, haciendo construir su monasterio por los brazos mismos de
sus discípulos, explotando las áridas vertientes de la montaña, y dispensando a
cuantos le visitaban los beneficios de la ley de Dios. No siendo nuestro objeto
escribir la biografía del Santo Legislador, no referimos las maravillas y escenas
tan sublimes y conmovedoras de que fué testigo aquel Monte sagrado: nada tampoco
diremos, ni de su encuentro con Totila, aquel feroz rey de los Godos ni de
sus entrevistas anuales con su hermana. gemela Santa Escolástica. Estos
hechos están referidos por el Papa San Gregorio, en el ,;segundo libro de
sus Diálogos.
Murió
San Benito en 21 de marzo del año 543. siendo de setenta y tres de edad, estando
de pie ante el Altar, levantando sus brazos al Cielo, y murmurando su última
Oración. Se le enterró al lado de su hermana que había fallecido catorce días
antes, y en el sepulcro que él mismo se había. abierto; éste se encontraba en
el sitio ocupado antes por el altar de Apolo que el santo había derribado.
Entre las obras de San Benito, Ia más grande, la más durable fue
sin disputa su Regla, la primera, dice el Conde de Montalembert, que había.
sido escrita en Occidente y para el Occidente. Hasta entonces, los monjes de esta
mitad del mundo romano habían vivido bajo la autoridad de reglas importadas de
Oriente o de tradiciones
tomadas a los solitarios del Egipto y de la Siria. San Benito no se
propuso destruir, ni reemplazar la autoridad de aquellos monumentos antiguos, sino
que al contrario, los invoca y recomienda. Pero comprendió que para reprimir la
relajación que por todas partes se introducía, era preciso añadir a las reglas algún
tanto vagas de los Pacomíos y de los Basiilios, un conjunto de preceptos escogidos,
fijos y metódicos, debidos, ya a las lecciones de lo pasado, ya también a su experiencia
personal. Emprendió pues Ia reforma de los abusos y defectos del Orden que había
abrazado, por una serie de disposiciones morales, económicas, litúrgicas, penales,
cuyo conjunto constituye la Regla que, inmortalizando su nombre y su obra, ha dado
al instituto monástico en Occidente su forma definitiva y universal.
Nueva
en los anales del mundo y sin analogía en el tiempo pasado, esta legislación ha
ejercido un imperio más constante sobre mayor número de individuos que ninguna otra
de las que aparecieron en las edades antiguas y modernas. Esta es la razón
porque no le ha faltado ningún elogio. Santa Hildegarda, San Antonino, Santo
Tomás y muchos concilios la han creído directamente inspirada por Dios. Según
el pensamiento de San Gregorio el Grande que la aprobó para que fuese la única
profesada en toda la Iglesia de Occidente, es una obra modelo de discreción y
claridad; y un erudito que no puede ser sospechoso en esta materia, Mr. Guizot.
no ha vacilado en reconocer que tiene un carácter de buen sentido y dulzura. de
humanidad y moderación, superior a todo lo que se había manifestado hasta
entonces en las leyes romanas o bárbaras y en las costumbres de la sociedad
civil. Pero hay algo aún que habla. Con más elocuencia en su favor; y es el
catálogo de Santos que ha producido y que la iglesia honra con un culto público,
el gran número de hombres ilustres que salieron de sus claustros, y fueron elevados
a la Santa Sede, condecorados con la púrpura romana o puestos al frente de las
diócesis; la relación de las conquistas que ha conseguido y consolidado en todo
el Occidente, en donde ella sola prevaleció durante ocho siglos; y en fin, la influencia
benéfica que ha ejercido por todas partes donde ha. reinado. Adoptada por todos
los monasterios de Occidente, ha sido In ley común de las Órdenes religiosas hasta
el siglo XIII. Sin ella los innumerables monasterios que cubrieron la superficie
de Europa, no hubiesen sido más que miembros dispersos; por ella formaron un cuerpo
animado de un mismo espíritu. En Italia, en Germanía, en Francia, en Inglaterra,
en Irlanda, en las heladas regiones del Norte, la gran familia monástica toda entera
sin distinción de raza, de: patria, de lengua y de clima, obedecía a las mismas
Ieyes, a la misma disciplina y a la misma. Abnegación. He aquí por qué la edad heroica
de estos monasterios comienza con la adopción general de la Regla de San Benito.
Animados por ella de un mismo pensamiento, elevados
del estado laico, en que hasta allí habían servido, a la Jerarquía eclesiástica,
los monjes formaron desde entonces, bajo la bandera de la Iglesia. y del
Pontificado una milicia incomparable
Aún no había muerto San Benito y ya en su Regla comenzaba a propagarse. Plácido, enviado a Sicilia para recobrar los ricos dominios que su
padre había dado al Abad de Monte Casino y cuyos productos les sustraía una administración
infiel, estableció allí, hacia el afio 534, el primer
monasterio benedictino, en el que reunió unos treinta religiosos. Pero
el joven colonizador murió muy pronto con dos de sus hermanos, su hermana Flavia
y todos sus discípulos, atormentados y degollados por una banda de piratas
moros que habían venido a asolar aquellas costas.
De
este modo inauguraban los hijos de San Benito la larga serie de sus luchas y victorias
Aquella sangre derramada debía producir una mies abundante
V. LOS BENEDICTINOS EN LAS GALIAS. ASAMBLEA DE AIX-LA CHAPELLE. -CLUNY.- Algún tiempo después, un año antes de la muerte del Santo Patriarca, un prelado galo, Inocencio Obispo de Mans enviaba dos diputados a Monte-Casino, pidiendo para su diócesis una colonia die monjes formados en la escuela del nuevo Legislador de los cenobitas de Italia. Benito confió esta. misión al joven Diácono Mauro, a quien amaba con un afecto particular. Le dio cuatro compañeros y le entregó un ejemplar de la Regla escrita por su mano, con el peso del pan y la medida de vino que cada religioso debía. consumir al día. Llegado a las orillas del Loira y despedido por el sucesor del Obispo que le había llamado, se detuvo en Anjou, que entonces gobernaba el Vizconde Fleurus, a nombre de Teodoberto, rey de Austrasia, nieto de Clodoveo. El Gobernador ofreció al discípulo de Benito una de sus posesiones, para establecer allí su colonia, le entregó a su hijo Bertulfo para que fuera religioso, y le manifestó al propio tiempo la intención que tenía. de consagrarse él mismo a Dios, en aquel lugar. Tal es el origen del primer monasterio benedictino en Francia. Se le llamó Glanfeuil y más tarde, tomando el nombre de su fundador, San Mauro sobre el Loira.
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